Después de una escala obligatoria en Atlanta, el DC9 Delta aterrizó en la fría lluvia del aeropuerto internacional de Memphis. Aparcó junto a la puerta diecinueve y los hombres de negocios que abarrotaban el avión desembarcaron apresuradamente. Mitch sólo llevaba su cartera y un ejemplar de Esquire. Vio a Abby que esperaba junto a las cabinas telefónicas y avanzó rápidamente entre la muchedumbre. Arrojó la cartera y la revista contra la pared y le dio un caluroso abrazo. Los cuatro días en Washington parecían una eternidad. Se besaron una y otra vez, y se susurraron al oído.
—¿Quieres salir conmigo? —preguntó Mitch.
—He dejado la cena sobre la mesa y el vino en la nevera —respondió.
Caminaron cogidos de la mano, abriéndose paso entre el gentío, en dirección a la recepción de equipaje.
—Tenemos que hablar y no podemos hacerlo en casa —dijo Mitch, en voz baja.
—¿Ah, sí? —replicó Abby, al tiempo que le estrujaba la mano.
—Sí. Tenemos que hablar largo y tendido.
—¿Qué ha ocurrido?
—Es largo de explicar.
—¿Por qué me habré puesto de pronto nerviosa?
—Conserva la serenidad y no dejes de sonreír. Nos están observando.
Abby sonrió y miró a su derecha.
—¿Quién nos observa?
—Te lo contaré dentro de un momento.
De pronto Mitch tiró de ella hacia la izquierda, cruzaron un torrente humano y se refugiaron en una oscura sala repleta de hombres de negocios que miraban la televisión copa en mano, a la espera de algún vuelo. Una pequeña mesa redonda, cubierta de jarras vacías de cerveza, acababa de quedar libre y se sentaron de espaldas a la pared, para poder controlar el bar y la sala. Estaban muy juntos el uno del otro y a un metro escaso de la mesa contigua. Mitch vigilaba la puerta y estudiaba el rostro de todos los que entraban.
—¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí? —preguntó ella.
—¿Por qué?
Se quitó el abrigo de pieles y lo colocó en la silla al otro lado de la mesa.
—¿Qué es exactamente lo que estás buscando?
—No dejes de sonreír. Finge que me has echado mucho de menos. Por cierto, dame un beso.
Se besaron en la boca y sonrieron mirándose mutuamente a los ojos. Mitch la besó en la mejilla y volvió a concentrarse en la puerta. Se acercó un camarero, limpió la mesa y le pidieron un vaso de vino.
—¿Cómo te ha ido el viaje? —sonrió Abby.
—Aburrido. Ocho horas diarias de clases, durante cuatro días. A partir del segundo día, casi no me moví del hotel. Condensan seis meses de revisión de impuestos en treinta y dos horas.
—¿Tuviste oportunidad de visitar algún lugar interesante?
—Te he echado mucho de menos, Abby —respondió, con una sonrisa en los labios y una mirada embelesada—. Nunca en mi vida había echado tanto de menos a alguien. Te quiero. Creo que eres fantástica, absolutamente prodigiosa. No me gusta viajar solo y despertar en la cama de un hotel sin que tú estés a mi lado. Y tengo algo horrible que contarte.
Abby dejó de sonreír y Mitch miró lentamente a su alrededor. Junto a la barra había una triple hilera de individuos que miraban el partido entre los Knicks y los Lakers entre un gran vocerío. De pronto aumentó el ruido en el local.
—Te lo contaré todo —agregó Mitch—. Pero es muy probable que alguien ahora mismo nos esté observando. No pueden oír lo que decimos, pero pueden vernos. Procura sonreír de vez en cuando, aunque no sea fácil.
Llegó el vino y Mitch comenzó a contar la historia, sin omitir ningún detalle. No repitió nada. Le habló de Anthony Bendini y del viejo Morolto, de la infancia de Nathan Locke en Chicago, de Oliver Lambert y de los chicos del quinto piso.
Abby, nerviosa, tomó un sorbo de vino y se esforzó en proyectar la imagen de una esposa normal, que había echado de menos a su marido y ahora escuchaba con enorme interés sus experiencias en el cursillo tributario. Contemplaba a la gente de la barra, saboreaba el vino y de vez en cuando sonreía, mientras Mitch le contaba lo del blanqueo de dinero y los abogados asesinados. Estaba muerta de miedo, respiraba con mucha irregularidad, pero escuchaba y disimulaba.
