El guarda le llamó por su nombre, le cacheó y le hizo pasar a una gran sala, donde había una serie de reducidos cubículos ocupados por visitantes, que hablaban o susurraban a través de unas espesas telas metálicas.
—Número catorce —dijo el guarda, con el brazo y el dedo extendidos.
Mitch se acercó a su cubículo y tomó asiento. Al cabo de un minuto apareció Ray y se sentó entre dos tabiques, al otro lado de la tela metálica. A no ser por la cicatriz en la frente de Ray y sus patas de gallo, se les habría tomado por gemelos. Ambos medían metro ochenta y tres, pesaban unos ochenta kilos, tenían el cabello castaño claro, pequeños ojos azules, los pómulos subidos y una ancha barbilla. Siempre se les había dicho que había sangre india en la familia, pero que el color tostado de la piel se había perdido con el transcurso de los años en las minas de carbón.
Mitch no había estado en Brushy Mountain desde hacía tres años. Tres años y tres meses. En los últimos ocho años se habían mandado mutuamente dos cartas por mes, todos los meses.
—¿Cómo va tu francés? —preguntó finalmente Mitch.
Las pruebas de aptitud del ejército habían demostrado que Ray poseía una habilidad extraordinaria para los idiomas. Había servido dos años como intérprete vietnamita. Cuando estaba destinado en Alemania, había llegado a dominar el alemán en seis meses. Para aprender el español había tardado cuatro años, pero se había visto obligado a hacerlo con un diccionario en la biblioteca de la cárcel. El francés era su proyecto más reciente.
—Supongo que lo domino —respondió Ray—. Aquí es difícil de evaluar. No tengo muchas oportunidades de practicarlo. Evidentemente, no forma parte del programa docente del centro, y por consiguiente la mayoría de mis colegas son monolingües. Es, sin duda, un bonito idioma.
—¿Es fácil?
—No tanto como el alemán. Claro que aprender alemán me resultó más fácil porque vivía allí y todo el mundo lo hablaba. ¿Sabías que el cincuenta por ciento de nuestro idioma proviene del alemán, a través del inglés antiguo?
—No, no lo sabía.
—Es cierto. Los ingleses y los alemanes son primos hermanos.
—¿Cuál será tu próximo proyecto?
—Probablemente el italiano. Es una lengua románica, como el francés, el español y el portugués. Tal vez el ruso. O puede que el griego. He estado leyendo sobre las islas griegas y pienso visitarlas pronto.
Mitch sonrió. Le faltaban por lo menos siete años para la condicional.
—Crees que bromeo, ¿no es cierto? —dijo Ray—. Voy a largarme de aquí, Mitchell, y no tardaré mucho.
—¿Qué planes tienes?
—Ahora no puedo contártelo, pero lo estoy organizando.
—No lo hagas, Ray.
—Necesitaré un poco de ayuda en el exterior y suficiente dinero para abandonar el país. Con mil me basta. Tú podrás proporcionármelos, ¿no es cierto? No te verás implicado.
—¿No nos están escuchando?
—A veces lo hacen.
—Cambiemos de tema.
—Por supuesto. ¿Cómo está Abby?
—Muy bien.
—¿Dónde está?
—En estos momentos en la iglesia. Quería venir, pero le dije que no le permitirían verte.
—Me gustaría verla. A juzgar por tus cartas, parece que estáis realmente bien. Casa nueva, coches, club de campo. Estoy muy orgulloso de ti. Eres el primer McDeere en dos generaciones que llega a ser alguien.
—Nuestros padres eran buenas personas, Ray. Pero no tuvieron oportunidades, ni les acompañó la suerte. Hicieron todo lo que pudieron.
—Sí, supongo que tienes razón —sonrió Ray, al tiempo que desviaba la mirada—. ¿Has hablado con mamá?
—Hace tiempo.
—¿Sigue en Florida?
—Eso creo.
Hicieron una pausa y se contemplaron los dedos. Pensaron en su madre. La mayor parte de los recuerdos eran dolorosos. Había habido momentos felices cuando eran niños y su padre aún vivía. Ella nunca se recuperó de su muerte y después del fallecimiento de Rusty, los tíos y las tías la encerraron en un sanatorio.
