Cinco

La pequeña antesala del despacho de Royce McKnight estaba vacía cuando Mitch llegó, como estaba previsto, a las ocho y media en punto. Se paseó de un lado para otro, tosió y empezó a esperar con impaciencia. Por detrás de unos ficheros se asomó una anciana secretaria de cabello azulado y miró con ceño hacia donde él se encontraba. Al darse cuenta de que no era bien recibido, se presentó y explicó que estaba citado con el señor McKnight, precisamente a aquella hora. Ella le sonrió y se presentó como Louise, secretaria personal del señor McKnight desde hacía treinta y un años.

—¿Café?

—Sí —respondió Mitch—, solo.

La secretaria desapareció y regresó con un plato y una taza. Habló con su jefe por el intercomunicador y le indicó a Mitch que se sentara. Ahora le reconocía. Otra secretaria se lo había mostrado el día anterior, durante los funerales.

Se disculpó por el ambiente sombrío que imperaba. Explicó que a nadie le apetecía trabajar y que las cosas tardarían unos días en volver a la normalidad. Era unos jóvenes encantadores. Sonó el teléfono y respondió que el señor McKnight tenía una reunión muy importante y no se le podía molestar. Volvió a sonar, escuchó y acompañó a Mitch al despacho del gerente.

Oliver Lambert y Royce McKnight le saludaron y le presentaron a otros dos socios: Victor Milligan y Avery Tolleson. Estaban sentados alrededor de una pequeña mesa de conferencias. Le ordenaron a Louise que trajera más café. Milligan era jefe de tributación y Tolleson, a los cuarenta y un años, era uno de los socios más jóvenes de la empresa.

—Mitch, lamentamos un principio tan deprimente —dijo McKnight—. Agradecemos que asistieras ayer a los funerales y sentimos que tu primer día en nuestra empresa esté plagado de tristeza.

—Tuve la sensación de pertenecer a la familia en los funerales —respondió Mitch.

—Nos sentimos muy orgullosos de ti y tenemos grandes planes. Acabamos de perder a dos de nuestros mejores abogados, que trabajaban exclusivamente en tributación, por lo que vamos a exigir más de ti. Todos tendremos que trabajar un poco más.

Louise llegó con una cafetera de plata y tazas de porcelana, sobre una bandeja.

—Estamos muy apenados —dijo Oliver Lambert—. Te ruego que lo comprendas.

Todos asintieron y dirigieron la mirada a la mesa, con el entrecejo fruncido. Royce McKnight consultó unas notas en su cuaderno.

—Mitch, creo que ya hemos hablado antes de esto. En esta empresa asignamos cada miembro asociado a un socio, que actúa como maestro y supervisor suyo. Estas relaciones son muy importantes. Procuramos relacionarte con un socio con el que seas compatible y con quien puedas mantener una estrecha relación laboral, y generalmente acertamos. También hemos cometido errores. Incompatibilidad química, o lo que sea, pero cuando esto ocurre, te asignamos sencillamente a otro socio. Avery Tolleson será el tuyo.

Mitch le brindó una torpe sonrisa.

—Estarás bajo su dirección y los casos y sumarios en los que trabajes serán los suyos. Prácticamente todo será trabajo tributario.

—Me parece bien.

—Antes de que se me olvide, me gustaría que almorzaras hoy conmigo —dijo Tolleson.

—Por supuesto —respondió Mitch.

—Puedes utilizar mi coche oficial —dijo el señor Lambert.

—Pensaba hacerlo —respondió Tolleson.

—¿Cuándo tendré derecho a un coche oficial? —preguntó Mitch.

—Dentro de unos veinte años —dijo el señor Lambert, mientras los demás sonreían, al parecer contentos de que se levantaran los ánimos.

—Puedo esperar.

—¿Cómo va el BMW? —preguntó Victor Milligan.

—Fantástico. Ya está listo para la revisión de ocho mil kilómetros.

—¿Ha ido todo bien con la mudanza?

—Sí, todo perfecto. La ayuda de la empresa ha sido, en todos los sentidos, maravillosa. Nos habéis dispensado un magnífico recibimiento y tanto Abby como yo os estamos sumamente agradecidos.

McKnight dejó de sonreír y consultó de nuevo sus notas.

