Veintiuno

Durante diecisiete días y diecisiete noches, la turbulenta vida de Mitch y Abby McDeere se desenvolvió con absoluta tranquilidad, sin intromisión alguna por parte de Wayne Tarrance, ni ninguno de sus confederados. Volvió la rutina. Mitch trabajaba dieciocho horas diarias, todos los días de la semana, y sólo salía del despacho para ir a su casa. Comía en la oficina. Avery mandaba a otros asociados a recoger mensajes, presentar solicitudes o aparecer en la audiencia. Mitch raramente abandonaba el despacho, su santuario de veinticinco metros cuadrados, donde estaba seguro de que Tarrance no podía alcanzarle. En la medida de lo posible, evitaba los vestíbulos, los lavabos y la sala de café. Estaba seguro de que le vigilaban. No sabía quiénes eran, pero tenía la seguridad de que un puñado de individuos se interesaba enormemente por sus movimientos. De modo que permanecía en su despacho, la mayor parte del tiempo con la puerta cerrada, trabajando incesantemente, facturando como un loco y procurando olvidar que el edificio tenía un quinto piso, con un cabrón bajo, gordo y malvado llamado DeVasher, en cuyo poder obraba una colección de fotografías que podían arruinarle la vida.

Con cada día que transcurría sin ningún percance, Mitch se recluía más en su aislamiento y crecía en él la esperanza de que tal vez el último episodio en la zapatería coreana hubiera asustado a Tarrance, o que quizá le hubieran expulsado del servicio. Puede que Voyles decidiera simplemente olvidar aquella operación y Mitch pudiera seguir felizmente el camino de la riqueza, convertirse en socio y comprar todo lo que se le antojara. Pero no era estúpido.

Para Abby, la casa se había convertido en una cárcel, aunque podía ir y venir a su antojo. Trabajaba más horas en la escuela, pasaba más tiempo paseando, e iba de compras por lo menos una vez por día. Observaba a todo el mundo y, en especial, a los hombres de traje oscuro que la miraban. Usaba gafas de sol incluso cuando llovía, para que no pudieran verle los ojos. Por la noche, después de cenar sola, se dedicaba a contemplar las paredes mientras esperaba a su marido y resistía la tentación de investigar. Podría examinar los teléfonos con una lupa. Los cables y los micrófonos no podían ser invisibles, se decía a sí misma. En más de una ocasión había pensado en conseguir un libro sobre el tema, para poder identificarlos, pero Mitch se había negado. Le había asegurado que estaban ahí y que cualquier intento de localizarlos podía tener consecuencias desastrosas.

De modo que circulaba sigilosamente por su casa, con la sensación de que alguien fisgaba en su intimidad y la convicción de que no duraría mucho tiempo. Ambos eran conscientes de la importancia de conducirse y hablar con normalidad. Procuraban mantener charlas inofensivas sobre el transcurso del día, el despacho y la escuela, el tiempo, y cosas por el estilo. Pero sus conversaciones carecían de entusiasmo, eran artificiosas y forzadas. Cuando Mitch estaba en la facultad, hacían el amor con frecuencia y mucho ruido; ahora apenas lo practicaban. Alguien los escuchaba.

Los paseos a medianoche, alrededor de la manzana, se convirtieron en un hábito. Todas las noches, después de comer un bocadillo y recitar unas frases previamente ensayadas sobre la necesidad de hacer ejercicio, salían a la calle. Soportaban el frío cogidos de la mano y hablaban de la empresa, del FBI y de qué dirección tomar. La conclusión era siempre la misma: estaban en un callejón sin salida. No había solución alguna. Diecisiete días y diecisiete noches.

