La nieve desapareció mucho antes de Navidad, dejando el suelo empapado, para ceder el paso a los cielos grises y la lluvia fría, característicos del sur durante las vacaciones. En Memphis se habían presenciado dos Navidades blancas en los últimos noventa años y los expertos pronosticaban que el fenómeno no se repetiría en lo que quedaba de siglo.
Había nieve en Kentucky, pero se podía circular por las carreteras. Abby llamó a sus padres el día de Navidad a primera hora de la mañana, después de haber hecho la maleta. Les anticipó su llegada, pero les advirtió que viajaba sola. Sus padres dijeron sentirse decepcionados y le sugirieron que quizá sería preferible que se quedara en casa, para evitar problemas. Ella insistió. El viaje duraba diez horas en coche. El tráfico sería escaso y llegaría al atardecer.
Mitch dijo poca cosa. Desparramó el periódico junto a un árbol y simuló concentrarse en la lectura, mientras ella cargaba el equipaje en el coche. El perro se ocultaba bajo una silla cercana, como para protegerse de una explosión inminente. Había abierto los regalos, colocados meticulosamente sobre el sofá: ropa, perfume y álbumes, y para ella un abrigo de piel de zorro. Por primera vez el joven matrimonio disponía de dinero para gastar en Navidades.
Abby se echó el abrigo al brazo y se acercó al periódico.
—Me voy —dijo en tono suave, pero decidido.
Mitch se incorporó lentamente y la observó.
—Ojalá vinieras conmigo —dijo ella.
—Tal vez el próximo año.
Era mentira y ambos lo sabían. Pero quedaba bien. Era esperanzador.
—Te lo ruego, sé prudente.
—Cuida de mi perro.
—Nos lo pasaremos bien.
La cogió por los hombros y le dio un beso en la mejilla. A continuación la miró y sonrió. Era hermosa, mucho más que cuando contrajeron matrimonio. A los veinticuatro aparentaba su edad, pero el tiempo que transcurría era cada vez más generoso con ella.
Caminaron juntos hasta el coche y él la ayudó a subir al vehículo. Volvieron a besarse y el coche retrocedió en dirección a la calle.
Felices Navidades, dijo para sí. Felices Navidades, le dijo al perro.
Después de contemplar las paredes durante una hora, puso un par de mudas en el BMW, instaló a Hearsay en el asiento delantero y salió de la ciudad. Conducía por la carretera interestatal cincuenta y cinco, de Memphis en dirección a Mississippi. La carretera estaba desierta, pero no dejaba de mirar por el retrovisor. El perro gemía exactamente cada sesenta minutos y Mitch detenía el coche, a ser posible después de una loma. Buscaba un grupo de árboles donde ocultarse y vigilaba el tráfico, mientras Hearsay atendía a sus necesidades. No se percató de nada. Después de cinco paradas, estaba seguro de que nadie le seguía. Evidentemente, se tomaban el día de Navidad de descanso.
Al cabo de seis horas estaba en Mobile y dos horas más tarde cruzaba la bahía en Pensacola, para encaminarse a la costa esmeralda de Florida. La nacional noventa y ocho pasaba por las ciudades de Navarre, Fort Walton Beach, Destin y Sandestin. A lo largo de la costa había grupos de moteles y apartamentos, kilómetros de centros comerciales, abundantes parques de atracciones y tienduchas, en su mayoría cerradas y abandonadas desde el día del trabajo. A continuación, kilómetros y kilómetros de paisaje descongestionado, sin aglomeración alguna, con vistas impresionantes de playas blanquísimas y las relucientes aguas verde esmeralda del Golfo. Al este de Sandestin, donde la carretera se estrechaba y se separaba de la costa, condujo durante una hora por los dos carriles completamente a solas, sin nada que contemplar a excepción de los bosques y, de vez en cuando, una estación de autoservicio de gasolina o alguna tienda de artículos de viaje.
