Trece

Avery contempló la copia impresa del ordenador y sonrió.

—Durante el mes de octubre has facturado un promedio de sesenta y una horas semanales.

—Creí que eran sesenta y cuatro.

—Sesenta y una ya es mucho. En realidad, nunca hemos tenido a nadie que consiguiera un promedio mensual tan elevado en su primer año. ¿Es auténtico?

—Sin ningún relleno. A decir verdad, podía haberlo incrementado.

—¿Cuántas horas semanales trabajas?

—Entre ochenta y cinco y noventa. Podría efectuar setenta y cinco si me lo propusiera.

—No te lo sugiero, por lo menos por ahora. Podría despertar alguna envidia. Los miembros asociados más jóvenes te vigilan muy atentamente.

—¿Quieres que afloje un poco?

—Claro que no. En estos momentos, tú y yo llevamos un mes de retraso. Lo que me preocupa es que trabajes tanto. Sólo que estoy un poco preocupado. La mayoría de los nuevos miembros empiezan con mucho empuje, de ochenta a noventa horas a la semana, pero se agotan en un par de meses. El promedio entonces suele ser de sesenta y cinco a setenta. Pero tú pareces estar dotado de una cantidad inusual de energía.

—No necesito dormir mucho.

—¿Qué opina tu esposa al respecto?

—¿Importa eso?

—¿Le preocupa que trabajes tantas horas?

Mitch miró fijamente a Avery, y durante unos instantes, pensó en la discusión de la noche anterior, cuando se presentó a cenar tres minutos antes de la medianoche. Fue una pelea civilizada, pero la peor hasta la fecha y auguraba otras venideras. No se hicieron concesiones mutuas, Abby dijo que se sentía más próxima al señor Rice, el vecino, que a su marido.

—Lo comprende. Le he dicho que seré socio de la empresa dentro de dos años y que me retiraré a los treinta.

—Se diría que lo estás intentando.

—¿No te estarás quejando? Cada una de las horas que facturé el mes pasado estaba dedicada a uno de tus casos y no parecía preocuparte que trabajara excesivamente.

Avery dejó la copia del ordenador sobre la carpeta de su mesa y arrugó la frente.

—Lo único que pretendo es que no te agotes ni olvides tus obligaciones familiares.

Parecía curioso recibir consejos matrimoniales de un hombre que había abandonado a su esposa. Mitch le miró con todo el desdén del que fue capaz.

—No tienes por qué preocuparte de lo que ocurra en mi casa. Mientras mi producción en la empresa sea considerable, deberías darte por satisfecho.

—Escucha, Mitch, reconozco que esto no es lo mío —dijo Avery, inclinándose sobre el escritorio—. Son órdenes superiores. A Lambert y a McKnight les preocupa que te excedas en tus esfuerzos. Llegas a las cinco de la madrugada todos los días, e incluso algunos domingos. Esto es bastante intenso, Mitch.

—¿Qué han dicho?

—Poca cosa. Lo creas o no, a esos individuos les preocupáis tú y tu familia. Quieren abogados felices con esposas felices. Si todo marcha a pedir de boca, los abogados son productivos. Lambert es especialmente paternalista. Piensa jubilarse dentro de un par de años, e intenta revivir sus años gloriosos a través de ti y de otros jóvenes abogados. Si formula demasiadas preguntas o te echa algún sermón, procura tomártelo bien. Se ha ganado el derecho a conducirse como un abuelo en la empresa.

—Diles que estoy bien, Abby está bien, todos somos felices y soy muy productivo.

—Bien, ahora que hemos solventado esto, tú y yo viajaremos a la isla de Gran Caimán dentro de una semana. Tengo que hablar con unos banqueros de las islas, en nombre de Sonny Capps y de otros tres clientes. Se trata sobre todo de negocios, pero siempre nos las arreglamos para bucear un poco. Le he dicho a Royce McKnight que necesitaba que me acompañaras y ha dado el visto bueno. Ha dicho que probablemente necesitabas tomarte un descanso. ¿Te apetece?

—Por supuesto. Pero me sorprende un poco.

—Es un viaje de negocios, y por consiguiente no nos acompañarán nuestras esposas. A Lambert le preocupaba que esto pudiera causarte algún problema en casa.

—Creo que el señor Lambert se preocupa demasiado por lo que pueda ocurrir en mi casa. Dile que tengo la situación bajo control. Que no hay ningún problema.

—¿De modo que vendrás?

—Por supuesto. ¿Cuánto durará el viaje?

—Un par de días. Nos alojaremos en uno de los apartamentos de la empresa. Puede que Sonny Capps se hospede en el otro. Estoy intentando conseguir el avión de la empresa, pero quizá tengamos que viajar en un vuelo comercial.

—Para mí no supone ningún problema.

Sólo dos pasajeros a bordo del vuelo 727 de Cayman Airways en Miami llevaban corbata, y después de la primera copa de ron, que la compañía ofrecía gratuitamente, Avery se quitó la suya y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Las bebidas las servían unas hermosas azafatas isleñas, de piel morena y ojos azules, con una sonrisa arrebatadora. Las mujeres de las islas eran encantadoras, dijo Avery en más de una ocasión.

Mitch, sentado junto a una ventana, procuraba disimular la emoción de su primer viaje al extranjero. Había encontrado un libro sobre las islas Caimán en la biblioteca y sabía que eran tres: Gran Caimán, Pequeño Caimán y Caimán Brac. Las dos menores estaban escasamente pobladas y nadie solía visitarlas. Gran Caimán tenía dieciocho mil habitantes, doce mil compañías registradas y trescientos bancos. Un veinte por ciento de la población era blanca, otro veinte por ciento negra y el sesenta por ciento restante no lo sabía con seguridad, ni le preocupaba. Georgetown, la capital, se había convertido últimamente en un paraíso tributario, con banqueros tan discretos como los suizos. Allí no se pagaban impuestos sobre la renta, impuestos de sociedades, impuestos gananciales, impuestos estatales ni impuestos transaccionales. Ciertas empresas y ciertos inversores recibían garantías sobre la exención de impuestos durante un período de cincuenta años. Las islas eran un territorio dependiente de Gran Bretaña, con un gobierno inusualmente estable. Los ingresos procedentes de los impuestos de importación y del turismo bastaban para financiar todos los gastos gubernamentales. No había delitos ni desempleo.

La isla de Gran Caimán tiene treinta y siete kilómetros de longitud y casi trece de anchura en algunos lugares, pero desde el aire parecía mucho más pequeña. Era como una pequeña roca, rodeada de agua clara como un zafiro.

El aterrizaje estuvo a punto de producirse en una albufera, pero en el último instante apareció una pista en la que se posó el aparato. Desembarcaron y pasaron la aduana sin ninguna dificultad. Un joven negro cogió las maletas de Mitch y las colocó, junto con las de Avery, en el maletero de un Ford LTD de 1972. Mitch le dio una buena propina.

