Veintidós

El agente inmobiliario se apoyaba contra el fondo del ascensor y admiraba la parte posterior de la minifalda de cuero negro. La siguió con la mirada hasta casi la altura de las rodillas, donde acababa la falda y comenzaban las costuras de unas medias de seda negra, que serpenteaban hasta los tacones negros de unos extravagantes zapatos, con un pequeño lazo rojo sobre los dedos. Volvió a subir lentamente por las costuras, pasó al cuero, hizo una pausa para admirar la redondez del trasero y siguió ascendiendo al jersey rojo de cachemira, que desde donde lo observaba no revelaba gran cosa, pero que era muy impresionante por delante, como había podido comprobar en el vestíbulo. El cabello le llegaba a la altura de las paletillas y resaltaba de maravilla sobre el rojo. Sabía que era teñido, pero junto a la minifalda de cuero, las costuras, los extravagantes tacones y el ceñido jersey ajustado a la redondez de sus protuberancias delanteras, la convertían en una mujer con la que sabía que deseaba acostarse. Quería que se quedara en el edificio. Lo único que ella pretendía era alquilar un pequeño despacho. El alquiler era negociable.

Se detuvo el ascensor. La puerta se abrió y él la siguió al pequeño pasillo.

—Por aquí —dijo, mientras pulsaba un interruptor.

En la esquina la adelantó, e introdujo una llave en una antigua puerta de madera.

—Son sólo dos habitaciones —dijo, al tiempo que pulsaba otro interruptor—. Unos veinte metros cuadrados.

Tammy se acercó a la ventana y contempló el paisaje.

—Me gusta la vista —dijo.

—Sí, es bonita. La alfombra es nueva. Las paredes se pintaron en otoño. El lavabo está al fondo del pasillo. Es un lugar agradable. El conjunto del edificio ha sido renovado en los últimos ocho años —decía, sin dejar de contemplar las negras costuras.

—No está mal —dijo Tammy, sin dejar de mirar por la ventana, ni referirse a nada de lo que había mencionado—. ¿Cómo se llama ese edificio?

—Es el Cotton Exchange. Uno de los más antiguos de Memphis. Es una zona de mucho prestigio.

—¿Cuánto prestigio tiene el alquiler?

El agente se aclaró la garganta y levantó una carpeta, que no miró. Ahora estaba embaucado con los tacones.

—El caso es que el despacho es muy pequeño. ¿Para qué ha dicho que lo necesitaba?

—Trabajo administrativo. Gestoría —respondió, mientras se dirigía a la otra ventana, haciendo caso omiso del agente, que seguía todos sus movimientos.

—Comprendo. ¿Para cuánto tiempo lo necesita?

—Seis meses, con opción para un año.

—Bien, para seis meses podemos alquilarlo por tres cincuenta mensuales.

Tammy no se inmutó, ni dejó de mirar por la ventana. Descalzó el pie derecho y se frotó la pantorrilla izquierda. El agente pudo comprobar que la costura seguía alrededor del talón y por debajo del pie. Las uñas de los dedos de los pies eran… rojas. Desplazó el trasero a la izquierda y lo apoyó en la repisa de la ventana. Al agente le temblaba la carpeta que tenía en las manos.

—Le daré dos cincuenta al mes —dijo con autoridad.

Se aclaró de nuevo la garganta. Era absurdo ser avaricioso. Aquellos pequeños cuartos eran un espacio muerto, sin ninguna utilidad para nadie, y hacía años que estaban libres. Sería útil tener a alguien en el edificio que se dedicara al trabajo administrativo. Puede que incluso él utilizara sus servicios.

—Trescientos; es lo mínimo que puedo aceptar. Este edificio está muy solicitado. En estos momentos, el noventa por ciento de los locales están ocupados. Trescientos mensuales es ya excesivamente barato. Apenas cubrimos gastos.

De pronto se dio la vuelta y ahí estaban. Delante de sus narices, con la lana roja ceñida a su alrededor.