Al anochecer pasó junto a un elevado edificio y un cartel que indicaba que Panama City Beach se encontraba a doce kilómetros. La carretera volvió a encontrarse con la costa, en un punto donde había una bifurcación, con la alternativa de dirigirse hacia el norte por un cinturón o seguir recto por la ruta turística, conocida con el nombre de Miracle Strip. Eligió la ruta turística, que pasaba junto a una playa de veinticuatro kilómetros de longitud, con infinidad de apartamentos, hoteles baratos, campings, chalets veraniegos, cafeterías y tiendas de artículos de regalo, a ambos lados de la carretera. Eso era Panama City Beach.
La mayoría de los millares de apartamentos estaban vacíos, pero había algunos coches aparcados y supuso que algunas familias habían acudido a pasar la Navidad. Una Navidad cálida. Por lo menos las familias se mantenían unidas, reflexionó. El perro ladró, y detuvo el coche junto a un espigón, donde había individuos de Pennsylvania, Ohio y Canadá que pescaban y contemplaban las oscuras aguas.
Circularon a solas por Miracle Strip. Hearsay contemplaba el paisaje asomado a la ventana y ladraba de vez en cuando a algún neón parpadeante, que anunciaba que el hotel estaba abierto y sus reducidas tarifas. Estaba prácticamente todo cerrado, a excepción de un puñado de bares y hoteles.
Se detuvo en una gasolinera Texaco, abierta día y noche, con un empleado inusualmente amable.
—¿La calle San Luis? —preguntó Mitch.
—Sí, sí —respondió el empleado, con acento extranjero, al tiempo que señalaba hacia el oeste—. Segundo semáforo a la derecha. Primera a la izquierda. Ésta es San Luis.
Se trataba de un desorganizado barrio de viviendas móviles. Móviles, pero al parecer sedentarias desde hacía décadas. Los remolques estaban aparcados muy juntos, como ringleras de dominó. Las estrechas avenidas daban la impresión de tener pocos centímetros de anchura y estaban llenas de viejas camionetas y muebles de jardín oxidados. Coches aparcados, averiados y abandonados abarrotaban las calles. Había abundantes motos y bicicletas apoyadas contra los remolques y de debajo de cada vivienda sobresalía la empuñadura de su correspondiente cortadora de césped. Un cartel definía el lugar como pueblo de jubilados: Urbanización San Pedro, a un kilómetro de la Costa Esmeralda. Tenía más bien el aspecto de un depauperado barrio sobre ruedas o de un campamento provisional.
Encontró la calle San Luis y se puso inmediatamente nervioso. Era estrecha y serpenteante, con remolques más pequeños y en peor estado que las demás «viviendas de jubilados». Avanzó con angustia y lentitud, observando los números de las viviendas y la multitud de matrículas de otros estados. La calle estaba desierta, a excepción de unos coches aparcados y otros abandonados.
La casa número cuatrocientos ochenta y seis era una de las más viejas y pequeñas. No superaba en mucho las dimensiones de un pequeño remolque. Su color original parecía ser plateado, pero la pintura estaba agrietada y desprendida, y una capa de musgo verde oscuro cubría el techo y los costados, hasta la altura de las ventanas. No tenía cortinas. El cristal de una ventana, situada en la parte delantera del remolque, estaba quebrado y rejuntado con cinta aislante de color gris. Una pequeña marquesina protegía la única entrada. La puerta estaba abierta y, a través de la rejilla, Mitch vio un pequeño televisor en color y la silueta de un hombre que deambulaba.
Esto no era lo que esperaba. Nunca había deseado conocer al segundo marido de su madre y ahora tampoco era el momento oportuno. Se alejó, con el deseo de no haber venido.
En la playa vio el familiar letrero de un Holiday Inn. Estaba vacío, pero abierto. Ocultó el BMW en un callejón y se registró con el nombre de Eddie Lomax, de Danesboro, Kentucky. Pagó al contado por una habitación individual con vistas al mar.