—¡Seven Mile Beach! —ordenó Avery, mientras vaciaba la última copa de ron.

—Sí, señor —respondió el conductor, en un fuerte acento isleño.

Aceleró el motor y el taxi emprendió la dirección de Georgetown. Por la radio sonaba música reggae. El taxista movía el cuerpo y golpeaba el volante con los dedos, al compás de la música. Conducía por el lado contrario de la carretera, pero también lo hacían los demás. Mitch se acomodó en el desgastado asiento y cruzó las piernas. El único aire acondicionado del vehículo consistía en dejar las ventanillas abiertas. El bochornoso aire tropical le acariciaba el rostro y le alborotaba el cabello. Era muy agradable.

La isla era llana y la carretera de Georgetown estaba llena de pequeños y polvorientos coches europeos, motos y bicicletas. Las casas eran pequeñas, de una sola planta, con tejados de cinc, limpias y de vivos colores. Los jardines eran diminutos, con escaso césped, pero sin ninguna suciedad. Conforme se acercaban a la ciudad, las casas blancas, de dos o tres pisos y provistas de marquesinas bajo las que los turistas se protegían del sol, se convirtieron en tiendas. El taxista tomó una cerrada curva y se encontraron de pronto en pleno centro de la ciudad, en una calle de modernos edificios bancarios abarrotada de gente.

Avery adoptó el papel de guía turístico.

—Aquí hay bancos de todos los lugares del mundo: Alemania, Francia, Gran Bretaña, Canadá, España, Japón, Dinamarca; incluso de Arabia Saudí e Israel. Más de trescientos según el último inventario. El lugar se ha convertido en un paraíso financiero. Los banqueros son sumamente discretos. A su lado los suizos parecen charlatanes.

—Veo muchos bancos canadienses —dijo Mitch, cuando el taxi redujo la velocidad debido al intenso tráfico y cesó la brisa.

—Aquel edificio es el Royal Bank de Montreal. Estaremos allí a las diez de la mañana. La mayoría de nuestros negocios tendrán lugar en bancos canadienses.

—¿Por alguna razón en particular?

—Son muy seguros y eminentemente discretos.

La abigarrada calle desembocaba en otra más tranquila. Más allá del cruce, el reluciente azul caribeño llegaba hasta el horizonte. Había un crucero anclado en la bahía.

—Esto es Hogsty Bay —dijo Avery—. Aquí es donde los piratas varaban sus embarcaciones hace trescientos años. El propio Barba-negra merodeó por estas islas y enterró en ellas sus tesoros. Hace algunos años encontraron parte de los mismos, en una cueva al este de donde nos encontramos, cerca de la ciudad de Bodden.

Mitch asintió como si se lo creyera, mientras el chófer sonreía por el retrovisor. Avery se secó el sudor de la frente.

—Este lugar siempre ha atraído a los piratas —prosiguió Avery—. En otra época fue Barbanegra y hoy en día son los piratas modernos que fundan compañías para esconder aquí su dinero. ¿No es cierto?

—Así es —respondió el taxista.

—Hemos llegado a Seven Mile Beach —dijo Avery—. Uno de los lugares más hermosos y famosos del mundo. ¿Cierto?

—Cierto.

—Arena blanca como el azúcar. Agua clara y cálida. Mujeres hermosas y cálidas. ¿Cierto?

—Cierto.

—¿Habrá fiesta en el hotel Palms esta noche?

—Sí, señor. A las seis.

—Eso está junto a nuestro apartamento. El Palms es un hotel popular, con el mejor ambiente de la playa.

Mitch sonrió, mientras observaba los hoteles que pasaban ante su vista. Recordó la entrevista que había tenido lugar en Harvard, cuando Oliver Lambert le había sermoneado sobre el hecho de que la empresa reprobaba el divorcio y el alterne. Así como la bebida. Tal vez Avery se los había perdido. O puede que no.

Los apartamentos estaban en el centro de Seven Mile Beach, junto a otro complejo y al hotel Palms. Como era de suponer, las viviendas de la empresa eran espaciosas y estaban lujosamente decoradas. Avery dijo que podrían venderse por no menos de medio millón cada apartamento, pero no estaban en venta, ni tampoco se alquilaban. Eran santuarios para los abrumados abogados de Bendini, Lambert & Locke. Y para algunos clientes privilegiados.

Desde la terraza del dormitorio del segundo piso, Mitch observó las pequeñas embarcaciones que navegaban sin rumbo fijo por las transparentes aguas. El sol empezaba a descender y las pequeñas olas reflejaban sus rayos en mil direcciones distintas. El crucero se alejaba lentamente de la isla. Docenas de personas caminaban por la playa, jugando con la arena, salpicando en el agua, persiguiendo pequeños cangrejos y bebiendo ron o cerveza Red Stripe jamaicana. El ritmo característico de la música caribeña emanaba del Palms, donde un bar al aire libre con un cobertizo de paja atraía a los playeros como un imán. En una cabañita cercana alquilaban equipos de submarinismo, catamaranes y pelotas de voleibol.

Avery salió a la terraza con un llamativo pantalón corto, estampado con flores amarillas y naranjas. Su cuerpo era firme y musculoso, sin grasa. Era parcialmente dueño de un gimnasio de Memphis y hacía ejercicio todos los días. Evidentemente en el gimnasio disponían de un solario. Mitch quedó impresionado.

—¿Te gusta mi atuendo? —preguntó Avery.

—Muy bonito. Pasarás inadvertido.

—Tengo otro par semejante. Te lo presto si lo deseas.

—No, gracias. Usaré mi pantalón de gimnasia de Western Kentucky.

Avery se llevó una copa a los labios y admiró el paisaje.

—He estado aquí una docena de veces y todavía lo encuentro emocionante. He pensado en instalarme aquí cuando me jubile.

—Sería interesante. Podrías dar paseos por la playa y perseguir cangrejos.

—Y jugar al dominó y beber Red Stripe. ¿Has tomado alguna vez Red Stripe?

—No, que yo recuerde.

—Vamos a tomar una.

El bar al aire libre se llamaba Rumheads. Estaba lleno de sedientos turistas y unos cuantos indígenas alrededor de una mesa de madera, jugando al dominó. Avery se abrió paso entre la muchedumbre y regresó con un par de cervezas. Encontraron dos sillas junto a la mesa del dominó.

—Creo que esto es lo que haré cuando me jubile. Vendré aquí y me ganaré la vida jugando al dominó, mientras tomo Red Stripe.

—Es una buena cerveza.

—Y cuando me canse de jugar al dominó, lanzaré unos dardos.

Movió la cabeza en dirección a un rincón, donde un grupo de ingleses borrachos jugaban a los dardos y echaban maldiciones.