—El anuncio decía que disponían de despachos amueblados —dijo Tammy.

—Podemos amueblar éste —respondió el agente, ansioso por cooperar—. ¿Qué necesita?

Antes de responder, miró a su alrededor.

—Aquí un escritorio con cajones y unos cuantos ficheros. Un par de sillas para los clientes. Nada del otro mundo. En el otro cuarto instalaré una fotocopiadora, no necesita muebles.

—De acuerdo —sonrió.

—Y pagaré los trescientos mensuales, amueblado.

—No hay ningún inconveniente —respondió, mientras abría una carpeta, de la que extrajo un contrato en blanco, que colocó sobre una mesa plegable y empezó a escribir—. ¿Nombre?

—Doris Greenwood.

Doris Greenwood era el nombre de su madre y el suyo había sido Tammy Inez Greenwood hasta tropezarse con Buster Hemphill, que más adelante se había cambiado legalmente el nombre por el de Elvis Aaron Hemphill, y las cosas le habían ido de mal en peor desde entonces. Su madre vivía en Effingham, en Illinois.

—Muy bien, Doris —dijo con supuesto arregosto, como si acabaran de romper el hielo y su relación fuera cada vez más íntima—. ¿Dirección?

—¿Qué falta le hace? —exclamó, irritada.

—Bueno, necesitamos esa información.

—No es de su incumbencia.

—Muy bien, muy bien, olvidémoslo —dijo, al tiempo que tachaba aquella parte del contrato y examinaba el resto—. Veamos. Lo fecharemos hoy, dos de marzo, por un período de seis meses, hasta el dos de septiembre. ¿De acuerdo?

Ella asintió y encendió un cigarrillo, mientras el agente leía el párrafo siguiente.

—Necesitamos un depósito de trescientos dólares y el alquiler del primer mes por adelantado.

De un bolsillo de la ceñida falda de cuero negro sacó un fajo de billetes. Contó seis de cien dólares y los puso sobre la mesa.

—Un recibo, por favor —ordenó.

—Por supuesto —respondió el agente, sin dejar de escribir.

—¿En qué piso estamos? —preguntó Tammy, mientras se dirigía de nuevo a la ventana.

—Es el noveno. El alquiler aumenta en un diez por ciento si el pago se demora más allá del día quince. Nos reservamos el derecho de entrar a cualquier hora razonable para inspeccionar el local. Está prohibida su utilización para actividades ilegales. Los servicios y el seguro del contenido corren por su cuenta. Dispone de una plaza en el aparcamiento situado al otro lado de la calle y aquí tiene dos llaves. ¿Alguna pregunta?

—Sí. ¿Qué ocurre si trabajo a horas inusuales? Por ejemplo, muy tarde por la noche.

—No hay inconveniente alguno. Puede ir y venir a su antojo. Por la noche, el guarda de seguridad en la puerta de Front Street le facilitará la entrada.

Tammy colocó el cigarrillo entre sus pegajosos labios y se acercó a la mesa. Examinó el contrato, titubeó y firmó con el nombre de Doris Greenwood.

Cerraron la puerta con llave y el agente la siguió atentamente hasta el ascensor.

A las doce del mediodía del día siguiente había llegado la curiosa colección de muebles, y Doris Greenwood, de Greenwood Services, colocó la máquina de escribir alquilada junto al teléfono alquilado, sobre el escritorio. Sentada frente a la máquina y con la cabeza ligeramente ladeada a la izquierda, podía ver por la ventana el tráfico de Front Street. Llenó los cajones del escritorio con cuartillas, cuadernos, lápices y otros utensilios. Colocó revistas sobre los ficheros y encima de la mesilla, situada entre las dos sillas donde se instalarían los clientes.

Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es? —preguntó Tammy.

—La fotocopiadora —respondió una voz.

Corrió el pestillo y abrió la puerta. Un individuo bajo e hiperactivo irrumpió en el cuarto, miró a su alrededor y dijo, con malos modales:

—Bueno, ¿dónde la quiere?