—Como ya te he comentado, Mitch, el examen de colegiado es prioritario. Dispones de seis semanas para prepararte y te ayudaremos en todo lo posible. Tenemos nuestros propios cursos de revisión, dirigidos por nuestros miembros. Cubriremos todos los aspectos del programa y tu progreso será minuciosamente controlado por todos nosotros y en particular por Avery. Por lo menos la mitad de cada día se dedicará al estudio, así como la mayor parte de tu tiempo libre. Ningún miembro asociado de esta empresa ha suspendido jamás ese examen.

—No seré el primero.

—Si no lo apruebas —dijo Tolleson, con una pequeña sonrisa—, te retiraremos el BMW.

—Tu secretaria será una señora llamada Nina Huff. Hace más de ocho años que trabaja para la empresa. Es bastante temperamental, no muy atractiva, pero muy capacitada. Sabe mucho de derecho y acostumbra dar consejos, especialmente a los nuevos abogados. Tú eres quien debe mantenerla en su lugar. Si no te llevas bien con ella, la trasladaremos.

—¿Dónde está mi despacho?

—En el segundo piso, cerca del de Avery. La decoradora pasará esta tarde para que elijas el escritorio y el mobiliario. En la medida de lo posible, procura seguir su consejo.

Lamar estaba también en el segundo piso y, en aquel momento, la idea era consoladora. Le recordó sentado junto a la piscina, empapado de agua, llorando y susurrando incoherentemente.

—Mitch, lamento haber olvidado comentarte algo que debimos haber hablado durante tu primera visita —dijo McKnight.

—Bien, ¿de qué se trata? —preguntó por fin, después de una pausa.

—Nunca hemos permitido que un miembro asociado empiece su carrera con deudas estudiantiles pendientes —respondió McKnight, bajo la atenta mirada de los demás socios—. Preferimos que encuentres otras cosas de qué preocuparte y otras formas de gastarte el dinero. ¿Cuánto debes?

Mitch tomó un sorbo de café, e hizo unos rápidos cálculos mentales.

—Casi veintitrés mil.

—Entrega los documentos a Louise a primera hora de la mañana.

—¿Significa esto que la empresa saldará los préstamos?

—Es nuestra política. A no ser que tengas algún reparo.

—Ninguno. Me faltan palabras.

—No tienes por qué decir nada. Lo hemos hecho para todos los miembros asociados en los últimos quince años. Limítate a entregarle a Louise los documentos.

—Es un verdadero alarde de generosidad, señor McKnight.

—Sí, lo es.

Avery Tolleson hablaba sin parar, mientras el lujoso coche avanzaba lentamente entre el tráfico del mediodía. Dijo que Mitch le hacía pensar en sí mismo; un niño pobre de una familia desunida, criado por padres adoptivos en el sudoeste de Texas y abandonado a su suerte, al terminar la escuela secundaria. Había trabajado en el tumo de noche de una fábrica de zapatos para costearse el ingreso en la universidad, hasta conseguir una beca de la universidad de Texas. Después de graduarse con matrícula de honor, había solicitado el ingreso en once facultades de derecho y eligió Stanford. Se había licenciado con el número dos de su promoción y había rechazado ofertas de los mejores bufetes de la costa oeste. El único campo en el que le interesaba trabajar era el de la tributación. Oliver Lambert le había reclutado hacía dieciséis años, en la época en que había menos de treinta abogados en la empresa.

Tenía esposa y dos hijos, pero hizo pocos comentarios relacionados con la familia. Habló de dinero. Según él, le apasionaba. El primer millón estaba ya en el banco. En un par de años, habría conseguido el segundo. Con un sueldo bruto de cuatrocientos mil anuales, no tardaría mucho. Su especialidad era la formación de sociedades para la compra de superpetroleros. Era el mejor en su campo y trabajaba sesenta o incluso setenta horas a la semana, a trescientos dólares la hora.

Mitch empezaría trabajando a cien dólares la hora, por lo menos cinco horas diarias, hasta que aprobara las oposiciones y estuviera colegiado. A partir de entonces tendría que trabajar ocho horas diarias, a ciento cincuenta la hora. Las minutas eran la fuente vital de la empresa. Todo dependía de ellas. Las promociones, los incrementos salariales, las primas, la supervivencia y el éxito estaban en función de la precisión con que uno calculara sus minutas. Particularmente en el caso de los recién llegados. La forma más fácil de ganarse una reprimenda consistía en olvidarse de calcular diariamente sus minutas. Avery no recordaba que jamás hubiera ocurrido. Era simplemente inconcebible que un miembro de la empresa lo olvidara.