—Y cuando me canse de los dardos, ¿quién sabe lo que haré? Discúlpame —dijo, mientras se dirigía a una mesa de la terraza, donde un par de minúsculos bikinis acababan de tomar asiento.

Se presentó y le invitaron a que se sentara. Mitch pidió otra Red Stripe y se fue a la playa. A lo lejos se vislumbraban los edificios bancarios de Georgetown y echó a andar en aquella dirección.

La comida se sirvió en platos plegables, alrededor de la piscina. Escorpena a la parrilla, tiburón asado, pompano, gambas salteadas, tortuga y ostras, langosta y morena del Caribe. Todo del mar y todo fresco. Los invitados se agrupaban alrededor de las mesas y se servían ellos mismos, mientras los camareros iban y venían con litros y más litros de ponche de ron. Se instalaron a comer en pequeñas mesas del jardín, desde donde se dominaba Rumheads y el mar. Un conjunto de reggae afinaba los instrumentos. El sol se ocultó tras una nube, antes de hundirse en el horizonte.

Mitch siguió a Avery para servirse la comida y a continuación, como era de suponer, a una mesa donde esperaban un par de chicas. Eran hermanas, de poco menos de treinta años, ambas divorciadas y ambas medio borrachas. Una de ellas, llamada Carrie, se sentía atraída por Avery, y la otra, Julia, empezó a mirar seductoramente a Mitch desde el primer momento. Éste se preguntó lo que Avery les habría contado.

—Veo que estás casado —susurró Julia, al tiempo que se le acercaba.

—Sí, somos un matrimonio muy feliz.

Ella sonrió, como si aceptara el reto. Avery y su compañera se guiñaron mutuamente. Mitch se sirvió un vaso de ponche y lo vació de un trago.

Mientras comía, no podía pensar en otra cosa más que en Abby. Aquello sería difícil de explicar, si se veía obligado a hacerlo. Estaban cenando con un par de mujeres muy atractivas y prácticamente desnudas. No habría forma de justificarlo. La conversación era difícil y Mitch no cooperaba. El camarero dejó una gran jarra sobre la mesa, que no tardó en vaciarse. Avery empezó a ponerse impertinente. Contó a las mujeres que Mitch había jugado con los New York Giants, que había ganado dos campeonatos y que sus ingresos eran de un millón anual, antes de que una lesión en la rodilla le obligara a retirarse. Mitch movía la cabeza y seguía bebiendo. Julia le miraba con la boca abierta y se colocaba cada vez más cerca de él.

Subió el volumen de la música; había llegado el momento de bailar. La mitad del público se trasladó a una pista de madera, bajo un par de árboles, entre la piscina y el mar.

—¡Bailemos! —exclamó Avery, al tiempo que tiraba de la mano de su compañera.

Pasaron entre las mesas y no tardaron en escabullirse entre la muchedumbre que se contorsionaba o descansaba.

Mitch se percató de que su compañera estaba cada vez más cerca de él y de pronto sintió que le acariciaba la pierna.

—¿Te apetece bailar? —preguntó ella.

—No.

—Magnífico. A mí tampoco. ¿Qué te gustaría hacer? —preguntó, mientras le frotaba los bíceps con sus pechos y le brindaba una seductora sonrisa, a escasos centímetros de su rostro.

—No me apetece hacer nada —respondió, al tiempo que le retiraba la mano.

—No seas soso. Vamos a divertimos. Tu esposa nunca lo sabrá.

—Escucha, eres una mujer muy bonita, pero pierdes el tiempo conmigo. Todavía es temprano. Te sobra tiempo para encontrar un buen semental.

—Eres un encanto.

La mano volvía a estar sobre su rodilla y Mitch respiró hondo.

—¿Por qué no te vas al diablo?

—¡Cómo! —exclamó ella, retirando la mano.

—He dicho que te vayas a la porra.

—¿Qué te ocurre? —preguntó, mientras se echaba hacia atrás.

—Tengo aversión a las enfermedades contagiosas. Lárgate.

—¿Por qué no te vas tú a la porra?

—Buena idea. Eso es lo que voy a hacer. Ha sido una cena muy agradable.

Mitch cogió el vaso de ponche y se abrió paso por la pista hasta la barra. Pidió una Red Stripe y se sentó solo en un rincón oscuro del jardín. La playa estaba desierta. Las luces de una docena de embarcaciones surcaban lentamente el agua. A su espalda sonaba la música de los Barefoot Boys y el jolgorio de una noche caribeña. Muy bonito, pensó, pero todavía lo sería más si Abby estuviera con él. Tal vez podrían venir juntos de vacaciones el próximo verano. Necesitaban tiempo a solas, alejados de la casa y del despacho. Había una distancia entre ellos, una distancia que era incapaz de definir. Una distancia de la que no podían hablar, pero de la que ambos eran conscientes. Una distancia que le aterrorizaba.

—¿Qué estás mirando? —dijo una voz a su espalda, que le sobresaltó.

La chica se acercó a su mesa y se sentó. Era una indígena de piel oscura y ojos azules o castaño claro. No se discernían en la oscuridad. Pero eran unos ojos hermosos, cálidos y desenfadados. Su cabello oscuro y rizado, peinado hacia atrás, le llegaba casi a la cintura. Era una mezcla exótica de blanca, negra y probablemente latina. Además de otros ingredientes plausibles. La parte superior de un bikini blanco apenas cubría sus voluminosos senos y llevaba una falda estampada en vivos colores, abierta hasta la cintura, que al sentarse y cruzar las piernas mostraba prácticamente todo lo que tenía. Iba con los pies descalzos.

—Nada en particular —respondió Mitch.

Era joven, con una sonrisa infantil, que mostraba una impecable dentadura.

—¿De dónde eres? —preguntó la chica.

—De Estados Unidos.

—Evidentemente. —Sonrió y soltó una carcajada—. ¿De qué lugar de Estados Unidos?

Hablaba en un tono suave, amable, preciso y seguro, propio del Caribe.

—Memphis.

—Aquí viene mucha gente de Memphis. Muchos buceadores.

—¿Vives aquí? —preguntó Mitch.

—Sí. Desde que nací. Mi madre es indígena y mi padre inglés. Ahora ya no está aquí, ha regresado a su país.

—¿Te apetece tomar algo?

—Sí. Ron con soda.

Se dirigió a la barra en busca de las bebidas. Los nervios le habían formado un nudo en el estómago. Podría penetrar en la oscuridad, perderse entre la gente y regresar a la seguridad del apartamento. Podría cerrar la puerta y leer un libro sobre los paraísos financieros internacionales. Menudo aburrimiento. Además, Avery estaría ahora en el apartamento con la calentorra que se había ligado. El ron y la cerveza le aseguraban que la chica era inofensiva. Tomarían juntos un par de copas y se despedirían.