El día decimoctavo aportó una nueva peculiaridad. Mitch estaba agotado a las nueve de la noche y decidió irse a su casa. Había trabajado quince horas y media sin interrupción. A doscientos dólares la hora. Como de costumbre, cruzó los pasillos del segundo piso, llegó a la escalera y subió al tercer piso. Miró en todos los despachos, para ver quién estaba trabajando todavía. Nadie en el tercer piso. Subió al cuarto y siguió el pasillo rectangular, como si buscara algo. Todas las luces, menos una, estaban apagadas. Royce McKnight trabajaba hasta muy tarde. Mitch pasó sigilosamente por delante de la puerta, sin ser visto. La puerta de Avery estaba cerrada, e intentó girar la manecilla. Estaba cerrada con llave. Se dirigió a la biblioteca del fondo del vestíbulo, en busca de un libro que no necesitaba. Después de dos semanas de inspecciones nocturnas, no había descubierto ninguna cámara de circuito cerrado en los pasillos ni en los despachos. Decidió que se limitaban a escuchar. No veían lo que ocurría.

Se despidió de Dutch Hendrix en el portalón y se fue a su casa. Abby no le esperaba tan temprano. Abrió cuidadosamente la puerta lateral y penetró en la cocina. Encendió la luz. Ella estaba en el dormitorio. Entre la cocina y la sala de estar había un pequeño vestíbulo con un escritorio, donde Abby dejaba la correspondencia del día. Dejó cuidadosamente la cartera sobre el mismo y entonces lo vio: un gran sobre castaño dirigido a Abby McDeere, escrito con rotulador negro. Sin remitente. Escrito en mayúsculas, decía: NO DOBLAR, CONTIENE FOTOGRAFÍAS. Primero se le paró el corazón y luego la respiración. Cogió el sobre. Estaba abierto.

Se le llenó la frente de sudor. Tenía la boca seca y un nudo en la garganta. Su corazón reemprendió la marcha, con la fuerza de un martillo de percusión. Su respiración era honda y dolorosa. Sentía náuseas. Se retiró lentamente del escritorio, con el sobre en la mano. Está en cama, pensó. Dolorida, enferma, devastada y furiosa. Se secó la frente e intentó recomponerse. Afróntalo como un hombre, se dijo a sí mismo.

Estaba en cama, leyendo un libro, con la televisión encendida. El perro estaba en el jardín. Mitch abrió la puerta y Abby se incorporó horrorizada. Estuvo a punto de chillar al intruso, hasta que le reconoció.

—¡Me has asustado, Mitch!

Sus ojos reflejaron primero miedo y luego alegría. No había llorado. Parecía estar bien, normal. Ningún dolor. Ningún enojo. Mitch no podía hablar.

—¿Cómo has venido tan temprano? —preguntó, sentándose en la cama, ahora con una sonrisa.

¿Una sonrisa?

—Vivo aquí —respondió débilmente.

—¿Por qué no me has llamado?

—¿Tengo que llamar antes de regresar a mi casa?

Su respiración era ahora casi normal. ¡Ella estaba bien!

—Estaría bien que lo hicieras. Ven a darme un beso.

Mitch se echó en la cama y la besó.

—¿Qué es esto? —preguntó, sin darle importancia, al tiempo que le entregaba el sobre.

—Dímelo tú. Va dirigido a mí, pero no había nada en el interior. Absolutamente nada.

Abby cerró el libro y lo dejó sobre la mesilla de noche.

¡Absolutamente nada! Mitch le sonrió y volvió a besarla.

—¿Esperas que alguien te mande fotografías? —preguntó, con toda inocencia.

—No, que yo sepa. Debe de tratarse de un error.

Casi podía oír a DeVasher riéndose en aquel momento en el quinto piso. Aquel pequeño cabrón se encontraba en alguna habitación oscura llena de cables y aparatos, con unos auriculares en la enorme pelota que tenía por cabeza, sin poder controlar las carcajadas.

—Es extraño —se limitó a decir Mitch.

Abby se puso unos tejanos y señaló el jardín. Mitch asintió. La señal era simple: bastaba con señalar o mover la cabeza en dirección al jardín.

Mitch dejó el sobre encima del escritorio y, por un momento, acarició la escritura. Probablemente la de DeVasher. Tuvo la sensación de oír sus carcajadas. Casi podía ver su abultado rostro con una perversa sonrisa. Probablemente las fotografías habían circulado por el comedor de los socios. Imaginaba cómo Lambert, McKnight, e incluso Avery, las habrían admirado mientras tomaban café y postre.

