La escuela episcopal de Saint Andrew estaba situada detrás de la iglesia del mismo nombre, en una finca de cinco acres densamente poblada de árboles y cuidada a la perfección, en la periferia de Memphis. Los ladrillos blancos y amarillos eran visibles en algún que otro lugar, donde por alguna razón la hiedra había dado un giro y tomado otro rumbo. Alineadas a ambos lados de los caminos y del pequeño patio, había unas hileras simétricas de setos impecablemente cortados. Era un edificio en forma de ángulo recto, de una sola planta, que reposaba apaciblemente a la sombra de una docena de antiguos robles. Estimada por su exclusivismo, Saint Andrew era la escuela privada más cara de Memphis, para edades comprendidas entre los tres y los once años. Los padres pudientes registraban a sus hijos en la lista de espera, poco después del nacimiento.
Mitch aparcó su BMW en el estacionamiento situado entre la iglesia y la escuela. El Peugeot castaño de Abby estaba estacionado tres espacios más allá. No había anunciado su visita. El avión había aterrizado hacía una hora y Mitch había pasado por su casa, para vestirse en consonancia con su profesión de letrado. Saludaría a su esposa antes de ir a pasar unas horas en su despacho, a ciento cincuenta por hora.
Quería verla aquí, en la escuela, sin previo aviso. Un ataque por sorpresa. Un contraataque. Se limitaría a saludarla. Le diría que la echaba de menos, que había pasado por la escuela porque se moría de ganas de verla. Mantendría un breve intercambio, unas primeras palabras después del incidente de la playa. ¿Lo adivinaría con sólo mirarle? Puede que fuera capaz de leer en sus ojos. ¿Percibiría una pequeña tensión en su voz? No, si estaba sorprendida. No, si se sentía halagada por su visita.
Contempló su coche y se agarró con fuerza al volante. ¡Qué imbécil! ¡Qué estúpido! ¿Por qué no había echado a correr? Debía haber arrojado su falda al suelo y correr como un endemoniado. Pero, evidentemente, no lo había hecho. Qué diablos, se había dicho, nadie tiene por qué saberlo. Y ahora se suponía que debía encogerse de hombros y decirse a sí mismo: qué diablos, todo el mundo lo hace.
Durante el vuelo había planeado su estrategia. En primer lugar, esperaría hasta la noche y confesaría lo ocurrido. No mentiría, no deseaba vivir con una mentira. Confesaría la verdad y le contaría exactamente lo ocurrido. Tal vez ella lo comprendería. Después de todo, maldita sea, prácticamente cualquier hombre habría hecho lo mismo. Su próximo paso dependería de su reacción. Si conservaba la tranquilidad y manifestaba algún indicio de compasión, le diría que lo lamentaba, que lo sentía muchísimo, y que nunca volvería a ocurrir. Si se desmoronaba le suplicaría, pediría literalmente su perdón, juraría sobre la Biblia que había sido un error y que jamás se repetiría. Le diría lo mucho que la quería y le rogaría encarecidamente que le brindara otra oportunidad. Y si empezaba a hacerla maleta, probablemente en aquel momento se daría cuenta de que no debía habérselo contado.
Negar. Negar. Negar. Su profesor de derecho penal en Harvard era un radical llamado Moskowitz, que se había hecho famoso defendiendo a terroristas, asesinos y proxenetas. Su teoría de la defensa consistía simplemente en: ¡Negar! ¡Negar! ¡Negar! No admitir nunca ningún hecho ni ninguna prueba que pudiera ser indicio de culpabilidad.
Se acordó de Moskowitz al aterrizar en Miami y empezó a formular su segundo plan, que incluía una visita sorpresa a la escuela y una cena romántica en su restaurante predilecto. Lo único que mencionaría de las islas sería el mucho trabajo. Abrió la puerta del coche, pensó en su rostro encantador, sonriente y confiado, y sintió náuseas. Se le formó un horrible nudo en el estómago. Avanzó lentamente, acariciado por la brisa de un otoño tardío, hacia la puerta principal.
