En el cruce de Madison y Cooper, en la zona alta de la ciudad, los viejos edificios de dos plantas habían sido renovados para convertirse en bares, tabernas, tiendas de artículos de regalo y un puñado de buenos restaurantes. El cruce recibía el nombre de Overton Square y ofrecía la mejor vida nocturna de Memphis. Un teatro y una librería le daban un toque cultural. A lo largo de una estrecha franja en el centro de Madison había una hilera de árboles. En los fines de semana, los estudiantes universitarios y los marinos de la base naval lo convertían en un lugar bullicioso, pero entre semana los restaurantes, aunque llenos, estaban tranquilos y no abarrotados. Paulette’s, un singular restaurante francés instalado en un edificio estucado en blanco, era famoso por su lista de vinos, sus postres y la voz melodiosa de su pianista, que se acompañaba con un Steinway. Junto a la súbita riqueza, había surgido un flujo de tarjetas de crédito y los McDeere habían utilizado las suyas para alternar en los mejores restaurantes de la ciudad. Hasta ahora, Paulette’s era su favorito.
Mitch estaba en un rincón de la barra, tomando café y vigilando la puerta principal. Había llegado temprano y así lo había planeado. La había llamado tres horas antes, para pedirle que se reuniera con él a las siete. Cuando ella le preguntó por qué, le respondió que se lo contaría más tarde. Desde su viaje a las Caimán, sabía que alguien le seguía, le observaba, le escuchaba. A lo largo del último mes había hablado cuidadosamente por teléfono, se había sorprendido a sí mismo controlando el retrovisor, e incluso elegía con suma cautela las palabras que utilizaba en su propia casa. Estaba seguro de que alguien le observaba y le escuchaba.
Abby dejó atrás el frío de la calle y miró a su alrededor en busca de su marido. Mitch salió a su encuentro y le dio un beso en la mejilla. Entonces ella se quitó el abrigo y siguieron ambos al maître, que les condujo a una pequeña mesa, rodeada de otras mesas ocupadas por gente que podía oír perfectamente sus palabras. Mitch miró a su alrededor en busca de otra mesa, pero no había ninguna libre. Dio las gracias y se sentó frente a su esposa.
—¿Qué celebramos? —preguntó Abby, con cierto recelo.
—¿Hay que celebrar algo para cenar con mi esposa?
—Desde luego. Son las siete de la tarde de un lunes y no estás en tu despacho. Se trata sin duda de una ocasión especial.
Un camarero se apretujó entre su mesa y la contigua para preguntarles qué deseaban tomar. Mitch miró de nuevo a su alrededor y, a cinco mesas de distancia, vio a un individuo solo, cuyo rostro le resultaba familiar. Cuando volvió a mirarlo, su cara se ocultó tras la carta.
—¿Qué ocurre, Mitch?
—Abby, tenemos que hablar —respondió ceñudo, al tiempo que le agarraba la mano.
Un ligero temblor sacudió la mano de Abby y dejó de sonreír.
—¿De qué? —preguntó.
—Algo muy grave —respondió en voz baja.
—¿Podemos esperar a que llegue el vino? Puede que lo necesite —exclamó, con un suspiro.
Mitch echó una nueva mirada al rostro oculto tras la carta.
—No podemos hablar aquí.
—Entonces, ¿por qué hemos venido?
—Escucha, Abby, ¿sabes dónde están los lavabos? Al fondo del vestíbulo, a la derecha.
—Sí, lo sé.
—Hay una puerta trasera al fondo del vestíbulo, que da al callejón junto al restaurante. Quiero que vayas al lavabo y luego salgas por esa puerta. Te estaré esperando en la calle.
Abby no dijo palabra. Bajó las cejas y entornó los ojos, con la cabeza ligeramente ladeada.
—Confía en mí, Abby, te lo explicaré luego. Nos veremos fuera y encontraremos otro lugar donde cenar. Aquí no puedo hablar.
—Me estás asustando.
—Te lo ruego —insistió, al tiempo que le estrujaba la mano—. Todo marcha bien. Traeré tu abrigo.
Ella se levantó, cogió el bolso y salió de la sala. Mitch miró por encima del hombro al individuo de rostro familiar, que de pronto se puso de pie para dar la bienvenida a una anciana. No se percató de la salida de Abby.
En la calle, detrás de Paulette’s, Mitch colocó el abrigo sobre los hombros de Abby y le indicó que caminaran hacia el este.
—Te lo explicaré —dijo en más de una ocasión.
A unos treinta metros, pasaron entre dos edificios y llegaron a la entrada del Bombay Bycicle Club, un bar de solteros con buena comida y blues en directo. Mitch miró al encargado, observó ambos comedores y señaló una mesa en un rincón posterior.
—Esa mesa —dijo.
Mitch se sentó de espaldas a la pared, para poder vigilar la sala y la puerta principal. El rincón estaba oscuro. Una vez instalados en la mesa, iluminada por unas velas, pidieron vino.