Ray resiguió la tela metálica con un dedo, sin dejar de observarlo.
—Hablemos de otra cosa.
Mitch asintió. Había mucho de que hablar, pero estaba todo en el pasado. No tenían nada en común, a excepción del pasado, que era preferible dejar tranquilo.
—Mencionaste en una carta que uno de tus ex compañeros de celda era investigador privado en Memphis.
—Eddie Lomax. Fue policía en Memphis durante nueve años, hasta que le condenaron por violación.
—¿Violación?
—Sí. Lo pasó muy mal aquí. Los violadores no gozan de buena reputación y se odia a los policías. Casi le mataron antes de que yo interviniera. Ahora hace unos tres años que salió. Nunca deja de escribirme. Se dedica sobre todo a investigar divorcios.
—Está su número en la guía.
—Nueve-seis-nueve tres-ocho-tres-ocho. ¿Para qué le necesitas?
—Tengo a un compañero abogado al que engaña su mujer, pero no logra atraparla. ¿Es bueno ese individuo?
—Muy bueno, según dice. Ha ganado bastante dinero.
—¿Puedo confiar en él?
—¿Bromeas? Dile que eres mi hermano y si es necesario matará por ti. Él me ayudará a salir de aquí, aunque todavía no lo sabe. Tú podrías mencionárselo.
—Preferiría que lo olvidaras.
—Tres minutos —dijo un guarda, a la espalda de Mitch.
—¿Qué puedo mandarte? —preguntó Mitch.
—Podrías hacerme un gran favor, si no te importa.
—Lo que sea.
—Pásate por cualquier librería y procura conseguirme uno de esos cursos con casete para hablar griego en veinticuatro horas. Y un diccionario griego-inglés.
—Te lo mandaré la semana próxima.
—¿Y lo mismo en italiano?
—Desde luego.
—Todavía no he decidido si ir a Sicilia o a las islas griegas. Me atrae tanto lo uno como lo otro. Se lo he consultado al capellán de la prisión, pero no me ha servido de gran ayuda. He pensado en preguntárselo al alcaide. ¿Qué opinas?
—¿Por qué no vas a Australia? —rió Mitch, moviendo la cabeza.
—Buena idea. Mándame cintas en australiano y un diccionario.
Ambos sonrieron. Al cabo de un momento se pusieron serios, se observaron mutuamente con atención y esperaron a que el guarda diera la visita por terminada. Mitch contempló la cicatriz en la frente de su hermano y pensó en los innumerables bares e incontables peleas que habían conducido al inevitable homicidio, según Ray en defensa propia. Durante muchos años había estado furioso con él por su estupidez, pero el enojo había pasado. Lo que deseaba ahora era darle un abrazo, llevárselo a casa y ayudarle a encontrar trabajo.
—No sientas compasión por mí —dijo Ray.
—Abby quiere escribirte.
—Me gustaría que lo hiciera. Apenas la recuerdo de niña en Danesboro, correteando junto al banco de su padre en la calle Mayor. Dile que me mande una fotografía. Y también me gustaría que me mandaras una foto de tu casa. Eres el primer McDeere del siglo propietario de una finca.
—Debo marcharme.
—Hazme un favor. Creo que deberías encontrar a mamá, aunque sólo sea para asegurarte de que sigue viva. Ahora que has terminado en la facultad, estaría bien que te pusieras en contacto con ella.
—Lo he estado pensando.
—Procura decidirte, ¿de acuerdo?
—Desde luego. Hasta dentro de un mes, más o menos.
DeVasher aspiró el humo de su Roi-Tan y soltó una bocanada en dirección al extractor.
—Hemos encontrado a Ray McDeere —anunció con orgullo.
—¿Dónde? —preguntó Ollie.
—En la cárcel estatal de Brushy Mountain. Condenado hace ocho años en Nashville por un homicidio en segundo grado a una pena de quince años sin remisión de condena. Su verdadero nombre es Raymond McDeere. Treinta y un años. Sin familia. Sirvió tres años en el ejército. Expulsado de las fuerzas armadas. Un auténtico perdedor.
—¿Cómo lo has encontrado?
—Ayer recibió visita de su hermano menor. Nosotros le seguíamos. Vigilado día y noche, ¿recuerdas?