—Ahí —respondió Tammy, señalando el vacío cuarto de siete metros cuadrados, al que se accedía por un marco desprovisto de puerta.

Dos jóvenes de uniforme azul maniobraban el carrito sobre el que transportaban la fotocopiadora. Gordy dejó los documentos sobre la mesa.

—Es una máquina muy grande para un lugar tan pequeño —dijo—. Realiza noventa copias por minuto, con colector y alimentador automático. Es grande.

—¿Dónde hay que firmar? —preguntó ella, sin prestar atención a sus palabras.

—Seis meses, a dos cuarenta mensuales —respondió Gordy, mientras señalaba con el bolígrafo—. Esto incluye las revisiones y el mantenimiento, así como quinientas hojas de papel para los dos primeros meses. ¿Quiere papel pequeño o grande?

—Grande.

—Debe realizar el primer pago el día diez y en la misma fecha de los cinco meses siguientes. El manual está en la bandeja. Llámeme si hay algo que no comprenda.

Antes de abandonar el despacho, los ayudantes contemplaron boquiabiertos los ceñidos vaqueros descoloridos y los tacones rojos. Gordy arrancó la página amarilla y se la entregó.

—Gracias por su atención —dijo.

A continuación, Tammy cerró la puerta con llave. Entonces se dirigió ala ventana situada junto al escritorio y miró hacia el norte. A dos manzanas, al otro lado de la calle, se vislumbraban los pisos cuarto y quinto del edificio Bendini.

Pasaba la mayor parte del tiempo a solas, imbuido en sus libros y montones de documentos. No tenía tiempo para nadie, a excepción de Lamar. Era consciente de que su aislamiento no pasaba inadvertido. Por consiguiente, trabajaba más que nunca. Tal vez no levantaría sospechas si facturaba veinte horas diarias. Puede que el dinero actuara como aislante.

Nina le dejó una pizza fría en una caja, a la hora del almuerzo. Mitch se la comió mientras ordenaba el escritorio. Llamó a Abby. Le dijo que iba a visitar a Ray y que regresaría a Memphis el domingo por la noche. Salió por la puerta lateral y se dirigió al aparcamiento.

Durante tres horas y media circuló a toda velocidad por la interestatal cuarenta, con la mirada fija en el retrovisor. Nada. No vio a nadie. Pensó que tal vez se habrían limitado a hacer una llamada y le esperarían en algún lugar próximo a su destino. En Nashville, giró de pronto y se dirigió al centro de la ciudad. Con la ayuda de un mapa en el que había marcado la ruta, entraba y salía del tráfico, giraba en redondo cuando las circunstancias se lo permitían y, en general, conducía como un demente. Al sur de la ciudad, entró en un complejo residencial y circuló lentamente entre los edificios. Era un lugar bastante agradable. Los aparcamientos estaban limpios y los rostros eran blancos. Todos. Aparcó cerca de la oficina y cerró el BMW. La cabina contigua a la piscina cubierta funcionaba. Llamó un taxi y dio una dirección a dos manzanas de donde se encontraba. Corrió entre los edificios, a lo largo de un callejón, y llegó al mismo tiempo que el taxi.

—A la estación de autobuses Greyhound —le dijo al taxista—. Y dese prisa. Sólo dispongo de diez minutos.

—Tranquilo, amigo. La estación está a seis manzanas.

Mitch se repantigó en el asiento posterior y observó el tráfico. El taxista conducía con lentitud y aplomo, hasta que a los siete minutos giró por la calle ocho y paró frente a la estación. Mitch dejó dos billetes de cinco en el asiento delantero y entró apresuradamente en la terminal. Compró un billete de ida en el autobús de las cuatro y media a Atlanta. Según el reloj de la pared, eran las cuatro y treinta y un minutos. La taquillera señaló en dirección a unas puertas batientes.

—Autobús número cuatrocientos cincuenta y cuatro —dijo—. Está a punto de salir.

