Ocho

Sábado por la mañana. Mitch se quedó en cama y no llegó al despacho hasta las siete. No se afeitó, se puso unos vaqueros, una vieja camisa y zapatillas Bass sin calcetines: el uniforme de la facultad.

El contrato de Capps había sido impreso y reimpreso el viernes por la noche. Había hecho algunas correcciones y Nina lo había vuelto a imprimir a las ocho de la noche. Suponía que la vida social de su secretaria era escasa o inexistente y no dudó en pedirle que se quedara a trabajar. Ella le respondió que no le importaba hacer horas extras; entonces le pidió que viniera también el sábado por la mañana.

Nina llegó a las nueve, con unos vaqueros descomunales. Mitch le entregó el contrato con sus últimas correcciones, que constaba ahora de doscientas seis páginas, y le pidió que lo imprimiera por cuarta vez. Tenía una cita con Avery a las diez.

La oficina era distinta los sábados. Estaban presentes todos los miembros asociados, así como la mayoría de los socios y algunas secretarias. No había clientes y, por consiguiente, no se aplicaba el código indumentario. Había suficiente lona azul como para celebrar un rodeo. Ni una sola corbata. Algunos de los más preeminentes vestían su mejor pantalón de algodón almidonado, con camisa también almidonada, y parecía que crujían cuando caminaban.

Pero la presión no había desaparecido, por lo menos para Mitchell Y. McDeere, el más nuevo de los miembros asociados. Había anulado las reuniones de estudio del jueves, viernes y sábado, y los quince cuadernos amontonados en la estantería, acumulando polvo, le recordaban que sentaría precedente, al convertirse realmente en el primer miembro de la empresa que suspendería el examen.

A las diez, la cuarta revisión estaba terminada, y Nina, después de colocarla ceremoniosamente sobre el escritorio de Mitch, se dirigió a la sala de café. Había alcanzado doscientas diecinueve páginas. Las había leído cuatro veces, palabra por palabra, e investigado las provisiones del código tributario hasta memorizarlas. Salió al pasillo en dirección al despacho de su socio y colocó el documento sobre la mesa. Una secretaria empaquetaba una gigantesca cartera, mientras el jefe hablaba por teléfono.

—¿Cuántas páginas? —preguntó Avery, cuando colgó.

—Más de doscientas.

—Impresionante. ¿Hay muchas generalidades?

—No muchas. Es la cuarta revisión desde ayer por la mañana. Está casi perfecto.

—Veremos. Lo leeré en el avión y a continuación lo leerá Capps con una lupa. Si encuentra un solo error, se pondrá furioso durante una hora y amenazará con no pagar. ¿Cuántas horas has invertido en esto?

—Cincuenta y cuatro y media, desde el miércoles.

—Sé que te he presionado, y lo lamento. Has tenido una primera semana muy dura. Pero nuestros clientes nos presionan mucho y ésta no será la última vez que nos rompamos el lomo por alguien que nos paga doscientos dólares por hora. Forma parte del negocio.

—No me importa. Me he retrasado en los estudios para el examen, pero lo recuperaré.

—¿Te está amargando la vida ese mequetrefe de Hudson?

—No.

—Si lo hace, dímelo. Sólo tiene cinco años de antigüedad y le gusta jugar a catedrático. Se cree un auténtico intelectual. No siendo gran simpatía por él.

—No me causa ningún problema.

—¿Dónde están el programa y los demás documentos? —preguntó Avery mientras introducía el contrato en la cartera.

—He redactado un borrador muy aproximado de cada uno de ellos. Me dijiste que disponíamos de veinte días.

—Así es, pero hagámoslo cuanto antes. Capps empieza a exigir mucho antes de la fecha acordada. ¿Trabajarás mañana?

—No pensaba hacerlo. A decir verdad, mi esposa ha insistido en que vayamos a la iglesia.

—Las mujeres pueden ser un verdadero estorbo —dijo Avery, moviendo la cabeza—. ¿No estás de acuerdo? —agregó, sin esperar una respuesta.

Mitch no se la ofreció.

—Terminemos lo de Capps para el próximo sábado.

—De acuerdo. Dalo por hecho —respondió Mitch.

—¿Hemos hablado de Koker-Hanks? —preguntó Avery, mientras hojeaba el contenido de una carpeta.

—No.

—Aquí lo tienes. Koker-Hanks es un gran contratista de las afueras de la ciudad de Kansas. Mantiene contratos por un valor de cien millones por todo el país. Una empresa de Denver llamada Holloway Brothers se interesa por la compra de Koker-Hanks. Quieren intercambiar algunas existencias, algunos bienes, algunos contratos y agregar un poco de dinero. Un negocio bastante complicado. Familiarízate con el sumario y hablaremos de ello el martes por la mañana, cuando regrese.

—¿De cuánto tiempo disponemos?

—De treinta días.

No era tan extenso como el sumario de Capps, pero igual de imponente.

—Treinta días —susurró Mitch.

—Se trata de un negocio de ochenta millones y le sacaremos doscientos mil en honorarios. No está mal. Cada vez que mires ese sumario, carga una hora. Dedícate a él tanto como puedas. Si el nombre de Koker-Hanks te cruza por la mente cuando vas conduciendo el coche, agrega una hora a la minuta. El límite está en las estrellas para este caso.

A Avery le encantaba la idea de un cliente que pagaría la minuta, independientemente de su cuantía. Mitch se despidió y regresó a su despacho.

