Siete

Una secretaria hurgaba en un fichero, en busca de algo que Avery necesitaba inmediatamente. La otra secretaria estaba frente al escritorio, cuaderno en mano, escribiendo las instrucciones que de vez en cuando le dictaba, cuando dejaba de chillar por teléfono para escuchar a su interlocutor. Tres pilotos rojos se encendían intermitentemente en el teléfono. Cuando él hablaba por teléfono, las secretarias intercambiaban rápidos comentarios entre sí. Mitch entró cautelosamente en el despacho y se detuvo junto a la puerta.

—¡Silencio! —chilló Avery a las secretarias.

La que hurgaba en el fichero cerró de golpe un cajón, para dirigirse al fichero contiguo y abrir el cajón inferior. Avery chascó los dedos en dirección a la segunda y le señaló el calendario que tenía sobre la mesa. Colgó el teléfono sin despedirse.

—¿Qué hay en la agenda para hoy? —preguntó, mientras sacaba una ficha de su carpeta.

—A la diez, reunión en la delegación de Hacienda. A la una, reunión con Nathan Locke sobre el sumario Spinosa. A las tres y media, reunión de socios. Mañana está comprometido todo el día en los tribunales de Hacienda y debe preparar hoy todo lo necesario.

—Magnífico. Anúlelo todo. Verifique los vuelos a Houston el sábado por la tarde, para regresar el lunes por la mañana temprano.

—Sí, señor.

—¡Mitch! ¿Dónde está la ficha de Capps?

—En mi despacho.

—¿Qué has hecho?

—Lo he leído casi todo.

—Hay que acelerar el proceso. Acabo de hablar con Sonny Capps por teléfono. Quiere que nos reunamos el sábado por la tarde en Houston y que le presente un borrador aproximado del contrato de sociedad anónima.

Mitch experimentó un tirón de angustia en su estómago vacío. Si no le traicionaba la memoria, el contrato constaba de unas ciento cuarenta y tantas páginas.

—Sólo un borrador aproximado —dijo Avery, mientras señalaba a una de las secretarias.

—No hay ningún problema —respondió Mitch, con toda la seguridad de la que fue capaz—. Puede que no sea perfecto, pero redactaré el borrador.

—Lo necesito para el mediodía del sábado, todo lo perfecto que sea posible. Ordenaré a una de mis secretarias que le muestre a Nina dónde están los formularios de contrato, en el banco de memoria. Así no habrá que dictar ni mecanografiar tanto. Sé que no es justo, pero no hay nada justo relacionado con Sonny Capps. Es muy exigente. Me ha dicho que hay que cerrar el trato en veinte días, o de lo contrario quedará anulado. Todo depende de nosotros.

—Lo tendré listo.

—Magnífico. Reunámonos a las ocho de la mañana, para ver dónde estamos.

Avery pulsó uno de los intermitentes y comenzó a discutir por teléfono. Mitch regresó a su despacho y buscó la ficha de Capps, bajo los quince cuadernos. Nina asomó la cabeza por la puerta.

—Oliver Lambert desea verle.

—¿Cuándo? —preguntó Mitch.

—Lo antes posible.

—¿No puede esperar?

Mitch consultó su reloj. Llevaba tres horas en el despacho y ya habría dado la jornada laboral por concluida.

—Creo que no. El señor Lambert no está acostumbrado a esperar a nadie.

—Comprendo.

—Será mejor que vaya.

—¿Qué quiere?

—Su secretaria no me lo ha dicho.

Se puso la chaqueta, se ajustó la corbata y salió corriendo hacia el cuarto piso, donde la secretaria de Lambert le estaba esperando. Se presentó y le dijo que llevaba treinta y un años en la empresa. En realidad, ella había sido la segunda secretaria contratada por el señor Anthony Bendini desde que se instaló en Memphis. Su nombre era Ida Renfroc, pero todo el mundo la llamaba señora Ida. Después de acompañarlo al amplio despacho, cerró la puerta.

Oliver Lambert estaba de pie detrás de su escritorio y se quitó las gafas. Le brindó una cálida sonrisa y dejó la pipa sobre un soporte de bronce.

