Un viernes al mediodía, dos semanas antes de Navidad, Abby se despidió de sus alumnos de Saint Andrew hasta después de las vacaciones. A la una aparcó en un estacionamiento lleno de Volvos, BMW, Saab y Peugeots, y a través de la fría lluvia se dirigió apresuradamente al abarrotado terrario, donde los jóvenes pudientes se reunían para comer quiche, fajitas y sopa de alubias negras, rodeados de plantas. Aquél era entonces el lugar predilecto de Kay Quin y el segundo almuerzo que compartían en el mes en curso. Como de costumbre, Kay llegaba tarde.
Se trataba de una amistad todavía en las etapas iniciales de su desarrollo. Prudente por naturaleza, Abby no había sido nunca propensa a confraternizar prematuramente con los desconocidos. Durante sus tres años de estancia en Harvard no había tenido amigos y había aprendido mucho sobre la independencia. En los últimos seis meses, desde su llegada a Memphis, había conocido a un puñado de amigos potenciales en la iglesia y uno en la escuela, pero actuaba con mucha cautela.
Al principio Kay Quin era muy insistente. Se convirtió simultáneamente en guía, asesora de compras, e incluso decoradora. Pero Abby avanzaba lentamente, aprendía un poco más con cada visita y observaba atentamente a su nueva amiga. Habían comido varias veces en casa de los Quin. Se habían visto en cenas y conmemoraciones de la empresa, pero siempre rodeados de gente. Y habían disfrutado de su compañía mutua durante cuatro prolongados almuerzos, en los lugares de moda de aquellos momentos, entre los jóvenes y elegantes portadores de «tarjetas de oro» en Memphis. Kay valoraba los coches, las casas y la ropa, aunque fingía que le pasaban inadvertidos. Deseaba ser su amiga, entrañable, de confianza, íntima. Abby mantenía las distancias y dejaba que se acercara lentamente.
A los pies de Abby, en la primera planta y cerca del bar, donde un montón de gente esperaba copa en mano una mesa libre, había una máquina tocadiscos a imitación de las de los años cincuenta. Después de diez minutos y dos discos de Roy Orbison, Kay asomó entre la muchedumbre de la puerta principal y alzó la cabeza hacia la tercera planta. Abby sonrió y la saludó con la mano.
Se dieron un abrazo y se besaron prudentemente en la mejilla, sin mancharse de carmín.
—Siento llegar tarde —dijo Kay.
—No importa, ya estoy acostumbrada.
—Este local está hasta los topes —dijo Kay, mientras miraba asombrada a su alrededor, como si no lo estuviera siempre—. ¿De modo que se han acabado las clases?
—Sí. Desde hace una hora. Estoy libre hasta el seis de enero.
Admiraron sus respectivos atuendos y comentaron lo delgadas y en general lo jóvenes y bonitas que estaban ambas.
Las compras navideñas no tardaron en monopolizar su conversación, y hablaron de tiendas, rebajas y niños hasta que llegó el vino. Abby pidió una cazoleta de langostinos, pero Kay se ciñó al plato tradicional del bar ajardinado: quiche de coliflor.
—¿Qué planes tienes para Navidad? —preguntó Kay.
—Todavía ninguno. Me gustaría ir a Kentucky para ver a mis padres, pero me temo que Mitch no querrá. He hecho un par de insinuaciones, pero no se ha dado por aludido.
—¿Sigue sin gustarle tus padres?
—Nada ha cambiado. A decir verdad, no hablamos de ellos. No sé cómo abordar el tema.
—Imagino que con mucha precaución.
—Sí, y mucha paciencia. Mis padres se equivocaron, pero todavía los necesito. Es doloroso que el único hombre a quien he amado sea incapaz de tolerar a mis padres. Rezo todos los días para que se produzca un pequeño milagro.
—Da la impresión de que lo que tú necesitas es un milagro bastante grande. ¿Trabaja tanto como dice Lamar?
—No creo que nadie sea capaz de trabajar más que él. Son dieciocho horas diarias de lunes a viernes, ocho horas los sábados y puesto que el domingo es día de descanso, sólo trabaja cinco o seis horas. Me reserva un poco de tiempo los domingos.
—Detecto un toque de frustración.
