El sábado siguiente a las oposiciones, Mitch evitó el despacho, la casa y pasó la mañana removiendo la tierra de los parterres y esperando. Terminado el remodelaje, la casa estaba presentable y, evidentemente, los primeros invitados debían ser sus suegros. Abby no había dejado de limpiar y abrillantar durante toda la semana, y había llegado el momento. Prometió que no se quedarían mucho tiempo, sólo unas horas. Él, por su parte, prometió ser lo más amable posible.
Mitch lavó y enceró ambos coches nuevos y parecía que acababan de salir de la tienda. Un jovenzuelo de la calle se había ocupado de cortar el césped. El señor Rice lo fertilizaba desde hacía un mes y parecía el green de un campo de golf, como a él le gustaba decir.
A las doce del mediodía llegaron y Mitch, de mala gana, abandonó los parterres. Los saludó con una sonrisa y se disculpó para ir a lavarse. Se daba cuenta de que se sentían incómodos y deseaba que así fuera. Tomó una prolongada ducha, mientras Abby les mostraba todos y cada uno de los muebles, así como el papel pintado de las paredes. Esas cosas impresionaban a los Sutherland. Las pequeñas cosas siempre lo hacían. Se interesaban por lo que los demás tenían o dejaban de tener. Él era presidente de un pequeño banco provinciano, que estaba al borde de la bancarrota desde hacía diez años. Ella no quería rebajarse a trabajar y el propósito de toda su vida adulta había sido el de trepar por la escala social, en un lugar donde ésta era inexistente. Había localizado el origen de sus antepasados en la realeza de algún país del viejo continente, y esto siempre había impresionado a los mineros de Danesboro, en Kentucky. Con tanta sangre azul en sus venas, no le quedaba más remedio que dedicarse a tomar el té, jugar al bridge, hablar del dinero de su marido, condenar a los menos afortunados y trabajar incansablemente en el club de jardinería. Él era un pelele que brincaba cuando ella ladraba y vivía con el miedo permanente de que su mujer se enfureciera. Como equipo habían impulsado a su hija, desde su nacimiento, a ser la mejor, conseguir lo mejor y, sobre todo, casarse con el mejor. La hija se había rebelado para contraer matrimonio con un chico pobre y sin familia, a excepción de una madre loca y un hermano delincuente.
—Tenéis una casa muy bonita, Mitch —dijo el señor Sutherland para intentar romper el hielo, cuando se sentaron a la mesa y empezaron a circular los platos.
—Gracias —respondió escuetamente Mitch.
Se concentró en la comida. No pensaba sonreír durante el almuerzo. Cuanto menos dijera, más incómodos se sentirían. Deseaba que se sintieran molestos, culpables, ofendidos. Quería hacerlos sudar, sangrar. Había sido su decisión la de boicotear la boda. Ellos y no él habían arrojado la primera piedra.
—Es todo tan encantador… —dijo la suegra, dirigiéndose vagamente a él.
—Gracias.
—Nos sentimos muy satisfechos, mamá —dijo Abby.
La conversación giró inmediatamente en torno al remodelaje. Los hombres comieron en silencio, mientras las mujeres no dejaban de charlar sobre lo que la decoradora había hecho en esta habitación y en la otra. Había momentos en los que la desesperación estaba a punto de impulsar a Abby a llenar los silencios, con las primeras palabras que le vinieran a la cabeza. Mitch sentía casi compasión por ella, pero mantuvo la mirada fija en la mesa. Se habría podido cortar el aire con una espátula.
—¿De modo que has encontrado trabajo? —preguntó la señora Sutherland.
—Sí. Empiezo el próximo lunes. Me ocuparé del tercer curso de la escuela episcopal de Saint Andrew.
—La enseñanza no está muy bien pagada —comentó su padre.
Es incorregible, pensó Mitch.
—No me importa el dinero, papá. Soy maestra. Para mí, ésta es la profesión más importante del mundo. Si me hubiera atraído el dinero, habría ido a la facultad de medicina.
—Tercer curso —dijo su madre—. Es una edad tan encantadora… Pronto querrás tener tus propios hijos.
Mitch ya había decidido que si algo atraería a aquella gente a Memphis, de un modo regular, serían unos nietos. Y también había decidido que estaba dispuesto a esperar mucho tiempo. Nunca había tenido contacto con niños. No tenía sobrinos ni sobrinas, a excepción quizá de algún hijo desconocido que Ray tuviera en algún lugar del país. Por consiguiente, no sentía afinidad con los niños.
—Puede que dentro de unos años, mamá.
Tal vez después de que hubieran muerto, pensó Mitch.
—Tú quieres tener hijos, ¿no es cierto, Mitch? —preguntó la suegra.
—Puede que dentro de unos años.
El señor Sutherland empujó el plato y encendió un cigarrillo. El tema de los cigarrillos había sido objeto de múltiples discusiones en los días anteriores a la visita. Mitch pretendía prohibir rotundamente que se fumara en su casa, sobre todo en el caso de aquella gente. Después de discutir con vehemencia, Abby había ganado.
—¿Cómo te han ido las oposiciones? —preguntó el suegro.