El conductor cerró la puerta del compartimiento de equipaje, cogió su billete y subió al vehículo después de Mitch. Las tres primeras hileras estaban ocupadas por negros ancianos. Había otra docena de pasajeros dispersos por la zona posterior del autobús. Mitch avanzó lentamente por el pasillo y miró todos los rostros, sin fijarse en ninguno. Se instaló junto a una ventana, en la cuarta hilera del fondo. Se puso unas gafas oscuras y volvió la cabeza. Nadie. ¡Maldita sea! ¿Habría subido al autobús equivocado? Miraba atentamente por las ventanas oscurecidas, conforme el vehículo avanzaba velozmente entre el tráfico. El autobús paraba en Knoxville. Puede que allí le esperara su contacto.

Cuando llegaron a la carretera y el vehículo alcanzó su velocidad de crucero, apareció de pronto un individuo que usaba vaqueros y camisa de madrás, que se sentó junto a Mitch. Era Tarrance. Mitch se sintió más relajado.

—¿Dónde te habías metido? —le preguntó.

—En el lavabo. ¿Los has despistado? —dijo Tarrance en voz baja, sin dejar de observar las nucas de los pasajeros.

Ninguno escuchaba. Nadie podía oírlos.

—Nunca los veo, Tarrance. De modo que no puedo saber si los he despistado. Pero creo que en esta ocasión tendrían que ser superhombres para no haberme perdido.

—¿Has visto a nuestro hombre en la terminal?

—Sí. Junto a las cabinas telefónicas, con una gorra roja de los Falcon. Un negro.

—Exacto. Habría dado la alarma si te siguieran.

—Me ha indicado que prosiguiera.

Tarrance llevaba unas gafas plateadas de cristales reflectantes, bajo una gorra de béisbol verde del Michigan State. Mitch olía incluso el zumo de fruta fresco.

—Parece que hoy no vas de uniforme —dijo Mitch, sin sonreír—. ¿Te ha dado permiso Voyles para vestir así?

—Olvidé preguntárselo. Se lo comentaré por la mañana.

—¿El domingo por la mañana? —exclamó Mitch.

—Por supuesto. Querrá saberlo todo acerca de nuestro pequeño viaje en autobús. He hablado con él durante una hora, antes de salir de la ciudad.

—Bien, lo primero es lo primero. ¿Qué pasa con mi coche?

—Lo recogeremos dentro de unos minutos y lo cuidaremos. Estará en Knoxville cuando lo necesites. No te preocupes.

—¿Estás seguro de que no nos descubrirán?

—Imposible. No te ha seguido nadie desde Memphis, ni hemos detectado nada en Nashville. Estás más limpio que una patena.

—Perdona que me preocupe. Pero después de la farsa de la zapatería, sé que no estáis exentos de cometer estupideces.

—De acuerdo, fue un error…

—Un gran error. Podría significar mi inclusión en la lista de los condenados.

—Tu reacción fue impecable. No volverá a ocurrir.

—Promételo, Tarrance. Promete que nadie volverá jamás a acercarse a mí en público.

Tarrance contempló el pasillo y asintió.

—No, Tarrance. Necesito oírlo en palabras. Promételo.

—De acuerdo, de acuerdo. No volverá a ocurrir. Te lo prometo.

—Gracias. Ahora tal vez pueda comer en cualquier restaurante sin temor a ser acosado.

—Ha quedado perfectamente claro.

Un negro anciano se les acercó lentamente con un bastón, sonrió y siguió hacia el fondo del pasillo. Se oyó que se cerraba la puerta del lavabo. El Greyhound entró en la vía rápida y adelantó velozmente a los conductores respetuosos de la ley.

Tarrance hojeaba una revista, mientras Mitch contemplaba el paisaje. Después de satisfacer sus necesidades, el anciano del bastón regresó a su asiento de primera fila.

—¿A qué has venido? —preguntó Tarrance, sin dejar de pasar páginas.