Ya casi terminados los cócteles, mientras Oliver Lambert comparaba los matices y sutilezas de los vinos franceses de la carta, y Mitch y Abby habían llegado a la conclusión de que preferirían estar en casa, comiendo una pizza y viendo la televisión, dos individuos con la llave apropiada se introdujeron en el reluciente BMW negro, estacionado en el aparcamiento de Justine’s. Vestían chaqueta y corbata, y pasaban perfectamente inadvertidos. Se alejaron sin llamar la atención y cruzaron la ciudad en dirección a la residencia del señor y la señora McDeere. Aparcaron el BMW en el lugar correspondiente, bajo el cobertizo. El conductor sacó otra llave y entraron ambos en la casa. Encerraron a Hearsay en un armario del lavabo.

A oscuras, colocaron una pequeña cartera de cuero negro sobre la mesa del comedor. Sacaron unos finos guantes de goma desechables, se los pusieron y cogieron una pequeña linterna cada uno.

—Primero los teléfonos —dijo uno de ellos.

Actuaron con rapidez en la oscuridad. Desconectaron el auricular del teléfono de la cocina y lo colocaron sobre la mesa. Destornillaron el micrófono y lo examinaron. Colocaron una gotita de cola en un transmisor, del tamaño de una pasa, y lo mantuvieron firmemente apretado en el hueco del auricular durante diez segundos. Cuando la cola se hubo endurecido, colocaron de nuevo el micrófono en su lugar, volvieron a conectar el auricular y lo colgaron del aparato en la pared de la cocina. Las voces, o señales acústicas, serían transmitidas a un pequeño receptor, que se instalaría en el ático. Otro transmisor de mayores dimensiones, instalado junto al receptor, mandaría las señales a través de la ciudad, hasta una antena situada en el tejado del edificio Bendini. Alimentados por la corriente alterna de la casa, los diminutos transmisores de los teléfonos funcionarían indefinidamente.

—Ocúpate del de la sala de estar.

Trasladaron el maletín al sofá. Encima del respaldo, introdujeron un pequeño punzón en la pared y volvieron a retirarlo. Un finísimo cilindro negro, de un cuarto de milímetro de diámetro por dos centímetros de longitud, fue introducido cuidadosamente en el agujero y sellado con una gota minúscula de cemento sintético. El micrófono era invisible. En la junta de la pared instalaron un cable del diámetro de un cabello humano, que llegaba hasta el techo y que conectarían al receptor del ático.

Instalaron micrófonos idénticos en cada uno de los dormitorios. En el rellano superior encontraron una escalera plegable y subieron al ático. Uno de ellos sacó el receptor y el transmisor del maletín, mientras su compañero pasaba cuidadosamente los diminutos cables de las paredes. A continuación los juntó, los cubrió de material aislante y los hizo llegar hasta una esquina, donde su compañero instalaba el transmisor, en una vieja caja de cartón. Conectaron unos cables a una línea de corriente alterna, para alimentar el transmisor, y levantaron una pequeña antena, a un par de centímetros del tejado.

Respiraban con dificultad, en el ambiente caldeado del desván. Colocaron el trasmisor en una pequeña caja de plástico de un viejo transistor y desparramaron trapos y material aislante a su alrededor. Lo dejaron en un rincón oscuro, donde probablemente tardarían meses, o incluso años, en descubrirlo. E incluso cuando lo hicieran, creerían que se trataba de un viejo trasto inútil. Seguramente lo tirarían a la basura, sin la más mínima sospecha. Después de admirar durante unos instantes su experto trabajo, bajaron por la escalera.

Cubrieron con minuciosidad sus huellas y acabaron en diez minutos.

Soltaron a Hearsay y salieron al cobertizo donde se encontraba el coche. Abandonaron rápidamente la casa y se perdieron en la oscuridad de la noche.

Mientras se servía el pescado al homo, estacionaron silenciosamente el BMW junto al restaurante. El conductor hurgó en sus bolsillos y encontró la llave de un Jaguar castaño, propiedad del letrado Kendall Mahan. Los dos técnicos cerraron el BMW y se instalaron en el Jaguar. Los Mahan vivían mucho más cerca que los McDeere, y a juzgar por los planos de la casa, el trabajo sería más rápido.

En el quinto piso del edificio Bendini, Marcus contemplaba un cuadro de pilotos intermitentes, a la espera de alguna señal procedente del 1231 de East Meadowbrook. La fiesta había acabado hacía media hora y había llegado el momento de escuchar. Un chivato amarillo se iluminó tenuemente y Marcus se colocó los cascos. Pulsó el botón de grabación. Esperó. Empezó a encenderse intermitentemente un piloto verde, junto al código McD6. Era el de la pared del dormitorio. Las señales aumentaron en claridad, voces, al principio tenues y luego muy claras. Subió el volumen y escuchó.

—Jill Mahan es una mala pécora —decía la mujer, la señora McDeere—. Cuanto más bebía, más taimada se ponía.

—Creo que pertenece a algún tipo de nobleza —respondió el señor McDeere.

—Su marido no está mal, pero ella es una verdadera zorra —dijo la señora McDeere.

—¿Estás borracha? —preguntó el señor McDeere.

—Casi. En el punto justo para disfrutar apasionadamente del sexo.

Marcus subió el volumen y se acercó al tablero de luces parpadeantes.

—Desnúdate —ordenó la señora McDeere.

—Hace días que no practicamos —respondió el señor McDeere.

Marcus se puso de pie y empezó a pasear de un lado para otro.

—¿Y de quién es la culpa? —preguntó ella.

—No he olvidado cómo hacerlo. Eres hermosa.

—Métete en la cama.

Marcus giró el botón del volumen al máximo. Sonrió a las luces y respiró hondo. Le encantaban esos nuevos miembros de la empresa, recién llegados de la facultad y repletos de energía. Escuchó sonriente los sonidos del coito. Cerró los ojos y los contempló.