Diecinueve

A las cinco de la tarde, Mitch apagó las luces de su despacho, cogió las dos carteras y se detuvo junto al escritorio de Nina, que hablaba por teléfono con el auricular pegado al hombro, sin dejar de mecanografiar en su IBM. Cuando la secretaria le vio, sacó un sobre de un cajón.

—Aquí tiene la confirmación de su reserva en el Capital Hilton —dijo, como si se lo comunicara al teléfono.

—El material para mecanografiar está sobre mi mesa. Hasta el lunes.

Subió por la escalera hasta el cuarto piso, para dirigirse al despacho de Avery en la esquina, donde reinaba una pequeña rebelión. Una secretaria introducía sumarios en una enorme cartera. Otra dirigía comentarios entrecortados a Avery, que hablaba a voces con otra persona por teléfono. Un pasante le daba órdenes a la primera secretaria.

—¿Estás listo? —le chilló Avery a Mitch, después de colgar el teléfono.

—Te estoy esperando —respondió Mitch.

—No encuentro el sumario de Greenmark —exclamó una de las secretarias, dirigiéndose al pasante.

—Estaba junto al de Rocconi —dijo el pasante.

—¡No necesito el sumario de Greenmark! —chilló Avery—. ¿Cuántas veces debo repetirlo? ¿Estáis sordos?

—No, oigo perfectamente —respondió la secretaria, con una fulminante mirada—. Y recuerdo con toda claridad que ha dicho: «Incluyan el sumario de Greenmark.»

—El coche está esperando —dijo la otra secretaria.

—¡No necesito el maldito sumario de Greenmark! —chilló Avery.

—¿Y el de Rocconi? —preguntó el pasante.

—¡Sí! ¡Sí! Por enésima vez. ¡Necesito el de Rocconi!

—El avión también está esperando —dijo la otra secretaria.

Acabaron de llenar una de las carteras y la cerraron con llave. Avery buscó entre un montón de documentos sobre la mesa.

—¿Dónde está la documentación de Fender? ¿Dónde están todos mis documentos? ¿Por qué no encuentro nunca el sumario que necesito?

—Aquí está el sumario de Fender —dijo la primera secretaria, al tiempo que lo guardaba en otra cartera.

—Bien —exclamó Avery, mientras consultaba un papel escrito—. ¿Tengo los documentos de Fender, Rocconi, Cambridge Partners, Green Group, Sonny Capps a Otaki, Burton Brothers, Galveston Freight y McQuade?

—Sí, sí, sí —respondió la primera secretaria.

—Aquí están todos —agregó el pasante.

—No puedo creerlo —dijo Avery, al tiempo que recogía su chaqueta—. Vámonos.

Salió por la puerta, seguido de las secretarias, el pasante y Mitch. Mitch llevaba dos carteras, el pasante otras dos y una de las secretarias otra más. La otra secretaria tomaba notas, mientras Avery daba voces con las órdenes que debían cumplirse en su ausencia. Se apretujaron todos en un pequeño ascensor, para descender a la planta baja. En la calle, el chófer entró en acción, abriendo puertas y cargando el equipaje en el maletero.

Mitch y Avery se instalaron en el asiento posterior.

—Tranquilízate, Avery —dijo Mitch—. Vas a pasar tres días en las Caimán. Relájate.

—Claro, claro. Pero aquí llevo trabajo para un mes. Tengo clientes que piden mi cabeza y amenazan con llevarme ante los tribunales por no cumplir debidamente con mis obligaciones profesionales. Llevo dos meses de retraso y ahora tú me abandonas para aburrirte soberanamente durante cuatro días en un cursillo de tributación en Washington. No podías haber elegido peor momento, McDeere. Fatal.

Avery abrió un armarito y se sirvió una copa. Mitch rechazó la invitación. El cochazo circulaba por Riverside Drive en hora punta. Después de tres tragos de ginebra, el socio respiró hondo.

—Seguir con la formación. Vaya chiste —exclamó Avery.

—Tú también lo hiciste cuando eras novato. Y si no me falla la memoria, no hace mucho pasaste una semana en un congreso sobre tributos en Honolulú. ¿Lo has olvidado?

—Aquello fue trabajo. Sólo trabajo. ¿Llevas contigo todos los sumarios?

—Por supuesto, Avery. Se supone que debo asistir al cursillo ocho horas diarias, aprenderlas últimas revisiones tributarias con las que nos ha bendecido el Congreso y, en mi tiempo libre, facturar cinco horas diarias.

—A ser posible, seis. Vamos muy retrasados, Mitch.

—Siempre vamos retrasados, Avery. Sírvete otra copa. Necesitas relajarte.

—Pienso hacerlo en Rumheads.

Mitch pensó en el bar con su Red Stripe, el dominó, los dardos y, por supuesto, los diminutos bikinis. Y la chica.

—¿Es éste tu primer vuelo en el Lear? —preguntó Avery, ahora más relajado.