—Buenos días, Mitch —dijo en un tono suave, como si el tiempo no importara—. Sentémonos aquí —agregó, señalando el sofá.

—¿Te apetece un café? —preguntó el señor Lambert.

—No, gracias.

Mitch se sentó en el sofá y el socio lo hizo en un sillón, a medio metro de distancia y un metro por encima de su altura. Mitch se desabrochó la chaqueta y procuró relajarse. Se cruzó de piernas y admiró su nuevo par de Cole-Haans. Doscientos pavos. Una hora de trabajo para un miembro asociado, en aquella fábrica de dinero. Intentó relajarse. Pero había percibido el pánico en la voz de Avery y la desesperación en la mirada cuando hablaba por teléfono con aquel individuo llamado Capps. Aquél era su segundo día de trabajo, y tenía jaqueca y le dolía el estómago.

El señor Lambert le sonrió desde las alturas, con la sincera amabilidad propia de un abuelo. Había llegado el momento de recibir algún tipo de sermón. Vestía una impecable camisa blanca de algodón, con una pequeña pajarita de seda oscura, que le otorgaba un aspecto de suma inteligencia y sabiduría. Como de costumbre, estaba más moreno de lo normal en pleno verano de Memphis. Sus dientes brillaban como perlas. Un figurín de sesenta años.

—Sólo un par de cosas, Mitch —dijo—. Tengo entendido que estás bastante ocupado.

—Sí, bastante.

—El pánico forma parte de la vida en los bufetes importantes, y los clientes como Sonny Capps pueden causar úlceras. Nuestros clientes son nuestros únicos bienes y nos matamos por complacerlos.

Mitch sonrió y simultáneamente arrugó el entrecejo.

—Sólo un par de cosas, Mitch. En primer lugar, mi esposa y yo deseamos que cenéis con nosotros el sábado. Salimos a cenar a menudo y nos gusta hacerlo con nuestros amigos. Me gusta bastante cocinar y aprecio la buena comida y el buen vino. Generalmente reservamos una gran mesa en uno de nuestros restaurantes predilectos de la ciudad, invitamos a nuestros amigos y pasamos la velada degustando un banquete de nueve platos y catando vinos poco comunes. ¿Estáis libres tú y Abby este sábado?

—Por supuesto.

—Kendall Mahan, Wally Hudson, Lamar Quin y sus respectivas esposas estarán también con nosotros.

—Será un gran placer.

—Me alegro. Justine’s es mi lugar predilecto en Memphis. Es un antiguo restaurante francés, con una cocina exquisita y una impresionante lista de vinos. ¿Te parece bien a las siete?

—Allí estaremos.

—En segundo lugar, hay algo de lo que debemos hablar. Estoy seguro de que eres consciente de ello, pero merece la pena mencionarlo. Para nosotros es muy importante. Sé que en Harvard te enseñaron que existe una relación confidencial entre tú, como abogado, y tu cliente. Se trata de una relación privilegiada y nadie puede obligarte a revelar nada que te confíe un cliente. Es estrictamente confidencial. Violaríamos nuestra ética si divulgáramos los asuntos de nuestros clientes. Esto es aplicable a todo abogado, pero en esta empresa nos tomamos dicha relación profesional muy en serio. No hablamos con nadie de los asuntos de los clientes. Ni con otros abogados, ni con nuestras esposas. A veces ni siquiera entre nosotros. Como norma, no hablamos en casa y nuestras esposas han aprendido a no formular preguntas. Cuanto menos hables, mejor será tu situación. El señor Bendini era un gran devoto del sigilo y aprendimos debidamente su lección. Ningún miembro de esta empresa menciona siquiera el nombre de un cliente fuera de las paredes de este edificio. Tanta es la importancia que esto tiene para nosotros.

¿Dónde pretendía ir a parar?, se preguntó Mitch. Cualquier estudiante de segundo curso podía haber hecho un discurso semejante.

—Lo comprendo perfectamente y no tiene que preocuparse por mí.