Ojalá disfrutaran de ellas, maldita sea. Ojalá disfrutaran de los pocos meses restantes de sus brillantes, provechosas y felices carreras jurídicas.

Abby pasó junto a él y la agarró de la mano.

—¿Qué hay para cenar? —le preguntó, para complacer a los que escuchaban.

—¿Por qué no salimos, para celebrar que has regresado a una hora respetable?

—Buena idea —respondió Mitch, cuando cruzaban la sala.

Salieron por la puerta posterior, cruzaron el jardín y penetraron en la oscuridad.

—¿Qué ocurre? —preguntó Mitch.

—Has recibido una carta de Doris. Dice que está en Nashville, pero que regresará a Memphis el día veintisiete. Dice que tiene que verte. Es importante. La carta es muy breve.

—¡El veintisiete! Eso era ayer.

—Lo sé. Supongo que ya está en la ciudad. Me pregunto qué querrá.

—Sí, y yo me pregunto dónde estará.

—Dice que su marido tiene un contrato en la ciudad.

—Bien. Ella nos encontrará —dijo Mitch.

Nathan Locke cerró la puerta de su despacho y le indicó a DeVasher una mesa de conferencias, junto a la ventana. Se odiaban mutuamente y no hacían ningún esfuerzo para ser cordiales. Pero los negocios son los negocios y recibían órdenes del mismo individuo.

—Lazarov me ha ordenado que hable contigo a solas —dijo DeVasher—. He pasado los últimos dos días con él en Las Vegas y está muy preocupado. Todos lo están, Locke, y confía en ti más que en cualquier otro de la empresa. Siente más aprecio por ti que por mí.

—Es comprensible —respondió Locke, sin sonreír.

Se estrecharon los surcos negros alrededor de sus ojos y miró fijamente a DeVasher.

—En todo caso, hay ciertas cosas de las que quiere que hablemos.

—Te escucho.

—McDeere miente. Sabes que Lazarov siempre ha presumido de tener un topo dentro del FBI. Pues bien, yo nunca le he creído y, en gran parte, sigo sin creerlo, Pero según él, su contacto le ha informado de que tuvo lugar algún tipo de reunión secreta entre McDeere y ciertos peces gordos del FBI, cuando tu chico estaba en Washington en enero. Nosotros estábamos allí, pero es imposible controlar a alguien permanentemente sin ser descubierto. Cabe la posibilidad de que lograra burlar durante un rato nuestra vigilancia.

—¿Tú lo crees?

—No tiene importancia lo que yo crea. Lazarov lo cree y eso es lo que cuenta. En todo caso, me ha ordenado elaborar planes preliminares para… bueno, deshacernos de él.

—¡Maldita sea, DeVasher! No podemos seguir eliminando gente.

—Sólo planes preliminares, nada grave. Le dije a Lazarov que lo consideraba exageradamente prematuro y que sería un error. Pero están preocupados, Locke.

—Eso no puede seguir así, DeVasher. ¡Maldita sea! Hay que pensar en nuestra reputación. Nuestro índice de mortalidad es mayor que el de las plataformas petrolíferas. Comenzarán a circular rumores. Llegará el momento en que ningún estudiante de derecho en su sano juicio querrá trabajar para nosotros.

—No creo que eso deba preocuparte. Lazarov ha dado órdenes de que no se contrate a nadie. Me ha ordenado que te lo diga. También quiere saber cuántos miembros asociados ignoran todavía la realidad.

—Creo que son cinco. Veamos: Lynch, Sorrell, Buntin, Myers y McDeere.

—Olvídate de McDeere. Lazarov está convencido de que sabe mucho más de lo que suponemos. ¿Estás seguro de que los otros cuatro no saben nada?

—Nosotros no se lo hemos dicho —susurró Locke, después de unos momentos de reflexión—. Vosotros sois los que escucháis y vigiláis. ¿Habéis oído algo?