—Sí. Llevo siete meses en la empresa y voy a ver el avión por primera vez. De haberlo sabido el pasado marzo, habría ido a trabajar para alguna empresa de Wall Street.

—Tú no perteneces a Wall Street. ¿Sabes lo que hacen esos individuos? Tienen trescientos abogados en un bufete y cada año contratan, como mínimo, treinta nuevos miembros asociados. Todos quieren el empleo por tratarse de Wall Street. Al cabo de un mes, juntan a los treinta en una gran sala y les comunican que deben trabajar noventa horas semanales durante cinco años, transcurridos los cuales, la mitad habrán abandonado. El desfile de personal es increíble. Procuran matar a los novatos. Facturan su trabajo a cien o ciento cincuenta a la hora, forman un paquete con todos ellos y se dedican a explotarlos. Eso es Wall Street. Y los novatos no llegan nunca a ver el avión de la empresa. Ni el coche oficial. Tú has tenido mucha suerte, Mitch. Todos los días deberías dar gracias a Dios de que decidiéramos aceptarte aquí, en la soberana empresa Bendini, Lambert & Locke.

—No está mal lo de noventa horas. Me iría bien el descanso.

—No olvides la recompensa. ¿Sabes a cuánto subió mi prima del año pasado?

—No.

—Cuatro ocho cinco. No está mal, ¿no te parece? Y eso es sólo la prima.

—La mía fue de seis mil —dijo Mitch.

—Sigue a mi lado y pronto estarás en la primera división.

—Sí, pero antes debo seguir con mi formación jurídica.

Al cabo de diez minutos, el cochazo entró en un camino que conducía a una hilera de hangares. Memphis Aero, decía el cartel. Un elegante Lear 55 plateado avanzaba lentamente hacia la terminal.

—Ahí lo tienes —dijo Avery.

Cargaron rápidamente las carteras y maletas en el avión, y a los pocos minutos estaban listos para despegar. Mitch se abrochó el cinturón y admiró el cuero y el bronce del interior de la cabina. Era tan elegante y lujosa como suponía. Avery se sirvió otra copa antes de acomodarse en su asiento.

Después de una hora y quince minutos de vuelo, el Lear comenzó su descenso sobre el aeropuerto internacional de Baltimore-Washington. Cuando se detuvo el aparato, Avery y Mitch se apearon y abrieron la portezuela del equipaje. Avery señaló a un individuo uniformado que esperaba cerca de una puerta.

—Ése es tu chófer. El coche está delante de la terminal. Síguele. Estás a unos cuarenta minutos del Capital Hilton.

—¿Otro coche oficial? —preguntó Mitch.

—Efectivamente. Seguro que no te tratarían así en Wall Street.

Se estrecharon la mano y Avery subió de nuevo al avión. La operación de carga de combustible duró treinta minutos y cuando el Lear despegó para dirigirse hacia el sur, estaba de nuevo dormido.

Al cabo de tres horas aterrizó en Georgetown, en la isla de Gran Caimán. Pasó frente a la terminal, hasta un pequeñísimo hangar donde pernoctaría el aparato. Un guarda de seguridad acompañó a Avery, junto con su equipaje, a través de la terminal y la aduana. Después de que el piloto y el copiloto efectuaran las comprobaciones posvuelo correspondientes, también los acompañaron a través de la terminal.

Después de la medianoche, cuando las luces se habían apagado y media docena de aparatos descansaban en la oscuridad, se abrió una puerta lateral y entraron tres individuos, entre los que se encontraba Avery, que se dirigieron apresuradamente al Lear 55. Avery abrió la portezuela del equipaje y, entre los tres, descargaron a toda prisa veinticinco pesadas cajas de cartón. Con el calor tropical de la isla, el hangar parecía un horno. Estaban empapados de sudor, pero no dijeron palabra hasta haber sacado todas las cajas del avión.

—Debe haber veinticinco. Cuéntalas —le dijo Avery a un musculoso indígena con la cabeza cuadrada y una pistola al cinto.

El otro individuo tenía una carpeta en la mano y miraba atentamente, como el encargado de cualquier almacén. Al indígena le caían las gotas de sudor sobre las cajas, mientras las contaba.

—Sí. Veinticinco.

—¿Cuánto? —preguntó el individuo de la carpeta.

—Seis millones y medio.

—¿Todo al contado?

—Todo al contado. En dólares norteamericanos. Billetes de cien y de veinte. No perdamos tiempo.

—¿Destino?

—Quebec Bank. Nos están esperando.

Cogieron una caja cada uno y avanzaron por la oscuridad hacia la puerta lateral, donde un compañero les esperaba con una Uzi. Las cajas se cargaron en una destartalada furgoneta, después de estampar apresuradamente Producto de las islas Caimán en cada una de ellas. Los indígenas se instalaron en el vehículo con las armas en la mano, mientras el individuo de la carpeta conducía la furgoneta hacia el centro de Georgetown.

