Después de tres días de tiempo no facturable, de no producir, de exilio de sus santuarios, de pavo, jamón, salsa de arándano y juguetes nuevos ya desarmados, los abogados de Bendini, Lambert & Locke, reposados y rejuvenecidos, volvieron a su fortaleza de Front Street con mayor ímpetu que nunca. El aparcamiento estaba lleno a las siete y media. Cómodamente anclados tras sus contundentes escritorios, consumían litros de café, reflexionaban acerca de la correspondencia y otros documentos, y susurraban con incoherencia y furor en los micrófonos de sus dictáfonos. Daban órdenes a gritos a las secretarias, a los empleados, a los pasantes y unos a otros. Se oía algún que otro «¿cómo has pasado las Navidades?» por los pasillos o alrededor de las cafeteras, pero la charla era barata y no facturable. Los ruidos de las máquinas de escribir, los intercomunicadores y las secretarias armonizaban en un zumbido glorioso, conforme la ceca se recuperaba del engorro de la Navidad. Oliver Lambert paseaba por los pasillos, sonriente de satisfacción y a la escucha, sólo a la escucha de los sonidos del dinero que se ganaba por hora.
A las doce del mediodía, Lamar entró en el despacho y se apoyó sobre la mesa. Mitch estaba inmerso en un contrato de petróleo y gas en Indonesia.
—¿Almorzamos? —preguntó Lamar.
—No, gracias. Voy retrasado.
—Otro tanto nos ocurre a todos. Se me había ocurrido que podíamos ir a la cafetería de Front Street y comer un plato de alubias.
—No cuentes conmigo. Gracias.
Lamar miró hacia la puerta, por encima del hombro, y se acercó como si tuviera alguna noticia extraordinaria que compartir.
—¿Sabes qué día es hoy?
—Veintiocho —respondió Mitch, después de consultar su reloj.
—Exacto. ¿Sabes lo que ocurre el día veintiocho de diciembre de todos los años?
—Que vas al lavabo.
—Por supuesto. ¿Qué más?
—De acuerdo. Me rindo. ¿Qué ocurre?
—En estos momentos, en el comedor del quinto piso, todos los socios están reunidos para compartir un almuerzo de pato asado y vino francés.
—¿Vino a la hora del almuerzo?
—Sí. Es una ocasión muy especial.
—¿De qué se trata?
—Después de comer durante una hora, Roosevelt y Jessie Frances se marcharán y Lambert cerrará la puerta con llave. Entonces quedarán todos los socios, ¿comprendes? Sólo los socios. A continuación Lambert distribuirá el resumen anual financiero, en el que figura una lista de todos los socios, con una cifra junto a cada nombre, que representa el total facturado durante el año. En la página siguiente hay un resumen de los beneficios netos, después de descontarlos gastos. Entonces, según la tasa de producción, se reparten el pastel.
—¿Y bien? —exclamó Mitch, que no se perdía palabra.
—El año pasado el promedio fue de trescientos treinta mil por barba. Y, evidentemente, se espera que este año sea superior. Crece todos los años.
—Trescientos treinta mil… —repitió lentamente Mitch.
—Así es. Y eso es sólo el promedio. Locke ganará cerca de un millón. Y a Victor Milligan poco le faltará.
—¿Y nosotros qué?
—También nos corresponde algo. Una parte muy pequeña del pastel. El año pasado fue de unos nueve mil de media. Depende de la antigüedad y la producción.
—¿Podemos verlo?
—No le venderían una entrada ni al presidente. Se supone que es una reunión secreta, aunque todos estamos al corriente de la misma. La noticia empezará a divulgarse esta tarde.
—¿Cuándo votan para elegir a un nuevo socio?
—Normalmente lo harían hoy. Pero, según se rumorea, puede que este año no nombren a ningún nuevo socio, después de lo ocurrido a Marty y Joe. Creo que el primero de la lista era Marty, seguido de Joe. Ahora tal vez esperen uno o dos años.
—¿Quién es ahora el primero de la lista?
—Dentro de un año, amigo mío, me convertiré en socio de Bendini, Lambert & Locke —dijo Lamar, al tiempo que se erguía, con una sonrisa de satisfacción en los labios—. Soy el primero de la lista, o sea que este año no te interpongas en mi camino.
—He oído decir que el próximo sería Massengill, quien, por cierto, es ex alumno de Harvard.
