A las cinco de la madrugada sonó el despertador sobre la nueva mesilla de noche, junto a la nueva lámpara, y una mano lo paró inmediatamente. Mitch anduvo a tientas por la casa a oscuras y encontró a Hearsay junto a la puerta trasera. La abrió para que saliera al jardín y se dirigió a la ducha. Al cabo de veinte minutos vio a su esposa bajo las sábanas y le dio un beso de despedida. Ella no reaccionó.
Sin ningún tráfico en las calles, tardó sólo diez minutos en llegar al despacho. Había decidido que empezaría a trabajar a las cinco y media, a no ser que alguien se le adelantara, en cuyo caso comenzaría a las cinco, a las cuatro y media, o a la hora necesaria para ser el primero. Dormir era un engorro. Sería el primer abogado en llegar al edificio Bendini, aquel día y todos los días, hasta convertirse en socio. Si los demás tardaban diez años, él lo lograría en siete. Había decidido que sería el socio más joven en la historia de la empresa.
El aparcamiento vacío adjunto al edificio Bendini estaba rodeado de una verja metálica de tres metros y con un vigilante junto al portalón. En su interior había un espacio en el que se había pintado su nombre entre líneas amarillas. Paró junto al portalón y esperó. El guarda uniformado surgió de la oscuridad y se acercó a la ventanilla del conductor. Mitch pulsó un botón, abrió la ventanilla y le mostró un documento plastifícado con su fotografía.
—Usted debe de ser el nuevo empleado —dijo el vigilante, con el documento en la mano.
—Sí. Mitch McDeere.
—Sé leer. Debí haberlo adivinado por el coche.
—¿Cómo se llama? —preguntó Mitch.
—Dutch Hendrix. Trabajé treinta años para el departamento de policía de Memphis.
—Encantado de conocerle, Dutch.
—Sí, lo mismo digo. ¿No es muy temprano para empezar a trabajar?
—No, creí que ya habría llegado todo el mundo —sonrió Mitch, al tiempo que recuperaba su documento de identidad.
—Es usted el primero —respondió Dutch, forzando una sonrisa—. El señor Locke no tardará en llegar.
Se abrió el portalón y Dutch le indicó que pasara. Vio su nombre pintado en blanco sobre el asfalto y aparcó el impecable BMW en la tercera fila a partir del edificio, sin ningún otro coche a la vista. Cogió el maletín vacío, de piel de anguila morada, del asiento posterior, y cerró suavemente la puerta. Otro vigilante esperaba junto a la puerta trasera del edificio. Mitch se presentó y vio que se abría la puerta. Consultó su reloj. Las cinco y media en punto. Se sintió aliviado al comprobar que era lo suficientemente temprano. El resto de la empresa todavía dormía.
Encendió la luz de su despacho y dejó el maletín sobre el escritorio provisional. A continuación echó a caminar por el pasillo, encendiendo las luces a su paso, en dirección a la sala de café. La cafetera era de tamaño industrial, con distintos niveles, calentadores y espitas, sin ninguna instrucción aparente en cuanto a su funcionamiento. La examinó unos instantes, mientras colocaba el café en el filtro. Llenó de agua uno de los compartimientos superiores y sonrió cuando empezó a aparecer el café por el orificio previsible.
En un rincón de su despacho había tres cajas de cartón llenas de libros, carpetas, cuadernos y apuntes acumulados durante los tres años anteriores. Colocó una de ellas sobre el escritorio y comenzó a vaciar su contenido. Clasificó el material y formó nítidos montoncitos sobre la mesa.
Después de la segunda taza de café, encontró el material de revisión para las oposiciones en la tercera caja. Se dirigió a la ventana y abrió las persianas. Era todavía de noche. No se dio cuenta de la aparición repentina de un personaje en el umbral de la puerta.
—¡Buenos días!
Mitch volvió la cabeza y se le quedó mirando con la boca abierta.
—Me has asustado —dijo, dando un suspiro.
—Lo siento. Soy Nathan Locke. Creo que no nos conocemos.
—Soy Mitch McDeere, el nuevo.
Se dieron la mano.
—Lo sé. Lamento no haberte conocido antes. Estaba ocupado durante tus anteriores visitas. Creo que te vi el lunes en los funerales.
Mitch asintió, plenamente convencido de no haber estado nunca a menos de cien metros de Nathan Locke. Lo recordaría. Eran sus ojos, unos ojos negros y fríos, rodeados de numerosas patas de gallo negras. Unos enormes ojos. Inolvidables. Tenía el cabello blanco, escaso en la parte superior, abundante alrededor de las orejas, y su blancura contrastaba fuertemente con el resto del rostro. Cuando hablaba, entornaba los ojos y sus pupilas negras despedían un brillo feroz. Unos ojos siniestros, llenos de sabiduría.