El registro abrió a las ocho en el entresuelo, frente a la sala Century. Mitch llegó temprano, firmó, recogió una gruesa carpeta con su nombre minuciosamente impreso en la misma y entró en la sala. Se instaló aproximadamente en el centro de la gran estancia. Según el folleto, la matrícula estaba limitada a doscientos participantes. Un bedel sirvió café y Mitch abrió el Washington Post. Los principales titulares hacían referencia a los admirados Redskins, que participaban una vez más en la Super Bowl.

La sala se llenó lentamente, con la llegada de abogados tributarios de todos los confines del país, para enterarse de las últimas novedades de la legislación tributaria, que cambiaba a diario. Poco antes de las nueve, un joven abogado de rostro aniñado se sentó a la izquierda de Mitch, sin decir palabra. Mitch le miró de reojo y volvió a concentrarse en su periódico. Cuando la sala estaba llena, el moderador les dio la bienvenida y presentó al primer conferenciante. Se trataba de un congresista de Oregón, presidente de una subsecretaría del Congreso. Cuando subió al estrado, para lo que debía ser una presentación de una hora de duración, el abogado sentado a la izquierda de Mitch se inclinó hacia él y le tendió la mano.

—Hola, Mitch —susurró—. Soy Grant Harbison, del FBI —agregó, al tiempo que le entregaba una tarjeta de visita.

El congresista empezó con un chiste, que Mitch no oyó. Examinó atentamente la tarjeta, pegada al pecho. Había otras cinco personas sentadas a menos de un metro. No conocía a nadie en la sala, pero podía ser muy comprometedor que alguien le viera con una tarjeta del FBI en las manos. Al cabo de cinco minutos, Mitch miró despreocupadamente a Harbison.

—Tengo que verte unos minutos —susurró Harbison.

—¿Y si estoy demasiado ocupado? —replicó Mitch.

El agente sacó un sobre en blanco de su carpeta y se lo entregó a Mitch. Lo abrió pegado al pecho. La nota, en cuyo encabezamiento figuraban simplemente las palabras «FBI Dirección», estaba escrita a mano y decía lo siguiente:

Querido señor McDeere:

Me gustaría hablar con usted unos momentos, durante la hora del almuerzo. Le ruego siga las instrucciones del agente Harbison. Sólo le entretendré unos minutos. Agradecemos su cooperación. Gracias.

F. DENTON VOYLES

Director

Mitch devolvió la carta al sobre y la guardó lentamente en su carpeta. Agradecemos su cooperación. Del director del FBI. Comprendió lo importante que era en aquel momento conservar la compostura, mantener el rostro tranquilo y sereno, como si todo fuera perfectamente rutinario. Pero se frotó las sienes con ambas manos y miró fijamente al suelo. Cerró los ojos y sintió que se mareaba. El FBI. ¡En el asiento contiguo! Esperándole. El propio director y a saber quién más. Tarrance no andaría lejos.

De pronto se oyó una enorme carcajada en la sala, cuando el congresista puso el broche de oro a su anécdota. Harbison aprovechó la ocasión para acercarse a Mitch y susurrarle al oído:

—Reúnete conmigo en el lavabo, a la vuelta de la esquina, dentro de diez minutos.

El agente dejó sus libros sobre la mesa y se ausentó mientras el público seguía riendo.

Mitch hojeó las primeras páginas del libro y fingió interesarse. El congresista hablaba de su esforzada batalla por proteger los subterfugios tributarios de los ricos y reducir simultáneamente el peso de la clase obrera. Bajo su valerosa tutela, la subsecretaría se había negado a aprobar un decreto que limitaría las deducciones para la exploración petrolífera. Luchaba en solitario en el Congreso.

Mitch esperó quince minutos, y a continuación otros cinco, antes de empezar a toser. Necesitaba beber agua y, cubriéndose la boca con la mano, se dirigió hacia el fondo de la sala y salió por la puerta trasera. Harbison, en el retrete, se lavaba las manos por enésima vez.

Mitch se acercó al lavabo adjunto y abrió el grifo de agua fría.

—¿Qué os proponéis? —preguntó Mitch.

—Yo me limito a cumplir órdenes —respondió Harbison, mientras miraba a Mitch por el espejo—. El director, Voyles, quiere hablar personalmente contigo y me han mandado a buscarte.

—¿Qué puede desear de mí?

—No soy quién para anticipar sus palabras, pero estoy seguro de que es importante.

Mitch miró sigilosamente a su alrededor. Estaban solos en los lavabos.

—¿Y qué ocurre si estoy demasiado ocupado para reunirme con él?

Harbison cerró el grifo y sacudió las manos.

—La reunión es inevitable, Mitch. Déjate de juegos. Cuando se interrumpan las conferencias para el almuerzo, encontrarás el taxi número ocho-seis-seis-siete a la izquierda de la puerta principal. Te conducirá al monumento de los ex combatientes de Vietnam y allí te estaremos esperando. Debes tener mucho cuidado. Dos de ellos te han seguido desde Memphis.

—¿Dos de quiénes?

—Los chicos de Memphis. Limítate a seguir nuestras instrucciones y nunca lo sabrán.