El vestíbulo estaba vacío y silencioso. A su derecha se encontraba el despacho del director. Aguardó unos momentos, a la espera de que alguien se percatara de su presencia, pero no apareció nadie. Avanzó sigilosamente hasta la altura de la tercera clase, donde oyó la melodiosa voz de su esposa. Estaban repasando las tablas de multiplicar, cuando asomó la cabeza por la puerta y sonrió. Ella se quedó paralizada y soltó una carcajada. Pidió disculpas a sus alumnos, les dijo que permanecieran sentados, que leyeran la página siguiente y cerró la puerta de la clase.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, mientras él la acorralaba contra la pared y ella miraba con nerviosismo de un lado para otro del pasillo.
—Te echaba de menos —dijo en tono convincente.
Le dio un fuerte abrazo que duró un buen minuto. A continuación la besó en el cuello y saboreó la dulzura de su perfume. Pero entonces apareció de nuevo la chica. Desgraciado, ¿por qué no echaste a correr?
—¿Cuándo has llegado? —preguntó Abby mientras se arreglaba el cabello y vigilaba el pasillo.
—Hace aproximadamente una hora. Estás guapísima.
—¿Cómo te ha ido el viaje? —dijo, con lágrimas en sus hermosos ojos, llenos de sinceridad.
—Bien, pero te he echado de menos. No es agradable cuando no estás a mi lado.
—Yo también te he echado de menos.
Creció su sonrisa y desvió la mirada. Cogidos de la mano, se dirigieron a la puerta principal.
—Me gustaría salir contigo esta noche —dijo Mitch.
—¿No vas a trabajar?
—No, no voy a trabajar. Voy a llevar a mi esposa a su restaurante predilecto. Cenaremos, beberemos un buen vino, regresaremos tarde a casa y nos desnudaremos.
—Es cierto que me has echado de menos —dijo Abby, besándole otra vez, en los labios, mientras vigilaba de nuevo el pasillo—. Pero ahora será mejor que te marches, antes de que alguien te vea.
Se dirigieron rápidamente a la puerta principal, sin ser vistos.
Se llenó los pulmones de aire fresco y caminó apresuradamente hacia su coche. La había mirado a los ojos, estrujado entre sus brazos y besado como de costumbre. No sospechaba nada. Se sentía halagada e incluso conmovida.
DeVasher paseaba nervioso por su despacho, mientras aspiraba angustiado el humo de su Roi-Tan. Se sentó en su desgastado sillón giratorio, intentó concentrarse en una circular, volvió a ponerse de pie y a andar de nuevo de un lado para otro. Consultó su reloj. Llamó a su secretaria. Llamó a la secretaria de Oliver Lambert. Siguió dando vueltas.
Por fin, con diecisiete minutos de retraso, Ollie pasó el inevitable control de seguridad y entró en el despacho de DeVasher.
—¡Llegas tarde! —exclamó DeVasher, mirando fijamente a Ollie por encima del escritorio.
—Estoy muy ocupado —respondió Ollie, al tiempo que tomaba asiento en un desgastado sillón de cuero de Nauga—. ¿Ocurre algo importante?
En el rostro de DeVasher apareció inmediatamente una sonrisa perversa y depravada. Abrió teatralmente uno de los cajones del escritorio, sacó un gran sobre castaño y lo arrojó con orgullo sobre las rodillas de Ollie.
—Uno de nuestros mejores trabajos —dijo.
Lambert abrió el sobre y contempló boquiabierto las fotografías en blanco y negro de veinte por veinticinco. Las examinó detenidamente una por una, a un palmo de la nariz, concentrándose en todos los detalles. DeVasher le observaba orgulloso.
Lambert volvió a examinarlas y empezó a jadear.
—Son increíbles —exclamó.
—Sí. Eso creemos nosotros también.
—¿Quién es la chica? —preguntó Ollie, sin dejar de mirar.
—Una prostituta de la isla. Bastante atractiva, ¿no te parece? Nunca la habíamos utilizado, pero puedes apostar a que volveremos a hacerlo.
—Quiero conocerla cuanto antes.
—Por supuesto. Imaginaba que lo desearías.
—Esto es increíble. ¿Cómo se las arregló?