—«Irse de la lengua equivale a perder pleitos», era el lema del señor Bendini, que aplicaba a todas las cosas. Nosotros no hablamos de los asuntos de nuestros clientes absolutamente con nadie, incluidas nuestras respectivas esposas. Somos muy discretos, muy reservados y deseamos seguir siéndolo. Conocerás a otros abogados en la ciudad y, tarde o temprano, te formularán preguntas sobre la empresa, o acerca de algún cliente. Nosotros no hablamos, ¿comprendido?

—Por supuesto, señor Lambert.

—Magnífico. Nos sentimos muy orgullosos de ti, Mitch. Serás un gran abogado. Y además muy rico. Nos veremos el sábado.

La señora Ida tenía un recado para Mitch. El señor Tolleson deseaba verle inmediatamente. Le dio las gracias, bajó corriendo la escalera y avanzó por el pasillo sin detenerse en su despacho, hasta llegar al grande de la esquina. Había ahora tres secretarias, que susurraban y se daban palmadas entre sí, mientras su jefe vociferaba por teléfono. Mitch descubrió una silla en lugar seguro, junto a la puerta y se dedicó a contemplar el circo. Las mujeres manipulaban carpetas y cuadernos, sin dejar de refunfuñar entre sí en algún idioma incomprensible. De vez en cuando Avery chascaba los dedos, señalaba a algún lugar y ellas brincaban como conejos asustados.

Al cabo de unos minutos colgó el teléfono, de nuevo sin despedirse, y miró fijamente a Mitch.

—Sonny Capps otra vez. Los chinos quieren setenta y cinco millones y él se ha comprometido a dárselos. La sociedad constará de cuarenta y un socios, en lugar de veinticinco. Disponemos de veinte días o se anulará el trato.

Dos de las secretarias se acercaron a Mitch y le entregaron unas gruesas carpetas extensibles.

—¿Podrás hacerlo? —preguntó Avery, casi en tono de burla.

Las miradas de las secretarias convergieron en Mitch.

—Por supuesto —respondió mientras se dirigía hacia la puerta, con las carpetas en los brazos—. ¿Eso es todo?

—Es suficiente. Quiero que de ahora hasta el sábado no trabajes en otra cosa, ¿comprendido?

—Sí, jefe.

En su despacho, recogió todo el material de revisión para las oposiciones, los quince cuadernos, y lo amontonó en un rincón. Distribuyó cuidadosamente el contenido de la carpeta de Capps sobre la mesa. Respiró hondo y comenzó a leer. Alguien llamó a la puerta.

—¿Quién es?

Nina asomó la cabeza.

—Lamento comunicárselo, pero ha llegado su nuevo mobiliario.

Se frotó las sienes y refunfuñó algo incoherente.

—Tal vez pueda trabajar en la biblioteca durante un par de horas.

—Tal vez.

Guardaron de nuevo el contenido de la carpeta de Capps y sacaron los quince cuadernos al pasillo, donde esperaban dos robustos negros con un montón de voluminosas cajas de cartón y una alfombra oriental.

Nina le acompañó a la biblioteca del segundo piso.

—Se supone que debo reunirme con Lamar Quin a las dos para estudiar para las oposiciones. Llámele y anule la cita. Dígale que se lo explicaré más tarde.

—Tiene otra reunión a las dos con Gilí Vaughn —dijo la secretaria.

—Anúlela también.

—Se trata de un socio.

—Anúlela. Le veré más tarde.

—No es sensato.

—Haga lo que le digo.

—Usted manda.

—Gracias.

La mujer que colocaba el papel pintado era baja, musculosa y de edad avanzada, pero acostumbrada al trabajo duro y muy experimentada en su profesión. Le explicó a Abby que, desde hacía casi cuarenta años, colgaba papel pintado de la mejor calidad en las casas más elegantes de Memphis. Hablaba incesantemente, pero sin malgastar un solo movimiento. Cortaba con precisión, como un cirujano, y a continuación aplicaba la cola como un artista. Mientras esperaba a que se secara, sacó una cinta métrica de la bolsa de su cinturón y midió el rincón restante del comedor. Susurró algunos números que Abby fue incapaz de descifrar. Entonces calibró la altura y anchura de varios lugares y lo grabó en la memoria. Se subió a la escalera e indicó a Abby que le entregara un rollo de papel. Se ajustó a la perfección. Lo apretó firmemente contra la pared y comentó por enésima vez lo bonito y caro que era, así como lo mucho que duraría y que conservaría su buen aspecto. También le gustaba el color. Hacía juego a la perfección con las cortinas y la alfombra. Abby estaba más que harta de darle las gracias. Asintió y consultó su reloj. Era hora de empezar a preparar la cena.