—No me gustan los aviones. Utilizo siempre el autobús.

—Comprendo. ¿Por dónde quieres que empecemos?

—Voyles dijo que tenías un plan.

—Así es. Sólo necesito a un quarterback.

—Los buenos son muy caros.

—Tenemos dinero.

—Os costará mucho más de lo que supones. Tal como yo me lo planteo, echaré por la borda una carrera jurídica de cuarenta años, digamos a medio millón por año.

—Esto son veinte millones de pavos.

—Lo sé. Pero podemos negociar.

—Menos mal. Supones que trabajarías, o practicarías como decís vosotros, durante cuarenta años. Pero ésta es una suposición muy precaria. A título puramente anecdótico, supongamos que antes de concluidos los próximos cinco años practicamos una redada en la empresa y te procesamos, junto con el resto de tus camaradas. Logramos que te condenen y vas a la cárcel unos cuantos años. La sentencia no será muy larga porque eres una persona educada y, evidentemente, sabrás lo agradables que son las penitenciarías federales. Pero, en todo caso, perderás tu licencia de abogado, tu casa y tu pequeño BMW. Probablemente también a tu esposa. Cuando salgas, podrás fundar un servicio de investigación privada, como tu viejo amigo Lomax. El trabajo es fácil, siempre y cuando no husmees en territorio prohibido.

—Ya te lo he dicho. Es negociable.

—De acuerdo. Negociemos. ¿Cuánto quieres?

—¿A cambio de qué?

Tarrance cerró la revista, la colocó debajo del asiento, abrió un grueso libro y fingió que leía. Mitch hablaba sin mover apenas los labios y con la mirada fija en la valla de la autopista.

—Muy buena pregunta —dijo Tarrance en voz baja, sobre el ronroneo lejano del motor del autobús—. ¿Qué queremos de ti? Sí, señor, buena pregunta. En primer lugar, debes despedirte de tu carrera como abogado. Tendrás que divulgar secretos e información que pertenecen a tus clientes. Esto, evidentemente, basta para que te retiren la licencia, pero no te parecerá importante. Tú y yo tenemos que ponernos de acuerdo para que nos entregues la empresa en bandeja. Cuando nos pongamos de acuerdo, si lo hacemos, lo demás caerá por su propio peso. En segundo lugar, y eso es lo más importante, tendrás que facilitarnos documentación para procesar a todos los miembros de la empresa y a la mayoría de los cabecillas del clan Morolto. La información está en ese pequeño edificio de Front Street.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque gastamos billones de dólares en la lucha contra el crimen organizado —sonrió Tarrance—. Porque hace veinte años que investigamos a los Morolto. Porque tenemos informadores dentro de la familia. Porque Hodge y Kozinski hablaron con nosotros antes de ser asesinados. No nos subestimes, Mitch.

—¿Y crees que podré sacar la información?

—Sí, letrado. Puedes elaborar un caso desde el interior, que servirá para aniquilar la empresa y desarticular una de las mayores familias del país consagradas al crimen organizado. Tienes que describirnos de pe a pa la empresa. Dónde está el despacho de cada miembro. Los nombres de las secretarias, administrativos y pasantes. En qué sumarios trabaja cada uno. Quiénes son clientes de quién. El escalafón de mando. ¿En el quinto piso? ¿Qué hay allí? ¿Dónde se guarda la información? ¿Hay un archivo central? Qué es lo que está informatizado. Qué se guarda en microfilme. Y lo que es más importante, tendrás que sacar el material y entregárnoslo. Cuando dispongamos de pruebas fehacientes, entraremos con un pequeño ejército y nos apoderaremos de todo. Pero éste es un paso sumamente delicado. Tenemos que disponer de pruebas muy claras y contundentes antes de irrumpir en el local con una orden judicial.

—¿Eso es todo?

—No. Tendrás que declarar contra tus antiguos camaradas cuando se los juzgue. Puede durar años.