—Tal vez —respondió Mitch, cautivado por el rostro más macabro que había visto en su vida—. Tal vez.
—Veo que eres madrugador.
—Sí, señor.
—Bien, encantado de tenerte entre nosotros.
Nathan Locke se retiró de la puerta y desapareció. Mitch echó una ojeada al pasillo y cerró la puerta. No le sorprendió que le tuvieran en el cuarto piso, alejado de todos los demás. Ahora comprendía por qué no se lo habían presentado antes de firmar el contrato. Puede que hubiera tenido que pensárselo dos veces. Probablemente lo ocultaban de todos los reclutas potenciales. Tenía, sin lugar a dudas, el aspecto más siniestro y macabro que Mitch jamás había experimentado. Eran los ojos, se dijo a sí mismo, al tiempo que descansaba los pies sobre el escritorio y tomaba un sorbo de café. Los ojos.
Como Mitch suponía, Nina trajo comida cuando llegó al trabajo a las ocho y media. Le ofreció un buñuelo y él cogió dos. Le preguntó si deseaba que trajera comida todas las mañanas y Mitch respondió que le encantaría.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando los montones de fichas y notas sobre el escritorio.
—Es nuestro proyecto para hoy. Es preciso organizarlo todo.
—¿Nada que dictar?
—Todavía no. Tengo una reunión con Avery dentro de unos minutos. Necesito que esto esté archivado de algún modo coherente.
—Qué emocionante —exclamó la secretaria, mientras se dirigía a la sala de café.
Avery Tolleson esperaba a Mitch con una gruesa carpeta, que le entregó a su llegada.
—Ésta es la documentación de Capps. O parte de ella. El nombre de nuestro cliente es Sonny Capps. Ahora vive en Houston, pero se crió en Arkansas. Tiene un capital de unos treinta millones y controla hasta el último centavo. Cuando murió su padre, le dejó una vieja línea de barcazas y la ha convertido en el mayor servicio de remolque del río Mississippi. Ahora tiene buques, o embarcaciones como él las denomina, en todos los confines del mundo. Nosotros nos ocupamos del ochenta por ciento de su trabajo jurídico, todo a excepción de las litigaciones. Ahora quiere fundar otra sociedad anónima para comprar una nueva flota de petroleros, que pertenece a la familia de algún chino que murió en Hong Kong. Capps suele ser el socio general, junto a un total de hasta veinticinco socios limitados, a fin de compartir los riesgos y aprovechar sus recursos. Esta operación es de unos sesenta y cinco millones de dólares. He fundado varias sociedades anónimas para él y todas son distintas, ineludiblemente complejas. Además, es muy difícil tratar con él. Es un perfeccionista y cree que sabe más que yo. Tú no hablarás con él. En realidad, yo soy el único que habla con él. Aquí está parte de la documentación de la última sociedad que fundé para él. Contiene, entre otras cosas, un programa, un contrato social, propuestas, declaraciones y el propio contrato de la sociedad anónima. Léelo detenidamente. A continuación quiero que prepares el borrador de un contrato para el próximo proyecto.
De pronto aumentó el volumen de trabajo. Tal vez a las cinco y media no era lo suficientemente temprano.
—Según Capps —prosiguió el socio—, disponemos de unos cuarenta días, de modo que ya vamos retrasados. Marty Kozinski colaboraba en este caso y tan pronto como haya revisado sus documentos te lo entregaré. ¿Alguna pregunta?
—¿Cuál es la antigüedad de la investigación?
—En su mayor parte es todavía vigente, pero tendrás que actualizarla. Capps ganó más de nueve millones el año pasado y apenas pagó impuesto alguno. No cree en la tributación y me hace personalmente responsable de cada centavo que cotiza. Por supuesto, es todo perfectamente legal, pero insisto en que este trabajo le somete a uno a mucha presión. Están en juego millones de dólares en inversiones y descuentos tributarios. El proyecto será objeto de estudio minucioso por parte de los gobiernos de tres países como mínimo. Por consiguiente, ten mucho cuidado.
—¿Cuántas horas al día debo dedicarle? —preguntó Mitch, mientras hojeaba los documentos.
—Todas las posibles. Sé que las oposiciones a colegiado son importantes, pero también lo es Sonny Capps. El año pasado nos pagó casi medio millón de dólares en minutas.
—Me ocuparé de ello.
—Sé que lo harás. Como te dije, tu tarifa es de cien dólares por hora. Hoy Nina revisará contigo el control horario. Recuérdalo, no olvides la facturación.