El camarero les sirvió otra copa de vino, cuando empezaba a despejarse el bar. Una hora después de empezar a hablar, Mitch concluyó en un susurro:
—Y Voyles dijo que Tarrance se pondría en contacto conmigo dentro de unos días para saber si estoy dispuesto a cooperar. Entonces se despidió, dio media vuelta y se alejó.
—¿Y esto ocurrió el martes? —preguntó Abby.
—Sí. El primer día.
—¿Qué hiciste el resto de la semana?
—Dormir un poco, comer un poco y circular la mayor parte del tiempo con una persistente jaqueca.
—Creo que empieza a dolerme la cabeza.
—Lo siento, Abby. Mi intención era la de coger el primer avión de regreso y contártelo todo. He pasado tres días completamente aturdido.
—Yo lo estoy ahora. No puedo creerlo, Mitch. Es como una pesadilla, pero mucho peor.
—Y esto es sólo el principio. El FBI se lo toma muy en serio. ¿Por qué, si no, se molestaría el propio director en entrevistarse conmigo, un abogado novato e insignificante de Memphis, a diez grados bajo cero en un banco de hormigón de un parque? Ha asignado a este caso cinco agentes en Memphis y tres en Washington y dice que hará lo que sea necesario para acabar con la empresa. De modo que si me limito a mantener la boca cerrada, y a actuar como un buen abogado y fiel a Bendini, Lambert & Locke, un buen día aparecerán con órdenes de detención y nos meterán a todos en la cárcel. Y si me decido a cooperar, tú y yo abandonaremos Memphis en plena noche, después de entregar la empresa a los federales, para instalarnos en Boise, en Idaho, como señor y señora Wilbur Gates. No nos faltará dinero, pero tendremos que trabajar para evitar sospechas. Después de someterme a la cirugía plástica, trabajaré como maquinista en algún almacén y tú podrás trabajar a horas en algún parvulario. Tendremos dos o tres hijos y rezaremos todas las noches para que personas a las que nunca hemos conocido mantengan la boca cerrada y se olviden de nosotros. Viviremos todas las horas de todos los días con el miedo profundo de ser descubiertos.
—Esto es perfecto, Mitch, realmente perfecto —dijo Abby, con un gran esfuerzo para no llorar.
—Existe una tercera posibilidad —sonrió Mitch, al tiempo que miraba a su alrededor—. Podemos salir por esa puerta, comprar dos billetes para San Diego, cruzar sigilosamente la frontera y dedicarnos a comer tortillas el resto de la vida.
—¿A qué esperamos?
—Sin embargo, probablemente nos seguirán. Con mi suerte, Oliver Lambert nos estaría esperando en Tijuana con un comando de matones. No funcionaría. Era sólo una idea.
—¿Y Lamar?
—No lo sé. Hace seis o siete años que está en la empresa, de modo que probablemente esté enterado. Avery es socio de la empresa y, por consiguiente, debe estar plenamente involucrado en la conspiración.
—¿Y Kay?
—¿Quién sabe? Es sumamente probable que ninguna de las esposas lo sepa. Hace cuatro días que pienso en ello, Abby, y es una fachada maravillosa. La imagen de la empresa es exactamente la que se supone que debe tener. Puede engañar a cualquiera. A ti, a mí o a cualquier otro aspirante, nunca se nos ocurriría siquiera pensar en semejante operación. Es perfecto. Sólo que ahora los federales lo saben.
—Y ahora los federales esperan que tú hagas el trabajo sucio para ellos. ¿Por qué te han elegido a ti, Mitch? Hay cuarenta abogados en la empresa.
—Porque yo no sabía nada. Era la víctima propiciatoria. El FBI no sabe a ciencia cierta cuándo los socios revelan la sorpresa a los miembros asociados y, por tanto, no podían arriesgarse con nadie. Yo era el recién llegado y me tendieron la trampa inmediatamente después de aprobar las oposiciones.
Abby se mordió el labio e hizo un esfuerzo para contener las lágrimas. Su mirada se perdió a través de la oscura sala, en dirección a la puerta del fondo.