—Mucha frustración, Kay. He tenido mucha paciencia, pero la situación empeora. Empiezo a sentirme como una viuda. Estoy harta de dormir en el sofá, a la espera de que llegue a casa.
—A ti lo que te atrae es la comida y el sexo, ¿no es cierto?
—Ojalá. Siempre está demasiado cansado para el sexo. Ha dejado de ser una prioridad, para alguien que antes era insaciable. Créeme, en la universidad estuvimos a punto de devorarnos mutuamente. Ahora, si tengo suerte, una vez por semana. Y si tengo un día particularmente afortunado, puede que incluso me dirija unas palabras antes de quedarse como un tronco. Anhelo una conversación adulta, Kay. Paso siete horas al día con niños de ocho años y estoy sedienta de palabras de más de tres sílabas. Procuro explicárselo y está roncando. ¿Te ocurrió a ti lo mismo con Lamar?
—Más o menos. Trabajaba setenta horas semanales durante el primer año. Creo que todos lo hacen. Es una especie de iniciación en la fraternidad. Un rito masculino, mediante el cual uno demuestra su virilidad. Pero a la mayoría se les agota el carburante al cabo de un año y reducen el horario a sesenta o sesenta y cinco horas. Siguen trabajando mucho, pero no como los pilotos suicidas del primer año.
—¿Trabaja Lamar todos los sábados?
—Casi todos, unas cuantas horas. Pero nunca los domingos. Tuve que ponerme firme. Claro que si hay una fecha de entrega importante o durante el período de recaudación, trabajan todos día y noche. Creo que Mitch les ha desconcertado.
—No aminora en absoluto la marcha. A decir verdad, es un poseso. De vez en cuando no llega a casa hasta el amanecer. Entonces se toma una ducha rápida y regresa al despacho.
—Lamar dice que se ha convertido ya en un mito en la oficina.
Abby tomó un sorbo de vino y miró al bar por encima de la baranda.
—Magnífico. Estoy casada con un mito.
—¿Has pensado en tener hijos?
—Para ello hace falta el sexo, ¿recuerdas?
—Por Dios, Abby, no exageres.
—No estoy preparada para tener hijos. No podría cuidar sola de ellos. Amo a mi marido, pero en este momento de su vida probablemente tendría que asistir a una importante reunión y me dejaría sola en la sala de partos. Con ocho centímetros de dilatación. No piensa en otra cosa más que en esa condenada empresa.
Kay se inclinó sobre la mesa y le estrujó suavemente la mano.
—Todo acabará bien —afirmó con una sonrisa y una mirada llena de sabiduría—. El primer año es el más duro. Después mejora la situación, te lo prometo.
—Lo siento —sonrió Abby.
El camarero llegó con la comida y pidieron otra botella de vino, Los langostinos borbollaban todavía en su salsa de mantequilla y ajo en la cazoleta y desprendían un delicioso aroma. La quiche fría estaba sola sobre un lecho de lechuga, con una triste rebanada de tomate. Kay se llevó un trozo de coliflor a la boca y empezó a masticar.
—¿Sabes, Abby, que la empresa prefiere que sus miembros tengan hijos?
—No me importa. En estos momentos no me entusiasma la empresa. No hago más que competir con ella y pierdo miserablemente la batalla. De modo que no me importa un rábano lo que prefieran. No permitiré que me organicen la familia. No comprendo por qué se interesan tanto por cosas que no son de su incumbencia. Ese lugar me da escalofríos, Kay. No sé exactamente lo que es, pero esa gente me pone los pelos de punta.
—Quieren abogados felices con familias estables.
—Y yo quiero que me devuelvan a mi marido. Me lo están arrebatando y, por consiguiente, la familia no es exactamente estable. Si dejaran de presionarle, tal vez seríamos normales como todo el mundo y tendríamos una casa llena de niños. Pero no tal como están las cosas ahora.
Llegó el vino y se enfriaron los langostinos. Comió lentamente y saboreó el vino. Kay procuró dirigir la conversación hacia temas menos conflictivos.
—Lamar me ha dicho que el mes pasado Mitch fue a las islas Caimán.
—Efectivamente. Él y Avery pasaron allí tres días. Fue un viaje estrictamente de negocios, según dice. ¿Has estado allí?