—¿Cómo podría olvidarlo?
Oliver Lambert y Nathan Locke estaban frente a la puerta metálica del quinto piso, mirando a la cámara instalada sobre la misma. Sonó un golpe seco y se abrió la puerta. Un guardia les saludó inclinando la cabeza. DeVasher esperaba en su despacho.
—Buenos días, Ollie —dijo sin levantar la voz, haciendo caso omiso de su acompañante.
—¿Qué hay de nuevo? —preguntó Locke en dirección a DeVasher, sin dirigirle la mirada.
—¿En qué sentido? —dijo tranquilamente DeVasher.
—Chicago.
—Están muy preocupados, Nat. A pesar de lo que tú crees, no les gusta ensuciarse las manos. Y, francamente, no comprenden por qué deben hacerlo.
—¿Qué quieres decir?
—Hacen algunas preguntas muy difíciles de responder. Por ejemplo, ¿qué nos impide controlar a nuestra propia gente?
—¿Y qué les has dicho?
—Que todo marcha a pedir de boca. De maravilla. La gran empresa Bendini es sólida. Las fugas han sido reparadas. La empresa funciona con normalidad, sin problema alguno.
—¿Cuál es el alcance de los perjuicios causados? —preguntó Oliver Lambert.
—No estamos seguros. Nunca lo estaremos, pero creo que no llegaron a hablar. No cabe duda de que habían decidido hacerlo, pero me parece que no lo lograron. Según una fuente bastante fiable, unos agentes del FBI se desplazaban a la isla el día del accidente, lo que nos hace suponer que habían organizado un encuentro para contar todo lo que sabían.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Locke.
—Por Dios, Nat. Tenemos nuestras fuentes. Además, nuestra gente estaba por toda la isla. Trabajamos bien, tú lo sabes.
—Evidentemente.
—¿Hubo problemas?
—No, no. Todo fue muy profesional.
—¿Alguna intromisión por parte de los indígenas?
—Nos hemos asegurado de que parezca normal, Ollie.
—¿Qué me dices de las autoridades de la isla?
—¿Qué autoridades? Es una isla diminuta y pacífica, Ollie. El año pasado tuvieron un asesinato y cuatro accidentes de inmersión. En lo que a ellos concierne, no es más que un nuevo accidente. Tres ahogados accidentales.
—¿Qué me dices del FBI? —preguntó Locke.
—No lo sé.
—Creí que disponías de una fuente de información.
—Así es. Pero no logramos encontrarlo. Desde ayer no tenemos noticias suyas. Nuestro personal sigue en la isla y no se ha percatado de nada inusual.
—¿Cuánto tiempo piensan quedarse allí?
—Un par de semanas.
—¿Qué ocurrirá si el FBI hace acto de presencia?
—Los vigilamos muy de cerca. Los veremos cuando se apeen del avión. Los seguiremos a sus habitaciones en el hotel. Puede que incluso intervengamos sus teléfonos. Sabremos lo que comen para desayunar y de lo que hablan. Utilizaremos dos o tres individuos por cada uno de los suyos y los controlaremos incluso cuando vayan al lavabo. No hay nada que puedan descubrir, Nat. Ya te he dicho que ha sido un trabajo limpio, muy profesional. No hay pruebas. Relájate.
—Esto me da náuseas, DeVasher —dijo Lambert.
—¿Crees que a mí me gusta, Ollie? ¿Qué quieres que hagamos? ¿Quedarnos sentados y dejar que hablen? Por Dios, Ollie, todos somos humanos. Yo no quería hacerlo, pero Lazarov insistió. Si quieres discutir con él, hazlo. Descubrirán tu cadáver flotando en algún lugar. Esos muchachos habían elegido el camino equivocado. Debían haber mantenido la boca cerrada, limitarse a conducir sus lujosos cochecitos e interpretar el papel de grandes abogados. Pero les dio por la mojigatería.
Nathan Locke encendió un cigarrillo y soltó una espesa nube de humo en dirección a DeVasher. Los tres permanecieron sentados en silencio durante unos instantes, mientras el humo se esparcía por el escritorio. Miró fijamente a «ojos negros», pero no dijo nada.
—¿Por qué querías vernos? —preguntó Oliver Lambert, después de ponerse de pie, mirando a la pared en blanco junto a la puerta.
—Chicago quiere intervenir los teléfonos privados de todos los no socios —respondió DeVasher con un profundo suspiro.
—Te lo advertí —le dijo Lambert a Locke.