—Nada de esos cuatro. Parecen estar en Babia y actúan como si no sospecharan absolutamente nada. ¿Puedes despedirlos?

—¡Despedirlos! Son abogados, DeVasher. No se despide a los abogados. Son miembros leales de la empresa.

—La empresa está cambiando, Locke. Lazarov quiere que se despida a los que no saben nada y que no se contrate a nadie nuevo. Es evidente que los federales han cambiado de estrategia y ha llegado el momento de que nosotros también cambiemos. Lazarov quiere que se replieguen las fuerzas y se cierren las brechas. No podemos permanecer inactivos, a la espera de que recluten a nuestros muchachos.

—Despedirlos —repitió Locke, con incredulidad—. Esta empresa no ha despedido nunca a ningún abogado.

—Muy conmovedor, Locke. Hemos eliminado a cinco, pero no hemos despedido a ninguno. Eso está muy bien. Dispones de un mes para hacerlo, o sea que ya puedes ir pensando en un buen pretexto. Sugiero que despidas a los cuatro al mismo tiempo. Diles que has perdido un enorme contrato y te ves obligado a reducir personal.

—Nosotros tenemos clientes, no contratos.

—Bien, de acuerdo. El más importante de tus clientes te ordena que despidas a Lynch, Sorrell, Buntin y Myers. Ahora empieza a hacer los planes oportunos.

—¿Cómo podemos despedir a esos cuatro sin despedir también a McDeere?

—Algo se te ocurrirá, Nat. Dispones de un mes. Échalos a la calle y no contrates a nadie. Lazarov quiere un pequeño y ágil equipo, en el que todos sean de plena confianza. Está asustado, Nat. Asustado y furioso. No es preciso que te recuerde lo que ocurriría si a uno de tus muchachos le diera por hablar.

—No, no es preciso que me lo recuerdes. ¿Qué se propone respecto a McDeere?

—De momento, que todo siga tal cual. Le escuchamos día y noche, y hasta ahora ese muchacho no ha dicho una palabra a su mujer ni a nadie. ¡Ni palabra! Tarrance le ha acosado en dos ocasiones y te lo ha comunicado inmediatamente. Todavía creo que la segunda reunión fue algo sospechosa y andamos con pies de plomo. Lazarov, por otra parte, insiste en que tuvo lugar una reunión en Washington. Intenta verificarlo. Dijo que su contacto no sabía gran cosa, pero procuraba averiguarlo. Si se confirma que McDeere se reunió con los federales y no lo comunicó, estoy seguro de que Lazarov me ordenará actuar con rapidez. De ahí los planes preliminares para eliminar a McDeere.

—¿Cómo piensas hacerlo?

—Todavía es demasiado pronto. No he tenido tiempo de pensarlo.

—Sabrás que él y su esposa van de vacaciones a las Caimán dentro de un par de semanas. Se hospedarán en uno de los apartamentos, como de costumbre.

—No lo haríamos de nuevo en las islas. Demasiado sospechoso. Lazarov me ha ordenado que quede embarazada.

—¿La esposa de McDeere?

—Sí. Quiere que tengan un hijo, para tenerlos más atrapados. Ella toma la píldora, de modo que tendremos que entrar en la casa, sustraer la cajita y reemplazar las pastillas por placebos.

Esto provocó un pequeño indicio de tristeza en aquellos grandes ojos negros, que miraron por la ventana.

—¿Qué diablos está ocurriendo, DeVasher? —preguntó suavemente.

—Esta empresa está a punto de cambiar, Nat. Por lo que parece, los federales están sumamente interesados y no dejan de picotear. ¿Quién sabe? Puede que el día menos pensado uno de tus muchachos muerda el anzuelo y tengas que abandonar precipitadamente la ciudad en plena noche.

—No puedo creerlo, DeVasher. Uno de nuestros abogados tendría que estar loco para arriesgar su vida y su familia a cambio de unas promesas de los federales. Estoy convencido de que no ocurrirá. Los muchachos son demasiado listos y ganan demasiado dinero.

—Espero que tengas razón.