—Y escuchan todo lo que decimos…
—No. Sólo las llamadas telefónicas, lo que se dice en casa y las conversaciones en los coches. Estamos a salvo aquí, en la mayoría de los restaurantes y siempre podemos hablar en el jardín. Aunque sugiero que nos alejemos de la puerta de la casa. Para estar seguros, debemos ocultarnos tras el cobertizo del jardín y hablar en voz baja.
—¿Intentas hacerte el gracioso? Espero que no. No es momento para chistes. Estoy asustada, furiosa, confusa, muy enojada y no sé qué dirección tomar. Tengo miedo de hablar en mi propia casa. Debo sopesar todo lo que digo por teléfono, aunque se trate de un número equivocado. Cada vez que suena el teléfono, lo contemplo fijamente y siento escalofríos. Y ahora esto.
—Necesitas otra copa.
—Necesito diez copas.
—Espera un momento —dijo Mitch, al tiempo que le oprimía firmemente la muñeca—. Acabo de ver un rostro familiar. No te vuelvas.
—¿Dónde? —preguntó Abby, aguantando la respiración.
—Al otro extremo de la barra. Mírame y sonríe.
En un taburete junto a la barra había un rubio muy bronceado, con jersey alpino blanco y azul, que miraba atentamente la televisión. Parecía recién llegado de una estación de esquí. Pero Mitch había visto aquel bigote y aquellos mechones rubios, y aquella piel bronceada, en algún lugar de Washington. Le observó atentamente al amparo de la oscuridad. La luz azulada del televisor le iluminaba el rostro. Levantó la botella de cerveza, titubeó y de pronto dirigió la mirada al rincón, donde los McDeere estaban acurrucados.
—¿Estás seguro? —preguntó Abby, con los dientes apretados.
—Sí. Estaba en Washington, pero no recuerdo exactamente dónde. En realidad, le vi dos veces.
—¿Es uno de ellos?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
—Marchémonos de aquí.
Mitch dejó un billete de veinte sobre la mesa y abandonaron el aeropuerto.
Al volante del Peugeot de su esposa, salió apresuradamente del aparcamiento, pagó al vigilante y emprendió a toda velocidad el camino de la ciudad. Después de cinco minutos de silencio, ella se le acercó para susurrarle al oído:
—¿Podemos hablar?
Mitch movió la cabeza.
—¿Qué tiempo ha hecho durante mi ausencia?
—Frío —respondió Abby mientras miraba por la ventana, después de levantar los ojos al cielo—. Puede que nieve un poco esta noche.
—En Washington no ha dejado de helar durante toda la semana.
Abby reaccionó como si aquella revelación la dejara verdaderamente pasmada.
—¿Nevaba? —preguntó con las cejas arqueadas y los ojos muy abiertos, aparentemente fascinada con la conversación.
—No. Sólo hacía un frío muy intenso.
—¡Vaya coincidencia! Frío aquí y frío allí.
Mitch rió para sí y condujeron en silencio por el cinturón de la interestatal.
—Dime, ¿quién ganará la Super Bowl?
—Oiler.
—¿Eso crees? Yo pienso que vencerán los Redskins. En Washington no se habla de otra cosa.
—Caramba. Debe ser una ciudad auténticamente fascinante.
Se hizo otro silencio. Abby se colocó el reverso de la mano frente a la boca y se concentró en las luces posteriores de los coches que los precedían. En aquel momento de desconcierto habría preferido jugársela en Tijuana. Su marido, tercero de su promoción —en Harvard—, cuyos servicios se disputaban las empresas de Wall Street, que podía haber ido donde se le antojara, a cualquier bufete, ¡se había comprometido con… la mafia! Con el asesinato de cinco abogados en su haber, indudablemente no tendrían ningún reparo en eliminar a un sexto: ¡su marido! Entonces le vinieron a la mente las numerosas conversaciones que había mantenido con Kay Quin. La empresa prefería que sus miembros tuvieran hijos. La empresa permitía que las esposas trabajaran, pero no para siempre. La empresa no contrataba a nadie cuya familia tuviera dinero. La empresa exigía lealtad absoluta. La empresa tenía el índice de dimisiones más bajo del país. Por supuesto.
Mitch la observaba atentamente. Veinte minutos después de salir del aeropuerto, el Peugeot se estacionó frente a la casa, junto al BMW. Caminaron hacia la puerta cogidos de la mano.
—Mitch, esto es una locura.