—La sentencia figura en los archivos públicos. Debías haberlo descubierto antes.
—Lo habríamos hecho, Ollie, si hubiera sido importante. Pero no lo es. Cumplimos con nuestra obligación.
—¡Conque quince años! ¿A quién mató?
—Lo de costumbre. Un puñado de borrachos peleando en un bar por una mujer. Pero sin ningún arma. El informe oficial de la autopsia dice que golpeó a la víctima dos veces con los puños y le fracturó el cráneo.
—¿Por qué le expulsaron del ejército?
—Insubordinación flagrante. Además de agredir físicamente a un oficial. No sé cómo se las arregló para que no le hicieran un consejo de guerra. Parece un individuo de malas pulgas.
—Tienes razón, no es importante. ¿Qué más has averiguado?
—No mucho. Como bien sabes, su casa está llena de micrófonos. No ha hablado de Tarrance con su esposa. A decir verdad, escuchamos a ese muchacho día y noche, y no ha mencionado a Tarrance a nadie.
Ollie sonrió y asintió. Estaba orgulloso de McDeere. Menudo abogado.
—¿Y en cuanto al sexo?
—Lo único que hacemos es escuchar, Ollie. Pero escuchamos con mucha atención y creo que no lo han practicado desde hace un par de semanas. No es de extrañar, teniendo en cuenta que pasa aquí dieciséis horas al día, con la rutina laboral a la que sometéis a los novatos. Parece que empieza a estar un poco harto. Podría tratarse del síndrome habitual de la esposa del novato. Ella habla muy a menudo con su madre; a cobro revertido, para que él no se entere. Le ha contado todas esas tonterías de que su marido ha cambiado. Cree que trabajar tanto acabará con su salud. He ahí lo que oímos. Lamento no disponer de fotografías, Ollie, porque sé lo mucho que te gustan. A la primera oportunidad haremos fotos.
Ollie miró a la pared, pero no dijo nada.
—A propósito, Ollie —agregó—, creo que tenemos que mandar al muchacho con Avery en viaje de negocios a la isla de Gran Caimán. Procura organizarlo.
—Desde luego. ¿Puedo saber por qué?
—Ahora no. Lo sabrás más adelante.
El edificio estaba en uno de los barrios modestos de la ciudad, a un par de manzanas de la sombra proyectada por los modernos rascacielos de cristal y acero, amontonados como si la tierra escaseara en Memphis. El cartel de la puerta le dirigía a uno al piso superior, donde Eddie Lomax, investigador privado, tenía su despacho. Era obligatorio concertar la visita con antelación. En la puerta de la oficina se anunciaban toda clase de investigaciones: divorcios, accidentes, parientes desaparecidos, vigilancia. El anuncio en la guía telefónica mencionaba la experiencia policial, pero no la causa de su interrupción. Hablaba de servicio de escucha, contramedidas, protección de menores, fotografías, pruebas judiciales, análisis fonético, localización de bienes, reclamaciones a compañías de seguros e investigaciones prematrimoniales. Profesional registrado, asegurado, licenciado y disponible veinticuatro horas al día. Ético, fiable, confidencial, nada de qué preocuparse.