Cuando acabó de empapelar la pared, Abby le comunicó que ya bastaba por hoy y le pidió que volviera a las nueve de la mañana del día siguiente. La señora le respondió que desde luego y empezó a limpiar la porquería que había hecho. Cobraba doce dólares por hora, al contado, y estaba dispuesta casi a todo. Abby admiró la sala. Al día siguiente quedaría terminada y habría acabado el empapelado, a excepción de los dos cuartos de baño y la sala de reposo. La pintura estaba programada para la semana siguiente. La cola del papel, el barniz fresco de la repisa y el olor a nuevo del mobiliario se combinaban en un aroma fresco y maravilloso. Como el de una casa nueva.

Abby se despidió de la empapeladora y se retiró al dormitorio; allí se desnudó y se tumbó sobre la cama. Llamó por teléfono a su marido, pero Nina le comunicó que estaba en una reunión y que j todavía tardaría un poco. La secretaria dijo que él la llamaría. Abby estiró sus largas y doloridas piernas y se frotó los hombros. Las aspas del ventilador giraban lentamente suspendidas del techo. En algún momento, Mitch regresaría a casa. Durante algún tiempo trabajaría cien horas semanales, que más adelante reduciría a ochenta. Podía esperar.

Se despertó al cabo de una hora y se incorporó de un brinco. Eran casi las seis. Ternera piccata. Ternera piccata. Se puso un pantalón corto color caqui y un jersey blanco de cuello alto. Corrió a la cocina, que estaba terminada a excepción de una mano de pintura y unas cortinas, que se instalarían la semana próxima. Encontró la receta en un libro de cocina italiana y dispuso minuciosamente los ingredientes sobre la mesa. Habían comido poca carne en la universidad, a excepción de alguna hamburguesa de vez en cuando. Cuando ella cocinaba, era siempre a base de pollo. También se había hartado de bocadillos y perros calientes.

Pero ahora, con su inesperada riqueza, había llegado el momento de aprender a cocinar. Durante la primera semana había preparado algo distinto cada noche y se lo habían comido cuando Mitch llegaba a casa. Programaba las comidas, estudiaba libros de cocina y experimentaba con salsas. Por alguna razón desconocida, a su marido le gustaba la comida italiana y, después de probar y perfeccionar los espaguetis y el cerdo capiellini, le tocaba ahora el turno a la ternera piccata. Después de macerar las lonjas de ternera con una pequeña maza, hasta que fueron lo suficientemente delgadas, las pasó por harina, sal y pimienta. Puso una olla al fuego para hervir los linguine. Se sirvió una copa de chablis y conectó la radio. Había llamado dos veces al despacho desde la hora del almuerzo y Mitch no había tenido tiempo de devolverle las llamadas. Pensó en llamarle de nuevo, pero decidió no hacerlo. Ahora le tocaba a él. La cena estaría lista y comerían cuando regresara.

Salteó las lonjas durante tres minutos, con el aceite muy caliente, para dejar la ternera en su punto. Las retiró del fuego, limpió la sartén y agregó vino y zumo de limón a la misma, hasta que el líquido empezó a hervir. No dejó de removerlo hasta que adquirió una consistencia espesa. Entonces volvió de nuevo las lonjas a la sartén y agregó setas, alcachofas y mantequilla. La cubrió y dejó que cociera a fuego lento.