La media de los miembros asociados era de ciento setenta y cinco dólares por hora. La de los socios era de trescientos. Milligan tenía un par de clientes que le pagaban cuatrocientos, y en una ocasión Nathan Locke había recibido quinientos por hora, por un trabajo tributario que incluía el intercambio de bienes en diversos países extranjeros. ¡Quinientos dólares a la hora! A Avery se le hacía la boca agua al calcular los quinientos dólares por hora, a cincuenta horas por semana y cincuenta semanas por año: ¡un millón doscientos cincuenta mil anuales! Así es como se gana el dinero en este negocio. Se reúne a un grupo de abogados que trabajen por horas y se funda una dinastía. Cuanto mayor sea el número de abogados, más dinero ganan los socios.

Le advirtió que no olvidara jamás calcular sus minutas. Aquella era la primera norma de la supervivencia. Si no disponía de sumarios sobre los que facturar, debía dirigirse inmediatamente a su despacho, donde los había en abundancia. El día diez de cada mes, los socios examinaban la facturación del mes anterior, durante uno de sus exclusivos almuerzos. Era una gran ceremonia. Royce McKnight leía el nombre de cada uno de los abogados, seguido del total mensual de su facturación. La competencia entre socios era intensa, pero amigable. ¿Qué duda cabía de que todos se enriquecían? Era muy estimulante. En cuanto a los miembros asociados, no se le mencionaba nada al último, a no ser que fuera su segundo mes. En tal caso, Oliver Lambert se lo comentaba sin darle importancia. Nadie había sido el último tres meses consecutivos. Las minutas exorbitantes permitían ganar primas a los miembros asociados. Un individuo determinado llegaba a convertirse en socio, según su historial de facturación. Le advirtió una vez más, que nunca lo olvidara. Debía ser siempre su primera prioridad, evidentemente después de sus oposiciones.

Las oposiciones a colegiado eran un engorro, una epopeya que había que superar, una ceremonia de iniciación, pero nada que debiera preocupar a un ex alumno de Harvard. Dijo que le bastaría con concentrarse en el cursillo de revisión y procurar recordar todo lo que acababa de aprender en la facultad de derecho.

El cochazo entró en un callejón, entre dos edificios de gran altura, y se detuvo frente a una pequeña marquesina que se extendía desde la acera hasta una puerta de metal negro. Avery consultó su reloj y ordenó al conductor que regresara a las dos.

Dos horas para almorzar, pensó Mitch. Esto equivaldría a más de seiscientos dólares en tiempo facturable. Menudo desperdicio.

El Manhattan Club estaba situado en el décimo piso de un edificio comercial, ocupado plenamente por última vez a principios de los cincuenta. Avery decía que la estructura era un tugurio, pero también señalaba que el club era el refugio más exclusivo de la ciudad para cenar y almorzar. La comida era excelente, en un ambiente impecablemente blanco, masculino y lujoso. Almuerzos poderosos para gente poderosa: banqueros, abogados, ejecutivos, empresarios, unos pocos políticos y algunos aristócratas. Un ascensor chapado en oro subía, sin detenerse en los pisos desocupados, hasta el elegante décimo piso. El maître saludó al señor Tolleson y le preguntó por sus buenos amigos Oliver Lambert y Nathan Locke. Le dio también el pésame por la pérdida de los señores Kozinski y Hodge. Avery le dio las gracias y le presentó al miembro más nuevo de la empresa. La mesa predilecta esperaba en un rincón. Un respetuoso negro llamado Ellis trajo las cartas.

—La empresa no permite que se beba con el almuerzo —dijo Avery, mientras abría su carta.

—Nunca lo hago.

—Magnífico. ¿Qué tomas?

—Té con hielo.

—Té con hielo para él —le dijo Avery al camarero— y un Martini Bombay para mí, con hielo y tres aceitunas.

Mitch se mordió el labio y sonrió oculto tras la carta.

—Tenemos demasiadas normas —susurró Avery.