A Mitch le impresionó la abundancia de confianza. Su visita estaba concertada para las cinco de la tarde y llegó unos minutos antes. Una escultural rubia platino, con una ajustadísima falda de cuero que hacía juego con sus botas negras, preguntó por su nombre y le indicó que se sentara en una silla de plástico de color naranja, junto a una ventana. Eddie le recibiría dentro de un minuto. Inspeccionó la silla y, al darse cuenta de la fina capa de polvo que la cubría, así como de unas manchas que parecían ser de grasa, rechazó la oferta, alegando que le dolía la espalda. Tammy se encogió de hombros, para volver a concentrarse en su chicle y en el documento que estaba mecanografiando; Mitch se preguntó si se trataría de un informe prematrimonial, del resumen de un servicio de vigilancia, o quizá de las medidas a tomar para un contraataque. El cenicero de su mesa estaba lleno de colillas manchadas de carmín. Sin dejar de mecanografiar con su mano izquierda, la derecha agarró con gran rapidez y precisión otro cigarrillo y lo colocó entre sus pegajosos labios. Con una coordinación extraordinaria, hizo un veloz gesto con la mano izquierda y una llama alcanzó el extremo de un delgado cigarrillo, increíblemente largo. En el momento de extinguirse la llama, los labios se contrajeron y endurecieron instintivamente alrededor de la minúscula intrusión, y el cuerpo entero empezó a inhalar. Las letras se convertían en palabras, las palabras en oraciones y las oraciones en párrafos, mientras intentaba desesperadamente llenarse los pulmones de humo. Por fin, con un par de centímetros convertidos en ceniza, aspiró, retiró el cigarrillo de sus labios con dos uñas de un rojo reluciente y soltó una enorme bocanada. El humo se elevó hacia un mugriento techo escayolado, donde se deshizo la nube existente, hasta acabar flotando junto al fluorescente. Tosió carrasposamente. Con la tos, que parecía proceder de lo más profundo de sus entrañas, se le enrojeció el rostro y se balancearon sus enormes senos, peligrosamente cerca del teclado de su máquina de escribir. Cogió una taza que tenía al alcance de la mano, sorbió algo, volvió a colocarse el cigarrillo entre los labios y siguió como si nada.
Al cabo de un par de minutos, a Mitch empezó a preocuparle la concentración de monóxido de carbono. Entonces se percató de que había un pequeño agujero en el cristal de la ventana, que incomprensiblemente las arañas no habían cubierto con sus telas. Se acercó a pocos centímetros de las rasgadas y polvorientas cortinas, para intentar inhalar en dirección al orificio. Sentía náuseas. La tos y el carraspeo proseguían a su espalda. Intentó abrir la ventana, pero numerosas capas de pintura resquebrajada la habían inmovilizado desde hacía mucho tiempo.
En el momento en que empezaba a marearse, cesó el humo y el tecleo.
—¿Es usted abogado?
Mitch volvió la cabeza para mirar a la secretaria. Estaba ahora sentada al borde de la mesa, con las piernas cruzadas y la falda de cuero negro bastante por encima de las rodillas. Tomaba sorbos de una Pepsi light.
—Sí.
—¿En una gran empresa?
—Sí.
—Lo suponía. Le delata el traje, con su coquetón chaleco y la corbata de seda estampada. No es difícil distinguir a los abogados de las grandes empresas de los que se alimentan de bocatas y merodean por los tribunales.
El humo empezaba a dispersarse y Mitch respiraba con mayor facilidad. Contempló las piernas de la chica, colocadas deliberadamente en posición de ser admiradas, mientras ella observaba sus zapatos.
—¿Le gusta el traje? —preguntó Mitch.
—Se nota que es caro, así como la corbata. En cuanto a la camisa y los zapatos, no estoy tan segura.
Mitch examinó sus botas de cuero, sus piernas, la falda y el apretado jersey que encarcelaba sus voluminosos senos, e intentó pensar en algo ingenioso que decir. Ella disfrutaba de que la admiraran y tomó otro sorbo de Pepsi light.
—Puede pasar. Eddie le espera —dijo, moviendo la cabeza en dirección a la puerta, cuando se hartó de ser contemplada.
El detective hablaba por teléfono con un pobre hombre, al que intentaba convencer de que su hijo era realmente homosexual. Le indicó a Mitch una silla de madera y éste tomó asiento. Vio dos ventanas, ambas abiertas de par en par, y respiró más a gusto.
—Está llorando —susurró Eddie asqueado, mientras cubría el auricular con la mano.
Mitch sonrió cortésmente, como si le divirtiera.
El detective llevaba unas botas azules y puntiagudas de piel de lagarto, unos Levi’s, una impecable camisa color de melocotón, desabrochada hasta la frondosa oscuridad del vello de su pecho, donde exhibía dos gruesas cadenas de oro y una tercera que parecía de turquesa. Le recordaba a uno a Tom Jones, Humperdinck, o uno de esos cantantes de tupida cabellera, ojos oscuros, frondosas patillas y mandíbula cuadrada.
—Tengo fotografías —dijo, alejando el auricular de la oreja cuando el viejo dio un grito.