Abby, inmóvil, le miraba fijamente, sin perderse un solo movimiento; a la espera.
—¿Te acuerdas de un individuo llamado Rick Acklin, del oeste de Kentucky?
—No —respondió Abby, sin mover los labios.
—Jugaba al béisbol y vivía en la residencia. Creo que hablaste con él en una ocasión. Un tipo muy agradable, realmente sano y buen estudiante. Creo que era de Bowling Green. No éramos íntimos amigos, pero nos conocíamos.
Abby movió la cabeza y esperó.
—Terminó un año antes que nosotros y fue a estudiar derecho en la facultad de Wake Forest. Ahora está en el FBI y trabaja aquí, en Memphis.
Mitch observó atentamente a su esposa para comprobar si la mención del FBI le causaba algún impacto, pero no fue así.
—El caso es que hoy estaba yo comiendo un perro caliente en Obloe’s, en la calle mayor —prosiguió—, cuando se me acercó inesperadamente Rick y me saludó. Como si se tratara de una verdadera coincidencia. Después de unos minutos de charla, se acercó otro agente llamado Tarrance y se sentó a nuestra mesa. Es la segunda vez que Tarrance se pone en contacto conmigo desde que pasé las oposiciones.
—¿La segunda…?
—Sí. Desde agosto.
—¿Y son… agentes del FBI?
—Sí, con placas y todo lo demás. Tarrance es un veterano de Nueva York. Acklin es un novato, destinado aquí desde hace tres meses.
—¿Qué quieren?
Llegó el vino y Mitch miró a su alrededor. Unos músicos afinaban sus instrumentos, en un pequeño escenario del rincón opuesto. La barra estaba llena de elegantes ejecutivos, que mantenían una alegre e incesante charla. El camarero señaló la carta.
—Más adelante —exclamó Mitch, de mal talante—. Abby —prosiguió—, no sé lo que quieren. Su primera visita tuvo lugar en agosto, inmediatamente después de que apareciera mi nombre en el periódico, a raíz de haber aprobado las oposiciones.
Tomó un sorbo de vino y le contó paso a paso la primera visita de Tarrance, en Lansky’s de la calle Union, sus advertencias respecto en quién no confiar y dónde no hablar, y la reunión con Locke, Lambert y los demás socios. Explicó la versión de Locke y Lambert, referente al interés del FBI por la empresa, dijo que lo había hablado con Lamar y su versión le había dejado plenamente convencido.
Abby no se perdía palabra, pero esperaba su turno para formular preguntas.
—Y hoy, cuando comía tranquilamente mi bocadillo con cebolla, se me acerca un ex compañero de estudios y me dice que el FBI tiene la certeza absoluta de que mis teléfonos están intervenidos, que hay micrófonos en mi casa y que alguien en Bendini, Lambert & Locke sabe cuándo estornudo y cuándo voy al lavabo. Piénsalo bien, Abby, a Rick Acklin le trasladaron aquí después de que yo aprobara las oposiciones. Menuda coincidencia, ¿no crees?
—Pero ¿qué quieren?
—No me lo han dicho. No pueden contármelo, todavía. Por ahora pretenden ganarse mi confianza. No lo sé, Abby. No tengo ni idea de lo que persiguen. Pero, por alguna razón, me han elegido a mí.
—¿Le has hablado a Lamar de este encuentro?
—No. No se lo he contado a nadie. Excepto a ti. Ni pienso hacerlo.
—¿Nuestros teléfonos están intervenidos? —preguntó, mientras tomaba un trago de vino.
—Según el FBI. Pero ¿cómo lo saben?
—No son estúpidos, Mitch. Si el FBI me dice que mis teléfonos están intervenidos, yo me lo creo. ¿Tú no?
—No sé a quién creer. Locke y Lambert fueron muy elocuentes y convincentes cuando me explicaron la pugna que existe entre la empresa por una parte y Hacienda y el FBI por otra. Prefiero creerlos a ellos, pero hay muchas cosas que no cuadran. Veámoslo de ese modo, si la empresa tiene algún cliente rico y sospechoso, que merezca ser investigado por el FBI, ¿por qué me elegirían a mí, el más novato de la empresa y el que menos sabe, y empezarían a seguirme? ¿De qué información dispongo? Trabajo en los casos que otro me entrega. No tengo clientes propios. Hago lo que me ordenan. ¿Por qué no persiguen a uno de los socios?
—Puede que lo que pretendan es que delates a los clientes.
—Imposible. Soy abogado y he jurado no revelar los secretos de los clientes. Toda la información que poseo acerca de cualquier cliente es estrictamente confidencial. Los federales lo saben. Nadie espera que un abogado hable de sus clientes.
—¿Has presenciado alguna transacción ilegal?