—No ha sido idea mía, pero ellos insisten. Están muy inquietos y desean tomar ciertas precauciones adicionales. No podéis reprochárselo.
—¿No crees que esto es ir demasiado lejos? —preguntó Lambert.
—Por supuesto, es totalmente innecesario. Pero Chicago no lo cree así.
—¿Cuándo? —preguntó Locke.
—Dentro de una semana, más o menos. Tardaremos unos días.
—¿Todos?
—Sí. Eso es lo que dicen.
—¿Incluso McDeere?
—Sí, incluso McDeere. Creo que Tarrance volverá a intentarlo y puede que en esta ocasión empiece por abajo.
—Le he conocido esta mañana —dijo Locke—. Estaba aquí antes que yo.
—A las cinco treinta y dos —agregó DeVasher.
Los papeles de la facultad se trasladaron al suelo y los de la ficha de Capps ordenados sobre la mesa. Nina trajo un bocadillo de ensalada de pollo a su regreso del almuerzo y Mitch se lo comió mientras leía, al tiempo que la secretaria archivaba los documentos desparramados por el suelo. Poco después de la una llegó Wally Hudson, o J. Walter Hudson según se leía en los membretes de la empresa, para empezar la preparación de las oposiciones. Su especialidad eran los contratos. Llevaba cinco años en la empresa y era el único oriundo de Virginia, lo cual le extrañaba porque, según él, la facultad de derecho de Virginia era la mejor del país. A lo largo de los dos últimos años había elaborado un programa de revisión de la sección de contratos para las oposiciones. Estaba ansioso por ponerlo a prueba y McDeere era su primera víctima. Entregó a Mitch un grueso cuaderno de tres anillas, por lo menos de ocho centímetros de espesor, y que pesaba tanto como la carpeta de Capps.
El examen duraba cuatro días y constaba de tres partes, explicó Wally. El primer día se realizaba una prueba ética de elección múltiple, de cuatro horas de duración. Gill Vaughn, uno de los socios, era el experto residente en ética y se ocuparía de supervisar aquella parte de la revisión. El segundo día tendría lugar una prueba de ocho horas, conocida simplemente con el nombre de «multiestado». Cubría la mayoría de las áreas del código, comunes a todos los estados. Las preguntas eran también de elección múltiple y eminentemente falaces. A continuación venía lo duro. En los días tercero y cuarto se realizaban pruebas de ocho horas cada día, en las que se cubrían reglamentos concretos: contratos, código comercial unificado, transacción de fincas, agravios, relaciones domésticas, testamentos, bienes y propiedades, tributación, compensación laboral, código constitucional, procedimiento jurídico federal, código penal, corporaciones, sociedades, seguros y relaciones comerciales. Todas las respuestas se efectuarían en forma de ensayo y las preguntas harían hincapié en la ley de Tennessee. La empresa disponía de un programa de revisión para cada una de las quince secciones.
—¿Quince como éste? —preguntó Mitch, levantando el cuaderno.
—Sí. Somos muy minuciosos —sonrió Wally—. Ningún miembro de esta empresa ha suspendido jamás…
—Lo sé. Lo sé. No seré el primero.
—Tú y yo nos reuniremos por lo menos una vez por semana, durante las próximas seis semanas, para repasar el material. Cada sesión durará unas dos horas, de modo que organízate en consecuencia. Sugiero que nos veamos los miércoles a las tres.
—¿De la mañana o de la tarde?
—De la tarde.
—De acuerdo.
—Como bien sabes, los contratos y el código comercial unificado van muy unidos, de modo que he incorporado el código en este material. Nos ocuparemos de ambos, pero necesitaremos más tiempo. Las oposiciones suelen estar cargadas de transacciones comerciales. Estos problemas son muy indicados para escribir ensayos, y, por consiguiente, este cuaderno es muy importante. En el mismo he incluido auténticas preguntas de exámenes anteriores, junto a respuestas ideales. Su lectura te resultará fascinante.
—Me muero de impaciencia.
—Estudia las ochenta primeras páginas para la próxima semana. En ellas encontrarás preguntas para escribir algunos ensayos.
—¿Como tarea?
—Por supuesto. Lo puntuaré la próxima semana. Es importante practicar las preguntas cada semana.
—Esto podría ser peor que la facultad.
—Es mucho más importante. Nos lo tomamos muy en serio. Tenemos una junta que controla tu progreso desde ahora hasta que hagas el examen. Te vigilaremos muy de cerca.
—¿Quién forma parte de la junta?
—Yo, Avery Tolleson, Royce McKnight, Randall Dunbar y Kendall Mahan. Nos reuniremos todos los viernes para evaluar tus progresos.