Al primer Martini le siguió un segundo, pero entonces dejó de beber. Avery eligió la comida para ambos: algún tipo de pescado asado; el plato del día. Dijo que vigilaba cuidadosamente su peso. También hacía ejercicio todos los días, en su propio gimnasio. Invitó a Mitch a que fuera a sudar con él. Tal vez después de las oposiciones. Le formuló las preguntas habituales sobre el deporte en la universidad, a las que respondió con las negativas acostumbradas en cuanto a lo destacado de su participación.

Mitch le preguntó sobre sus hijos y respondió que vivían con su madre.

El pescado estaba crudo y la patata al horno dura. Mientras Mitch picaba y comía lentamente la ensalada, el socio le habló de la mayoría de los comensales presentes. El alcalde estaba sentado a una gran mesa, acompañado de unos japoneses. Uno de los banqueros de la empresa estaba en la mesa adjunta. Había también otros abogados y ejecutivos de alto copete, que comían con ahínco, trascendencia y autoridad. El ambiente era agobiante. Según Avery, todos y cada uno de los socios del club eran personas importantes, tanto en sus respectivos campos como en la ciudad. Avery se encontraba como pez en el agua.

Rechazaron ambos el postre y pidieron café. Avery le explicó, mientras encendía un Montesino, que se esperaba que estuviera en su despacho todos los días a las nueve de la mañana. Las secretarias llegaban a las ocho y media. De nueve a cinco, pero nadie trabajaba ocho horas diarias. Él, personalmente, estaba en su despacho a las ocho y no solía marcharse antes de las seis de la tarde. Podía facturar doce horas diarias, sin excepción, independientemente de las horas que en realidad trabajara. Doce horas diarias, cinco días por semana, a trescientos la hora, por cincuenta semanas. ¡Novecientos mil dólares! ¡En tiempo facturable! He ahí su objetivo. El año pasado había facturado setecientos mil, pero había tenido algunos problemas personales. A la empresa no le importaba que Mitch llegara a las seis o a las nueve de la mañana, siempre y cuando el trabajo se realizara.

—¿A qué hora se abren las puertas? —preguntó Mitch.

Todo el mundo tenía llave, le explicó, y podía ir y venir a su antojo. La seguridad era hermética, pero los guardias estaban acostumbrados a los maniáticos del trabajo. Algunas de las costumbres laborales eran legendarias. Victor Milligan, en sus años mozos, había trabajado dieciséis horas diarias, siete días por semana, hasta convertirse en socio. A partir de entonces había dejado de trabajar los domingos. Después de un síncope cardíaco, empezó a descansarlos sábados. El médico le ordenó que trabajara diez horas diarias, cinco días por semana, y desde entonces no había sido feliz. Marty Kozinski se tuteaba con todos los conserjes. Era de los que empezaban a las nueve, porque quería desayunar con sus hijos. Empezaba a las nueve y terminaba a medianoche. Nathan Locke afirmaba que no podía trabajar a gusto cuando llegaban las secretarias, y empezaba a las seis. Sería vergonzoso empezar más tarde. He ahí un individuo de sesenta y un años, con diez millones de dólares en su haber, que trabajaba de las seis de la mañana a las ocho de la tarde, cinco días por semana y medio día los sábados. La jubilación supondría la muerte para él.

Nadie ficha, explicó el socio. Puedes ir y venir a tu antojo, pero asegúrate de que el trabajo esté hecho.

Mitch dijo que lo comprendía. Dieciséis horas diarias no sería nada nuevo para él.

Avery le felicitó por su nuevo traje. Había una norma oficiosa relacionada con el atuendo y era evidente que Mitch la había comprendido. Tenía un sastre, un viejo coreano en el sur de Memphis, que le recomendaría a Mitch cuando pudiera permitírselo. Mil quinientos dólares un traje. Mitch dijo que esperaría un año o dos.

Un abogado de una de las grandes empresas los interrumpió para hablar con Avery. Le dio el pésame y se interesó por las familias de los difuntos. El año anterior había trabajado con Joe Hodge en un mismo caso y le costaba creer que hubiera muerto. Avery le presentó a Mitch. Dijo que había asistido al funeral. Deseaban que se marchara, pero no dejaba de repetir lo mucho que lo sentía. Era evidente que quería conocer los detalles. Avery no se los reveló y acabó por retirarse.