Cuando volvió con las bebidas, se sentó al otro lado de la mesa, lo más lejos posible. Estaban solos en el jardín.

—¿Haces submarinismo? —preguntó ella.

—No. Aunque parezca increíble, estoy en viaje de negocios. Soy abogado y tengo una reunión por la mañana con unos banqueros.

—¿Cuánto tiempo piensas quedarte?

—Un par de días —respondió escuetamente, pero con cortesía.

Cuanto menos hablara, más seguro se sentiría. Ella se cruzó de piernas y sonrió ingenuamente. Mitch sentía que las fuerzas le abandonaban.

—¿Qué edad tienes?

—Veinte años, y me llamo Eilene. Soy mayor de edad.

—Yo me llamo Mitch.

Le dio un vuelco el estómago y estaba ligeramente mareado. Se apresuró a tomar un sorbo de cerveza y consultó su reloj.

—Eres muy apuesto —dijo la chica, con su seductora sonrisa.

Los acontecimientos se sucedían con rapidez. «Conserva la serenidad —se dijo a sí mismo—, conserva la serenidad.»

—Gracias.

—¿Practicas el atletismo?

—Más o menos. ¿Por qué lo preguntas?

—Tienes aspecto de atleta. Eres muy fuerte y musculoso.

Al percibir el énfasis con que pronunció la palabra «fuerte», le dio otro vuelco el estómago. Admiró el cuerpo de la muchacha e intentó pensar en un cumplido que no fuera sugerente. Olvídalo.

—¿Dónde trabajas? —preguntó, para dirigir la conversación a temas menos sensuales.

—En el despacho de una joyería de la ciudad.

—¿Y dónde vives?

—En Georgetown. Y tú ¿dónde te alojas?

—En un apartamento aquí al lado —respondió, al tiempo que movía la cabeza en dirección al mismo y ella miraba a su izquierda.

Mitch comprendió que a la chica le apetecía ver el apartamento.

—¿Por qué has abandonado la fiesta? —preguntó ella, mientras tomaba un sorbo de su bebida.

—No suelen interesarme las fiestas.

—¿Te gusta la playa?

—Es bonita.

—Todavía lo es más a la luz de la luna —sonrió de nuevo.

Mitch no tenía palabras.

—Hay otro bar que está mejor, a un par de kilómetros a lo largo de la playa —agregó la chica—. Vamos a dar un paseo.

—No sé si debo, tendría que acostarme temprano. Tengo trabajo por la mañana.

—Nadie se acuesta tan temprano en las islas —dijo ella con una carcajada, al tiempo que se ponía de pie—. Vamos. Te debo una copa.

—No. Será mejor que no lo haga.

Ella le cogió de la mano y Mitch la siguió a la playa. Caminaron en silencio hasta que el Palms se perdió de vista y la música se oía débilmente en la lejanía. La luna, muy brillante, estaba ahora en el cénit y la playa aparecía completamente desierta. Ella desabrochó algo y se quitó la falda, dejando sólo un cordón alrededor de la cintura y otro entre las piernas. Enrolló la falda y se la puso a Mitch alrededor del cuello, al tiempo que le cogía de la mano.

Algo le decía que echara a correr. Que arrojara la botella de cerveza al océano, la falda al suelo y echara a correr como un endemoniado. Que corriera al apartamento y cerrara puertas y ventanas. Corre. Corre. Corre.

Pero también había algo que le decía que se relajara. Que no era más que una diversión inofensiva. Tomar unas copas y, si algo ocurría, que procurara disfrutarlo. Nadie lo sabría jamás. Memphis estaba a dos mil kilómetros. Avery nunca lo sabría. Además, ¿qué podría decir, teniendo en cuenta su conducta? Todo el mundo lo hace. Le había ocurrido en otra ocasión, cuando estaba en la universidad, antes de casarse pero cuando ya estaba prometido. Se lo había atribuido al exceso de cerveza y lo había superado sin secuelas importantes. El tiempo se había encargado de ello. Abby nunca lo averiguaría.

Corre. Corre. Corre.

Después de caminar un par de kilómetros, todavía no se vislumbraba ningún bar. La playa estaba cada vez más oscura. Una nube ocultó convenientemente la luna. No habían visto a nadie desde que salieron de Rumheads. Ella le tiró de la mano, hacia unas sillas de plástico junto al agua.

—Vamos a descansar un poco —dijo, mientras él se acababa la cerveza—. No eres muy hablador —agregó.

—¿Qué quieres que te cuente?

—¿Crees que soy bonita?

—Eres muy bonita. Y tienes un cuerpo magnífico.

Ella se sentó al borde de la silla y chapoteaba con los pies en el agua.

—Vamos a darnos un baño.

—Bueno… no sé si me apetece.

—Vamos, Mitch. Me encanta el agua.

—Adelante. Yo te observaré.

La chica se arrodilló en la arena junto a él y le miró a pocos centímetros de distancia. Con mucha lentitud, se llevó las manos a la nuca, se desabrochó el bikini y éste cayó, muy despacio. Sus pechos, ahora mucho más voluminosos, reposaban sobre su antebrazo.

—Guárdame esto —dijo, entregándole aquella tela blanca de escasos gramos de peso.

Mitch estaba paralizado y su respiración, que hacía sólo unos segundos era difícil y laboriosa, había cesado ahora por completo.

Ella caminó lentamente hacia el agua. El cordón blanco no cubría nada a su espalda. Su hermosa cabellera, larga y oscura, le llegaba a la cintura. Avanzó hasta que el agua le llegaba a las rodillas y se volvió hacia la playa.

—Vamos, Mitch. El agua está maravillosa.

Mitch vio su radiante sonrisa. Acarició la parte superior del bikini y supo que aquélla era su última oportunidad para echar a correr. Pero se sentía débil y mareado. Para correr necesitaba más energía de la que disponía. Deseaba quedarse donde estaba y quizá ella desaparecería. Tal vez se ahogaría. Puede que de pronto apareciera una marea que se la llevara a alta mar.

—Vamos, Mitch.

Se quitó la camisa y entró caminando en el agua. Ella, que le observaba con una sonrisa, esperó a que llegara, le cogió de la mano y siguieron caminando juntos hacia aguas más profundas. Le rodeó el cuello con sus brazos y se besaron. Mitch encontró los cordones. Volvieron a besarse.

De pronto se detuvieron y, sin decir palabra, ella se dirigió a la playa. Él la observaba. Ella se sentó sobre la arena, entre las dos sillas, y se quitó el resto del bikini. Mitch metió la cabeza bajo el agua y aguantó durante mucho rato la respiración. Cuando emergió de nuevo, vio que estaba tumbada, con los codos apoyados en la arena. Escudriñó la playa y, evidentemente, no vio a nadie. En aquel preciso instante, la luna se ocultó tras otra nube. No había ningún barco, ni catamarán, ni bote, ni nadador, ni buceador, ni signo alguno de vida en el agua.

