La crisis de Capps se superó en un par de semanas, sin que ocurriera ningún desastre, gracias en gran parte a una serie de jornadas de dieciocho horas por parte del miembro más novato de la empresa, que no había aprobado todavía las oposiciones a colegiado y estaba demasiado ocupado practicando su profesión para preocuparse de ello. Durante el mes de julio, facturó un promedio de cincuenta y nueve horas semanales, lo que suponía la mejor marca de la empresa para alguien todavía no colegiado. Avery se sentía muy orgulloso cuando comunicó a los demás socios, durante su reunión mensual, que el trabajo de McDeere era extraordinario para ser novato. El negocio de Capps se cerró con tres días de antelación respecto a la fecha prevista, gracias a McDeere. El conjunto de la documentación constaba de cuatrocientas páginas, todas perfectas, meticulosamente verificadas y redactadas una y otra vez por McDeere. La transacción de Koker-Hanks se efectuaría en el transcurso de un mes, gracias a McDeere, y la empresa se embolsaría cerca de un cuarto de millón. Era una máquina.
Oliver Lambert expresó su preocupación en cuanto a sus hábitos estudiantiles. Faltaban menos de tres semanas para las oposiciones y era evidente para todos que McDeere no estaba en condiciones de aprobar. Había anulado la mitad de sus sesiones durante el mes de julio y registrado menos de veinte horas dedicadas al estudio. Avery les dijo que no se preocuparan, su chico estaría listo.
Quince días antes del examen, Mitch optó finalmente por quejarse. Estaba a punto de suspenderlo, le explicó a Avery mientras almorzaban en el Manhattan Club, y necesitaba tiempo para estudiar. Mucho tiempo. Podía prepararse en los quince días que le quedaban y aprobar por los pelos. Pero era preciso que le permitieran estudiar. Sin fechas de vencimiento. Sin urgencias. Sin que le exigieran pasar la noche en blanco. Se lo suplicó. Avery le escuchó atentamente y le pidió disculpas, Prometió dejarlo tranquilo durante las dos semanas siguientes. Mitch le dio las gracias.
El primer lunes de agosto se convocó una reunión de la empresa en la biblioteca principal del primer piso. Era el lugar idóneo para celebrar asambleas, la mayor de las cuatro bibliotecas, la más majestuosa de las salas. La mitad de los abogados estaban sentados alrededor de la antigua mesa de cerezo, en las veinte sillas correspondientes. Los demás estaban de pie junto a las estanterías, repletas de textos jurídicos encuadernados en cuero, que nadie había consultado desde hacía décadas. Estaban todos presentes, incluido Nathan Locke, que llegó tarde y se quedó solo junto a la puerta. No habló con nadie, ni nadie le dirigió la mirada. Mitch le echaba una mirada a «ojos negros» siempre que podía.
El ambiente era sombrío. Nadie sonreía. Beth Kozinski y Laura Hodge entraron por la puerta, acompañadas de Oliver Lambert. Las instalaron en la parte delantera de la sala, frente a una pared de la que colgaban dos retratos cubiertos por un velo. Se cogían de la mano e intentaban sonreír. El señor Lambert, de espaldas a la pared, dirigió la palabra al reducido público.
De su aterciopelada voz de barítono emanaba piedad y compasión. Empezó casi en un susurro, pero con una fuerza que hacía que cada palabra y cada sílaba retumbaran en la sala. Miró a las dos viudas, habló de la profunda tristeza que sentía toda la empresa y afirmó que mientras ésta existiera, seguirían a su amparo. Habló de Marty y de Joe, de sus primeros años en la empresa, de su importancia para la misma y del enorme vacío creado con su defunción. Habló de su amor por sus respectivas familias y de la entrega a sus hogares.
Era muy elocuente. Hablaba en bella prosa e improvisaba su discurso sobre la marcha. Las viudas lloraban en silencio y se frotaban los ojos. A continuación, algunos de los más allegados, como Lamar Quin y Doug Turney, comenzaron a sollozar.