Mitch respiró hondo y cerró los ojos. El autobús redujo la velocidad, tras una doble hilera de caravanas. Empezaba a oscurecer y los coches encendían uno tras otro sus faros. ¡Declarar en los juicios! No se le había ocurrido. Con millones de dólares a su disposición para contratar a los mejores abogados criminalistas, los juicios podían durar eternamente.

Tarrance empezó realmente a leer su libro, de Louis l’Amour. Ajustó la luz situada sobre el asiento, como si fuera un auténtico pasajero que realmente viajaba. Después de cincuenta kilómetros de silencio, de ausencia de negociación, Mitch se quitó las gafas de sol y miró a Tarrance.

—¿Qué ocurrirá conmigo?

—Tendrás mucho dinero, para lo que te sirva. Si tienes algún sentido de la ética, podrás vivir contigo mismo. Podrás instalarte en cualquier lugar del país, evidentemente con una nueva identidad. Te encontraremos un trabajo, te arreglaremos la nariz y, en definitiva, lo que desees.

Mitch procuraba mantener la mirada fija en la carretera, pero le resultaba imposible.

—¿Ética? —exclamó, con la mirada fija en su interlocutor—. No vuelvas a mencionar nunca esa palabra, Tarrance. Soy una víctima inocente y lo sabes perfectamente.

Tarrance susurró algo, con una sonrisa de sabidillo.

Durante unos cuantos kilómetros no mediaron palabra.

—¿Qué ocurrirá con mi esposa?

—Puedes conservarla.

—Muy gracioso.

—Lo siento. Tendrá todo lo que desee. ¿Qué sabe?

—Todo —respondió, antes de pensar en la chica de la playa—. Bueno, casi todo.

—Le conseguiremos un buen empleo en la seguridad social donde ella lo desee. No está tan mal, Mitch.

—Será maravilloso. Hasta algún día en el futuro, cuando a un f uncionario vuestro se le ocurra abrir la boca para soltar algo ante la persona equivocada y al día siguiente leerás la noticia sobre mí o mi esposa en los periódicos. La mafia nunca olvida, Tarrance. Son peores que los elefantes. Y guardan los secretos con mayor sigilo que vosotros. Habéis perdido gente, no me lo niegues.

—No lo niego. Además, reconozco que son muy ingeniosos cuando deciden eliminar a alguien.

—Gracias. Entonces ¿qué hacemos?

—Depende de ti. En estos momentos tenemos unos dos mil testigos dispersos por todo el país, con nuevos nombres, nuevas casas y nuevos empleos. Tienes muchísimas probabilidades a tu favor.

—¿Entonces me atengo a las probabilidades?

—Efectivamente. Tomas el dinero y echas a correr, o juegas a ser un gran abogado, con la esperanza de que no logremos desarticular la empresa.

—Menuda elección, Tarrance.

—Lo sé. Me alegro de que seas tú quien deba decidir.

La acompañante del anciano negro del bastón se puso de pie con dificultad y avanzó penosamente hacia ellos. Se agarraba a ambos lados del pasillo para caminar. Cuando pasó junto a él, Tarrance se acercó a Mitch. No se atrevió a hablar, con la proximidad de aquella desconocida. Tenía por lo menos noventa años, estaba medio paralítica, probablemente era analfabeta y le importaba un comino que Tarrance siguiera o no respirando. No obstante, Tarrance no dijo palabra.

Al cabo de quince minutos se abrió la puerta del lavabo y se oyó el ruido del agua que descendía a la sentina del Greyhound. La anciana arrastró los pies hasta la parte delantera del autobús y se instaló en su asiento.

—¿Quién es Jack Aldrich? —preguntó Mitch.

Sospechaba que le mentiría acerca de aquel tema y le observó atentamente de reojo. Tarrance levantó los ojos del libro y miró fijamente al frente.

—El nombre me suena, pero no estoy seguro.

Mitch volvió a mirar por la ventana. Tarrance lo sabía. Había parpadeado y entornado los ojos con demasiada rapidez, antes de responder. Mitch contemplaba el tráfico en dirección contraria.