—Sí, pero real. No desaparecerá.
—¿Qué vamos a hacer?
—No lo sé, cariño. Pero tenemos que hacerlo rápido y sin cometer ningún error.
—Tengo miedo.
—Yo estoy aterrorizado.
Tarrance no se hizo esperar. Una semana después de despedirse de Mitch junto al muro, le observó una fría mañana cuando se dirigía apresuradamente hacia el edificio federal en North Main, a ocho manzanas del edificio Bendini. Le siguió dos manzanas y entonces entró en un pequeño café, con una hilera de ventanas que daban a la calle, o avenida como la denominaban. La calle mayor de Memphis era peatonal. Las baldosas habían sustituido al asfalto, al convertir la calle en la avenida Mid America. Algún que otro inútil árbol surgía entre las baldosas y desparramaba sus extremidades desnudas entre los edificios. Borrachos y nómadas urbanos deambulaban sin ton ni son de un extremo al otro de la avenida, pidiendo dinero y comida.
Tarrance estaba junto a una de las ventanas y vio que Mitch entraba a lo lejos en el edificio federal. Pidió un café y un buñuelo de chocolate. Consultó su reloj. Eran las diez de la mañana. Según el orden del día, en aquel momento Mitch tenía un caso ante el tribunal tributario. El secretario del juzgado le había dicho a Tarrance que la vista sería muy breve. Esperó.
Nada es breve en la audiencia. Al cabo de una hora, Tarrance se acercó un poco más a la ventana y observó las figuras apresuradas que circulaban a lo lejos. Vació su tercera taza de café, dejó dos dólares sobre la mesa y se colocó oculto junto a la puerta. Cuando Mitch llegaba por el otro lado de la avenida, se le acercó apresuradamente.
Mitch le vio y redujo momentáneamente la marcha.
—Hola, Mitch, ¿te importa que te acompañe?
—Claro que me importa, Tarrance. Es arriesgado, ¿no te parece?
Caminaban de prisa y sin mirarse.
—Fíjate en esa tienda de ahí —dijo Tarrance, señalando a la derecha—. Necesito un par de zapatos.
Ambos entraron en la zapatería de Don Pang.
Tarrance se dirigió al fondo de la tienda y se detuvo entre dos estanterías de Reeboks de imitación, a cuatro dólares noventa y nueve los dos pares. Mitch le siguió y cogió un par del cuarenta y cinco. Don Pang, u otro coreano, les miró con recelo pero no dijo nada. A través de las estanterías, vigilaban la puerta.
—Ayer recibí una llamada del director —dijo Tarrance, sin mover los labios—. Me preguntó por ti. Dijo que había llegado el momento de tomar una decisión.
—Dile que todavía me lo estoy pensando.
—¿Se lo has comunicado a los muchachos de la oficina?
—No. Aún no me he decidido.
—Me parece bien. No creo que debas comunicárselo —dijo, al tiempo que le entregaba una tarjeta de visita—. Guárdala. Hay dos números en el reverso. Llama a cualquiera de ellos desde una cabina. Te responderá un contestador automático. Limítate a decirme exactamente dónde y cuándo reunirme contigo.
Mitch se guardó la tarjeta en el bolsillo.
De pronto Tarrance se agachó.
—¿Qué ocurre? —exclamó Mitch.
—Creo que nos han descubierto. Acabo de ver a uno de los matones, que ha pasado por delante de la tienda y ha mirado al interior. Oye, Mitch, escúchame atentamente. Sal ahora conmigo de la tienda y cuando lleguemos a la puerta, mándame a la porra chillando y dame un empujón. Yo reaccionaré como si estuviera dispuesto a pelear y tú echas a correr en dirección a tu despacho.
—Vas a lograr que me maten, Tarrance.
—Haz lo que te digo. Cuando llegues al despacho, informa inmediatamente a los socios de lo ocurrido. Diles que te he acosado y que has huido tan pronto como has podido.
Al llegar a la calle, Mitch le empujó con más fuerza de la necesaria y exclamó:
—¡Aléjate de mí! ¡Y deja de importunarme!
A continuación corrió las dos manzanas que le separaban de Union Avenue y caminó hasta el edificio Bendini. Se detuvo en el lavabo del primer piso para recuperar el aliento. Se miró en el espejo y respiró hondo diez veces.