El moderador dio las gracias al segundo conferenciante, un catedrático de derecho tributario de la universidad de Nueva York, y les comunicó que era la hora del almuerzo.

Mitch no le dijo nada al taxista. Éste conducía como un loco y no tardaron en perderse entre el tráfico. Al cabo de quince minutos, se detuvieron cerca del monumento.

—No salgas todavía —ordenó el taxista.

Mitch no se movió. Durante diez minutos, permaneció inmóvil y sin decir palabra. Por fin, un Ford Escort blanco paró junto al taxi y tocó la bocina. A continuación se alejó.

—Bien, ahora dirígete al muro —dijo el taxista, mirando al frente—. Dentro de unos cinco minutos saldrán a tu encuentro.

Mitch se apeó y el taxi se alejó. Hundió las manos en los bolsillos de su abrigo de lana y se encaminó hacia el monumento. Un frío viento del norte desparramaba las hojas por doquier. Se estremeció y subió el cuello de su abrigo para protegerse las orejas.

Un peregrino solitario erguido en su silla de ruedas contemplaba fijamente el muro. Un grueso edredón le protegía del frío. Bajo su sobrada boina de camuflaje, unas gafas de aviador le cubrían los ojos. Estaba hacia el final del muro, cerca de los nombres de los caídos en 1972. Mitch siguió los años a lo largo del muro, hasta detenerse cerca de la silla de ruedas. Examinó los nombres, olvidando de pronto a aquel individuo.

Respiró hondo y sintió que le flaqueaban las piernas y se le formaba un nudo en el estómago. Siguió lentamente la columna y de pronto, hacia el final, ahí estaba. Pulcramente grabado, como todos los demás, estaba el nombre de Rusty McDeere.

A pocos centímetros de su nombre había una cesta de flores heladas y marchitas. Mitch la retiró suavemente y se arrodilló frente al muro. Acarició las letras grabadas del nombre de Rusty. Rusty McDeere. De dieciocho años para siempre. Hacía siete semanas que estaba en Vietnam cuando tropezó con una mina. Dijeron que la muerte había sido instantánea. Según Ray, eso era lo que siempre habían dicho. Mitch se secó una pequeña lágrima y se incorporó para contemplar fijamente el muro. Pensó en las cincuenta y ocho mil familias a las que habían dicho que la muerte había sido instantánea y que nadie había sufrido.

—Mitch, te están esperando.

Volvió la cabeza y miró al individuo de la silla de ruedas, el único ser humano a la vista. Sus gafas de aviador miraban fijamente al muro y no levantó la cabeza. Mitch miró en todas direcciones.

—Tranquilo, Mitch. Hemos aislado la zona. No te están observando.

—¿Y tú quién eres? —preguntó Mitch.

—Sólo un miembro del equipo. Debes confiar en nosotros, Mitch. El director tiene algo importante que decirte, algo que podría salvarte la vida.

—¿Dónde está?

El individuo de la silla de ruedas volvió la cabeza y miró a lo largo de la acera.

—Empieza a caminar en esa dirección. Saldrán a tu encuentro.

Mitch se quedó unos momentos más contemplando el nombre de su hermano y comenzó a andar, tras la silla de ruedas, frente a la estatua de los tres soldados, con las manos hundidas en los bolsillos del abrigo, hasta que cincuenta metros más allá del monumento, Wayne Tarrance apareció de detrás de un árbol y echó a andar junto a él.

—No te detengas —le dijo.

—¿Por qué será que no me sorprende verte aquí? —dijo Mitch.

—Sigue andando. Sabemos que han mandado por lo menos a dos matones de Memphis, que llegaron antes que tú. Están en el mismo hotel, en la habitación contigua a la tuya. No te han seguido hasta aquí. Creo que los hemos despistado.

—¿Qué diablos ocurre, Tarrance?

—Estás a punto de descubrirlo. Sigue andando. Pero tranquilízate, nadie te observa, a excepción de una veintena de nuestros agentes.

—¿Veinte?

—Efectivamente. Hemos aislado la zona. Queremos asegurarnos de que esos cabrones de Memphis no asoman las narices por aquí. No creo que lo hagan.

—¿Quiénes son?

—El director te lo contará.

—¿Por qué está involucrado el director?

—Haces muchas preguntas, Mitch.

—Y tú no me ofreces bastantes respuestas.

Tarrance señaló a la derecha. Bajaron de la acera y se dirigieron hacia un banco de hormigón, cerca de un puente que conducía a un pequeño bosque. El agua del estanque estaba completamente helada.

—Siéntate —ordenó Tarrance.

Cuando ambos se sentaron, se acercaron dos individuos caminando por el puente. Mitch se dio cuenta inmediatamente de que el más bajo era Voyles. F. Denton Voyles, director del FBI durante tres legislaturas. Un duro perseguidor del crimen, que no tenía pelos en la lengua, y supuestamente despiadado.