Mitch hizo crujir sus nudillos, miró a su alrededor y sonrió. El vino había comenzado a surtir su efecto.
—Esto es algo que, en principio, no debo decírselo a nadie, ni siquiera a ti. Pero la respuesta es no. He trabajado en veinte casos de Avery y algunos otros, pero no he visto nada sospechoso. Tal vez algunas evasiones de impuestos algo arriesgadas, pero nada ilegal. Tengo un par de dudas relacionadas con los bancos que vi en las Caimán, pero nada grave.
¡Las Caimán! Se le formó un nudo en el estómago al pensar en la chica de la playa, y sintió náuseas. Se acercó el camarero y miró las cartas.
—Más vino —ordenó Mitch, señalando los vasos.
—Muy bien —dijo Abby, inclinada sobre la mesa, cerca de las velas, con aspecto desconcertado—, ¿quién ha intervenido nuestros teléfonos?
—En el supuesto de que lo estén, no tengo ni idea. Durante su primera visita, en agosto, Tarrance sugirió que era alguien de la empresa. Mejor dicho, así fue como yo lo entendí. Me dijo que no confiara en nadie de la empresa y que todo lo que decía podía ser escuchado y grabado. Supuse que se lo atribuía a ellos.
—¿Y qué dijo el señor Locke al respecto?
—Nada. No se lo conté. Me reservé algunas cosas.
—¿Alguien ha intervenido nuestros teléfonos e instalado micrófonos en nuestra casa?
—Y tal vez en los coches. Hoy, Rick Acklin ha hablado mucho de ello. No ha parado de insistir en que no diga nada que no quiera que quede grabado.
—Mitch, esto es increíble. ¿Por qué haría esto un bufete de abogados?
Movió lentamente la cabeza y contempló el vaso vacío.
—No tengo ni idea, cariño. Ni idea.
—¿Han decidido lo que van a comer? —preguntó el camarero con una mano a la espalda, después de servirles dos nuevos vasos de vino.
—Vuelva dentro de unos minutos —dijo Abby.
—Le llamaremos cuando hayamos decidido —agregó Mitch.
—¿Tú te lo crees, Mitch?
—Creo que algo hay. Todavía no te lo he contado todo.
Abby cruzó lentamente las manos sobre la mesa y miró a su esposo aterrorizada. Él le contó la historia de Hodge y Kozinski, a partir de la visita de Tarrance en el restaurante, después en las islas Caimán, el hecho de que le habían seguido y su encuentro con Abanks. Le contó todo lo que Abanks le había dicho. A continuación le habló de Eddie Lomax y de las muertes de Alice Knauss, Robert Lamm y John Mickel.
—He perdido el apetito —dijo Abby cuando terminó.
—También yo. Pero me siento mejor después de habértelo contado todo.
—¿Por qué no me lo contaste antes?
—Tenía la esperanza de que el problema se resolviera solo. Esperaba que Tarrance no volviera a molestarme y encontrara a otro a quien importunar. Pero no está dispuesto a abandonar. De ahí que hayan trasladado a Rick Acklin a Memphis. Para que se ocupe de mí. El FBI me ha elegido para una misión que desconozco por completo.
—Me siento débil.
—Debemos ser cautelosos, Abby. Es preciso que sigamos viviendo como si no sospecháramos nada.
—No puedo creerlo. Te escucho, pero lo que me dices parece increíble. No puede ser cierto, Mitch. Esperas que viva en una casa llena de micrófonos y con los teléfonos intervenidos, de modo que alguien escucha todo lo que decimos.
—¿Se te ocurre algo mejor?
—Por supuesto. Contratemos a ese individuo llamado Lomax para que inspeccione la casa.
—Ya lo he pensado. ¿Pero qué ocurre si encuentra algo? Reflexiona. ¿Qué ocurrirá cuando sepamos con certeza que hay micrófonos en la casa? ¿Qué haremos entonces? ¿Qué ocurre si rompe algún instrumento oculto? Quienquiera que los haya instalado, sabrá que lo sabemos. Es demasiado peligroso, por lo menos por ahora. Puede que más adelante.
—Esto es una locura, Mitch. Supongo que tendremos que refugiarnos en el jardín, detrás de la casa, para mantener una conversación.
—Claro que no. Podemos hacerlo delante de la casa.
—En este momento no aprecio tu sentido del humor.
—Lo siento. Escucha, Abby, tengamos paciencia durante algún tiempo y actuemos con normalidad. Tarrance me ha convencido de que va en serio y de que no piensa olvidarse de mí. Yo no puedo impedírselo. Recuerda que es él quien me encuentra a mí. Creo que me siguen y esperan al acecho. De momento es importante que sigamos como si nada.
—¿Como si nada? Pensándolo bien, no es que la conversación sea abundante estos días en casa. Casi me dan pena si lo que esperan es oír algún diálogo significativo. Charlo mucho con Hearsay.