En la guía telefónica de Panama City Beach aparecían tres tiendas de barquillos situadas en la playa. Tumbado sobre la cama de su habitación, marcó el primer número. No hubo suerte. Marcó el segundo y preguntó de nuevo por Ida Ainsworth. «Un momento», le respondieron. Colgó. Eran las once de la noche. Había dormido un par de horas.
El taxi tardó veinte minutos en llegar al Holiday Inn y el taxista comenzó a explicarle que estaba tranquilamente en su casa, saboreando los restos de un pavo con su esposa, hijos y demás familia, cuando recibió la llamada, y que en el día de Navidad, por una vez al año, le apetecía estar en casa con la familia y sin trabajar. Mitch arrojó un billete de veinte sobre el asiento delantero y le pidió que guardara silencio.
—¿Qué ocurre en la tienda de barquillos, amigo? —preguntó el taxista.
—Limítese a conducir.
—Barquillos, ¿de acuerdo? —susurró para sí, con una carcajada.
Tocó el botón de la radio y sintonizó su emisora de soul predilecta. Miró por el retrovisor, echó un vistazo por las ventanillas y silbó un poco.
—¿Qué le trae por aquí en Navidad? —preguntó.
—Busco a alguien.
—¿A quién?
—Una mujer.
—¿Quién no? ¿Alguna en particular?
—Una vieja amiga.
—¿Y está en la tienda de barquillos?
—Eso creo.
—¿Es usted detective privado o algo por el estilo?
—No.
—Esto huele a chamusquina.
—¿Por qué no se limita a conducir?
La tienda de barquillos era un pequeño edificio rectangular como una caja, con una docena de mesas y una larga barra frente a la parrilla, donde se preparaba toda la comida a la vista de los clientes. Grandes ventanales cubrían uno de los costados a lo largo de las mesas, que permitían a los clientes contemplar la playa y los apartamentos lejanos, mientras saboreaban sus tartas de pecana y tocino.
—¿No piensa apearse? —preguntó el taxista.
—No. No pare el taxímetro.
—Esto es muy extraño, amigo.
—Pienso pagarle.
—En eso está en lo cierto.
Mitch se inclinó y apoyó los brazos en el respaldo delantero. El taxímetro giraba lentamente, mientras él contemplaba los clientes en el interior del establecimiento. El taxista movió la cabeza, se hundió en su asiento, pero siguió mirando por curiosidad.
En el rincón de la máquina de cigarrillos había una mesa llena de turistas con camisas largas, piernas blancas y calcetines negros, que tomaban café y charlaban incesantemente, mientras examinaban la carta. El cabecilla, con la camisa desabrochada, una gruesa cadena de oro ensartada en el pelo del pecho, unas frondosas patillas canosas y una gorra de béisbol de los Phillies, miraba insistentemente hacia la barra, para llamar la atención de la camarera.
—¿La ha visto? —preguntó el chófer.
Mitch no respondió; se inclinó hacia delante, con el entrecejo fruncido. Ella apareció como por arte de magia y se situó junto a la mesa con un lápiz y un bloc en las manos. El cabecilla dijo algo gracioso y los gordos se rieron. Ella no dejó de escribir, ni sonrió en ningún momento. Se la veía frágil y muy delgada. Casi demasiado delgada. Llevaba un uniforme blanco y negro ajustado al cuerpo y ceñido a su diminuta cintura, y el cabello canoso peinado hacía atrás y recogido bajo un gorro de la casa. Tenía cincuenta y un años y, a lo lejos, los aparentaba. Nada peor. Parecía avispada. Cuando acabó de tomar notas, recogió las cartas de sus manos, hizo algún cumplido, casi sonrió y entonces desapareció. Se movía con rapidez entre las mesas; servía café, entregaba botellas de salsa de tomate y daba órdenes al cocinero.