—No debo hacerlo —susurró entre dientes.

—¿Qué dices, Mitch?

—¡Que no debo hacerlo! —exclamó.

—Pero yo lo deseo.

—No puedo.

—Vamos, Mitch. Nadie lo sabrá.

Nadie lo sabrá. Nadie lo sabrá. Se acercó lentamente. Nadie lo sabrá.

El silencio era sepulcral en la parte posterior del taxi, cuando los abogados se desplazaban a Georgetown. Llegaban tarde. Se habían quedado dormidos y no habían tenido tiempo ni de desayunar. Ninguno de los dos se sentía particularmente bien. Avery, en especial, parecía agotado. Tenía los ojos irritados y el rostro muy pálido. No se había afeitado.

El taxista se detuvo en pleno tráfico, frente al Royal Bank de Montreal. El calor y la humedad eran agobiantes.

Randolph Osgood, un británico de mal talante, con un traje azul marino de chaqueta cruzada, gafas de asta, una enorme frente reluciente y la nariz puntiaguda, era el banquero. Saludó a Avery como a un viejo amigo y se presentó a Mitch. A continuación pasaron a un holgado despacho del segundo piso, con vista a Hogsty Bay, donde les esperaban dos empleadas.

—¿Qué es exactamente lo que necesitas, Avery? —preguntó Osgood en un tono nasal.

—Podemos empezar por tomar café. Necesito sumarios de todas las cuentas de Sonny Capps, Al Coscia, Dolph Hemmba, Ratzlaff Partners y Greene Group.

—De acuerdo. ¿A partir de qué fecha?

—Los últimos seis meses de cada cuenta.

Osgood chascó los dedos en dirección a una de las empleadas, que abandonó la sala para regresar al cabo de unos instantes con café y galletas. La otra tomaba notas.

—Es evidente, Avery, que necesitaremos autorización y poderes notariales para cada uno de esos clientes —dijo Osgood.

—Están en sus respectivas fichas —respondió Avery, mientras sacaba los documentos de su cartera.

—Sí, pero han caducado. Necesitamos unos nuevos, para cada cuenta.

—Muy bien —dijo Avery, mientras colocaba una carpeta sobre la mesa—. Aquí están. Todos vigentes —agregó, al tiempo que hacía un guiño a Mitch.

Una de las empleadas cogió la carpeta y abrió los documentos sobre la mesa. Ambas los examinaron uno por uno, antes de que lo hiciera el propio Osgood. Los abogados tomaban café mientras esperaban.

—Todo parece correcto —sonrió Osgood—. Traeremos los sumarios. ¿Qué más necesitas?

—Tengo que fundar tres compañías. Dos para Sonny Capps y una para Greene Group. Seguiremos el procedimiento habitual. El banco actuará como agente registrado, etcétera.

—Traeré los documentos necesarios —respondió Osgood y miró a una empleada—. ¿Algo más?

—Esto es todo por ahora.

—Muy bien. Tendremos los sumarios dentro de unos treinta minutos. ¿Os apetece almorzar conmigo?

—Lo siento, Randolph, gracias por la invitación. Mitch y yo tenemos un compromiso anterior. Tal vez mañana.

Mitch no sabía nada referente a un compromiso anterior, por lo menos en el que él estuviera involucrado.

—Quizá —respondió Osgood, antes de abandonar el despacho con las dos empleadas.

Avery cerró la puerta y se quitó la chaqueta. Se dirigió a la ventana y tomó un poco de café.

—Mira, Mitch, lamento mucho lo de anoche. Lo siento muchísimo. Me emborraché y dejé de pensar. No debí haber inducido a aquella mujer a que te conquistara.

—No tiene importancia. Pero no vuelvas a hacerlo.

—No lo haré. Te lo prometo.

—¿Te lo pasaste bien?

—Creo que sí. No recuerdo demasiado. ¿Cómo te fue con su hermana?

—Me mandó a freír espárragos. Fui a la playa y di un paseo.

—Sabes que estoy separado de mi esposa y que probablemente nos divorciaremos, más o menos dentro de un año —dijo Avery, mientras se comía una galleta—. Procuro ser muy discreto, porque el divorcio podría ser desagradable. Según la tradición de la empresa, lo que ocurre lejos de Memphis permanece lejos de Memphis. ¿Comprendido?

—Por favor, Avery. Sabes perfectamente que no se lo mencionaré a nadie.

—Lo sé. Lo sé.

A Mitch le tranquilizó conocer la tradición de la empresa, a pesar de que había despertado con la convicción de haber cometido el crimen perfecto. Había pensado en ella en la cama, la ducha, el taxi, e incluso ahora tenía dificultad en concentrarse. Le asombró darse cuenta de que miraba las joyerías al llegar a Georgetown.

—Quiero hacerte una pregunta —dijo Mitch.

Avery asintió, mientras comía otra galleta.

—Cuando, hace unos meses, Oliver Lambert, McKnight y el resto de la pandilla me reclutaron, insistieron repetidamente en que la empresa reprobaba el divorcio, las mujeres, la bebida, las drogas y, en general, todo lo que no fuera trabajar duro y ganar dinero. Ésa fue la razón por la que acepté el empleo. He visto lo de trabajar duro y del dinero, pero ahora veo también otras cosas. ¿Cómo te extraviaste? ¿O es que todos los demás también lo hacen?

—No me gusta la pregunta.

—Sabía que no te gustaría. Pero te agradecería una repuesta. La merezco. Tengo la sensación de haber sido víctima de un engaño.

—¿Y qué piensas hacer? ¿Abandonar el empleo porque me emborraché y me acosté con una puta?

—No he pensado en abandonar la empresa.

—Bien. No lo hagas.

—Pero tengo derecho a una respuesta.

—De acuerdo. Lo justo es justo. Yo soy el mayor tunante de la empresa y se lanzarán contra mí cuando mencione el divorcio. Alterno con mujeres de vez en cuando, pero nadie lo sabe. O, por lo menos, no han logrado pescarme con las manos en la masa. Estoy seguro de que otros socios también lo hacen, pero jamás lograrías descubrirlos. No todos, sólo algunos. La mayoría goza de un matrimonio estable y son permanentemente fieles a sus esposas. Yo siempre he sido un pillín, pero me han tolerado porque tengo mucho talento. Saben que bebo durante el almuerzo y algunas veces en el despacho, como también saben que quebranto otras reglas sagradas, pero me hicieron socio porque me necesitaban. Y ahora que lo soy, no pueden hacer gran cosa al respecto. No soy un sujeto tan malo, Mitch.

—No dije que lo fueras.