A las dos decrecía el ímpetu de los poderosos almuerzos y comenzó a desaparecer la clientela. Avery firmó la cuenta y el maître los acompañó a la puerta. El chófer esperaba pacientemente detrás del cochazo. Mitch entró en la parte posterior del vehículo y se acomodó en el mullido asiento de cuero. Contempló los edificios y el tráfico. Miraba a los apresurados peatones que circulaban por las calurosas aceras y se preguntó cuántos habrían visto el interior de un cochazo o del Manhattan Club. ¿Cuántos serían ricos dentro de diez años? Sonrió y se sintió satisfecho. Harvard estaba a mil años luz. Harvard sin préstamos estudiantiles. Kentucky se encontraba en otro mundo. Había olvidado su pasado. Había llegado.

La decoradora le esperaba en su despacho. Avery se disculpó y le dijo a Mitch que estuviera en su despacho dentro de una hora para empezar a trabajar. La interiorista había traído consigo catálogos llenos de mobiliario de oficina y muestras de todo lo necesario. Mitch solicitó sus sugerencias, la escuchó con todo el interés del que fue capaz y acabó por decirle que eligiera ella misma lo que considerara más apropiado, puesto que confiaba plenamente en su criterio. A ella le gustaba el escritorio de cerezo macizo, sin cajones, unos sillones aliformes de cuero aloque y una alfombra oriental carísima. Mitch dijo que le parecía maravilloso.

Cuando ella se marchó, Mitch se sentó detrás del viejo escritorio, que tenía muy buen aspecto y le habría sido perfectamente útil, a no ser porque se consideraba usado y, por consiguiente, impropio de un nuevo abogado en Bendini, Lambert & Locke. El despacho era de cinco por cinco metros, con dos ventanas de metro ochenta enfocadas al norte, que daban directamente al segundo piso del viejo edificio contiguo. La vista no era espectacular. Con esfuerzo, se llegaba a vislumbrar el río en dirección noroeste. Para las desnudas paredes de piedra, la decoradora había elegido algunos cuadros. Mitch decidió que en la pared opuesta al escritorio, detrás de los sillones, colgarían sus diplomas, que deberían ser enmarcados. El despacho era grande para un miembro asociado. Mucho mayor que los trasteros donde instalaban a los novatos en Nueva York y en Chicago. No estaba mal para un par de años, cuando aspiraba a conseguir otro con mejor vista. Y más adelante, uno de los de poder, en las esquinas del edificio.

La señorita Nina Huff llamó a la puerta y dijo ser la secretaria. Era una mujer robusta, de cuarenta y cinco años, y bastaba con un vistazo para comprender que siguiera soltera. Sin familia que mantener, era evidente que se gastaba el dinero en ropa y maquillaje; en vano. Mitch se preguntó por qué no lo invertiría en un monitor de gimnasia. Le comunicó inmediatamente que llevaba ocho años y medio en la empresa y que sabía cuanto había que saber respecto a gestión administrativa. Si deseaba saber algo, no tenía más que preguntárselo. Mitch se lo agradeció. Había estado trabajando como mecanógrafa y agradecía la oportunidad de volver a desempeñar funciones secretariales generales. Él asintió, como si la comprendiera perfectamente. Ella le preguntó si sabía cómo utilizar el dictáfono. Le respondió afirmativamente. En realidad, le dijo, el año anterior había trabajado para una empresa de trescientos empleados en Wall Street, donde disponían de la tecnología más avanzada en equipos de oficina. Pero le prometió que si tenía algún problema, se lo consultaría.

—¿Cuál es el nombre de su esposa? —preguntó.

—¿Qué importancia puede tener eso? —replicó Mitch.

—Me gustaría saberlo para que cuando llame por teléfono pueda tratarla con toda cortesía y amabilidad.

—Abby.

—¿Cómo le gusta el café?

—Solo, pero lo mezclaré yo mismo.

—No me importa preparárselo. Forma parte de mi trabajo.

—Lo haré yo mismo.

—Todas las secretarias lo hacen.

—Si algún día se atreve a tocar mi café, le aseguro que acabará en la sala de correspondencia pegando sellos.

—Disponemos de una máquina automática de pegar sellos. ¿Lo hacen a mano en Wall Street?

—Era un decir.

—Bien, he memorizado el nombre de su esposa y hemos aclarado la cuestión del café, de modo que creo estar lista para empezar.