—Bueno, ¿quién es? —preguntó finalmente Tarrance.

—¿No lo conoces?

—Si le conociera, no lo preguntaría.

—Es miembro de nuestra empresa. Debías haberlo sabido, Tarrance.

—La ciudad está llena de abogados. Supongo que tú los conoces a todos.

—Conozco a los de Bendini, Lambert & Locke, ese pequeño bufete que vosotros investigáis desde hace diez años. Aldrich lleva seis años en la empresa y se supone que hace dos meses le acosó el FBI. ¿Verdadero o falso?

—Completamente falso. ¿Quién te lo ha dicho?

—Eso no importa. Es sólo un rumor que circula por la oficina.

—Es mentira. No hemos hablado con nadie más que contigo, desde agosto. Te doy mi palabra. Ni tenemos intención de hacerlo, a no ser, evidentemente, que optes por no cooperar y tengamos que buscar a otro candidato.

—¿No has hablado nunca con Aldrich?

—No, acabo de decírtelo.

Mitch asintió y cogió una revista. Durante treinta minutos guardaron silencio. Por fin Tarrance abandonó la lectura y dijo:

—Escucha, Mitch, falta aproximadamente una hora para llegar a Knoxville. Tenemos que ponernos de acuerdo, si es que vamos a hacerlo. El director, Voyles, me formulará un sinfín de preguntas por la mañana.

—¿Cuánto dinero?

—Medio millón de dólares.

Cualquier abogado digno de ese nombre sabía que era preciso rechazar la primera oferta. Siempre. Había visto a Avery abrir la boca aturdido y mover la cabeza con asco e incredulidad ante una primera oferta, por muy razonable que fuera. Habría contraofertas y contracontraofertas, y más negociaciones, a condición de que siempre se rechazara la primera oferta.

De modo que con un vaivén de cabeza y una sonrisa a la ventana, como si eso fuera lo que esperaba, Mitch rechazó el medio millón.

—¿He dicho algo gracioso? —preguntó Tarrance, el negociador, que no era abogado.

—Esto es absurdo, Tarrance. No pretenderás que abandone una mina de oro por medio millón de pavos. Después de pagar impuestos, me quedarán trescientos mil a lo sumo.

—¿Y si cerramos la mina y os mandamos a todos a la cárcel?

—Sí, sí, sí. Si sabéis tanto, ¿por qué no habéis actuado? Voyles me dijo que hacía diez años que vigilabais y esperabais. Muy impresionante, Tarrance. ¿Siempre vais tan de prisa?

—¿Prefieres arriesgarte, McDeere? Supongamos que tardamos otros cinco años, ¿de acuerdo? Entonces cerramos el bufete y te mandamos a la cárcel. ¿Qué importancia tendrá entonces el tiempo que hayamos tardado? El resultado será el mismo, Mitch.

—Lo siento. Creí que se trataba de negociar, no de amenazar.

—Te he hecho una oferta.

—Es demasiado baja. Esperas que os facilite las pruebas para centenares de procesamientos contra algunos de los delincuentes más nefastos de nuestro país, lo cual podría costarme fácilmente la vida. Y a cambio me ofreces una miseria. Tres millones como mínimo.

Tarrance no parpadeó ni frunció el entrecejo. Recibió la contraoferta con el rostro sobrio e inmutable de un buen jugador y Mitch, el negociador, comprendió que la pelota seguía en juego.

—Eso es mucho dinero —dijo Tarrance, casi para sí—. Que yo sepa, nunca hemos pagado tanto.

—Pero podéis hacerlo, ¿no es cierto?

—Lo dudo. Tendré que hablar con el director.

—¡El director! Creí que gozabas de plena autoridad en este caso. ¿Vamos a tener que intercambiar mensajes con el director hasta que lleguemos a un acuerdo?

—¿Qué más quieres?