Metió la mano en una carpeta, sacó cinco fotografías en color de veinticinco por veinte, las empujó en dirección a Mitch y aterrizaron sobre sus rodillas. No cabía la menor duda de que, fueran quienes fuesen, eran homosexuales. Eddie sonrió con orgullo. Los cuerpos estaban sobre el escenario de lo que parecía ser un club de maricas. Mitch dejó las fotografías sobre la mesa y miró por la ventana. Eran de muy buena calidad. Quienquiera que las hubiera tomado, debía haber estado en el interior del club. Mitch pensó en la condena por violación, tratándose de un policía.
—¡De modo que tú eres Mitchell McDeere! Encantado de conocerte —dijo Eddie, después de colgar el teléfono.
—El gusto es mío —respondió Mitch, mientras se estrechaban la mano por encima del escritorio—. El domingo estuve con Ray.
—Tengo la sensación de conocerte desde hace muchos años. Tienes el mismo aspecto que Ray. Él ya me lo había dicho. Me habló mucho de ti. Supongo que te ha hablado de mí: mi pasado en la policía, la condena, la violación. ¿Te explicó que se trataba de una violación estatutaria, que la chica tenía diecisiete años aunque aparentaba veinticinco y que fui víctima de un engaño?
—Lo mencionó. Ray habla poco, tú lo sabes.
—Es un gran tipo. Me salvó literalmente la vida. Estuvieron a punto de matarme en la cárcel cuando se enteraron de que había sido policía. Pero intervino él y hasta los negros se amedrentaron. Es capaz de hacer mucho daño cuando se lo propone.
—Es mi único pariente.
—Sí, lo sé. Después de compartir una celda de tres metros por cuatro con alguien durante varios años, uno acaba por saberlo todo acerca de su compañero. Me ha hablado de ti durante muchas horas. Cuando me concedieron la condicional, tú estabas pensando en ingresar en la facultad de derecho.
—Me licencié en junio de este año y vine a trabajar para Bendini, Lambert & Locke.
—Nunca he oído hablar de ellos.
—Es una empresa especializada en impuestos y asuntos corporativos, situada en Front Street.
—Yo hago muchos trabajos sucios sobre casos de divorcio para abogados. Vigilancia, tomar fotografías como ésas y buscar trapos sucios para presentar en el juzgado —decía a gran velocidad, con frases breves y entrecortadas, mientras reposaba cuidadosamente las botas de montar sobre el escritorio, para ser admiradas—. Además, me ocupo de ciertos casos para algunos abogados. Si descubro algún buen accidente de tráfico o un pleito por daños personales, me lanzo al mercado en busca de la mejor comisión. Así es como compré este edificio. Ahí es donde se hace dinero, en los pleitos por daños personales. Los abogados se quedan con el cuarenta por ciento de la recompensa. ¡El cuarenta por ciento!
Movió asqueado la cabeza, como si le costara creer que en esa ciudad vivieran y respiraban abogados codiciosos.
—¿Trabajas por horas? —preguntó Mitch.
—Treinta pavos más gastos. Anoche pasé seis horas en mi furgoneta, estacionado delante de un Holiday Inn, a la espera de que el marido de mi cliente saliera con una puta, para tomar más fotografías. Seis horas. Esto suponen ciento ochenta pavos por permanecer sentado, esperando, mientras leía revistas pornográficas. Le cobré también la cena.
Mitch le escuchaba atentamente, como si le envidiara.
Tammy asomó la cabeza por la puerta y se despidió. La seguía una nube de aire viciado y Mitch dirigió la cabeza a las ventanas. La secretaria dio un portazo.
—Es una gran chica —dijo Eddie—. Tiene problemas con su marido. Es un camionero que se cree Elvis. Cabello negro como el azabache, coleta y patillas como chuletas de carnero. Usa unas gafas de sol gruesas y doradas como las de Elvis. Cuando no está en la carretera, se queda en su remolque escuchando los discos de Elvis y viendo sus horribles películas. Se mudaron desde Ohio, con el único propósito de que ese payaso pudiera estar cerca de la tumba de su ídolo. ¿A que no adivinas cómo se llama?
—Ni idea.