—No soy perfecto. Algunos de ellos sí lo son, créeme. Son máquinas, robots. Viven, comen y duermen para Bendini, Lambert & Locke. A mí me gusta divertirme un poco.

—De modo que tú eres la excepción…

—Que confirma la regla, efectivamente. Y no me avergüenzo de ello.

—No te pedía ninguna explicación, sino una simple aclaración.

—¿Está lo bastante claro?

—Sí. Siempre he admirado tu franqueza.

—Y yo admiro tu disciplina. Un hombre ha de ser muy fuerte para serle fiel a su esposa, con las tentaciones que tuviste anoche. Yo no soy tan fuerte. No deseo serlo.

Tentaciones. Había pensado en inspeccionar las joyerías del centro de la ciudad durante la hora del almuerzo.

—Escucha, Avery, no soy ningún santo, ni estoy asustado. No soy quién para juzgar; yo he sido juzgado toda la vida. Sólo estaba confundido respecto a las reglas, eso es todo.

—Las reglas nunca cambian. Están hechas de hormigón. Esculpidas en granito. Grabadas en la roca. Si las quebrantas de un modo excesivo, te encontrarás de patitas en la calle. O quebrántalas tanto como quieras, pero asegúrate de que no te descubran.

—Parece sensato.

Osgood entró en el despacho, acompañado de un grupo de empleadas, con copias de ordenador y un montón de documentos. Lo amontonaron todo meticulosamente sobre la mesa y lo colocaron en orden alfabético.

—Esto te mantendrá ocupado por lo menos un día entero —dijo Osgood con una sonrisa forzada—. Estaré en mi despacho si me necesitas —agregó, después de chascar los dedos, para ordenar a las empleadas que se retiraran.

—De acuerdo, gracias —respondió Avery, mientras se acercaba al primer montón de documentos.

Mitch se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata.

—¿Qué es, exactamente, lo que estamos haciendo aquí? —preguntó.

—Dos cosas. En primer lugar, revisaremos todas las entradas en estas cuentas. Nos interesan primordialmente los intereses ganados, el rédito, la cantidad, etcétera. Haremos una breve inspección de cada cuenta, para asegurarnos de que el interés va a parar donde le corresponde. Por ejemplo, Dolph Hemmba manda sus intereses a nueve bancos distintos en las Bahamas. Es absurdo, pero a él le hace feliz. También hace que nadie, excepto yo, pueda seguirlo. Tiene unos doce millones en este banco y por tanto vale la pena controlarlos. Podría hacerlo él personalmente, pero prefiere que me ocupe yo del tema. A doscientos cincuenta la hora, no me importa. Comprobaremos el interés que este banco paga en cada cuenta. La cuantía del rédito depende de una serie de factores. Es discrecional respecto al banco y ésta es una buena forma de garantizar su honradez.

—Creí que eran honrados.

—Lo son, pero son banqueros, no lo olvides.

—Tenemos ante nosotros una treintena de cuentas y antes de marcharnos de aquí conoceremos con exactitud sus saldos, intereses acumulados y el destino de los mismos. En segundo lugar, debemos fundar tres compañías supeditadas a la jurisdicción de estas islas. Los trámites legales son bastante sencillos y podrían efectuarse desde Memphis, pero los clientes prefieren que lo hagamos aquí. Recuerda que tratamos con gente que invierte muchos millones y a los que no les preocupa una minuta de varios millares.

Mitch echó una ojeada a una copia informática en el montón de Hemmba.

—¿Quién es ese Hemmba? Nunca he oído hablar de él.

—Tengo muchos clientes de los que no has oído hablar. Hemmba es un latifundista de Arkansas, uno de los mayores propietarios rurales del estado.

—¿Doce millones de dólares?

—Sólo en este banco.

—Esto supone mucho algodón y mucha soja.

—Digamos que también tiene otros negocios.

—¿Por ejemplo?

—En realidad, no puedo decírtelo.

—¿Legales o ilegales?

—Digamos sólo que oculta veinte millones, más intereses, en diversos bancos del Caribe, a espaldas de Hacienda.

—¿Y nosotros le ayudamos?

Avery desparramó los documentos sobre un extremo de la mesa y empezó a examinar los asientos. Mitch le observaba, a la espera de una respuesta. Creció el silencio y comprendió que no la recibiría. Podía haber insistido, pero decidió que había formulado bastantes preguntas para un solo día. Se arremangó las mangas y se puso a trabajar.

A las doce descubrió el compromiso anterior de Avery. Tenía una cita con su compañera en el apartamento. Sugirió que se tomaran un par de horas de descanso y recomendó a Mitch un café en el centro de la ciudad.

En lugar de dirigirse al café, Mitch descubrió la biblioteca de Georgetown, a cuatro manzanas del banco. En el segundo piso le indicaron dónde se encontraba la sección de periódicos, en la que había una estantería llena de ejemplares antiguos de The Daily Caymanian. Buscó entre los del mes de junio hasta encontrar el del día veintisiete y lo colocó sobre una mesa cerca de una ventana, desde la que se dominaba la calle. Miró por la ventana y a continuación lo hizo con mayor atención. Había un individuo al que acababa de ver hacía sólo unos momentos en la calle, junto al banco. Estaba al volante de un Chevette amarillo destartalado, estacionado en un callejón frente a la biblioteca. Era un individuo robusto, de pelo oscuro y aspecto extranjero, con una chabacana camisa verde y naranja y unas gafas de sol ordinarias, utilizadas por los turistas.

El mismo Chevette, con el mismo conductor, estaba aparcado frente a una tienda de regalos junto al banco y al cabo de unos momentos, a cuatro manzanas. Un indígena se apeó de su bicicleta junto al coche. El conductor le dio un cigarrillo y señaló la biblioteca. El indígena abandonó su bicicleta y cruzó apresuradamente la calle.

Mitch dobló el periódico y se lo guardó en el bolsillo. Dio una vuelta por las estanterías, encontró un National Geographic y se instaló en una mesa. Examinó la revista y escuchó atentamente las pisadas del indígena que subía por la escalera, vio que se le acercaba, se colocaba a su espalda, pareció detenerse un instante para ver lo que estaba leyendo y volvió a marcharse. Mitch esperó un momento antes de regresar junto a la ventana. El indígena hablaba con el conductor del Chevette, que le entregaba otro cigarrillo. Después de encenderlo, se fue en su bicicleta.

Mitch abrió el periódico sobre la mesa y examinó el artículo de primera plana sobre los dos abogados norteamericanos y su monitor de buceo, que habían fallecido el día anterior en un misterioso accidente. Tomó nota mental y devolvió el periódico a la estantería.

El Chevette seguía vigilando. Mitch pasó por delante del coche y se encaminó hacia el banco. El centro comercial estaba apiñado entre los edificios del banco y Hogsty Bay. Las calles eran estrechas y estaban abarrotadas de turistas a pie, en moto, o en pequeños coches alquilados. Se quitó la chaqueta y entró en una tienda de camisetas, con un bar en el primer piso. Subió, pidió una Coca-Cola y se sentó en la terraza.