—Vamos todos los años. Es un lugar hermoso, con playas encantadoras y aguas templadas. Vamos siempre en el mes de junio, cuando terminan las clases en la escuela. La empresa tiene dos apartamentos gigantescos en la misma playa.
—Mitch quiere que pasemos allí unos días en marzo, durante mis vacaciones de primavera.
—Te conviene. Antes de tener hijos, no hacíamos más que descansar en la playa, beber ron y practicar el sexo. Ésta es una de las razones por las que la empresa facilita el uso de los apartamentos y, si tienes suerte, del avión. Trabajan mucho, pero reconocen la necesidad de divertirse.
—No me hables de la empresa, Kay. No quiero saber lo que les gusta o deja de gustarles, lo que hacen o dejan de hacer, ni lo que quieren o dejan de querer.
—Mejorará, Abby, te lo prometo. Debes comprender que tanto tu marido como el mío son muy buenos abogados, pero no ganarían este dinero en ningún otro lugar. Y tú y yo conduciríamos un Buick, en lugar del Peugeot y del Mercedes Benz.
Cortó un langostino por la mitad y lo untó en la salsa de mantequilla y ajo. Ensartó un trozo con el tenedor y retiró el plato. Su copa estaba vacía.
—Lo sé, Kay, lo sé. Pero la vida no consiste sólo en tener un enorme jardín y un Peugeot. Por aquí nadie parece haberse dado cuenta. Te juro que estoy convencida de que éramos más felices en un piso estudiantil de dos habitaciones en Cambridge.
—Sólo lleváis aquí unos meses. Mitch acabará por aflojar y formaréis vuestra propia rutina. Pronto tendréis descendientes que corretearán por el jardín y, en un abrir y cerrar de ojos, Mitch se habrá convertido en socio de la empresa. Créeme, Abby, las cosas mejorarán muchísimo. Estás atravesando una etapa que todos hemos conocido y superado.
—Gracias, Kay. Espero sinceramente que tengas razón.
Era un pequeño parque de dos o tres acres, en un terraplén junto al río. Una hilera de cañones y dos estatuas de bronce recordaban a los valientes confederados que habían defendido el río y la ciudad. Un mendigo borracho se protegía al amparo de un caballo montado por un general. Una caja de cartón y una manta raída le brindaban escasa protección contra el intenso frío y las diminutas partículas de aguanieve. Quince metros más abajo circulaba el intenso tráfico del atardecer por Riverside Drive. Había oscurecido.
Mitch se acercó a los cañones y se quedó mirando al río y a los puentes que conducían a Arkansas. Subió la cremallera de su gabardina y levantó el cuello para protegerse las orejas. Consultó su reloj. Esperó.
El edificio Bendini era casi visible, a una distancia de seis manzanas. Había aparcado el coche en un garaje de las afueras y cogió un taxi para regresar al río. Estaba seguro de que no le habían seguido. Esperó.
El frío viento procedente del río enrojecía su rostro y le recordaba los inviernos de Kentucky, después de perder a sus padres. Inviernos fríos y duros. Inviernos desolados y solitarios. Usaba abrigos de segunda mano, que habían pertenecido a algún primo o algún amigo, que nunca abrigaban lo suficiente. Prendas recicladas. Alejó aquellos pensamientos de su mente.
El agua helada se convirtió en aguanieve y las diminutas partículas de hielo se incrustaban en su cabello y rebotaban en la acera, a su alrededor. Consultó nuevamente su reloj.
Se oyeron pasos y una sombra se dirigió apresuradamente hacia los cañones. Fuera quien fuese se detuvo y siguió avanzando lentamente.
—¿Mitch? —dijo Eddie Lomax, que llevaba unos vaqueros y un abrigo largo de piel de conejo.
Con su bigote y el sombrero blanco de vaquero, parecía un anuncio de cigarrillos. El hombre de Marlboro.
—Sí, soy yo.
Lomax se acercó al otro lado del cañón. Parecían centinelas confederados que vigilaban el río.
—¿Te ha seguido alguien? —preguntó Mitch.
—No, no lo creo. ¿Y a ti?
—Tampoco.
Mitch contemplaba el tráfico que circulaba por Riverside Drive y, más allá, el río. Lomax hundió las manos en sus profundos bolsillos.