—Elvis. Elvis Aaron Hemphill. Se cambió oficialmente el nombre después de la muerte del ídolo. Se dedica a imitar al cantante en la oscuridad de ciertos locales nocturnos de la ciudad. Una noche presencié su actuación. Vestía un ajustado mono blanco, desabrochado hasta el ombligo, lo que no habría estado mal a no ser por su tripa, que le cuelga como una sandía descolorida. Era bastante deprimente. Su voz es para mondarse de risa; se parece a la de uno de esos viejos jefes indios aullando alrededor de una hoguera.
—¿Cuál es el problema?
—Las mujeres. Te costaría creerla cantidad de fanáticas de Elvis que visitan esta ciudad. Acuden como moscas para ver a ese bufón imitando a su ídolo. Le arrojan bragas al escenario, enormes bragas para culos descomunales, con las que él se seca la frente antes de devolverlas al público. Las mujeres le dan el número de la habitación donde se alojan y sospechamos que hace la ronda para satisfacerlas al igual que Elvis. Todavía no lo he pescado.
A Mitch no se le ocurría ningún comentario. Sonrió como un imbécil, como si aquello le resultara verdaderamente increíble. Lomax le comprendía.
—¿Tienes problemas con tu esposa?
—No. Nada de eso. Necesito cierta información relacionada con cuatro personas. Tres están muertas y una sigue viva.
—Parece interesante. Te escucho.
—Confío en que esto sea estrictamente confidencial —dijo Mitch, mientras sacaba unas notas del bolsillo.
—Por supuesto. Tan confidencial como cuando tú tratas con tus clientes.
Mitch asintió, mientras pensaba en Tammy y en Elvis, y se preguntaba por qué le había contado la historia.
—Debe ser confidencial.
—Te he dicho que lo será. Puedes confiar en mí.
—¿Treinta dólares por hora?
—Para ti, veinte. No olvidemos que es Ray quien te ha mandado.
—Te lo agradezco.
—¿Quiénes son esas personas?
—Los tres muertos fueron abogados en nuestra empresa. Robert Lamm murió en mil novecientos setenta, en un accidente de caza, en algún lugar de Arkansas, en las montañas. Desapareció durante un par de semanas y le encontraron con una bala en la cabeza. Hubo autopsia. Eso es todo lo que sé. Alice Knauss murió en un accidente de tráfico aquí en Memphis, en mil novecientos setenta y siete. Al parecer, la embistió un conductor borracho. John Mickel se suicidó en el ochenta y cuatro. Encontraron el cuerpo en su despacho. Había una pistola y una carta.
—¿Eso es todo lo que sabes?
—Así es.
—¿Qué buscas?
—Quiero saber todo lo posible referente a cómo murieron esas personas. Cuáles fueron las circunstancias en cada uno de los casos. Quién investigó cada una de las muertes. Cualquier pregunta o sospecha pendiente.
—¿Qué sospechas?
—Nada, todavía. Pura curiosidad.
—Es algo más que simple curiosidad.
—De acuerdo, no es sólo curiosidad. Pero dejémoslo así por ahora.
—Muy bien. ¿Quién es el cuarto individuo?
—Un personaje llamado Wayne Tarrance. Es agente del FBI, aquí en Memphis.
—¡FBI!
—¿Te preocupa?
—Sí, me preocupa. Cuando se trata de polis cobro cuarenta por hora.
—Me parece bien.
—¿Qué quieres saber?
—Investígalo. Averigua cuánto tiempo hace que está aquí. Desde cuándo es agente. Cuál es su reputación.
—No será difícil.
—¿Cuánto tiempo necesitas? —preguntó Mitch, al tiempo que volvía a guardarse el papel en el bolsillo.
—Aproximadamente un mes.
—De acuerdo.
—¿Cómo has dicho que se llamaba tu empresa?
—Bendini, Lambert & Locke.
—Esos dos individuos que murieron el verano pasado…
—Eran miembros de la empresa.
—¿Alguna sospecha?
—No.
—Sentía curiosidad.
—Escucha, Eddie. Debes actuar con mucha cautela. No me llames a mi casa ni al despacho. Yo te llamaré dentro de un mes aproximadamente. Sospecho que me vigilan muy de cerca.
—¿Quién?
—Ojalá lo supiera.