Once

Nina entró apresuradamente en el despacho con un montón de documentos, que dejó sobre la mesa de su jefe.

—Necesito firmas —declaró, al tiempo que le entregaba la pluma.

—¿Qué es todo esto? —preguntó Mitch, mientras firmaba obedientemente los documentos.

—No se preocupe. Confíe en mí.

—He encontrado una falta de ortografía en el contrato de Landmark Partners.

—Es culpa del ordenador.

—Muy bien, que lo arreglen.

—¿Hasta qué hora piensa trabajar esta noche?

—No lo sé —respondió Mitch, al tiempo que echaba una ojeada a los documentos que acababa de firmar—. ¿Por qué?

—Parece cansado. ¿Por qué no se va a su casa temprano, digamos a eso de las diez o las diez y media, y procura descansar? Sus ojos empiezan a parecerse a los de Nathan Locke.

—Muy graciosa.

—Ha llamado su esposa.

—La llamaré dentro de un minuto.

Cuando acabó con las cartas y documentos, volvió a colocarlos en un montón.

—Son las cinco. Me voy. Oliver Lambert le espera en la biblioteca del primer piso.

—¡Oliver Lambert! ¿Me espera a mí?

—Eso es lo que acabo de decirle. Hace menos de cinco minutos que ha llamado y ha dicho que era muy importante.

Mitch se ajustó la corbata, salió corriendo por el pasillo, bajó apresuradamente por la escalera y entró pausadamente en la biblioteca. Lambert, Avery y al parecer la mayoría de los socios estaban sentados alrededor de la mesa. Todos los miembros asociados estaban presentes, de pie detrás de los socios. La silla de la cabeza de la mesa estaba vacía, a la espera. En la sala reinaba un silencio casi solemne. Nadie sonreía. Lamar, que estaba cerca de él, no quiso mirarle a la cara. Avery parecía aturdido, casi avergonzado. Wally Hudson se tocaba la pajarita y empezó a mover lentamente la cabeza.

—Siéntate, Mitch —dijo el señor Lambert con toda solemnidad—. Hay algo de lo que tenemos que hablar contigo.

Doug Turney cerró la puerta.

Mitch tomó asiento y miró a su alrededor, en busca de algún pequeño indicio de solidaridad. No lo había. Los socios giraron sus sillas en dirección a él, agrupándose mientras lo hacían. Los miembros asociados le rodearon y le miraron fijamente.

—¿De qué se trata? —preguntó aturdido, mirando con pesimismo a Avery.

Pequeñas gotas de sudor brotaron encima de sus cejas. El corazón le latía como un martillo pilón. Respiraba con dificultad.

Oliver Lambert se inclinó sobre la mesa y se quitó las gafas. Frunció el entrecejo con sinceridad, anticipando que lo que estaba a punto de decir sería doloroso.

—Acabamos de recibir una llamada de Nashville, Mitch, y queremos hablar de ello contigo.

Las oposiciones. Las oposiciones. Las oposiciones. Había ocurrido por primera vez en la historia. Un miembro asociado de la gran empresa Bendini había suspendido por fin las oposiciones a colegiado. Miró fijamente a Avery y quiso chillar: «¡Ha sido culpa tuya!» Avery se frotó las cejas, como si acabara de entrarle una jaqueca, y eludió su mirada. Lambert miró con circunspección a los demás socios y volvió a concentrarse en McDeere.

—Nos lo temíamos, Mitch.

Quería hablar, explicarles que merecía otra oportunidad, que podía presentarse de nuevo dentro de seis meses y sacaría el número uno, que no volvería a comprometer a la empresa. Sintió un fuerte calambre en la barriga.

—Sí, señor —respondió con humildad, derrotado.

Lambert se preparó para la última estocada.

—La gente de Nashville nos ha comunicado que has conseguido la mejor calificación en el examen. Felicidades, letrado.

La sala se llenó de carcajadas y vítores. Los presentes le rodearon para estrecharle la mano, darle palmadas en la espalda y tomarle el pelo. Avery se le acercó con un pañuelo y le secó la frente, Kendall Mahan colocó tres botellas de champán sobre la mesa y empezó a descorcharlas. Se sirvió una ronda en vasos de plástico. Vació el suyo de un trago y se lo llenaron de nuevo.