Avery hablaba por teléfono, con dos pilotos rojos encendidos y parpadeando. Una secretaria sentada en el sofá esperaba cuaderno en mano la retahíla de instrucciones.
—Le ruego que salga del despacho —le dijo Mitch—. Tengo que hablar con Avery en privado.
La secretaria se puso de pie, Mitch la acompañó al pasillo y cerró la puerta.
—¿Qué ocurre? —preguntó Avery, mirándole con mucha atención, después de colgar el teléfono.
—Acabo de ser acosado por el FBI, al salir del tribunal tributario —dijo Mitch, de pie junto al sofá.
—¡Maldita sea! ¿Quién ha sido?
—El mismo agente. Aquel individuo llamado Tarrance.
—¿Dónde ha tenido lugar el incidente? —preguntó Avery, al tiempo que descolgaba el teléfono.
—En la zona peatonal, al norte de la calle Union. Yo iba solo, sin meterme con nadie.
—¿Ha sido éste el primer contacto desde el incidente anterior?
—Sí. Al principio no le he reconocido.
—Soy Avery Tolleson —dijo por teléfono—. Tengo que hablar inmediatamente con Oliver Lambert… No me importa que esté hablando por teléfono. Interrúmpalo inmediatamente.
—¿Qué ocurre, Avery? —preguntó Lambert.
—Hola, Oliver. Soy Avery. Disculpa la interrupción. Mitch McDeere está en mi despacho. Hace unos minutos, cuando regresaba de la audiencia, un agente del FBI le ha acosado en la zona peatonal… ¿Cómo? Sí, acaba de entrar en mi despacho y me lo ha contado… De acuerdo, ahí estaremos dentro de cinco minutos —dijo, antes de colgar el teléfono y dirigirse a Mitch—: Tranquilízate. No es la primera vez que ocurre.
—Lo sé, Avery, pero no tiene sentido. ¿Por qué se meten conmigo? Soy el más novato de la empresa.
—Es mero acoso, Mitch. Pura y simplemente. Sólo acoso. Siéntate.
Mitch se acercó a la ventana y contempló el río a lo lejos. Avery mentía con mucha sangre fría. Había llegado el momento de oír aquello de «no dejan de incordiarnos». Tranquilízate, Mitch. ¿Tranquilizarse? Acababan de sorprenderle susurrando con un agente del FBI, en una zapatería. Y ahora debía actuar como si fuera un ignorante peón, acosado por las malévolas fuerzas del gobierno federal. ¿Acoso? En tal caso, ¿por qué le seguía un matón en un desplazamiento rutinario a la audiencia? Responde, Avery.
—Estás asustado, ¿no es cierto? —dijo Avery, mientras le colocaba el brazo sobre los hombros y miraba por la ventana.
—No es que esté asustado. Locke lo explicó todo la última vez. Pero me gustaría que me dejaran tranquilo.
—El asunto es grave, Mitch. No te lo tomes a la ligera. Vamos a hablar con Lambert.
Mitch siguió a Avery por el pasillo y a través del vestíbulo. Un desconocido de traje negro les abrió la puerta y volvió a cerrarla. Lambert, Nathan Locke y Royce McKnight estaban de pie cerca de la pequeña mesa de conferencias. Al igual que en la ocasión anterior, había un magnetófono sobre la mesa. «Ojos negros» se sentó en la silla que presidía la mesa y miró fijamente a Mitch.
Hablaba en tono amenazador. Nadie sonreía.
—Dime, Mitch, ¿desde aquel primer encuentro en agosto, se ha puesto Tarrance o alguien del FBI en contacto contigo?
—No.
—¿Estás seguro?
—¡Maldita sea! ¡He dicho que no! —exclamó Mitch, golpeando la mesa—. ¿Queréis ponerme bajo juramento?
Locke quedó desconcertado, al igual que todos los demás. Durante los treinta segundos siguientes, se hizo un silencio tenso y agobiante. Mitch miró fijamente a «ojos negros», que retrocedió casi imperceptiblemente, al tiempo que movía la cabeza con indiferencia.
—Mitch, sabemos que esto es aterrador —intervino Lambert, con su reconocida capacidad diplomática y de mediación.