Mitch se puso de pie por respeto. Voyles le tendió una mano fría y le miró fijamente con aquel rostro grande y redondo, famoso en el mundo entero. Se estrecharon la mano y se presentaron mutuamente. Voyles hizo un ademán para que se sentaran en el banco. Tarrance y el otro agente se dirigieron al puente y estudiaron el horizonte.

Mitch miró a través del estanque y vio a dos individuos, indudablemente agentes, con idénticas gabardinas negras y cabello corto, a unos cien metros junto a un árbol.

Voyles se sentó muy cerca de Mitch, en contacto con sus piernas. Un sombrero de fieltro castaño ladeado cubría parte de su enorme calva. Tenía por lo menos setenta años, pero sus ojos verde oscuro bailaban con intensidad y no se perdían detalle. Permanecían ambos inmóviles en el banco, con las manos hundidas en los bolsillos de sus respectivos abrigos.

—Le agradezco que haya venido —dijo Voyles.

—No tuve la impresión de que hubiera otra alternativa. Sus agentes han sido muy persistentes.

—Sí. Es muy importante para nosotros.

Mitch respiró hondo.

—¿Tiene alguna idea de lo confundido y asustado que estoy? Estoy completamente desconcertado. Le agradecería que me diera una explicación.

—Señor McDeere, ¿me permite que le llame Mitch?

—Por supuesto. Por qué no.

—De acuerdo, Mitch. Soy hombre de pocas palabras. Y lo que voy a contarle sin duda le asombrará. Le aterrorizará. Puede que no me crea. Pero le aseguro que es todo cierto y, con su ayuda, podemos salvarle la vida.

Mitch hizo de tripas corazón y esperó.

—Mitch, ningún abogado ha abandonado su bufete vivo. Tres lo intentaron y fueron asesinados. Otros dos estaban a punto de hacerlo y murieron el verano pasado. Cuando un abogado ingresa en Bendini, Lambert & Locke, ya nunca abandona la empresa, a no ser que se jubile y mantenga la boca cerrada. Además, cuando se jubilan, forman parte de la conspiración y no pueden hablar. La empresa dispone de un amplio servicio de vigilancia en el quinto piso. Han instalado aparatos de escucha en su casa y en su coche. Sus teléfonos están intervenidos. Hay micrófonos en su despacho. Prácticamente todo lo que dice se escucha y se graba en el quinto piso. Le siguen, y a veces también a su esposa. En estos momentos están aquí, en Washington. El caso es, Mitch, que la empresa es más que una simple empresa. Forma parte de un gran negocio, un negocio con enormes beneficios. Un negocio ilegal. Los socios no son los propietarios de la empresa.

Mitch volvió la cabeza para mirar fijamente a su interlocutor. El director contemplaba el estanque helado mientras hablaba.

—El caso es, Mitch, que el bufete Bendini, Lambert & Locke es propiedad de la familia del crimen organizado Morolto, de Chicago. La mafia. Cosa Nostra. Ahí es donde se toman las decisiones. Y ésta es la razón por la que estamos aquí —dijo, al tiempo que estrujaba la rodilla de Mitch y le miraba fijamente a diez centímetros de su rostro—. Se trata de la mafia, Mitch, ilegal como el infierno.

—No puedo creerlo —dijo Mitch, helado de miedo, con una voz débil y temblorosa.

—Sí, lo cree —sonrió el director—. Sé que lo cree. Hace tiempo que sospecha. De ahí que hablara con Abanks en las Caimán y contratara a aquel canijo investigador, a quien los chicos del quinto piso asesinaron. Mitch, usted sabe que la empresa está podrida.

Mitch se inclinó hacia delante y apoyó los codos en las rodillas, mientras contemplaba el suelo entre sus zapatos.

—No puedo creerlo —susurró débilmente.

—Que nosotros sepamos, aproximadamente el veinticinco por ciento de los clientes de la empresa, es decir, sus clientes, son legítimos. Hay algunos abogados muy buenos en ese bufete, que realizan trabajos tributarios y financieros para clientes ricos. Es una fachada muy buena. La mayoría de los casos en los que usted ha trabajado hasta ahora son legítimos. Así es como funcionan. Contratan a un novato, lo atiborran de dinero, le compran un BMW, la casa y todo lo demás, comilonas y viajes a las Caimán, y le hacen trabajar como un negro en casos perfectamente legales. Auténticos clientes. Abogacía propiamente dicha. Esto se mantiene durante unos años y el novato no sospecha nada. Es una empresa magnífica, con unos individuos maravillosos. Al cabo de cinco o seis años, cuando los ingresos son verdaderamente cuantiosos, la empresa es propietaria de su hipoteca, tiene esposa e hijos y se siente muy seguro, dejan caer la bomba y le cuentan la verdad. Es un callejón sin salida. Es la mafia, Mitch. Esos individuos no se andan con pamplinas. Asesinan a uno de sus hijos, o a su esposa, poco les importa. Gana más dinero del que podría ganar en cualquier otro lugar. Le hacen chantaje porque tiene una familia, que para ellos no significa absolutamente nada. ¿Qué hace entonces, Mitch? Se queda en la empresa. No puede abandonarla. Si se queda, se convierte en millonario y se jubila joven con la familia intacta. Si intenta marcharse, acaba con su fotografía en la pared de la biblioteca del primer piso. Son muy persuasivos.