—Massengill no tiene ninguna oportunidad. Estoy decidido a facturar ciento cuarenta horas semanales durante las próximas cincuenta y dos semanas, y esos pájaros me suplicarán que me convierta en socio. Cuando yo suba al cuarto piso, Massengill bajará al sótano, con los pasantes.
—Yo apuesto por Massengill.
—Es un memo. Le dejaré para el arrastre. Vamos a comer un plato de alubias y te revelaré mi estrategia.
—Gracias, pero tengo que trabajar.
Al salir del despacho, Lamar se cruzó con Nina, que llevaba un montón de documentos en los brazos.
—Voy a almorzar —dijo la secretaria, después de depositar los papeles en una esquina del abarrotado escritorio—. ¿Necesita algo?
—No, gracias. Sí, una Coca-Cola light.
Los pasillos se volvían silenciosos durante la hora del almuerzo, cuando las secretarias abandonaban el edificio, para dirigirse a los numerosos restaurantes y cafeterías que había en dirección al centro de la ciudad. Con la mitad de los abogados en el quinto piso, contando su dinero, el suave ronroneo del comercio cesó temporalmente.
Mitch encontró una manzana sobre la mesa de Nina y la frotó para limpiarla. Abrió un manual de reglamentos de Hacienda, lo colocó sobre una fotocopiadora que había detrás de la mesa de la secretaria y pulsó el botón verde de Imprimir. Se encendió una luz roja de alarma y apareció el mensaje Introduzca número de ficha. Retrocedió y observó la máquina. Efectivamente, era nueva. Junto al botón de impresión, había otro que decía Avance y lo pulsó con el pulgar. Una chirriante sirena estalló en el interior de la máquina y todas las teclas se iluminaron en rojo. Miró indefenso a su alrededor, no vio a nadie y cogió inmediatamente el manual de instrucciones de la fotocopiadora.
—¿Qué ocurre? —chilló alguien, por encima del gemido de la máquina.
—¡No lo sé! —exclamó Mitch, agitando el manual.
Lela Pointer, una secretaria de edad demasiado avanzada para abandonar el edificio a la hora del almuerzo, extendió la mano tras la máquina, pulsó un interruptor y la sirena dejó de sonar.
—¿Qué diablos…? —jadeó Mitch.
—¿No se lo han comunicado? —preguntó la anciana secretaria, al tiempo que agarraba el manual y lo devolvía a su lugar.
Le perforó con la mirada furiosa de sus diminutos ojos, como si le hubiera sorprendido con la mano en su bolso.
—Es evidente que no. ¿De qué se trata?
—Tenemos un nuevo sistema de fotocopiar —declaró, hablando por la nariz—. Lo instalaron el día después de Navidad. Para que la máquina trabaje, debe introducir antes el número de la ficha. Su secretaria debía habérselo comunicado.
—¿Me está diciendo que este utensilio no funcionará, a no ser que antes marque un número de diez cifras?
—Exactamente.
—¿Qué ocurre con las demás copias, que no pertenecen a ninguna ficha en particular?
—No se pueden copiar. El señor Lambert dice que perdemos demasiado dinero en copias que no se facturan. De modo que de ahora en adelante, cada copia se factura automáticamente a una ficha determinada. Se empieza por introducir el número. La máquina graba el número de copias y manda la información al ordenador central, donde pasa a la minuta del cliente correspondiente.
—¿Y las copias personales?
—Es increíble que su secretaria no se lo haya explicado —exclamó, mientras movía la cabeza presa de frustración.
—El caso es que no lo ha hecho. ¿Por qué no me echa usted una mano?
—Usted tiene un número personal de cuatro cifras. Al final de mes recibirá la factura de sus copias.
Mitch contempló fijamente la máquina y movió la cabeza.
—¿Y a qué viene ese maldito sistema de alarma?
—El señor Lambert dice que dentro de treinta días desconectarán la alarma. De momento es necesaria para las personas como usted. El señor Lambert se lo toma muy en serio. Dice que hemos perdido millares en copias no facturadas.
—Claro. Y supongo que habrán cambiado todas las fotocopiado-ras del edificio.
—Efectivamente —sonrió satisfecha la secretaria—. Las diecisiete.
—Gracias.
Mitch regresó a su despacho, en busca del número de una ficha.
A las tres de la tarde, la celebración del quinto piso llegó a una feliz conclusión y los socios, ahora mucho más ricos y ligeramente embriagados, abandonaron el comedor para regresar a sus respectivos despachos. Avery, Oliver Lambert y Nathan Locke avanzaron por el corto pasillo que conducía al muro de seguridad y pulsaron el timbre. DeVasher los esperaba.