—Hay algunas cosas de las que quiero hablarte, pero no antes de que nos pongamos de acuerdo respecto al dinero.

Al parecer, el anciano del bastón tenía los riñones delicados. Se puso nuevamente de pie y echó a andar arrastrando los pies, hacia la parte posterior del autocar. Tarrance volvió a concentrarse en su libro, mientras Mitch examinaba un antiguo ejemplar de Field & Stream.

El Greyhound abandonó la interestatal en Knoxville a las ocho menos dos minutos. Tarrance se acercó y susurró:

—Sal por la puerta principal de la terminal. Verás a un joven con un chándal naranja de la universidad de Tennessee, junto a un Bronco blanco. Te reconocerá y te llamará Jeffrey. Daos la mano como viejos amigos y súbete al Bronco. Te conducirá hasta tu coche.

—¿Dónde está? —susurró Mitch.

—Detrás de una residencia, en el campus.

—¿Han comprobado si llevaba algún transmisor?

—Supongo que sí. Pregúntaselo al individuo del Bronco. Si te controlaban por radio a la salida de Memphis, puede que hayan empezado a sospechar algo. Sería conveniente que te dirigieras a Henderson. Está a unos ochenta kilómetros a este lado de Nashville. Allí hay un Holiday Inn. Quédate a pasar la noche y mañana visitas a tu hermano. Nosotros también vigilaremos; si algo huele a chamusquina, te localizaré el lunes por la mañana.

—¿Para cuándo será el próximo viaje en autobús?

—El martes es el cumpleaños de tu esposa. Reserva una mesa para las ocho en Grisanti’s, un restaurante italiano en Airways. A las nueve en punto dirígete a la máquina de cigarrillos del bar, introduce seis monedas de un cuarto y compra un paquete de lo que se te antoje. En el cajón donde caen los cigarrillos habrá una casete. Cómprate uno de esos pequeños magnetófonos con auriculares que utilizan los que hacen footing y escucha la cinta en el coche, no en tu casa ni, por supuesto, en el despacho. Utiliza los auriculares. Déjasela escuchar también a tu esposa. Seré yo quien te hable y te haré nuestra mejor oferta. También te explicaré algunas cosas. Después de escucharla unas cuantas veces, deshazte de ella.

—Un poco complicado, ¿no te parece?

—Sí, pero no tendremos que hablar hasta dentro de un par de semanas. Te vigilan y te escuchan, Mitch. Y son muy eficaces. No lo olvides.

—No te preocupes.

—¿Cuál era tu número de jugador en el instituto?

—El catorce.

—¿Y en la universidad?

—El catorce.

—De acuerdo. Tu número de identidad es el uno cuatro uno cuatro. El jueves por la noche llama desde una cabina automática al siete-cinco-siete seis-cero-cero-cero. Te responderá una voz que te hará pasar por una pequeña rutina, que incluirá tu número de identidad. Después del control, oirás mi voz grabada y te formularé una serie de preguntas. Éste será nuestro punto de partida.

—¿Que me impedirá dedicarme a practicar la abogacía?

El autobús entró en la terminal y se detuvo.

—Yo sigo hasta Atlanta —dijo Tarrance. No nos veremos hasta dentro de un par de semanas. En caso de emergencia, llama a uno de los números que te di.

Mitch se puso de pie y miró al agente.

—Tres millones, Tarrance. Ni un centavo menos. Si disponéis de billones para luchar contra el crimen organizado, seguro que encontraréis tres millones para mí. A propósito, Tarrance, tengo una tercera oportunidad. Puedo desaparecer en plena noche, esfumarme en el aire. Si lo hago, vosotros y los Morolto podréis seguir luchando entre vosotros hasta que se congele el infierno, mientras yo juego al dominó en el Caribe.

—Por supuesto, Mitch. Tal vez llegues a hacer una o dos partidas, pero te encontrarán en menos de una semana. Y no estaríamos allí para protegerte. Hasta pronto, amigo.

Mitch se apeó del autobús y cruzó la terminal.