Mitch se frotó las sienes y empezó a temblar.

—Estoy seguro de que desea hacerme un sinfín de preguntas, de modo que seguiré hablando y le contaré todo lo que sé. Cada uno de los cinco abogados muertos quería abandonar la empresa cuando descubrió la verdad. No llegamos a hablar con los tres primeros porque, sinceramente, no sabíamos nada de la empresa hasta hace siete años. Han sabido ser discretos y actuar sin dejar huellas. Probablemente lo único que deseaban los tres primeros era abandonar la empresa, y lo lograron; en ataúdes. El caso de Hodge y Kozinski fue distinto. Ellos se pusieron en contacto con nosotros y, a lo largo de un año, tuvimos varias reuniones. A Kozinski le comunicaron la verdad cuando llevaba siete años en la empresa. Él se lo dijo a Hodge. Hablaron de ello entre sí a lo largo de un año. Kozinski estaba a punto de convertirse en socio y quería marcharse antes de que ocurriera. De modo que él y Hodge tomaron la fatal decisión de abandonar la empresa. Nunca sospecharon que los tres primeros hubieran sido asesinados, o por lo menos jamás nos lo mencionaron. Mandamos a Wayne Tarrance a Memphis para que se hiciera cargo de ellos. Tarrance es especialista en el crimen organizado, en Nueva York. Empezaban a estar realmente unidos, cuando ocurrió lo de las Caimán. Esos individuos de Memphis son muy eficaces, Mitch. Nunca lo olvide. Disponen de dinero y contratan a los mejores. De modo que después del asesinato de Hodge y de Kozinski, decidí ir a por la empresa. Si logramos cargarnos ese bufete, podremos procesar a todos los miembros significativos de la familia Morolto. Podría haber más de quinientas acusaciones. Evasión de impuestos, blanqueo de dinero, chantaje, etcétera. Podría destruir la familia Morolto y esto constituiría el golpe más devastador contra el crimen organizado de los últimos treinta años. Y todo lo que necesitamos, Mitch, está en los archivos de la tranquila empresa Bendini de Memphis.

—¿Por qué en Memphis?

—Buena pregunta. ¿Quién sospecharía de un pequeño bufete en Memphis, en Tennessee? No hay actividad mafiosa en aquella región. Se trata de una ciudad hermosa, tranquila y pacífica junto al río. También podían haber elegido Durham, Topeka o Wichita Falls. Pero escogieron Memphis. Además, es un lugar lo bastante grande como para que pase inadvertido un bufete de cuarenta miembros. Una elección perfecta.

—Quiere decir que todos los socios… —Sus palabras se perdieron en la lejanía.

—Sí, todos los socios lo saben y actúan en consecuencia. Sospechamos que la mayoría de los miembros asociados también lo saben, pero es difícil estar seguro de ello. Son tantas las cosas que no sabemos, Mitch… Desconozco la forma de operar de la empresa y el personal directamente involucrado. Pero sospechamos que allí se practican muchas actividades ilegales.

—¿Por ejemplo?

—Fraude fiscal. Se ocupan de todo el trabajo fiscal de la pandilla Morolto. Todos los años presentan unas bonitas e impecables declaraciones, en las que sólo consta una fracción de sus ingresos. Blanquean cantidades industriales de dinero. Fundan empresas legales con dinero negro. Ese banco de Saint Louis, que es cliente de la empresa, ¿cómo se llama?

—Commercial Guaranty.

—Exacto. Propiedad de la mafia. La empresa se ocupa de todas sus gestiones jurídicas. Los ingresos de Morolto se estiman en unos trescientos millones anuales, procedentes del juego, la droga, la prostitución y todo lo demás. Todo al contado, por supuesto. La mayor parte del dinero va a esos bancos de las Caimán. ¿Cómo lo trasladan de Chicago a las islas? ¿Usted lo sabe? Sospechamos que utilizan el avión. Ese Lear dorado en el que ha viajado hasta aquí, vuela una vez por semana a Georgetown.

Mitch se incorporó y contempló a Tarrance, que estaba ahora de pie en el puente.

—¿Por qué no consigue órdenes judiciales y los detiene a todos?

—No podemos. Lo haremos, se lo aseguro. He mandado a cinco agentes a trabajar en este caso en Memphis y a otros tres aquí en Washington. Acabaré con ellos, Mitch, se lo prometo. Pero necesitamos a alguien dentro de la empresa. Son muy astutos. Tienen mucho dinero. Actúan con mucha cautela y no cometen errores. Estoy convencido de que necesitamos la ayuda de usted o la de algún otro miembro de la empresa. Necesitamos copias de los archivos, copias de las cuentas bancarias, copias de un sinfín de documentos, que sólo pueden proceder del interior. De lo contrario, es imposible.