Señaló las sillas de su despacho con un ademán y les indicó que se sentaran; Lambert distribuyó cigarros hondureños hechos a mano y todos los encendieron.
—Veo que estamos en plan festivo —dijo DeVasher, con una mueca—. ¿Qué cantidad se ha alcanzado? ¿Trescientos noventa mil de media?
—Así es, DeVasher —respondió Lambert—. Ha sido un año excelente —agregó, mientras chupaba lentamente el puro y lanzaba círculos de humo hacia el techo.
—¿Hemos pasado todos unas felices Navidades? —preguntó DeVasher.
—¿Qué quieres, DeVasher? —dijo Locke.
—Ante todo, desearte unas felices Navidades, Nat. Sólo un par de cosas. Hace dos días me reuní con Lazarov en Nueva Orleans. Él no celebra el nacimiento de Cristo. Le puse al corriente de nuestra situación, haciendo hincapié en McDeere y el FBI. Le aseguré que no había habido otro contacto desde la reunión inicial. No quedó convencido y dijo que lo comprobaríamos con sus contactos en la agencia. No sé lo que eso significa, ¿pero quién soy yo para formular preguntas? Me ordenó que vigilara a McDeere día y noche durante los próximos seis meses. Le respondí que, más o menos, ya lo hacíamos. No quiere que se repita la situación de Hodge y Kozinski. Le resultó sumamente penosa. McDeere no debe abandonar la ciudad por cuenta de la empresa, a no ser que dos de nuestros hombres le acompañen.
—Irá a Washington dentro de dos semanas —dijo Avery.
—¿Para qué?
—Al Instituto Norteamericano de Tributación. Se trata de un cursillo de cuatro días, que exigimos a todos los miembros asociados. Se lo hemos prometido y le parecerá muy sospechoso que se anule.
—Se hizo la reserva en septiembre —agregó Ollie.
—Procuraré conseguir la autorización de Lazarov —dijo DeVasher—. Dadme las fechas, los vuelos y las reservas del hotel. No le gustará.
—¿Qué ocurrió en Navidad? —preguntó Locke.
—Poca cosa. Su esposa se fue a su casa, en Kentucky. Todavía sigue allí. McDeere cogió el perro y fue por carretera hasta Panama City Beach, en Florida. Creemos que fue a visitar a su madre, pero no estamos seguros. Pasó una noche en un Holiday Inn en la playa. Él solo con su perro. Bastante aburrido. A continuación condujo hasta Birmingham, pasó la noche en otro Holiday Inn y ayer, a primera hora de la mañana, fue a Brushy Mountain para visitar a su hermano. Un viaje inofensivo.
—¿Qué le ha contado a su esposa? —preguntó Avery.
—Nada, que nosotros sepamos. Es difícil oírlo todo.
—¿A quién más vigiláis? —preguntó Avery.
—Los escuchamos a todos, de un modo esporádico. No sospechamos particularmente de nadie, a excepción de McDeere y sólo a causa de Tarrance. En estos momentos todo está tranquilo.
—Es imprescindible que vaya a Washington, DeVasher —insistió Avery.
—De acuerdo, de acuerdo. Convenceré a Lazarov. Nos obligará a mandar cinco hombres para que le vigilen. Menudo imbécil.
El bar Ernie’s del aeropuerto estaba efectivamente cerca del aeropuerto. Mitch lo encontró al tercer intento y aparcó entre dos auténticos cuatro por cuatro, con los neumáticos y los faros cubiertos de barro. El aparcamiento estaba lleno de vehículos semejantes. Miró a su alrededor y se quitó instintivamente la corbata. Eran casi las once. El edificio era largo, estrecho y oscuro, con anuncios multicolores de cerveza que parpadeaban en las pintorescas ventanas.
Examinó de nuevo la nota, para estar seguro: «Querido señor McDeere: Le ruego que se reúna conmigo esta noche en el bar Ernie’s, bastante tarde, en Winchester. Se trata de Eddie Lomax. Muy importante. Tammy Hemphill, su secretaria.»
Se había encontrado la nota pegada a la puerta de la cocina, a su regreso. La recordaba de su única visita al despacho de Eddie, en noviembre. Recordaba su ceñida falda de cuero, su busto descomunal, su cabello rubio teñido, sus pegajosos labios rojos y el humo que emanaba de su nariz. Y recordaba también la historia de su marido, Elvis.