Cuando creyó haber dicho lo suficiente, descubrió el retrato de Marty Kozinski. Fue un momento conmovedor. Proliferaron las lágrimas. Se otorgaría una beca con su nombre en la facultad de derecho de Chicago. La empresa crearía un fondo para la educación de sus hijos. Cuidaría de la familia. Beth se mordió el labio, pero se echó a llorar con mayor desconsuelo. Los veteranos negociadores de la gran empresa Bendini, curados de espantos y duros como el roble, se repusieron rápidamente y evitaron mirarse entre sí. Sólo Nathan Locke permanecía impasible. Miraba fijamente a la pared con sus penetrantes lásers y hacía caso omiso de la ceremonia.
A continuación siguió el retrato de Joe Hodge, acompañado de la correspondiente biografía, beca y provisión de fondos. Mitch había oído rumores de que Hodge había contratado un seguro de vida de dos millones de dólares, cuatro meses antes de su muerte.
Concluidas las elegías, Nathan Locke desapareció por donde había llegado. Los abogados rodearon a las viudas para ofrecerles palabras de consuelo y abrazarlas. Mitch no las conocía y no les habló. Se acercó a la pared y examinó los cuadros. Junto a los de Kozinski y Hodge, había otros tres retratos de menor tamaño, pero igualmente sobrios. El de una mujer le llamó la atención. En la placa de bronce se leía: Alice Knauss. 1948-1977.
—Fue un error —susurró Avery sin mover apenas los labios, acercándose a él.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Mitch.
—Una abogada típicamente femenina. Llegó directamente de Harvard, número uno de su promoción y con un enorme complejo por el hecho de ser mujer. Creía que todo hombre practicaba la discriminación sexual y que su misión en la vida consistía en liberar a las mujeres. Una verdadera zorra. Al cabo de seis meses todos la odiábamos, pero no podíamos deshacernos de ella. Obligó a dos socios a jubilarse prematuramente. Milligan todavía la culpa por su ataque cardíaco. Trabajaba para él.
—¿Era una buena abogada?
—Muy buena, pero resultaba imposible apreciar su talento, por lo escrupulosa que era con todo lo que se le ponía por delante.
—¿Qué le ocurrió?
—Murió en un accidente de tráfico. La embistió un conductor borracho. Una gran tragedia.
—¿Fue la primera mujer?
—Y la última, a no ser que nos obliguen los tribunales.
—¿Y ése quién es? —preguntó Mitch, señalando el cuarto retrato.
—Robert Lamm. Era un buen amigo mío. De la facultad de Emory, en Atlanta. Me llevaba unos tres años de ventaja.
—¿Qué le ocurrió?
—Nadie lo sabe. Era muy aficionado a la caza. Habíamos cazado alces juntos, un invierno en Wyoming. En mil novecientos setenta estaba cazando renos en Arkansas y desapareció. Al cabo de un mes lo encontraron en un barranco, con un agujero en la cabeza. Según la autopsia, la bala le había entrado por la nuca y le había destrozado la mayor parte del rostro. Dedujeron que el disparo se había efectuado con un rifle de gran potencia y desde muy lejos, Probablemente fue un accidente, pero nunca lo sabremos. No puedo imaginar que alguien quisiera matar a Bobby Lamm.
El último retrato era el de John Mickel, 1940-1984.
—¿Qué le ocurrió a éste? —susurró Mitch.
—Fue probablemente el más trágico de todos. No era un hombre fuerte y sucumbió a la presión. Bebía mucho y empezó a drogarse. Entonces su esposa le abandonó y tuvieron un divorcio muy desagradable. La empresa estaba avergonzada. Después de diez años, comenzó a temer que no llegaría a socio. El problema de la bebida empeoró. Gastamos una pequeña fortuna en tratamientos, psiquiatras y todo lo que se nos ocurrió. Pero nada funcionó. Empezó por deprimirse y acabó contemplando el suicidio. Escribió una nota de despedida de siete páginas y se voló los sesos.
—Es terrible.
—Desde luego.
—¿Dónde le encontraron?
Avery tosió y miró a su alrededor.
—En tu despacho.