—Desde luego que lo es. Y no me gusta en absoluto. No me meto con nadie, trabajo como un esclavo noventa horas semanales con el único propósito de ser un buen abogado fiel a la empresa, y por alguna razón desconocida el FBI no deja de importunarme. Caballeros, creo que ha llegado el momento de que alguien me dé una explicación.
Locke pulsó el botón rojo del magnetófono.
—Hablaremos de eso dentro de un momento. Pero, en primer lugar, cuéntanos todo lo ocurrido.
—Es muy sencillo, señor Locke. A las diez de la mañana he ido andando al edificio federal, para presentarme ante el juez Kofer en representación de Malcolm Delaney. He estado en la audiencia aproximadamente una hora y, terminada la vista, he salido del edificio para regresar apresuradamente al despacho. La temperatura exterior es de unos siete grados bajo cero. A un par de manzanas de la calle Union, ese individuo llamado Tarrance ha aparecido inesperadamente, me ha agarrado del brazo y me ha obligado a entrar en una pequeña tienda. He empezado a golpearle sin olvidar, después de todo, que es un agente del FBI. Además, no quería organizar un escándalo. En el interior del comercio me ha dicho que quería hablar un momento conmigo. He logrado deshacerme de él y he corrido hacia la puerta. Me ha seguido, ha intentado agarrarme de nuevo y le he dado un empujón. Entonces he echado a correr hacia el despacho, he acudido a Avery y aquí estamos. Esto es todo lo ocurrido. Paso por paso, todo.
—¿De qué quería hablar?
—No ha tenido oportunidad de decírmelo. No estoy dispuesto a hablar con ningún agente del FBI, a no ser que disponga de una orden judicial.
—¿Estás seguro de que se trata del mismo agente?
—Creo que sí. Al principio no le he reconocido. No le había visto desde agosto. Pero dentro de la tienda me ha mostrado su placa y ha repetido su nombre. Ha sido entonces cuando he echado a correr.
Locke pulsó otro botón y se puso cómodo. Lambert se sentó a su espalda y le brindó una cálida sonrisa.
—Escucha, Mitch, te lo explicamos la última vez. La desfachatez de esos individuos crece de día en día. El mes pasado acosaron a Jack Aldrich cuando almorzaba en una pequeña cafetería de la segunda calle. No estamos seguros de lo que se proponen, pero Tarrance es un perturbado. Es un simple caso de acoso.
Mitch observaba sus labios, sin escuchar lo que decía. Mientras Lambert hablaba, pensaba en Hodge y en Kozinski, y en sus atractivas viudas y sus hijos en los funerales.
—El asunto es grave, Mitch —dijo «ojos negros», después de aclararse la garganta—. Pero no tenemos nada que ocultar. Podrían dedicarse a investigar a nuestros clientes, si sospechan que se ha cometido algún delito. Somos abogados. Puede que representemos a personas que juegan con la ley, pero no hemos hecho nada malo. Esto nos tiene a todos muy desconcertados.
—¿Qué queréis que haga? —preguntó sinceramente Mitch, con una sonrisa y abriéndose de manos.
—No puedes hacer nada, Mitch —respondió Lambert—. Mantente alejado de ese individuo y echa a correr si le ves. Y cuando le veas, comunícanoslo inmediatamente.
—Eso es precisamente lo que ha hecho —dijo Avery, en su defensa.
Mitch aparentó sentirse tan indefenso como pudo.
—Puedes marcharte, Mitch —dijo Lambert—. Y no te olvides de mantenernos informados.
Salió solo del despacho.
DeVasher andaba de un lado para otro de su despacho, sin prestar atención a los socios.
—Os aseguro que miente. Está mintiendo. Ese cabrón miente. Sé que miente.
—¿Qué vio tu hombre? —preguntó Locke.
—Mi hombre vio algo distinto. Ligeramente distinto. Pero distinto, Asegura que McDeere y Tarrance entraron despreocupadamente en la zapatería. Sin ninguna intimidación física por parte de Tarrance. Ninguna en absoluto. Tarrance se le acercó, hablaron y ambos entraron sigilosamente en la tienda. Mi hombre afirma que se dirigieron al fondo de la tienda, donde permanecieron durante tres o cuatro minutos. Entonces otro de nuestros hombres pasó frente al escaparate, miró y no vio nada. Evidentemente, ellos le vieron a él, porque al cabo de pocos segundos aparecieron en la puerta, con McDeere empujando y chillando. Hay algo que no encaja, os lo aseguro.