—¿Has hablado con Ray últimamente? —preguntó Lomax.
—No —fue su breve respuesta, como para comunicarle que no estaba ahí aguantando el frío para chacharear—. ¿Qué has descubierto? —preguntó sin mirarle.
Lomax encendió un cigarrillo y ahora era el hombre de Marlboro.
—Sobre los tres abogados, he encontrado poca información. Alice Knauss falleció en un accidente de tráfico en el setenta y siete. El informe de la policía dice que la embistió un conductor borracho pero, curiosamente, dicho conductor no ha sido nunca localizado. El accidente ocurrió a eso de la medianoche de un miércoles. Había trabajado hasta muy tarde en el despacho y regresaba a su casa. Vivía en la zona este, en Sycamore Viwe, y a un kilómetro y medio de su casa la embistió de frente una camioneta de una tonelada. Esto ocurrió en New London Road. Conducía uno de esos pequeños Fiats tan caprichosos, que quedó destrozado. Ningún testigo. Cuando llegó la policía, la camioneta estaba desierta. Ni rastro del conductor. Investigaron la matrícula y descubrieron que el vehículo había sido robado tres días antes en Saint Louis. Ninguna huella ni pista alguna.
—¿Buscaron las huellas dactilares?
—Sí. Conozco al que se ocupó del caso. Sospechaban, pero no tenían en qué basarse. Había una botella de whisky rota en el suelo del vehículo, atribuyeron el accidente a un conductor borracho y cerraron el caso.
—¿Autopsia?
—No. Era perfectamente evidente cómo había muerto.
—Parece sospechoso.
—Y que lo digas. Los tres casos son sospechosos. Robert Lamm era el que cazaba ciervos en Arkansas. Él y algunos amigos tenían un refugio en Izard County, en las Ozarks, que visitaban dos o tres veces por año, durante la temporada de caza. Después de una mañana en el bosque, todos regresaron a la cabaña excepto Lamm. Le buscaron durante dos semanas, hasta que por fin lo encontraron en el fondo de un barranco, parcialmente cubierto de hojas. Había recibido un solo disparo en la cabeza y eso era prácticamente todo lo que se sabía. Descartaron el suicidio, pero no había bastantes pruebas para abrir una investigación.
—¿Es decir, que lo asesinaron?
—Eso parece. La autopsia demostró que la bala le había entrado por la base del cráneo y al salir le había destrozado la mayor parte del rostro. Imposible que se hubiera suicidado.
—Pudo tratarse de un accidente.
—Quizá. Pudo haber recibido una bala dirigida a un ciervo, pero es improbable. Lo encontraron bastante lejos del refugio, en una zona raramente utilizada por los cazadores. Sus amigos declararon no haber visto ni oído a ningún otro cazador en la mañana de su desaparición. He hablado con el que entonces era sheriff, que ahora ya no lo es, y está convencido de que fue un asesinato. Asegura que había pruebas de que el cadáver había sido cubierto deliberadamente.
—¿Eso es todo?
—Sí, en lo que a Lamm concierne.
—¿Qué me dices de Mickel?
—Muy lamentable. Se suicidó en el ochenta y cuatro, a la edad de treinta y cuatro años. Se disparó en la sien derecha con un Smith & Wesson trescientos cincuenta y siete. Dejó una larga carta de despedida, en la que le decía a su ex esposa que confiaba que le perdonara, entre otras tonterías. Se despedía también de sus hijos y de su madre. Muy conmovedor.
—¿Estaba escrita a mano?
—No exactamente. Estaba mecanografiada, lo que en su caso no era inusual, porque escribía bastante a máquina. Tenía una IBM Selectric en su despacho, que era donde se había escrito la carta. Tenía una letra atroz.
—En tal caso, ¿qué hay de sospechoso en ello?
—La pistola. No había comprado un arma en su vida. Nadie sabe de dónde procedía. No estaba registrada, ni tenía número de serie, nada. Al parecer, uno de sus amigos en la empresa se supone que declaró que Mickel le había comentado algo referente a la compra de un arma para protegerse. Es evidente que tenía problemas sentimentales.
—¿Cuál es tu opinión?