Al cabo de pocos minutos apareció el indígena en la barra, que le vigilaba oculto tras una carta escrita a mano, mientras tomaba una Red Stripe.

Mitch saboreaba su Coca-Cola y observaba el tumulto de la calle. No vio el Chevette por ninguna parte, pero sabía que no estaba lejos. Se dio cuenta de que otro individuo le observaba desde la calle, pero luego desapareció. Luego una mujer. ¿Estaba paranoico? Entonces apareció el Chevette por la segunda bocacalle y avanzó lentamente hasta situarse debajo de donde él se encontraba.

Bajó a la tienda de camisetas y compró unas gafas de sol. Caminó un par de manzanas y entró en una bocacalle. Corrió por la sombra hasta la próxima calle y entró en una tienda de regalos. Salió por la puerta trasera, que daba a un callejón. Vio una tienda de ropa para turistas y entró por la puerta lateral. Vigiló atentamente la calle y no vio nada. Los colgadores estaban llenos de pantalones cortos y camisas multicolores, que los indígenas no utilizaban pero que encantaban a los norteamericanos. Mitch estuvo conservador: pantalón corto blanco y jersey convencional rojo. Encontró unas sandalias de esparto, que hacían juego con el sombrero que le gustaba. La dependienta se rió y le mostró el probador. Inspeccionó de nuevo la calle. Nada. La ropa le caía bien y preguntó a la dependienta si podía dejar su traje y sus zapatos en la trastienda un par de horas.

—Desde luego —respondió.

Pagó al contado, le dio un billete de diez a la chica y le pidió que le llamara un taxi. Ella le dijo que era muy apuesto.

Muy nervioso, vigiló atentamente la calle hasta la llegada del taxi. Cruzó la acera corriendo y se instaló en el asiento posterior.

—Abanks Dive Lodge —ordenó al taxista.

—Eso está muy lejos, amigo.

Mitch le entregó un billete de veinte.

—Ponte en marcha y vigila el retrovisor. Si alguien nos sigue, dímelo.

—De acuerdo, amigo —respondió el conductor, al tiempo que agarraba el dinero.

Mitch se apoltronó en el asiento trasero, bajo su nuevo sombrero, mientras el taxi avanzaba penosamente por Shedden Road, salía del centro comercial, rodeaba Hogsty Bay y se dirigía al este, más allá de Red Bay, fuera ya de Georgetown, por la carretera de Bodden Town.

—¿De quién huye, amigo?

—De Hacienda —sonrió Mitch, mientras bajaba la ventanilla.

Él creyó que tenía gracia, pero el taxista parecía desconcertado. Recordó que en las islas no había impuestos, ni recaudadores. El conductor guardó silencio.

Según el periódico, el monitor de buceo era Philip Abanks, hijo de Barry Abanks, propietario del centro de submarinismo. Los tres se habían ahogado, después de que algún tipo de explosión tuviera lugar en su embarcación. Una explosión muy misteriosa. Los cadáveres habían sido hallados a veinticinco metros de profundidad, con equipo completo de submarinismo. No había testigos del accidente, ni explicación alguna de por qué la explosión había tenido lugar a dos millas de la costa, en un lugar donde no se solía bucear. El artículo decía que quedaban muchas preguntas por contestar.

Bodden Town era un pequeño pueblo, a veinte minutos de Georgetown. El centro de submarinismo estaba al sur del pueblo, en un lugar aislado de la playa.

—¿Nos ha seguido alguien? —preguntó Mitch.

El taxista movió la cabeza.

—Buen trabajo. Aquí tienes cuarenta pavos —dijo Mitch, al tiempo que consultaba su reloj—. Es casi la una. ¿Puedes estar aquí a las dos y media en punto?

—Desde luego, amigo.

La carretera acababa al borde de la playa, en una zona de roca blanca destinada al aparcamiento, a la sombra de docenas de palmeras. El edificio frontal del centro era una amplia casa de dos pisos, con tejado de cinc y una escalera exterior que conducía al centro del segundo piso. La denominaban la Grand House. Estaba pintada de color azul claro, con un impecable borde blanco, y se hallaba parcialmente oculta tras unas parras y tinas azucenas. La greca forjada a mano era rosa y los sólidos postigos de color aceituna. Era la oficina y comedor de Abanks Dive Lodge. A la derecha disminuía el número de palmeras y un pequeño camino rodeaba la Grand House, para desembocar en una pequeña área de roca blanca. A cada lado había aproximadamente una docena de cabañas con tejado de paja, donde se alojaban los buceadores. Un laberinto de caminitos enlazaban las cabañas con el centro neurálgico de la escuela de submarinismo: un bar al aire libre, junto al agua.

Mitch se dirigió al bar, acompañado del familiar sonido del reggae y carcajadas. Era parecido a Rumheads, pero sin la muchedumbre. Al cabo de unos minutos el barman, Henry, le sirvió una Red Stripe.

—¿Dónde está Barry Abanks? —preguntó Mitch.

El barman movió la cabeza en dirección al océano y regresó a la barra. A media milla de la costa, una embarcación surcaba lentamente las aguas tranquilas en dirección al centro. Mitch se comió una hamburguesa con queso y miró cómo jugaban al dominó.

La embarcación atracó junto a un espigón, situado entre el bar y una cabaña de mayores dimensiones, con las palabras «tienda de submarinismo» escritas a mano en una ventana. Los buceadores saltaron del barco con sus bolsas de submarinismo y se dirigieron sin excepción al bar. Junto a la embarcación había un individuo bajo y musculoso, que vociferaba órdenes a los marineros, ocupados en la descarga de botellas vacías. Llevaba una gorra de béisbol y poca cosa más. Una diminuta tela negra cubría su entrepierna y la mayor parte de su trasero. A juzgar por el tono de su curtida piel, probablemente no había usado muchas prendas de vestir en los últimos cincuenta años. Entró un momento en la tienda, vociferó algunas órdenes a los monitores y marineros, y se dirigió al bar. Sin preocuparse en absoluto de los clientes, se dirigió a la nevera, cogió una Heineken, la abrió y tomó un largo trago.

El barman le dijo algo a Abanks y movió la cabeza en dirección a Mitch. Cogió otra Heineken y se acercó a su mesa.

—¿Preguntaba por mí? —dijo sin sonreír, casi con una mueca.

—¿Es usted el señor Abanks?

—El mismo. ¿Qué desea?

—Me gustaría hablar con usted unos minutos.

Echó un trago de cerveza y lanzó una mirada al océano.

—Estoy demasiado ocupado. Una de mis embarcaciones sale dentro de cuarenta minutos.