—Mitch, nos sentimos muy orgullosos de ti —dijo Oliver Lambert, después de colocar afectuosamente el brazo sobre sus hombros—. Eres el tercer miembro de la empresa que gana la medalla de oro y creemos que esto merece una pequeña bonificación. Aquí tengo un cheque de la empresa por dos mil dólares, que te entrego como pequeña recompensa por tu éxito.

Se oyeron silbidos y vítores.

—Esto es, por supuesto, independiente del considerable incremento salarial que acabas de ganarte.

Más silbidos y vítores. Mitch recibió el cheque sin examinarlo.

El señor Lambert levantó la mano y pidió silencio.

—En nombre de la empresa, quiero ofrecerte esto.

Lamar le entregó un paquete envuelto en papel de color castaño, que el señor Lambert desenvolvió y dejó sobre la mesa.

—Se trata de una placa preparada en anticipación del día de hoy. Como puedes ver, se trata de una réplica en bronce del papel timbrado de la empresa, donde aparecen todos los nombres. Comprobarás que el nombre de Mitchell Y. McDeere ha sido agregado a la lista.

Mitch se puso de pie y recibió ineptamente el galardón. Los colores le habían vuelto a la cara y el champán comenzaba a surtir su efecto.

—Muchas gracias —dijo con ductilidad.

Tres días después, el periódico de Memphis publicó los nombres de los opositores colegiados. Abby recortó el artículo, lo guardó en un álbum y mandó copias del mismo a sus padres y a Ray.

Mitch había descubierto una cafetería, a tres manzanas del edificio Bendini, entre Front Street y Riverside Drive, cerca del río. Era un antro oscuro, con escasa clientela y unos perros calientes picantes y grasientos. A él le gustaba porque le permitía escabullirse y repasar algún documento mientras comía. Ahora que se había convertido en miembro asociado de pleno derecho, podía ir a comerse un bocadillo para almorzar y facturar ciento cincuenta por hora.

Una semana después de que su nombre apareciera en el periódico, estaba sentado solo al fondo de la cafetería, comiendo una salchicha con el tenedor. El local estaba vacío y Mitch leía un programa de un par de centímetros de grosor. El griego que dirigía el establecimiento estaba dormido detrás de la caja.

Un desconocido se le acercó, se detuvo a pocos metros y desenvolvió un chicle de fruta, haciendo tanto ruido como pudo. Convencido de que nadie le vigilaba, se acercó a la mesa de Mitch y se sentó. Éste miró por encima del mantel a cuadros rojos y dejó el documento junto a la taza de té con hielo.

—¿Se le ofrece algo? —preguntó Mitch.

El desconocido miró hacia la barra, comprobó que las mesas seguían vacías y echó una ojeada a su espalda.

—Usted es McDeere, ¿no es cierto?

Tenía un acento muy particular, indudablemente de Brooklyn. Mitch le observó con atención. Tenía unos cuarenta años y llevaba el cabello corto, al estilo militar, con un mechón canoso que le llegaba casi a las cejas. Vestía un traje azul marino con chaleco, que era por lo menos el noventa por ciento de poliéster. Llevaba una corbata barata de seda sintética. Su indumentaria dejaba bastante que desear, pero su aspecto era ciertamente pulcro y su actitud ligeramente impertinente.

—Sí. ¿Y usted quién es? —replicó Mitch.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó una placa.

—Tarrance. Wayne Tarrance. Agente especial del FBI —respondió arqueando las cejas, a la espera de una respuesta.

—Tome una silla —dijo Mitch.

—Si no le importa.

—¿Desea cachearme?

—Tal vez más adelante. Sólo quería conocerle. He visto su nombre en el periódico y me han dicho que es el nuevo abogado en Bendini, Lambert & Locke.

—¿Qué interés puede tener esto para el FBI?

—Vigilamos esa empresa muy de cerca.

Mitch dejó de interesarse por el bocadillo y empujó el plato hacia el centro de la mesa. Le agregó otra cucharada de azúcar a su té, en una enorme taza de plástico.

—¿Le apetece tomar algo?

—No, gracias.

—¿Por qué vigilan la empresa Bendini?