Lomax arrojó la colilla al agua helada de la acera. Se llevó las manos unidas a la boca y sopló.
—No lo sé. No puedo creer que un abogado sin un conocimiento previo de armas compre una pistola desprovista de número de serie y que no esté registrada. Si una persona como él desea adquirir una pistola, acude a una armería, rellena los formularios necesarios y se lleva un bonito ejemplar. Esa pistola tenía por lo menos diez años y había sido preparada por profesionales.
—¿Investigó la policía?
—A decir verdad, no. Era un caso resuelto antes de empezar.
—¿Estaba firmada la carta?
—Sí, pero no sé quién verificó la firma. Él y su esposa hacía un año que se habían divorciado y ella había regresado a Baltimore.
Mitch se abrochó el botón superior de la gabardina y se sacudió el hielo del cuello. Cada vez era más densa el aguanieve y la acera se cubría de hielo. Bajo el cañón empezaban a formarse pequeños cerriones. Los vehículos que circulaban por Riverside empezaban a resbalar y disminuía la velocidad del tráfico.
—¿Qué opinión te merece nuestra pequeña empresa? —preguntó Mitch, mientras contemplaba el río en la lejanía.
—Un lugar peligroso donde trabajar. Han perdido cinco abogados en los últimos quince años. No es muy buen promedio desde el punto de vista de la seguridad.
—¿Cinco?
—Si incluimos a Hodge y Kozinski. Cierta fuente me ha informado de que hay algunas preguntas por responder.
—No te contraté para investigar a esos dos.
—Tampoco pienso cobrártelo. Me picó la curiosidad, eso es todo.
—¿Cuánto te debo?
—Seiscientos veinte.
—Te pagaré al contado. Sin papeles, ¿de acuerdo?
—Me parece bien. Prefiero el dinero al contado.
Mitch se volvió de espaldas al río, para contemplarlos altos edificios a tres manzanas del parque. Le había entrado frío, pero no tenía prisa por marcharse. Lomax le observaba de reojo.
—Tienes problemas, ¿no es cierto, amigo?
—¿A ti qué te parece? —respondió Mitch.
—Yo no trabajaría en ese lugar. Claro que no sé todo lo que haces y sospecho que sabes mucho más de lo que dices. Pero estamos aquí pasando frío porque no quieres ser visto. No podemos hablar por teléfono. No podemos reunimos en tu despacho. Crees que te siguen permanentemente. Me dices que tenga cuidado porque ellos, quienesquiera que sean, puede que me sigan también a mí. Cinco abogados de esa empresa han muerto en circunstancias muy misteriosas y actúas como si fueras a convertirte en la próxima víctima. Sí, yo diría que tienes problemas. Problemas gordos.
—¿Qué se sabe de Tarrance?
—Es uno de sus mejores agentes, trasladado aquí hace unos dos años.
—¿Desde dónde?
—Nueva York.
El borracho salió a rastras de debajo del caballo de bronce y cayó en la acera. Gruñó, se puso de pie, recogió su caja de cartón, la manta y se dirigió hacia el centro de la ciudad. Lomax se volvió y le observó intranquilo.
—No es más que un mendigo —dijo Mitch y ambos se relajaron.
—¿De quién nos escondemos? —preguntó Lomax.
—Ojalá lo supiera.
—Creo que lo sabes —dijo Lomax, mientras le estudiaba atentamente el rostro.
Mitch no respondió.
—Escúchame, Mitch, soy consciente de que no me pagas para que me involucre. Pero mi instinto me dice que estás en un aprieto y creo que necesitas un amigo en quien poder confiar. Estoy dispuesto a ayudarte si me necesitas. No sé quiénes son los malos, pero estoy convencido de que son muy peligrosos.
—Gracias —respondió Mitch en voz baja y sin levantar la mirada, como si hubiera llegado el momento de que Lomax le dejara, para estar un rato a solas con la tormenta.
—Me lanzaría a ese río por Ray McDeere, y sin duda puedo ayudar a su hermano menor.
Mitch asintió ligeramente, pero no dijo palabra. Lomax encendió otro cigarrillo y se sacudió el hielo de las botas de lagarto.
—Llámame cuando quieras. Y ten cuidado. Están ahí y no se andan con bromas.