—Me llamo Mitch McDeere. Soy abogado, de Memphis.

Abanks le miró con unos diminutos ojos castaños. Había logrado que le prestara toda su atención.

—¿Y bien?

—Pues que los dos individuos que murieron con su hijo eran amigos míos. Serán sólo unos minutos.

Abanks se sentó en un taburete y apoyó los codos sobre la mesa.

—Éste no es uno de mis temas predilectos.

—Lo sé. Lo lamento.

—La policía me ha dicho que no hable con nadie.

—Es confidencial. Se lo juro.

Abanks entornó los ojos y contempló el azul brillante del agua. El rostro y los brazos mostraban las cicatrices de una vida consagrada al mar, guiando a los aprendices a veinte metros de profundidad, por los arrecifes de coral y buques naufragados.

—¿Qué quiere saber? —preguntó, con voz muy suave.

—¿Podemos hablar en otro lugar?

—Por supuesto. Vamos a dar un paseo.

Antes de dirigirse a la playa, le chilló alguna orden a Henry y habló con unos buceadores que se encontraban en el bar.

—Me gustaría hablar del accidente —dijo Mitch.

—Pregunte, pero puede que no le responda.

—¿Qué causó la explosión?

—No lo sé. Tal vez un compresor. Quizá el carburante. No estamos seguros. La embarcación quedó muy dañada y la mayoría de las pistas ardieron en llamas.

—¿Era suyo el barco?

—Sí. Uno de los más pequeños. Diez metros de eslora. Sus amigos lo habían alquilado para toda la mañana.

—¿Dónde se encontraron los cuerpos?

—A veinticinco metros de profundidad. No había nada sospechoso respecto a los cuerpos, a excepción de que no tenían ninguna quemadura ni herida que indicara que habían estado cerca de una explosión. Lo cual, en mi opinión, hace que los cuerpos fueran muy sospechosos.

—Según la autopsia, se ahogaron.

—Sí, se ahogaron. Pero sus amigos llevaban puesto el equipo completo de submarinismo, que más adelante examinó uno de mis expertos. Funcionaba a la perfección y ellos eran buenos buceadores.

—¿Y su hijo?

—No llevaba el equipo completo. Pero nadaba como un pez.

—¿Dónde tuvo lugar la explosión?

—Tenían previsto bucear en unos arrecifes de Roger’s Wreck Point. ¿Conoce usted la isla?

—No.

—Está cerca de East Bay, en el extremo nordeste. Sus amigos no habían buceado nunca por aquella zona y mi hijo les sugirió que lo probaran. Conocíamos bien a sus amigos. Eran expertos buceado-res y se lo tomaban en serio. Insistían siempre en tener una embarcación para ellos solos y no les importaba pagarla. Además, querían que fuera Philip quien los acompañara. No sabemos si llegaron a bucear en el lugar previsto. Encontramos el barco ardiendo a dos millas de la costa, muy lejos de los lugares donde solemos sumergirnos.

—¿Pudo haber llegado hasta allí a la deriva?

—Imposible. Si hubiera tenido problemas con el motor, Philip habría llamado por la radio. Tenemos equipos modernos y nuestros capitanes se mantienen siempre en contacto con la base. La explosión en modo alguno pudo haber tenido lugar en el extremo nordeste. Nadie vio ni oyó nada y siempre hay alguien en la zona. Además, una embarcación dañada no puede desplazarse dos millas a la deriva. Y lo que es más importante, recuerde que los cuerpos no estaban en el barco. Supongamos que el barco se hubiera desplazado a la deriva, ¿cómo se explicaría el desplazamiento de los cuerpos bajo el agua? Los encontraron a unos veinte metros de la embarcación.

—¿Quién los encontró?

—Mis hombres. Nos enteramos de lo ocurrido por la radio y mandamos un equipo. Sabíamos que se trataba de nuestro barco y mis hombres empezaron a bucear. En pocos minutos encontraron los cuerpos.

—Sé que es difícil hablar de este tema.

Abanks se acabó la cerveza y arrojó la botella en un cubo de madera.

—Sí, lo es. Pero el tiempo cicatriza las heridas. ¿Por qué está tan interesado?

—Las familias se hacen muchas preguntas.

—Lo siento por ellas. El año pasado conocí a sus esposas. Pasaron una semana con nosotros. Son gente encantadora.

—¿Es posible que estuvieran explorando una nueva zona cuando ocurrió el accidente?

—Es posible, pero sumamente improbable. Nuestros barcos comunican sus desplazamientos de una zona a otra. Ésta es la norma. Sin excepciones. En una ocasión despedí a un capitán por no comunicar de antemano su próximo destino. Mi hijo era el mejor capitán de la isla. Se crió en estas aguas. Jamás habría dejado de comunicar sus desplazamientos en el mar. Es así de sencillo. La policía cree que esto fue lo que ocurrió, pero tienen que creer algo. Es la única explicación que tienen.

—¿Pero cómo se explica el estado de los cuerpos?

—No se explica. En lo que a la policía concierne, es simplemente otro accidente de buceo.

—¿Fue un accidente?

—No lo creo.

Las sandalias le habían producido ampollas en los pies y Mitch se las quitó. Dieron media vuelta y emprendieron el camino de regreso.

—Si no fue un accidente, ¿qué fue?

Abanks caminaba, sin dejar de observar las olas que acariciaban la arena y, por primera vez, sonrió.

—¿Qué otras posibilidades hay?

—En Memphis se rumorea que pudo haber estado relacionado con un asunto de drogas.

—Hábleme de ese rumor.

—Hemos oído que su hijo formaba parte de una red de traficantes que probablemente aquel día había utilizado la embarcación para reunirse con un suministrador en alta mar, que hubo una pelea y que mis amigos se encontraron en medio de la refriega.

Abanks sonrió y movió la cabeza.

—Philip no era de ésos. Que yo sepa, nunca utilizó ninguna droga y sé que no traficaba. No le interesaba el dinero. Sólo las mujeres y el submarinismo.

—¿No cabe ninguna posibilidad?

—No, ninguna. Jamás he oído ese rumor y dudo que en Memphis tengan más información. Esta isla es pequeña, y a estas alturas habría llegado a mis oídos. Es completamente falso.

La conversación había concluido y se detuvieron cerca del bar.

—Voy a pedirle un favor —dijo Abanks—. No mencione nada de esto a las familias. No puedo demostrar lo que sé que es cierto y, por consiguiente, es mejor que nadie lo sepa. Especialmente los familiares.

—No se lo contaré a nadie. Y yo le ruego que tampoco mencione nuestra conversación. Puede que venga alguien y haga preguntas sobre mi visita. Dígales que hablamos de submarinismo.

—Como quiera.

—Mi esposa y yo vendremos en primavera, durante las vacaciones. Me pondré en contacto con usted.