Mitch se relajó. El taxímetro avanzaba lentamente.
—¿Es ella? —preguntó el taxista.
—Sí.
—¿Y ahora qué?
—No lo sé.
—Bueno, el caso es que la hemos encontrado, ¿no es cierto?
Mitch observaba sus movimientos en silencio. Vio cómo servía café a un individuo sentado solo. Dijo algo y ella le sonrió. Una enorme y encantadora sonrisa. Una sonrisa que había visto infinidad de veces en la oscuridad, contemplando el techo. La sonrisa de su madre.
Empezó a descender una ligera niebla y el limpiaparabrisas intermitente se activaba cada diez segundos. Era casi medianoche del día de Navidad.
El taxista golpeaba el volante con los dedos y se movía intranquilo. Se hundió aún más en su asiento y cambió de emisora.
—¿Cuánto tiempo vamos a seguir aquí?
—No mucho.
—Amigo, esto es de locos.
—Recibirá su dinero.
—El dinero, amigo, no lo es todo. Estamos en Navidad. Tengo hijos en casa, parientes que nos visitan, pavo y vino sobre la mesa, y aquí estoy, frente a una barquillería, para que usted contemple a una mujer mayor a través de la ventana.
—Es mi madre.
—¿Cómo?
—Lo que oye.
—Santo cielo. Hay de todo en este mundo.
—Cállese, ¿de acuerdo?
—Muy bien. Pero ¿no piensa saludarla? Estamos en Navidad y ha encontrado a su mamá. Tiene que decirle algo, ¿no le parece?
—No. Ahora no.
Mitch se acomodó en el asiento y contempló la oscura playa, al otro lado de la carretera.
—Vámonos.
Al alba, se puso unos vaqueros y un jersey, sin zapatos ni calcetines, y sacó a Hearsay a dar una vuelta por la playa. Caminaron hacia el este, en dirección al primer resplandor anaranjado que asomaba por el horizonte. Las olas rompían suavemente a treinta metros y rodaban en silencio hasta la orilla. La arena estaba fresca y húmeda. El cielo estaba despejado y lleno de gaviotas, que hablaban incesantemente entre sí. Hearsay entró con decisión en el agua, pero se retiró apresuradamente con la llegada de la blanca espuma de una ola. Para un perro casero, la ilimitada extensión de agua y arena exigía ser explorada. Corría a un centenar de metros por delante de Mitch.
A unos tres kilómetros, se encontraron con un grueso espigón de hormigón, que se adentraba doscientos metros en el mar. Hearsay, ahora impertérrito, echó a correr por el mismo hasta un cubo de carnada, junto a un par de individuos que contemplaban fijamente el agua sin mover un músculo. Mitch pasó tras ellos hasta el extremo del espigón, donde una docena de pescadores charlaban alegremente, a la espera de que algún pez mordiera el anzuelo. El perro se frotó contra las piernas de Mitch y se tranquilizó. El sol salía con toda su majestuosidad y la vasta extensión de agua despedía destellos, al tiempo que abandonaba su color negro para convertirse en verde.
Mitch se apoyó en la baranda y se estremeció con la fresca brisa. Sus pies desnudos estaban sucios y helados. En ambas direcciones, a lo largo de la playa, kilómetros de hoteles y apartamentos esperaban pacíficamente la llegada del día. La playa estaba desierta. A varios kilómetros se vislumbraba otro espigón.
Los pescadores hablaban con el acento preciso y entrecortado de los norteños. Mitch oyó lo suficiente para enterarse de que los peces no picaban. Contempló el mar. Mirando hacia el sudeste, pensó en las Caimán y en Abanks. Y durante un breve instante, en la chica. Pensaba regresar a las islas en marzo, para pasar unas vacaciones con su esposa. Maldita chica. Seguro que no volvería a verla. Haría submarinismo con Abanks y cultivaría su amistad. Beberían Heineken y Red Stripe en su bar y hablarían de Hodge y Kozinski. Seguiría a quienquiera que le siguiera a él. Ahora que Abby era su cómplice, le ayudaría.