—Y yo he sido elegido…

—Y usted ha sido elegido. Si se niega, puede seguir su camino, ganar mucho dinero y, en general, tener mucho éxito como abogado. Pero no dejaremos de intentarlo. Esperaremos al nuevo asociado e intentaremos reclutarlo. Si no funciona, lo probaremos con alguno de los que ya llevan algún tiempo en la empresa. Alguien que tenga el valor, la ética y el amor propio para hacer lo que es justo. Tarde o temprano encontraremos a nuestro hombre, Mitch, y cuando esto ocurra le procesaremos a usted con todos los demás y con todo su éxito y riqueza irá a la cárcel. Lo lograremos, hijo, créame.

En aquel momento y en aquel lugar, Mitch le creyó.

—Señor Voyles, tengo frío. ¿Le importaría que camináramos?

—Por supuesto, Mitch.

Caminaron lentamente hacia la acera y se dirigieron al monumento a los caídos en Vietnam. Mitch miró por encima del hombro. Tarrance y el otro agente los seguían a una distancia prudencial. Otro agente vestido de color castaño oscuro estaba sentado de modo circunspecto en un banco de la acera.

—¿Quién fue Anthony Bendini? —preguntó Mitch.

—Se casó con una Morolto en mil novecientos treinta. Era yerno del viejo. En aquella época tenían una operación en Filadelfia y él estaba destinado allí. Entonces, por alguna razón, en los años cuarenta le mandaron a Memphis para abrir el negocio. Por lo que sabemos, era muy buen abogado.

Se le ocurrían infinidad de preguntas que exigían una respuesta urgente, pero procuró aparentar que conservaba la calma, el control y el escepticismo.

—¿Y Oliver Lambert?

—Un verdadero príncipe. El perfecto decano que, a la sazón, lo sabía todo sobre Hodge y Kozinski, incluidos los planes para eliminarlos. La próxima vez que vea al señor Lambert por la oficina, procure recordar que es un asesino a sangre fría. Claro que tampoco tiene otra alternativa. Si se negara a cooperar, encontrarían su cadáver flotando en algún lugar. Todos son igual, Mitch. Comenzaron como usted. Jóvenes, inteligentes, ambiciosos, hasta que de pronto se vieron atrapados en un callejón sin salida. De modo que se limitan a seguir la corriente, trabajar duro, presentar una magnífica fachada y aparentar que el bufete es eminentemente respetable. Casi todos los años contratan a un brillante estudiante de derecho de familia humilde, con una esposa que desee tener hijos, lo colman de dinero y lo incorporan a la empresa.

Mitch pensó en el dinero, en el excesivo salario para una pequeña empresa de Memphis, en el coche y en la hipoteca a bajo interés. Su intención había sido la de trabajar en Wall Street, pero había cambiado de opinión por el dinero. Sólo por el dinero.

—¿Qué me dice de Nathan Locke?

—Locke es harina de otro costal —sonrió el director—. Era un niño pobre de Chicago y a los diez años ya trabajaba de mensajero para el viejo Morolto. Ha sido un golfo toda la vida. Se licenció en derecho a trancas y barrancas, y el viejo le mandó al sur, a trabajar con Anthony Bendini en el sector respetable de la organización criminal de la familia. Fue siempre un favorito del viejo.

—¿Cuándo murió Morolto?

—Hace once años, cuando había cumplido los ochenta y ocho. Tiene dos repugnantes hijos: Mickey, el bocazas, y Joey, el cura. Mickey vive en Las Vegas y juega un papel limitado en el negocio de la familia. Joey es el jefe.

Llegaron de pronto a un cruce de caminos. Al fondo, a la izquierda, el monumento a George Washington desafiaba erguido el frío viento. A la derecha, el camino conducía al muro. Había ahora un puñado de personas que lo contemplaban, en busca de los nombres de hijos, maridos o amigos. Mitch se encaminó hacia el muro. Andaban despacio.

—No comprendo cómo se las arregla la empresa para hacer tanto trabajo ilegal y mantenerlo oculto. Las oficinas están llenas de secretarias, administrativos y pasantes —comentó Mitch, sopesando las palabras.

—Buena observación, y lo cierto es que no estoy demasiado seguro. Creemos que funciona como dos empresas. Una legítima, con los nuevos asociados, la mayoría de las secretarias y el personal de apoyo. Por otra parte, los asociados más antiguos y los propios socios realizan el trabajo sucio. Hodge y Kozinski estaban a punto de facilitamos un montón de información, pero no llegaron a lograrlo. Hodge le dijo a Tarrance que había un grupo de pasantes en el sótano que no sabía a ciencia cierta lo que hacían. Trabajaban directamente para Locke, Milligan, McKnight y algunos otros socios, sin que nadie supiera con exactitud en qué consistían sus actividades. Las secretarias están al corriente de todo y suponemos que algunas están involucradas. De ser así, probablemente cobran mucho y tienen demasiado miedo para hablar. Reflexione, Mitch. Si recibe un buen salario y generosas primas y sabe que si formula demasiadas preguntas o habla en exceso acabará en el río, ¿qué hará? Mantendrá la boca cerrada y se guardará el dinero.