Tarrance sonrió y le echó una mirada al griego.

—Todavía no puedo decírselo. Tenemos nuestras razones, pero no he venido para hablar de eso. Sólo quería conocerle y hacerle una advertencia.

—¿Una advertencia?

—Sí, prevenirle acerca de esa empresa.

—Le escucho.

—Tres cosas. En primer lugar, no confíe en nadie. No hay una sola persona en esa empresa en quien pueda confiar. Recuérdelo. Más adelante esto será muy importante. En segundo lugar, todo lo que diga en casa, en el despacho o en cualquier lugar del edificio, es probable que lo estén grabando. Puede que incluso le escuchen en el coche.

Mitch miraba y escuchaba atentamente. A Tarrance le divertía.

—¿Y tercero? —preguntó Mitch.

—En tercer lugar, el dinero no llueve del cielo.

—¿Le importaría explicarse?

—Ahora no puedo. Creo que usted y yo llegaremos a ser muy amigos. Quiero que confíe en mí y sé que debo ganarme su confianza. Por consiguiente, no quiero apresurarme demasiado. No podemos vernos en su despacho, ni en el mío, ni hablar por teléfono. De modo que de vez en cuando me pondré en contacto con usted. Entretanto, recuerde las tres cosas que le he dicho y tenga cuidado.

»Aquí tiene mi tarjeta —agregó Tarrance, sacándosela de la cartera—. Detrás está mi número de teléfono. Llame sólo desde un teléfono público.

—¿Qué razón podría tener para llamarle? —preguntó Mitch, mientras examinaba la tarjeta.

—De momento, ninguna. Pero guárdese la tarjeta de todos modos.

Mitch la guardó en el bolsillo de la camisa.

—Hay algo más —agregó Tarrance—. Le vimos en los funerales de Hodge y Kozinski. Muy penoso, verdaderamente penoso. Sus muertes no fueron accidentales.

Miró a Mitch con ambas manos en los bolsillos y sonrió.

—No comprendo.

—Llámeme cualquier día —dijo Tarrance cuando se dirigía ya hacia la puerta—, pero tenga cuidado. Recuerde que le escuchan.

Poco después de las cuatro sonó una bocina y Dutch se incorporó de un brinco. Echó una maldición y pasó por delante de los faros.

—Maldita sea, Mitch, son las cuatro de la madrugada. ¿Qué hace aquí tan temprano?

—Lo siento, Dutch. No podía dormir. He pasado una mala noche.

Se abrió el portalón.

A las siete y media había dictado bastante material para mantener a Nina ocupada durante un par de días. Le causaba menos problemas cuando tenía la nariz pegada al monitor. Su próxima meta era la de convertirse en el primer miembro asociado que necesitara una segunda secretaria.

A las ocho se instaló en el despacho de Lamar y esperó. Corrigió un contrato, tomó café y advirtió a la secretaria de Lamar que no metiera las narices donde no la llamaban. Su compañero llegó a las ocho y cuarto.

—Tenemos que hablar —dijo Mitch, cuando éste cerró la puerta.

Si Tarrance estaba en lo cierto, debía haber micrófonos en el despacho y la conversación sería grabada. No sabía a quién creer.

—Parece grave —dijo Lamar.

—¿Has oído hablar de un individuo llamado Tarrance, Wayne Tarrance?

—No.

—Del FBI.

—FBI… —susurró Lamar, con los ojos cerrados.

—Eso es. Tenía incluso una placa.

—¿Dónde le has conocido?

—Me encontró en la cafetería de Lansky, en Union Street. Sabía quién era yo y que acababa de colegiarme. Dice que lo sabe todo acerca de la empresa. Que nos vigilan muy de cerca.

—¿Se lo has contado a Avery?

—No. Sólo a ti. No estoy seguro de lo que debo hacer.

—Debemos comunicárselo a Avery —dijo Lamar, descolgando el teléfono—. Creo que no es la primera vez que ocurre.

—¿Qué sucede, Lamar?

Lamar habló con la secretaria de Avery y le dijo que era urgente. Al cabo de unos segundos, se ponía al teléfono.