Se abrió la puerta sin percance alguno y entró en el local. Una hilera de mesas de billar cubría la mitad izquierda de la sala. A través del humo negro y de la oscuridad, logró descubrir una pequeña pista de baile al fondo. A la derecha había una larga barra, como en los bares del oeste, llena de vaqueros y vaqueras que tomaban cerveza Bud. Nadie pareció percatarse de su presencia. Caminó de prisa hacia el fondo de la barra y se instaló en un taburete.
—Una Bud —le dijo al barman.
Tammy llegó antes que la cerveza. Esperaba sentada en un abarrotado banco, cerca de las mesas de billar. Llevaba unos ceñidos vaqueros descoloridos, camisa azul también descolorida y unas botas rojas de tacón alto. Su cabello estaba recién teñido.
—Gracias por haber venido —dijo, a pocos centímetros de su rostro—. Hace cuatro horas que le espero. No sabía otra forma de encontrarle.
Mitch asintió y sonrió, como para indicarle que había hecho lo correcto.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Tenemos que hablar, pero no aquí —respondió ella, mirando a su alrededor.
—¿Dónde sugiere que lo hagamos?
—¿Podemos ir a dar una vuelta en coche?
—Por supuesto, pero no en el mío. Puede que… que no sea una buena idea.
—Yo tengo coche. Es viejo, pero servirá.
Mitch pagó la cuenta y la siguió hacia la puerta.
—Hay que verlo para creerlo —dijo un vaquero, sentado cerca de la puerta—. Llega un individuo trajeado y se la liga en treinta segundos.
Mitch le sonrió y salió a toda prisa. Entre las enormes máquinas devoradoras de barro, se encontraba el diminuto y cascado Volkswagen. Ella abrió la puerta y Mitch se acurrucó en el destartalado asiento. Presionó cinco veces el acelerador e hizo girar la llave del contacto. Mitch se aguantó la respiración hasta que arrancó.
—¿Adónde quiere que vayamos? —preguntó ella.
«Donde nadie nos vea», pensó Mitch.
—Usted conduce.
—Está casado, ¿no es cierto?
—Sí. ¿Y usted?
—También. Y mi marido no comprendería esta situación. Ésta es la razón por la que elegí este antro. Es un lugar que nunca frecuentamos —dijo, como si ella y su marido discriminaran contra semejantes tugurios.
—No creo que mi esposa lo comprendiera tampoco. Pero no está en la ciudad.
—Tengo una idea —dijo Tammy, mientras conducía en dirección al aeropuerto, con las manos tensas fuertemente agarradas al volante.
—¿De qué se trata? —preguntó Mitch.
—¿Sabe lo de Eddie?
—Sí.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Estuvimos juntos unos diez días antes de Navidad. Fue una especie de encuentro secreto.
—Lo suponía. No dejaba constancia de nada de lo que hacía para usted. Dijo que éstas eran sus condiciones. Tampoco hablaba mucho. Pero Eddie y yo… bueno, el caso es que… estábamos muy unidos.
A Mitch no se le ocurrió ningún comentario apropiado.
—Me refiero a que había mucha intimidad entre nosotros. ¿Comprende?
Mitch asintió y tomó un sorbo de cerveza.
—Y me contó algunas cosas, que supongo no debía haberme contado. Dijo que su caso era muy extraño, que ciertos abogados de su bufete habían muerto en circunstancias sospechosas. Y que usted creía que siempre le seguían y le escuchaban. Esto es bastante siniestro para un bufete de abogados.
«¡Vaya forma de guardar el secreto!», pensó Mitch.
—Así es —dijo.
Giró, se dirigió hacia la salida del aeropuerto y se acercó a la inmensa multitud de coches aparcados.
—Y cuando acabó con su trabajo me dijo, en una sola ocasión, en la cama, que creía que alguien le seguía. Esto fue tres días antes de Navidad. Le pregunté de quién se trataba y me respondió que no lo sabía, pero mencionó su caso e insinuó que probablemente eran los mismos que le seguían a usted. No dijo gran cosa.
Detuvo el coche en el aparcamiento temporal, cerca de la terminal.
—¿Quién más podía seguirle? —preguntó Mitch.