—¡Cómo!
—Sí, pero lo limpiaron.
—Bromeas.
—No, en serio. Ocurrió hace muchos años y el despacho ha sido utilizado desde entonces. No pasa nada.
Mitch se quedó sin habla.
—¿No serás supersticioso? —preguntó Avery, con una perversa sonrisa.
—Claro que no.
—Supongo que debía habértelo contado, pero no es algo de lo que acostumbremos a hablar.
—¿Puedo cambiar de despacho?
—Por supuesto. No tienes más que suspender las oposiciones y te daremos uno de los despachos administrativos en el sótano.
—Si suspendo, será gracias a ti.
—Sí, pero no suspenderás, ¿no es cierto?
—Si tú has sido capaz de aprobarlas, yo también lo soy.
De las cinco a las siete de la madrugada el edificio Bendini estaba vacío y silencioso. Nathan Locke llegó a eso de las seis, pero se fue directamente a su despacho y cerró la puerta. A las siete comenzaron a aparecer los miembros asociados y se oían voces. A las siete y media, más de la mitad del personal estaba en la oficina y las secretarias fichaban. A las ocho los pasillos estaban llenos de gente y reinaba el caos habitual. Era difícil concentrarse. Las interrupciones eran rutinarias. Los teléfonos sonaban sin cesar. A las nueve, todos los abogados, pasantes, administrativos y secretarias estaban en sus puestos, o en paradero conocido.
A Mitch le encantaba la soledad de las primeras horas. Adelantó media hora el despertador y comenzó a despertar a Dutch a las cinco, en lugar de las cinco y media. Después de preparar un par de cafeteras, circulaba por los oscuros pasillos encendiendo luces e inspeccionando el edificio. A veces, cuando el cielo estaba despejado, se colocaba frente a la ventana del despacho de Lamar y contemplaba el amanecer sobre el colosal Mississippi a sus pies. Contaba las barcazas perfectamente alineadas frente a sus remolcadores, que remontaban lentamente el río. Veía los camiones que cruzaban con parsimonia el puente en la lejanía. Pero no perdía mucho tiempo. Dictaba cartas, resúmenes, sumarios, circulares y otros muchos documentos, para que Nina los mecanografiara y Avery los repasara. Empollaba para las oposiciones.
Al día siguiente de la ceremonia por los abogados difuntos, se encontró de nuevo en la biblioteca del primer piso, en busca de un tratado, cuando volvieron a llamarle la atención los cinco retratos. Se acercó a la pared y los contempló, pensando en los comentarios de Avery. Cinco abogados muertos en quince años. Era un lugar peligroso. Anotó sus nombres y los años de su defunción en un cuaderno. Eran las cinco y media.
Percibió un movimiento en el pasillo y se volvió de repente a la derecha. En la oscuridad, vio que «ojos negros» le observaba. Éste se acercó a la puerta y miró fijamente a Mitch.
—¿Qué estás haciendo? —le preguntó, en tono autoritario.
—Buenos días —respondió Mitch, al tiempo que le miraba e intentaba sonreírle—. Se da el caso de que estoy estudiando para las oposiciones.
—Comprendo —dijo Locke, mirándole fijamente, después de echar una ojeada a los retratos—. ¿Por qué te interesas tanto por ellos?
—Pura curiosidad. En esta empresa no parecen haber escaseado las tragedias.
—Están todos muertos. La verdadera tragedia será que suspendas las oposiciones.
—Pienso aprobarlas.
—He oído otras opiniones. Tu forma de estudiar es motivo de preocupación entre los socios.
—¿Les preocupa también a los socios mi excesiva facturación?
—No te pases de listo. Te advertimos que las oposiciones tienen prioridad sobre todo lo demás. Un empleado sin colegiar no es de utilidad alguna en esta empresa.
A Mitch se le ocurrieron una docena de respuestas ingeniosas, pero prefirió olvidarlo. Locke se retiró y desapareció. En su despacho, y con la puerta cerrada, Mitch guardó los nombres y fechas en un cajón, y abrió un texto de derecho constitucional.