—¿Le cogió Tarrance del brazo para obligarle a entrar en la zapatería? —preguntó Nathan Locke, con lentitud y precisión.
—Claro que no. He ahí el problema. McDeere entró voluntariamente, y cuando afirma que el agente le agarró del brazo, miente. Mi hombre cree que habrían permanecido más tiempo dentro de la zapatería; si no nos hubieran visto.
—Pero no estás seguro de ello —dijo Nathan Locke.
—Maldita sea, claro que no estoy seguro. No me invitaron a que me reuniera con ellos en la zapatería.
DeVasher no dejaba de andar, mientras los abogados miraban al suelo. Desenvolvió un Roi-Tan y lo incrustó entre sus gruesos labios.
—Escucha, DeVasher, es muy posible que McDeere sea sincero y que tu hombre se haya confundido —dijo, por fin, Oliver Lambert—. Es perfectamente factible. Creo que McDeere se merece el beneficio de la duda.
DeVasher gruñó, e hizo caso omiso de la observación.
—¿Tienes constancia de que haya habido algún contacto desde agosto? —preguntó Royce McKnight.
—Ninguno, que nosotros sepamos, pero eso no significa que no hayan hablado, ¿no os parece? No descubrimos lo de los otros dos hasta que era casi demasiado tarde. Es imposible vigilar todos sus movimientos. Imposible. Tengo que hablar con él —dijo después de una pausa, sin dejar de pasear por detrás de su escritorio.
—¿Con quién?
—McDeere. Ha llegado el momento de que él y yo tengamos una pequeña conversación.
—¿Sobre qué? —preguntó Lambert, inquieto.
—Déjalo en mis manos, ¿de acuerdo? Limítate a no cruzarte en mi camino.
—Me parece un poco prematuro —dijo Locke.
—Tu opinión me importa un comino. Sois unos payasos y si la seguridad dependiera de vosotros, estaríais todos en la cárcel.
Mitch estaba en su despacho, con la puerta cerrada, contemplando las paredes. Se le empezaba a formar una jaqueca en la base del cráneo y sentía náuseas. Alguien llamó a la puerta.
—Adelante —dijo, sin levantar la voz.
Avery entró y se acerco al escritorio.
—¿Quieres almorzar conmigo?
—No, gracias. No tengo apetito.
—Escúchame, Mitch, sé que estás preocupado —dijo el socio, con las manos en los bolsillos del pantalón y una radiante sonrisa—. Tomémonos un descanso. Tengo una reunión en el centro de la ciudad. ¿Por qué no te reúnes conmigo a la una en el Manhattan Club? Almorzaremos relajadamente y charlaremos. Te he reservado el coche de la empresa. Te esperará en la puerta a la una menos cuarto.
—De acuerdo, Avery. ¿Por qué no? —sonrió débilmente Mitch, como si el detalle le hubiera conmovido.
—Bien. Nos veremos a la una.
A la una menos cuarto, Mitch salió por la puerta y se dirigió al coche. El chófer le abrió la puerta y Mitch se acomodó en el asiento posterior. Alguien le esperaba en el interior del vehículo.
—Me llamo DeVasher, Mitch. Encantado de conocerte —dijo un individuo bajo, gordo y calvo, con una enorme papada, sentado en el asiento trasero, al tiempo que le tendía la mano.
—¿Me he confundido de coche? —preguntó Mitch.
—Claro que no. Tranquilízate.
El vehículo se puso en marcha.
—¿En qué puedo servirle? —preguntó Mitch.
—Basta con que me escuches. Tenemos que hablar un poco.
El conductor cogió Riverside Drive y se dirigió hacia el puente de Hernando De Soto.
—¿Dónde vamos? —preguntó Mitch.
—A dar un paseo. Tranquilo, hijo.
De modo que soy el número seis, pensó Mitch. Ha llegado mi hora. Pero, no puede ser. Sus asesinatos anteriores habían sido mucho más imaginativos.
—Mitch, ¿me permites que te llame Mitch?
—Por supuesto.
—De acuerdo, Mitch. Soy el encargado de seguridad de la empresa y…
—¿Por qué necesita seguridad la empresa?