—Nadie. Era un buen investigador, que no dejaba huellas. Tenía la experiencia de la policía y de la cárcel. Era muy astuto en la calle. Cobraba para seguir a la gente y descubrir sus trapos sucios. Nadie le seguía. Jamás.
—En tal caso, ¿quién le asesinó?
—Los que le seguían. Según el periódico, lo atraparon husmeando en los asuntos de algún potentado y se deshicieron de él. Pero no es cierto.
De pronto, como por arte de magia, sacó un cigarrillo con filtro y lo encendió. Mitch abrió la ventana.
—¿Le importa que fume? —preguntó.
—No, pero eche el humo en esa dirección —respondió Mitch, señalando la otra ventanilla.
—El caso es que estoy asustada. Eddie estaba convencido de que la gente que le sigue es sumamente peligrosa y muy lista. Muy sofisticado, fue lo que dijo. Y si le mataron a él, ¿qué ocurrirá conmigo? Tal vez crean que sé algo. No he pasado por el despacho desde el día en que murió. Ni pienso hacerlo.
—Yo, en su lugar, tampoco lo haría.
—No soy estúpida. He trabajado dos años para él y he aprendido mucho. Hay muchos locos que andan sueltos. Los hemos visto de todas las especies.
—¿Cómo le dispararon?
—Tiene un amigo en la brigada de homicidios, que me ha dicho confidencialmente que le dispararon tres veces en la nuca, a quemarropa, con una pistola del veintidós. Y no tienen ninguna pista. Según él, fue un trabajo muy limpio y profesional.
Mitch vació la botella de cerveza y la dejó en el suelo, junto a media docena de latas vacías. Un trabajo muy limpio y profesional.
—No tiene sentido —agregó Tammy—. ¿Cómo pudo alguien acercarse a Eddie por la espalda, introducirse de algún modo en el asiento trasero y dispararle tres veces en la nuca? Además, ni siquiera tenía por qué estar donde estaba.
—Tal vez se quedó dormido y le sorprendieron.
—No. Tomaba muchos estimulantes cuando trabajaba tarde por la noche. Estaba siempre muy despierto.
—¿Hay algún documento en el despacho?
—¿Referente a usted?
—Sí, relacionado conmigo.
—Lo dudo. Nunca vi nada escrito. Decía que ésas eran sus instrucciones.
—Efectivamente —dijo Mitch, aliviado.
Vieron cómo se elevaba un 727 hacia el norte. Vibró todo el aparcamiento.
—Estoy realmente asustada, Mitch. ¿Me permite que le llame Mitch?
—Claro. ¿Por qué no?
—Creo que el trabajo que hizo para usted fue la causa de su muerte. No pudo ser otra cosa. Y si le mataron porque sabía algo, probablemente supongan que yo también lo sé. ¿Usted qué opina?
—Es preferible no arriesgarse.
—Tal vez desaparezca durante algún tiempo. Mi marido trabaja de noche en los clubes y podemos desplazarnos si es preciso. No le he contado nada de todo esto, pero supongo que debo hacerlo. ¿Qué le parece?
—¿Adónde irían?
—Little Rock, Saint Louis, Nashville… Está en el paro y supongo que eso significa que podemos ir adonde se nos antoje.
Sus palabras se perdieron en la lejanía, mientras encendía otro cigarrillo.
«Un trabajo muy limpio y profesional», dijo Mitch para sí. La miró y vio una pequeña lágrima en su mejilla. No era fea, pero los años en bares y clubes no habían pasado en vano. Sus facciones eran fuertes y, sin el tinte ni el abundante maquillaje, habría sido atractiva para su edad. Alrededor de los cuarenta, pensó.
Tomó una descomunal calada y del pequeño coche salió una enorme nube de humo.
—Supongo que estamos en la misma encrucijada, ¿no es cierto? Me refiero a que nos persiguen a ambos. Han matado a esos abogados, ahora a Eddie y supongo que somos los próximos de la lista.
—Eso es lo que haremos —dijo Mitch, satisfecho de que estuviera dispuesta a contárselo todo—. Debemos mantenemos en contacto. No puede llamarme por teléfono, ni deben vernos juntos. Mi esposa está al corriente de todo y le hablaré de este pequeño encuentro. No se preocupe por ella. Una vez por semana, escríbame una nota para decirme dónde está. ¿Cómo se llama su madre?
—Doris.
—Bien. Éste será su seudónimo. Firme con el nombre de Doris todo lo que me mande.
—¿Leen también su correspondencia?
—Probablemente, Doris, probablemente.