Se detuvieron al principio del muro, en el lugar donde el granito negro comenzaba a elevarse, para extenderse a lo largo de ochenta metros, hasta descender del mismo modo en el otro extremo. A menos de veinte metros, una pareja de edad avanzada contemplaba el muro entre discretos sollozos. Estaban muy juntos, como para darse mutuamente calor y fuerza. La madre se agachó y colocó una fotografía enmarcada en blanco y negro al pie del muro. El padre depositó una caja de zapatos, llena de recuerdos de la escuela, junto al retrato. Programas de fútbol, fotografías escolares, cartas de amor, llaveros y una cadena de oro. Creció su llanto.

Mitch se volvió de espaldas al muro para contemplar el monumento a Washington. El director observaba sus ojos.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Mitch.

—En primer lugar, mantener la boca cerrada. Si empieza a formular preguntas, su vida podría correr peligro. Así como la de su esposa. Absténganse de momento de tener hijos. Son blancos fáciles. Es preferible hacerse el tonto, como si todo fuera maravilloso y su intención fuera todavía la de convertirse en el mejor abogado del mundo. En segundo lugar, debe tomar una decisión. No ahora, pero pronto. Debe decidir si piensa o no cooperar. Si opta por ayudamos, evidentemente se lo recompensaremos. De lo contrario, seguiremos vigilando la empresa hasta que decidamos intentarlo con otro miembro asociado. Como ya le he dicho, tarde o temprano encontraremos a alguien con amor propio y nos cargaremos a esos cabrones. Entonces, la organización criminal de la familia Morolto, tal como la conocemos, dejará de existir. Usted estará protegido, Mitch, y no tendrá que volver a trabajar en su vida.

—¿Qué vida? Si sobrevivo, estaré aterrorizado el resto de mis días. He oído historias de testigos supuestamente ocultos por el FBI. Al cabo de diez años, su coche estalla en mil pedazos cuando arrancaban por la mañana para dirigirse al trabajo. Los fragmentos del cadáver se desperdigan por tres manzanas. La mafia nunca olvida, señor director. Usted lo sabe.

—Nunca olvidan, Mitch. Pero le prometo que usted y su esposa estarán protegidos.

»Más vale que regrese, o empezarán a sospechar —dijo entonces el director, después de consultar su reloj—. Tarrance se pondrá en contacto con usted. Confíe en él, Mitch. Intenta salvarle la vida. Está plenamente autorizado para actuar en mi nombre. Todo lo que le diga es como si se lo dijera yo. Tiene poderes para negociar.

—¿Negociar qué?

—Las condiciones, Mitch. Lo que nosotros le demos, a cambio de lo que usted nos dé a nosotros. Nuestro objetivo es la familia Morolto y usted nos la puede entregar. Fije su precio, y el gobierno, a través del FBI, se lo pagará. Por supuesto, sea razonable. Y soy yo quien se lo dice, Mitch. A propósito, ahí le espera el taxi número mil setenta y tres, donde el otro le dejó —dijo entonces el director, después de haber caminado lentamente a lo largo del muro y detenerse junto al agente de la silla de ruedas—. Es el mismo conductor. Ahora es mejor que se marche. No volveremos a vernos, pero Tarrance se pondrá en contacto con usted dentro de un par de días. Por favor, piense en lo que le he dicho. No se convenza de que la empresa es invencible y de que seguirá para siempre, porque yo no lo permitiré. Entraremos en acción en un futuro próximo, se lo prometo. Sólo espero que esté de nuestro lado.

—No comprendo lo que debo hacer.

—Tarrance lo tiene todo planeado. Dependerá mucho de usted y de lo que averigüe cuando esté comprometido.

—¿Comprometido?

—Así es, Mitch. Cuando se comprometa, no habrá vuelta atrás. Pueden ser más despiadados que cualquiera otra organización del planeta.

—¿Por qué me eligieron a mí?

—Teníamos que escoger a alguien… No, no es cierto. Le elegimos a usted porque tiene el valor necesario para alejarse de todo. Su única familia es su esposa. No tiene vínculos ni raíces. Todos los seres a los que ha querido le han decepcionado, a excepción de Abby. Se crió a sí mismo, y al hacerlo se convirtió en independiente y autosufíciente. No necesita a la empresa. Puede prescindir de ella. Es usted una persona muy dura y curtida para su edad, Además, es lo suficientemente inteligente para lograrlo, Mitch. No le atraparán. Ésa es la razón por la que le elegimos. Adiós, Mitch. Gracias por haber venido. Ahora conviene que regrese.

Voyles dio media vuelta y se alejó rápidamente. Tarrance esperaba en el extremo del muro y saludó escuetamente a Mitch, como para indicarle que no tardarían en volver a verse.