—Al principio parecía difícil. A la primera la mandó a la porra. Avery se acostó con la otra, pero tu hombre no quiso saber nada de su compañera. Se quedó solo y se fue a aquel pequeño bar en la playa. Entonces fue cuando apareció nuestra chica. Es una profesional.
—¿Dónde estaba tu gente?
—Por todas partes. El fotógrafo estaba oculto tras una palmera, a unos veinte metros. Buen trabajo, ¿no crees?
—Muy bueno. Dale una prima al fotógrafo. ¿Cuánto tiempo pasaron revolcándose en la arena?
—El suficiente. Resultaron ser muy compatibles.
—Creo que se lo pasó de maravilla.
—Tuvimos mucha suerte. La playa estaba desierta y la programación fue perfecta.
Lambert levantó una fotografía hacia el techo, sin dejar de observarla.
—¿Me has hecho unas copias? —preguntó.
—Por supuesto, Ollie. Sé lo mucho que te gustan estas cosas.
—Creí que McDeere sería más duro de pelar.
—Lo es, pero también es humano. Además, no es estúpido. No estamos seguros, pero creemos que se dio cuenta de que le observábamos al día siguiente, durante el almuerzo. Parecía sospechar algo, empezó a entrar y salir en distintas tiendas en el distrito comercial y desapareció. Llegó con una hora de retraso a la reunión con Avery en el banco.
—¿Adónde fue?
—No lo sabemos. Sólo le observábamos por curiosidad, nada serio. Puede que entrara en algún bar del centro de la ciudad, a tomar-unas copas. El caso es que desapareció.
—No le pierdas de vista. Me preocupa.
—Deja de preocuparte, Ollie —respondió DeVasher, al tiempo que le entregaba otro sobre semejante al anterior—. ¡Ahora es nuestro! Mataría por nosotros si conociera la existencia de estas fotos.
—¿Qué se sabe de Tarrance?
—Ni rastro. McDeere no se lo ha mencionado a nadie, o por lo menos a nadie a quien escuchemos. No siempre es fácil seguirle la pista a Tarrance, pero creo que se mantiene alejado.
—Mantén los ojos abiertos.
—No te preocupes de mis asuntos, Ollie. Tú eres el abogado, el letrado, el caballero y recibes tus fotografías. Ocúpate de dirigir la empresa. Yo dirijo el servicio de vigilancia.
—¿Cómo van las cosas en casa de McDeere?
—No demasiado bien. A ella no le encantó lo del viaje.
—¿Qué hizo durante su ausencia?
—No es de esas que se quedan en casa cruzadas de brazos. Salió un par de noches con la esposa de Quin, a cenar en restaurantes de yuppies. Luego fueron al cine. Otra noche salió con una compañera de la escuela. También fue de compras.
»Además, llamó varias veces a su madre, a cobro revertido. Es evidente que no existe un gran amor entre nuestro chico y los padres de su esposa, y ella intenta apaciguar la situación. Está muy vinculada a su madre y le preocupa que no puedan ser todos una gran familia feliz. Le gustaría pasar las Navidades con sus padres en Kentucky, pero teme que su marido se niegue a ello. Hay mucha fricción. Mucho rencor sumergido. Le dice a su madre que su marido trabaja demasiado y ella le responde que lo que se propone es ponerlos en ridículo. No me gusta, Ollie. Hay malas vibraciones.
—Limítate a seguir escuchando. Hemos intentado aminorar su marcha, pero ese chico es una máquina.
—Claro, comprendo que a ciento cincuenta dólares a la hora procures que trabaje menos. ¿Por qué no reduces el horario laboral de todos los miembros asociados a cuarenta horas semanales, de modo que puedan dedicar un tiempo a sus respectivas familias? Podrías reducir tu salario, vender uno o dos Jaguars, desprenderte de los diamantes de tu esposa, tal vez vender tu mansión y comprarte una casa más pequeña, junto al club de campo.
—Cierra el pico, DeVasher.
Oliver Lambert salió del despacho dando un portazo. DeVasher soltó una serie de agudas carcajadas, que le enrojecieron el rostro y, cuando se quedó solo, guardó las fotografías bajo llave en un armario.
—Mitchell McDeere —dijo para sí, con una inmensa sonrisa—, ahora eres nuestro.