—Tenemos un pequeño problema, Avery. Un agente del FBI se puso ayer en contacto con Mitch, que ahora está en mi despacho. Me ha dicho que espere —agregó Lamar, dirigiéndose a Mitch, después de escuchar a Avery—. Está hablando con Lambert.

—Parece bastante grave —comentó Mitch.

—Sí, pero no te preocupes. Tiene su explicación. No es la primera vez que ocurre.

Lamar prestó de nuevo atención al teléfono, escuchó las instrucciones y colgó.

—Quieren que estemos en el despacho de Lambert dentro de diez minutos.

Avery, Royce McKnight, Oliver Lambert, Harold O’Kane y Nathan Locke los estaban esperando, inquietos, junto a la pequeña mesa de conferencias. Cuando Mitch llegó, procuraron aparentar que estaban tranquilos.

—Siéntate —dijo Nathan Locke, con una sonrisa breve y forzada—. Queremos que nos lo cuentes todo.

—¿Qué es eso? —preguntó Mitch, señalando un magnetófono en el centro de la mesa.

—No queremos perdernos ningún detalle —respondió Locke, al tiempo que le ofrecía una silla.

Mitch tomó asiento y miró a «ojos negros», al otro lado de la mesa. Avery estaba entre ambos. Nadie hacía ruido alguno.

—Bien, ayer cuando almorzaba en la cafetería de Lansky, en Union Street, se me acercó un individuo y se sentó a mi mesa. Conocía mi nombre, me mostró una placa y dijo que se llamaba Wayne Tarrance, agente especial del FBI. Examiné su placa y era auténtica. Dijo que deseaba conocerme, porque llegaríamos a ser buenos amigos. Según él, vigilan esta empresa muy de cerca y me advirtió que no confiara en nadie. Le pregunté por qué y me respondió que no tenía tiempo para contármelo, pero que lo haría más adelante. Yo no sabía qué decir y me limité a escuchar. Cuando se levantó para marcharse, dijo que me habían visto en los funerales y agregó que las muertes de Kozinski y Hodge no habían sido accidentales. Entonces se marchó. Toda la conversación duró menos de cinco minutos.

—¿Le habías visto antes? —preguntó «ojos negros», que miraba fijamente a Mitch sin perder palabra.

—Nunca.

—¿A quién se lo has comentado?

—Sólo a Lamar. A primera hora de la mañana.

—¿Y a tu esposa?

—No.

—¿Te dejó algún teléfono para que le llamaras?

—No.

—Quiero saber exactamente lo que se dijo, palabra por palabra —ordenó Locke.

—Os he contado todo lo que recuerdo. Sería incapaz de repetir literalmente la conversación.

—¿Estás seguro?

—Dejadme pensar un momento.

Decidió reservarse algunos detalles. Miró a «ojos negros» y comprendió que Locke sospechaba que había algo más.

—Veamos —prosiguió—. Dijo que había visto mi nombre en el periódico y que sabía que yo era el nuevo abogado de la empresa. Eso es. Os lo he contado absolutamente todo. Fue una conversación muy breve.

—Intenta recordar todos los detalles —insistió Locke.

—Le pregunté si le apetecía un té y lo rechazó.

Pararon el magnetófono y los socios parecieron tranquilizarse un poco. Locke se acercó a la ventana.

—Mitch, hemos tenido problemas con el FBI, así como con el ministerio de Hacienda. Desde hace algunos años. Algunos de nuestros clientes son peces gordos, individuos acaudalados que ganan millones, gastan millones y confían en pagar pocos impuestos, o ninguno. Nos pagan millares de dólares para eludir legalmente los impuestos. Tenemos la reputación de ser muy agresivos y no nos importa arriesgarnos, si nuestros clientes nos lo ordenan. Estamos hablando de financieros muy sofisticados, que comprenden lo que significa arriesgarse. Recompensan generosamente nuestra creatividad. Algunos de los subterfugios y amortizaciones que hemos organizado, han sido recusados por Hacienda. Hace veinte años que peleamos con ellos en los tribunales tributarios. Les caemos antipáticos y ellos nos caen antipáticos a nosotros. La conducta de algunos de nuestros clientes no siempre ha sido la más ética del mundo, y el FBI los investiga y no deja de atosigarlos. Durante los últimos tres años también nos han atosigado a nosotros.