Frió tocino, tomate partido, hirvió los linguine y agregó otro vaso de vino. A las siete la cena estaba lista: ensalada de tocino y tomate con tubettini, piccata de ternera y pan con ajo al horno. Mitch no había llamado todavía. Abby cogió su copa de vino y salió a dar una vuelta por el jardín, Hearsay salió corriendo de entre unos matorrales. Admiraron juntos la vegetación tropical mientras paseaban y se detuvieron bajo dos enormes robles. Los restos de una choza abandonada desde hacía mucho tiempo estaban desparramados por la copa del mayor de los robles. En el tronco había unas iniciales grabadas. Del otro roble colgaba una cuerda. Encontró una pelota de goma, la arrojó y vio cómo el perro la perseguía. Escuchaba el teléfono a través de la ventana de la cocina. No sonó.

Hearsay paró en seco y gruñó en dirección a la casa contigua. El señor Rice apareció entre los setos perfectamente nivelados que rodeaban su jardín. El sudor le goteaba por la nariz y llevaba la camiseta empapada. Se quitó los guantes de jardinero y se percató de la presencia de Abby bajo los árboles, al otro lado de la verja. Ella le sonrió. Él admiró sus bronceadas piernas y también le sonrió. Se secó la frente con un antebrazo sudado y se acercó a la verja.

—¿Cómo está usted? —preguntó, jadeando, con su espeso cabello canoso empapado de sudor y pegado al cráneo.

—Muy bien, señor Rice. ¿Cómo está usted?

—Acalorado. Debemos estar a treinta y ocho grados.

Abby se acercó lentamente a la verja, para charlar. A lo largo de la semana se había percatado de que la miraba, pero no le importaba. Tenía por lo menos setenta años y probablemente era inofensivo. Que mirara si lo deseaba. Además, era un ser humano vivo que respiraba, sudaba y era capaz, hasta cierto punto, de mantener una conversación. La empapeladora había sido la única persona con la que había hablado desde que Mitch se había marchado, antes del amanecer.

—Su césped tiene muy buen aspecto —dijo.

Volvió a secarse y escupió en el suelo.

—¿Bueno? ¿A esto lo llama usted bueno? Merece estar en una revista. Jamás he visto un campo de golf con un green tan perfecto. Deberían concederme el galardón al mejor jardín del mes, pero no lo harán. ¿Dónde está su marido?

—En el despacho. Trabaja hasta muy tarde.

—Son casi las ocho. Esta mañana debió de salir antes del alba. Y o salgo a dar un paseo a las seis y media y él ya se había marchado. ¿Qué mosca le ha picado?

—Le gusta trabajar.

—Si yo tuviera una esposa como usted, me quedaría en casa. No podrían obligarme a salir.

—¿Cómo está la señora Rice? —preguntó Abby, sonriendo para agradecerle el cumplido.

—Me temo que no muy bien —respondió con el entrecejo fruncido, al tiempo que arrancaba un hierbajo de la verja.

Desvió la mirada y se mordió el labio. La señora Rice se estaba muriendo de un cáncer. No tenían hijos. Los médicos le habían dado un año de vida. Un año a lo sumo. Le habían extraído la mayor parte del estómago y ahora tenía tumores en los pulmones. Pesaba cuarenta kilos y apenas se movía de la cama. Durante su primera conversación a través de la verja, se le humedecieron los ojos al hablar de su esposa y de la perspectiva de quedarse solo después de cincuenta y un años.

—No, no me concederán el premio al mejor jardín del mes —dijo, entonces—. No es el barrio adecuado. Siempre se lo conceden a esos ricachones que contratan a un jardinero para que haga todo el trabajo, mientras ellos se sientan junto a la piscina y saborean un daiquiri. Pero es bonito, ¿no es cierto?

—Es increíble. ¿Cuántas veces por semana corta el césped?

—Tres o cuatro. Depende de lo que llueva. ¿Quiere que corte el suyo?

—No. Deseo que lo haga Mitch.

—Parece que no tiene tiempo. Lo vigilaré y si veo que necesita un toque, me ocuparé de ello.

Abby volvió la cabeza y miró hacia la ventana de la cocina.

—¿Oye usted el teléfono? —preguntó, al tiempo que se separaba de la verja y el señor Rice enfocaba su audífono.