Mitch pensó que esto podía ser interesante.
—Penosas —respondió.
Abby empezó a ponerse nerviosa.
—¿Crees que has aprobado?
—Eso espero.
—¿Cuándo lo sabrás?
—Dentro de cuatro a seis semanas.
—¿Cuánto duraron los exámenes?
—Cuatro días.
—No ha hecho más que estudiar y trabajar desde que nos mudamos —dijo Abby—. Este verano apenas le he visto.
Mitch le brindó una sonrisa a su esposa. Sus prolongadas ausencias se habían convertido ya en un tema delicado y era divertido oír que contaban ahora con su beneplácito.
—¿Qué ocurre si no apruebas? —preguntó el suegro.
—No lo sé. No me lo he planteado.
—¿Te aumentan el sueldo cuando apruebas?
Mitch decidió ser amable, como había prometido, pero le resultaba difícil.
—Sí, un buen aumento y una buena prima.
—¿Cuántos abogados hay en la empresa?
—Cuarenta.
—Santo cielo —exclamó el señor Sutherland, mientras encendía uno de sus cigarrillos—. En todo el condado de Dane no llegan a tantos.
—¿Dónde tiene el despacho? —preguntó el suegro.
—En el centro.
—¿Podemos verlo? —dijo la suegra.
—Tal vez en otro momento. Los sábados está cerrado al público.
A Mitch le divirtió su propia respuesta: cerrado al público, como los museos.
Abby intuyó la proximidad del desastre y empezó a hablar de la parroquia a la que se habían afiliado. Tenía una congregación de cuatrocientos feligreses, un gimnasio y una bolera. Ella cantaba en el coro y daba clases de catecismo a niños de ocho años.
—Me alegro de que hayáis encontrado una buena parroquia, Abby —dijo su padre, en un tono ferviente.
Desde hacía muchos años, él dirigía las plegarias en la primera iglesia metodista de Danesboro todos los domingos y dedicaba los otros seis días de la semana a la práctica implacable de la avaricia y la manipulación. Según Ray, era también adicto, aunque con discreción, al whisky y a las mujeres.
Se hizo un embarazoso silencio, al detenerse la conversación. El suegro encendió otro cigarrillo. «Sigue fumando, viejo —pensó Mitch—, sigue fumando.»
—Tomemos el postre en el jardín —sugirió Abby, mientras empezaba a recoger la mesa.
Alabaron su pericia en el jardín y Mitch aceptó los cumplidos. El mismo muchacho de la calle había podado los árboles, arrancado las malas hierbas, ordenado los parterres y pulido los bordes del césped. La pericia de Mitch se limitaba a arrancar hierbajos y recoger excrementos de perro. También sabía cómo utilizar las bocas de riego, pero solía dejar que lo hiciera el señor Rice.
Abby sirvió pastel de fresas y café. Miró angustiada a su marido, pero él se mantenía inescrutable.
—Bonito lugar —dijo el suegro por tercera vez, mientras examinaba el jardín.
Mitch leía su pensamiento. Había observado la casa, el barrio y su curiosidad se hacía inaguantable. Maldita sea, ¿cuánto les había costado la casa? Eso era lo que quería saber. ¿Cuándo habían pagado como depósito? ¿Cuánto al mes? Todo.
Seguiría insistiendo hasta poder formular las preguntas que le atormentaban.
—Es un lugar encantador —dijo la suegra por enésima vez.
—¿Cuándo se construyó la casa? —preguntó el suegro.
Mitch dejó el plato sobre la mesa y se aclaró la garganta. Presentía lo que venía.
—Hace unos quince años —respondió.
—¿Cuántos metros cuadrados?
—Unos doscientos cincuenta —respondió Abby, con nerviosismo.
Mitch le lanzó una mirada. Empezaba a perder su compostura.
—Es un barrio muy agradable —agregó alegremente la suegra.
—¿Una nueva hipoteca, o quizá os habéis hecho cargo de la existente? —preguntó el suegro, como si entrevistara a un solicitante con escasos recursos.
—Una nueva hipoteca —respondió Mitch, a la espera de la próxima pregunta.
Abby también esperaba y rezaba. El suegro ya no pudo seguir resistiendo la tentación.
—¿Cuánto os ha costado?
Mitch respiró hondo y estuvo a punto de responder: «demasiado», pero Abby se le adelantó.
—El precio no ha sido excesivo, papá —afirmó, poniendo ceño—. Somos perfectamente capaces de administrar nuestro dinero.
Mitch logró sonreír, al tiempo que se mordía la lengua.
—Vamos a dar una vuelta en coche, ¿qué os parece? —dijo la señora Sutherland, ya de pie—. Quiero ver el río y esa nueva pirámide que han construido junto al mismo. ¿De acuerdo? Vamos, Harold.
Harold quería más información sobre la casa, pero su esposa le tiraba del brazo.
—Excelente idea —dijo Abby.
Se acomodaron en el nuevo y reluciente BMW, para dirigirse al río. Abby les pidió que no fumaran en el coche. Mitch condujo en silencio y procuró ser amable.