»Tarrance es un novato en busca de promoción. Llegó hace menos de un año y se ha convertido en una pesadilla. No debes volver a hablarle. Vuestra breve conversación de ayer, probablemente fue grabada. Es peligroso, sumamente peligroso. No juega limpio y pronto descubrirás que la mayoría de los federales nunca lo hacen.

—¿Cuántos clientes han sido condenados?

—Ni uno solo. Y hemos ganado una buena parte de los pleitos contra Hacienda.

—¿Qué hay sobre lo de Kozinski y Hodge?

—Buena pregunta —respondió Oliver Lambert—. No sabemos lo que ocurrió. Al principio parecía que se trataba de un accidente, pero ahora no estamos seguros. Había un indígena de las islas a bordo, con Marty y Joe. Era el capitán y monitor de inmersión. Las autoridades locales nos han comunicado que sospechan que era un enlace en una red de traficantes con base en Jamaica. Puede que la explosión fuera dirigida a él. Murió, por supuesto.

—No creo que lleguemos a saberlo nunca —agregó Royce McKnight—. La policía local no es muy sofisticada. Nosotros hemos optado por proteger las familias y, en lo que a nosotros concierne, fue un accidente. Sinceramente, no estamos seguros de cómo enfocarlo.

—No le digas ni palabra a nadie sobre este asunto —ordenó Locke—. Mantente alejado de Tarrance, y si vuelve a ponerse en contacto contigo, comunícanoslo inmediatamente. ¿Comprendido?

—Sí, señor.

—No se lo cuentes ni a tu esposa —dijo Avery.

Mitch asintió.

El rostro de Oliver Lambert recuperó su amabilidad paternal. Sonrió y empezó a jugar con sus gafas.

—Mitch, sabemos que esto es inquietante, pero hemos llegado a acostumbrarnos a ello. Déjalo en nuestras manos y confía en nosotros. No tememos al señor Tarrance, al FBI, al Departamento del Tesoro ni a nadie, porque no hemos hecho nada malo. Anthony Bendini construyó esta empresa a base de mucho trabajo, talento y una ética incuestionable. Éstos son los valores que nos han sido inculcados. Algunos de nuestros clientes no han sido unos santos, pero ningún abogado puede dictarla moral de su cliente. No queremos que te preocupes por este asunto. Mantente alejado de ese individuo; es muy peligroso. Si eres amable con él, crecerá su osadía y se convertirá en una molestia.

—Si vuelves a tener contacto con Tarrance, pondrás en peligro tu futuro en esta empresa —afirmó Locke, señalando a Mitch con un dedo corvo.

—Comprendo —respondió Mitch.

—Lo comprende —intervino Avery en su defensa.

Locke miró fijamente a Tolleson.

—Eso es todo, Mitch —dijo el señor Lambert—. Ten cuidado.

Mitch y Lamar salieron por la puerta, para dirigirse a la escalera más próxima.

—Llama a DeVasher —le dijo Locke a Lambert, que estaba al teléfono.

Al cabo de dos minutos, ambos decanos habían pasado el control de seguridad y estaban sentados frente a la abarrotada mesa de DeVasher.

—¿Lo has oído? —preguntó Locke.

—Por supuesto que lo he oído, Nat. Hemos escuchado lo que ha dicho el muchacho, palabra por palabra. Lo has manejado muy bien. Creo que está asustado y se alejará de Tarrance.

—¿Qué me dices de Lazarov?

—Debo contárselo. Es el jefe. No podemos hacer como si no hubiera ocurrido.

—¿Qué harán?

—Nada grave. Vigilaremos constantemente al muchacho y comprobaremos todas sus llamadas telefónicas. Aparte de esto, esperar. Él no dará ningún paso. Tarrance tomará la iniciativa. Volverá a encontrarlo y entonces estaremos nosotros ahí. Procurad que pase la mayor parte del tiempo dentro del edificio. Cuando salga, a ser posible nos lo comunicáis. A decir verdad, no me parece tan grave.

—¿Por qué se les ocurriría elegir a McDeere? —preguntó Locke.