Se despidió y echó a correr hacia la casa. El teléfono dejó de sonar en el momento de levantar el auricular. Eran casi las ocho y media, prácticamente de noche. Llamó al despacho, pero no contestó nadie. Puede que Mitch estuviera de camino.

Una hora antes de la medianoche, sonó el teléfono. A excepción del sonido del timbre y del de un suave ronquido, imperaba el silencio en el segundo piso de la oficina. Tenía los pies sobre el nuevo escritorio, las piernas cruzadas por las pantorrillas y dormidas por falta de circulación. El resto de su cuerpo reposaba cómodamente en un mullido sillón de cuero estilo ejecutivo. Se volvió de lado, mientras emitía sonidos intermitentes de un sueño profundo. El sumario de Capps estaba desparramado por el escritorio y tenía un impresionante documento agarrado con fuerza contra el pecho. Sus zapatos estaban en el suelo, junto al escritorio y a un montón de documentos de la ficha de Capps. Una bolsa vacía de patatas fritas se encontraba entre los zapatos.

Después de que el teléfono sonara una docena de veces, reaccionó y levantó el auricular. Era su mujer.

—¿Por qué no me has llamado? —preguntó tranquilamente, pero con cierto deje de preocupación.

—Lo siento. Me he quedado dormido. ¿Qué hora es? —dijo, mientras se frotaba los ojos y consultaba su reloj.

—Las once. Podías haber llamado.

—Lo hice, pero no contestó nadie.

—¿Cuándo?

—Entre las ocho y las nueve. ¿Dónde estabas?

No respondió. Esperó.

—¿Vuelves a casa?

—No. Tengo que trabajar toda la noche.

—¿Toda la noche? No puedes trabajar toda la noche, Mitch.

—Claro que puedo. Aquí es algo corriente. Se espera que uno lo haga.

—Yo esperaba que regresaras a casa, Mitch. Por lo menos podías haber llamado. La cena está todavía en el horno.

—Lo siento. Estoy hasta el cuello de trabajos por terminar y he perdido la noción del tiempo. Te ruego que me disculpes.

Guardó unos instantes de silencio, mientras consideraba sus disculpas.

—¿Va a convertirse esto en algo habitual, Mitch?

—Tal vez.

—Comprendo. ¿Cuándo crees que regresarás a casa?

—¿Tienes miedo?

—No, no tengo miedo. Voy a acostarme.

—Iré a eso de las siete para ducharme.

—Muy amable. Si duermo, no te molestes en despertarme.

Abby colgó el teléfono. Mitch miró el auricular y lo devolvió a su sitio. En el quinto piso, un agente de seguridad soltó una carcajada.

—«No te molestes en despertarme.» Eso es bueno —dijo, mientras pulsaba un botón en el magnetófono computerizado—. ¡Hola, Dutch, despierta! —agregó por un pequeño micrófono, después de pulsar otros tres botones.

—Sí, ¿qué ocurre? —respondió Dutch, acercándose al intercomunicador.

—Habla Marcus, desde arriba. Creo que nuestro chico piensa pasar aquí toda la noche.

—¿Tiene algún problema?

—En estos momentos, su mujer. Olvidó llamarla y le ha preparado una cena deliciosa.

—Qué pena. No es la primera vez que oímos algo parecido, ¿no es cierto?

—A todos los novatos les ocurre lo mismo en la primera semana. De todos modos, le ha dicho a su esposa que no regresará hasta por la mañana. O sea que puedes volver a dormir.

Marcus pulsó otros botones y se concentró de nuevo en su revista.

Abby esperaba, cuando el sol surgió entre los robles. Tomaba sorbos de café, acariciaba el perro y escuchaba los tenues sonidos del barrio que recobraba vida. Había tenido un sueño desasosegado. La ducha caliente no había paliado su fatiga. La única prenda que llevaba puesta era un albornoz de terciopelo de su marido. Tenía el cabello húmedo y peinado hacia atrás.

Se oyó la puerta de un coche y el perro miró hacia el interior de la casa. Oyó que se abría la puerta de la cocina y, al cabo de un momento, la corrediza que daba al jardín. Mitch dejó la chaqueta sobre un banco cerca de la puerta y se acercó.