—Escúchame, hijo, y te lo explicaré. Gracias al viejo Bendini, la empresa dispone de un amplio programa de seguridad. Le obsesionaba la discreción y la seguridad. Mi trabajo consiste en proteger la empresa y, con franqueza, nos preocupa este asunto del FBI.
—También a mí.
—Claro. Estamos convencidos de que el FBI se propone infiltrarse en nuestra empresa con la esperanza de obtener información sobre algunos de nuestros clientes.
—¿Qué clientes?
—Algunos muy ricos, con subterfugios tributarios cuestionables.
Mitch asintió y contempló el río. Estaban ahora en Arkansas y la silueta de Memphis se perdía a su espalda en la lejanía. DeVasher dejó de hablar y se sentó como una rana, con las manos cruzadas sobre la barriga. Mitch esperó, hasta comprender que a DeVasher no le importaban las interrupciones en la conversación, ni los prolongados silencios. A unos cuantos kilómetros al otro lado del río, el vehículo abandonó la carretera interestatal, para seguir por un camino que giraba de nuevo hacia el este. A continuación entró en una pista de grava, que durante algo más de un kilómetro circulaba entre campos de alubias junto al río. De pronto, en la otra orilla, Memphis se hizo nuevamente visible.
—¿Adónde vamos? —preguntó Mitch, un tanto alarmado.
—Tranquilo. Quiero mostrarte algo.
«Una tumba», pensó Mitch. El coche se detuvo junto a un terraplén, que descendía tres metros hasta la orilla. El paisaje era impresionante al otro lado del río. Se vislumbraba la parte superior del edificio Bendini.
—Vamos a dar un paseo —dijo DeVasher.
—¿Adónde?
—Vamos. No te preocupes.
DeVasher abrió la puerta y se dirigió a la parte posterior del vehículo. Mitch le siguió cautelosamente.
—Como te decía, Mitch, estamos muy preocupados por ese contacto con el FBI. Si hablas con ellos, se tomarán cada vez mayores libertades y quién sabe de lo que pueden ser capaces esos locos. Es imprescindible que nunca vuelvas a hablarles. ¿Comprendido?
—Sí. Lo comprendí después de la primera visita en agosto.
De pronto, DeVasher se le acercó a pocos centímetros de su rostro, con una perversa sonrisa.
—Tengo algo que te mantendrá en el buen camino —dijo, al tiempo que se sacaba un gran sobre del bolsillo del abrigo—. Echa una ojeada —agregó con una mueca, antes de volverle la espalda y alejarse.
Mitch se apoyó en el maletero y abrió nervioso el sobre. Contenía cuatro fotografías en blanco y negro, de veinte por veinticinco, muy bien contrastadas. En la playa, con la chica.
—¡Dios mío! —exclamó Mitch—. ¿Quién tomó estas fotos?
—¿Qué importa? Eres tú, ¿no es cierto?
No cabía ninguna duda. Rompió las fotos en mil pedazos y las arrojó en dirección a DeVasher.
—Tenemos muchas más en la oficina —dijo tranquilamente DeVasher—. Toda una colección. No queremos utilizarlas, pero si vuelves a hablar con Tarrance, o con cualquier otro federal, se las mandaremos a tu esposa. ¿Te gustaría que lo hiciéramos, Mitch? Imagina la reacción de tu encantadora esposa cuando se dirija al buzón en busca de su Redbook y sus catálogos, y se encuentre con un extraño sobre dirigido a ella. Piénsatelo, Mitch. La próxima vez que tú y Tarrance decidáis ir a compraros unos zapatos deportivos, piensa en nosotros, Mitch. Porque te estaremos observando.
—¿Quién ha visto estas fotos? —preguntó Mitch.
—El fotógrafo y yo, y ahora tú. Nadie las ha visto en la empresa y no pienso mostrárselas. Pero si vuelves a meter la pata, sospecho que circularán por el comedor a la hora del almuerzo. Juego duro, Mitch.
El joven se sentó sobre el maletero y se frotó las sienes. DeVasher se le acercó.
—Escucha, hijo, eres un joven muy inteligente y vas camino de ser muy rico. No lo eches a perder. Limítate a trabajar mucho, seguir la corriente, comprar nuevos coches, adquirir casas más grandes y todo lo demás. Como el resto de los muchachos. No pretendas ser un héroe. No me gustaría utilizar esas fotografías.
—De acuerdo. De acuerdo.