—Una nueva estrategia, supongo. Kozinski y Hodge se pusieron en contacto con ellos, no lo olvides. Tal vez hablaron más de lo que suponemos. No lo sé. Puede que piense que McDeere es más vulnerable, por el hecho de acabar de salir de la facultad y estar lleno del idealismo propio de un novato. Sin olvidar la ética, como en el caso de nuestro amigo Ollie aquí presente. Te has lucido, Ollie, verdaderamente te has lucido.

—Cierra el pico, DeVasher.

DeVasher dejó de sonreír y se mordió el labio inferior, pero lo pasó por alto y miró a Locke.

—Supongo que eres consciente de cuál será el próximo paso, ¿no? Si Tarrance sigue entrometiéndose, un buen día me llamará ese idiota de Lazarov y me ordenará que lo elimine, que le cierre la boca, que lo meta en un barril y lo arroje al golfo, Y cuando esto ocurra, vosotros, honorables caballeros, cogeréis una jubilación anticipada y abandonaréis el país.

—Lazarov no ordenaría la ejecución de un agente.

—Sería una locura, pero Lazarov es un loco. La situación de esta zona le tiene muy preocupado. Llama con mucha frecuencia y hace toda clase de preguntas. Yo le doy toda clase de respuestas. Unas veces escucha y otras se enoja. A veces dice que ha de hablar con la junta. Pero si me ordena que eliminemos a Tarrance, lo haremos.

—Esto me produce náuseas —dijo Lambert.

—Si esto te pone enfermo, Ollie, deja que uno de esos petimetres que trabajan para ti empiece a codearse con Tarrance y a irse de la lengua, y te pondrás mucho peor. Y ahora os sugiero, muchachos, que mantengáis a McDeere tan ocupado que no tenga tiempo de pensar en Tarrance.

—Dios santo, DeVasher, trabaja veinte horas diarias. Empezó como un terremoto y no ha aflojado.

—Vigiladlo de cerca. Decidle a Lamar Quin que cultive su amistad, de modo que si algo le preocupa, puede que se lo cuente.

—Buena idea —dijo Locke—. Hablemos largo y tendido con Quin —agregó, mirando a Ollie—. Es el amigo más íntimo de McDeere y tal vez pueda intimar todavía más.

—Escuchadme, muchachos —dijo DeVasher—, en estos momentos McDeere está asustado. No dará ningún paso. Si Tarrance vuelve a ponerse en contacto con él, hará lo mismo que hoy. Acudirá inmediatamente a Lamar Quin. Nos ha demostrado en quién confía.

—¿Se lo confió a su mujer, anoche? —preguntó Locke.

—En estos momentos estamos verificando las grabaciones. Tardaremos más o menos una hora. Tenemos tantos micrófonos repartidos por la ciudad, que necesitamos seis ordenadores para encontrar cualquier cosa.

Mitch miró por la ventana del despacho de Lamar y eligió cuidadosamente sus palabras. Dijo poca cosa. A saber si Tarrance estaba en lo cierto. A saber si todo lo que se decía quedaba grabado.

—¿Te sientes mejor? —preguntó Lamar.

—Supongo que sí. Lo que dicen tiene sentido.

—Como dice Locke, no es la primera vez que ocurre.

—¿Con quién? ¿A quién pretendieron sonsacar?

—No lo recuerdo. Creo que ocurrió hace unos tres o cuatro años.

—¿Pero no recuerdas de quién se trataba?

—No. ¿Es importante?

—Me gustaría saberlo. No comprendo por qué me eligen a mí, el más novato de la empresa, el que menos familiarizado está, entre cuarenta abogados, con su funcionamiento y sus clientes. ¿Por qué a mí?

—No lo sé, Mitch. Escúchame, ¿por qué no haces lo que Locke te ha sugerido? Procura olvidarlo y aléjate de ese Tarrance. No tienes por qué hablar con él, a no ser que venga con una orden judicial. Mándalo a freír espárragos si vuelve a molestarte. Es peligroso.

—Sí, supongo que tienes razón —respondió Mitch, con una sonrisa forzada, mientras se dirigía a la puerta—. ¿Sigue en pie la cena de mañana?

—Por supuesto. Kay quiere asar ternera a la parrilla y comer junto a la piscina. Cenaremos un poco tarde, a eso de las siete y media.

—Hasta entonces.