—Buenos días —dijo, antes de sentarse sobre la mesa de mimbre.

—Buenos días —respondió ella, con una sonrisa forzada.

—Te has levantado muy temprano —agregó, esforzándose en vano por ser amable.

Ella le sonrió de nuevo y tomó otro sorbo de café.

—Veo que sigues enojada por lo de anoche —suspiró, mientras contemplaba el jardín.

—No es cierto. No soy rencorosa.

—He dicho que lo siento, con toda sinceridad. Intenté llamarte.

—Podías haber insistido.

—Te ruego que no pidas el divorcio, Abby. Te prometo que no volverá a ocurrir. No me abandones.

—Tienes muy mal aspecto —dijo, con una sonrisa verdaderamente sincera.

—¿Qué llevas debajo del albornoz?

—Nada.

—Déjame ver.

—¿Por qué no te acuestas? Tienes el aspecto de estar molido.

—Gracias, pero tengo una reunión con Avery a las nueve y otra a las diez.

—¿Intentan acabar contigo la primera semana?

—Sí, pero no lo lograrán. Soy demasiado fuerte. Vamos a tomar una ducha.

—Acabo de hacerlo.

—¿Desnuda?

—Claro.

—Cuéntamelo, detalle por detalle.

—Si hubieras venido a una hora razonable, no te sentirías frustrado.

—Estoy seguro de que ésta no será la última vez, cariño. Tendré que pernoctar muchas veces. No te quejabas en la facultad, cuando me veía obligado a pasar la noche estudiando.

—Era distinto. Lo soportaba porque sabía que un buen día acabaría. Pero ahora eres abogado y lo serás durante mucho tiempo. ¿Es así como funciona? ¿Trabajarás siempre un millar de horas semanales?

—Abby, ésta es mi primera semana.

—Esto es lo que me preocupa. Sólo puede empeorar.

—Por supuesto que lo hará. Forma parte del trabajo, Abby. Es un negocio en el que se lucha despiadadamente y en el que los débiles son devorados, mientras los fuertes se enriquecen. Es un maratón. El que llega a la meta recibe la medalla de oro.

—Y cae muerto a la llegada.

—No lo creo. Hace una semana que estamos aquí y te preocupas ya por mi salud.

Abby tomó un sorbo de café y acarició el perro. Era hermosa. Con los ojos cansados, sin maquillaje y el cabello mojado, estaba encantadora. Mitch se puso de pie, se colocó a su espalda y le dio un beso en la mejilla.

—Te quiero —susurró.

—Anda a ducharte —respondió ella, estrujándole la mano que tenía sobre su hombro—. Prepararé el desayuno.

La mesa estaba puesta a la perfección. La vajilla de su abuela había abandonado por primera vez el aparador en la nueva casa. Había velas encendidas en candelabros de plata. El zumo de pomelo se sirvió en copas de cristal. Las servilletas de lino, que hacían juego con el mantel, estaban dobladas sobre los platos. Cuando Mitch acabó de ducharse y ponerse un nuevo Burberry de lana escocesa, entró en el comedor y silbó de admiración.

—¿Qué se celebra?

—Un desayuno especial, para un marido excepcional.

Se sentó y admiró la vajilla. La comida se mantenía caliente en una fuente cubierta de papel de estaño.

—¿Qué has preparado? —preguntó, humedeciéndose los labios.

Abby señaló la fuente y levantó la tapa. Mitch se quedó mirando fijamente la comida.

—¿Qué es esto? —preguntó, sin dirigirle la mirada.

—Ternera piccata.

—¿Ternera qué?

—Ternera piccata.

—Creí que era hora de desayunar —dijo, consultando su reloj.

—Lo preparé ayer para la cena y sugiero que te lo comas.

—¿Ternera piccata para desayunar?

Ella le brindó una radiante sonrisa y movió ligeramente la cabeza. Mitch examinó de nuevo la comida y, durante unos instantes, analizó la situación.

—Huele bien —dijo por fin.