El individuo esperaba en la oscuridad, junto a un Lincoln familiar. Consultaba intranquilo su reloj y contemplaba la acera tenuemente iluminada del edificio que tenía delante. Se apagó una luz en el segundo piso. Al cabo de un minuto, el detective privado salió del edificio para dirigirse a su coche. El hombre se le acercó.
—¿Es usted Eddie Lomax? —preguntó angustiado. Lomax aminoró la marcha, hasta detenerse frente a él.
—Sí. ¿Quién es usted?
El individuo tenía las manos en los bolsillos. La noche era fría, húmeda y estaba temblando.
—Al Kilbury. Necesito su ayuda, señor Lomax. Es muy importante. Le pagaré ahora mismo, al contado, lo que me pida. Pero ayúdeme.
—Es tarde, amigo.
—Se lo ruego. Aquí tengo el dinero. Pida lo que quiera. Tiene que ayudarme, señor Lomax —dijo, mientras sacaba un fajo de billetes del bolsillo izquierdo de su pantalón y se disponía a contarlo.
Lomax contempló el dinero y echó una ojeada por encima del hombro.
—¿De qué se trata?
—Es mi esposa. Dentro de una hora tiene una cita con un individuo en un hotel del sur de Memphis. Tengo incluso el número de la habitación. Sólo necesito que me acompañe y los fotografíe a la entrada y a la salida.
—¿Cómo ha obtenido la información?
—Interviniendo el teléfono. Trabaja con el individuo en cuestión y yo tenía mis sospechas. Soy rico, señor Lomax, y es imprescindible que gane el divorcio. Le pagaré mil al contado ahora mismo —dijo, al tiempo que contaba diez billetes y se los ofrecía.
—De acuerdo. Voy a por mi cámara —respondió Lomax, mientras se guardaba el dinero.
—Dese prisa, por favor. Todo al contado, ¿de acuerdo? Nada por escrito.
—Por mí no hay inconveniente —dijo, de camino al edificio.
Al cabo de veinte minutos, el Lincoln circulaba lentamente por el abarrotado aparcamiento de un Days Inn. Kilbury señaló una habitación del segundo piso, en la parte posterior del hotel, y a continuación a un aparcamiento, junto a una furgoneta Chevy de color castaño. Lomax retrocedió cuidadosamente y estacionó su Lincoln junto a la furgoneta. Kilbury señaló de nuevo la habitación, volvió a consultar su reloj y le dijo una vez más a Lomax lo mucho que apreciaba sus servicios. Lomax pensó en el dinero. Mil pavos por un par de horas de trabajo. No estaba mal. Sacó la cámara, cargó la película y midió la luz. Kilbury le observaba angustiado, con miradas alternativas a la cámara y a la habitación al otro lado del aparcamiento. Parecía ofendido. Habló de su esposa, de los maravillosos años que habían compartido. ¿Por qué, Dios mío, por qué le hacía ahora esto?
Lomax escuchaba y observaba, con la cámara en las manos, las hileras de vehículos estacionados delante de él.
No se percató de que la puerta de la furgoneta de color castaño se abría sigilosamente, a un metro de su espalda. Un individuo con un jersey negro de cuello redondo y guantes también negros se agachó a la espera en la furgoneta. Cuando el aparcamiento estaba tranquilo, saltó de la furgoneta, abrió la puerta posterior del Lincoln y le disparó tres tiros a Eddie en la nuca. Los disparos, amortiguados por un silenciador, no se oyeron en el exterior del vehículo.
Eddie se desplomó sobre el volante, ya muerto. Kilbury se apeó del Lincoln, corrió a la furgoneta y se alejó en compañía del asesino.