Wally sacó un cuaderno más pequeño, tamaño cuartilla, y lo dejó sobre la mesa.
—He ahí tu diario. En él debe quedar constancia de tus horas de estudio para el examen y de los temas estudiados. Lo recogeré todos los viernes por la mañana, antes de la reunión de la junta. ¿Alguna pregunta?
—No se me ocurre ninguna —respondió Mitch, al tiempo que colocaba el cuaderno sobre la carpeta de Capps.
—Bien. Nos veremos el miércoles a las tres.
Menos de diez segundos después de que se marchara entró Randall Dunbar en el despacho con un grueso cuaderno, curiosamente parecido al que le había entregado Wally. A decir verdad, era idéntico, aunque no tan grueso. Dunbar era el jefe de la sección de transacciones inmobiliarias y se había ocupado de la compra de la casa de McDeere, en el mes de mayo. Entregó a Mitch el cuaderno, titulado Código de transacción de fincas, y le explicó que su especialidad era la parte más fundamental del examen. Según él, todo acababa en una cuestión de propiedad. Él mismo había preparado cuidadosamente el material, a lo largo de los diez últimos años, y confesó que había pensado a menudo en publicarlo como texto fundamental sobre los derechos de la propiedad y financiación de la tierra. Necesitaría por lo menos una hora semanal, preferiblemente el martes por la tarde. Habló durante una hora de lo diferente que era el examen hacía treinta años, cuando él lo había hecho.
Kendall Mahan agregó una nueva peculiaridad. Quería que se reunieran los sábados por la mañana. Temprano, a eso de las siete y media.
—Estupendo —dijo Mitch, mientras colocaba el cuaderno junto a los demás.
Éste trataba de derecho constitucional, tema favorito de Kendall a pesar de que, según él, casi nunca lo usaba. Era la sección más importante del examen, por lo menos hace cinco años cuando él lo hizo. Había publicado un artículo sobre los derechos de la Primera Enmienda, en la Columbia Law Review, durante su último curso en la facultad. En el cuaderno había una copia del mismo, por si a Mitch le interesaba leerlo. Prometió que lo haría casi inmediatamente.
La procesión continuó a lo largo de la tarde, hasta que hubo desfilado la mitad del personal de la empresa con cuadernos, tareas y el compromiso de reunirse una vez por semana. Por lo menos media docena le recordaron que ningún miembro de la empresa había suspendido jamás el examen.
Cuando su secretaria se despidió, a las cinco de la tarde, el pequeño escritorio estaba cubierto de suficiente material de estudio para las oposiciones como para paralizar un bufete de diez funcionarios. Incapaz de decir palabra, se limitó a sonreírle y volvió a concentrarse en la versión de Wally de la reglamentación de los contratos. Al cabo de una hora pensó en comer. A continuación, por primera vez en doce horas, se acordó de Abby y la llamó por teléfono.
—Todavía tardaré en llegar a casa —le dijo.
—Estoy preparando la cena…
—Déjala en el horno —dijo, con cierta brusquedad.
—¿A qué hora regresarás? —preguntó, después de una pausa, enunciando con lentitud y precisión.
—Dentro de unas horas.
—Unas horas. Llevas ahí casi todo el día.
—Cierto, y todavía me queda mucho por hacer.
—Pero hoy es tu primer día…
—No me creerías si te lo contara.
—¿Estás bien?
—Muy bien. Te veré más tarde.
El motor de arranque despertó a Dutch Hendrix, que se incorporó de un brinco. Abrió el portalón y esperó junto al mismo, mientras el coche abandonaba el aparcamiento.
—Buenas noches, Dutch —dijo Mitch—. ¿Todavía por aquí?
—Sí, he tenido un día muy ocupado.
Dutch iluminó el reloj con su linterna, para consultar la hora. Las once y media.
—Tenga cuidado —dijo.
—Desde luego. Hasta dentro de unas horas.
El BMW salió a Front Street y aceleró para perderse en la oscuridad de la noche. Dentro de unas horas, pensó Dutch. Los novatos eran verdaderamente asombrosos. De dieciocho a veinte horas al día, seis días por semana. A veces siete. Todos se proponían ser el mejor abogado del mundo y ganar un millón de dólares en un santiamén. A veces trabajaban día y noche y dormían en el despacho. Había visto de todo. Pero no eran capaces de resistirlo. El cuerpo humano no estaba hecho para tanto abuso. Al cabo de seis meses perdían vitalidad. Reducían la jornada laboral a quince horas diarias, seis días por semana. Más adelante cinco y medio. Después doce horas diarias.
Nadie podía trabajar cien horas semanales durante más de seis meses.