—Por la mañana. Venga a las ocho y media.

—Sí, jefe.

Cuando se marchó, Mitch sonrió para sí. Era una sabidilla, pero resultaría divertida.

Lamar era el próximo de la lista. Llegaría tarde a su cita con Nathan Locke, pero quería detenerse un momento para visitar a su amigo. Le encantaba que sus despachos estuvieran cerca. Le pidió de nuevo disculpas por la cena del jueves. Desde luego, él y Kay y sus hijos estarían allí a las siete para inspeccionar la nueva casa y el mobiliario.

Hunter Quin tenía cinco años. Su hermana Holly tenía siete. Ambos comieron espaguetis con excelentes modales, sentados a una mesa completamente nueva y, como corresponde, hicieron caso omiso de la conversación adulta que tenía lugar a su alrededor. Abby los observaba y soñaba con tener hijos. A Mitch le caían simpáticos, pero no le inspiraban. Estaba ocupado recordando los acontecimientos de la jornada.

Las mujeres comieron con rapidez y a continuación se levantaron para examinar los muebles y hablar de la remodelación. Los niños se llevaron a Hearsay al jardín.

—Me ha dejado ligeramente sorprendido que te asignaran a Tolleson —dijo Lamar, mientras se secaba los labios.

—¿Por qué?

—No creo que haya supervisado nunca a ningún nuevo miembro.

—¿Alguna razón en particular?

—Realmente ninguna. Es un gran tipo, pero poco sociable. Una especie de lobo solitario. Prefiere trabajar solo. Él y su mujer tienen algunos problemas y se rumorea que se han separado. Pero no se lo cuenta a nadie.

—¿Es un buen abogado? —preguntó Mitch, al tiempo que separaba el plato y tomaba un sorbo de té helado.

—Sí, muy bueno. Todos son buenos, si llegan a socios. Muchos de sus clientes son personas muy ricas, con millones para depositar en lugares libres de impuestos. Se dedica a fundar sociedades limitadas. Muchos de sus proyectos son arriesgados y se le conoce por su tendencia a aventurarse y dejar para más adelante los problemas con Hacienda. La mayoría de sus clientes son grandes aventureros. Harás mucha investigación en busca de formas de manipular las leyes tributarias. Será divertido.

—Ha pasado la mitad del almuerzo sermoneándome sobre la facturación.

—Es fundamental. Existe una presión constante para incrementar permanentemente la facturación. Lo único que tenemos para vender es nuestro tiempo. Cuando hayas aprobado las oposiciones, Tolleson y Royce McKnight controlarán semanalmente tu facturación. Está todo informatizado y pueden medir tu productividad hasta el último centavo. Esperarán que factures de treinta a cuarenta horas semanales durante los primeros seis meses. A continuación, cincuenta durante un par de años. Antes de que consideren la posibilidad de convertirte en socio, tienes que haber llegado a las sesenta horas semanales consistentemente, a lo largo de varios años. Ningún socio en activo factura menos de sesenta horas semanales, en general a la tarifa máxima.

—Son muchas horas.

—Lo parece, pero es ilusorio. La mayoría de los buenos abogados pueden trabajar de ocho a nueve horas diarias y facturar doce. Lo llaman rellenar. No es demasiado honrado de cara al cliente, pero todo el mundo lo hace. Las grandes empresas han crecido gracias a las cuentas de relleno. Son las reglas del juego.

—Parece inmoral.

—También lo es el acoso por parte de los abogados del demandante. No es ético que el defensor de un narcotraficante acepte su dinero, cuando existen buenas razones para suponer que no se trata de dinero honrado. Hay muchas cosas inmorales. ¿Qué me dices del médico que recibe a cien pacientes de la seguridad social en un solo día? Algunas de las personas más inmorales que he conocido han sido mis propios clientes. No es difícil hinchar una cuenta cuando el cliente es un multimillonario que quiere estafar al gobierno y pretende que tú se lo soluciones dentro de la legalidad. Todos lo hacemos.

—¿Te lo enseña alguien?

—No. Lo aprendes sobre la marcha. Empezarás trabajando mucho y a todas horas, pero no podrás hacerlo eternamente. De modo que comenzarás a descubrir atajos. Créeme, Mitch, cuando lleves un año con nosotros sabrás cómo trabajar diez horas y facturar el doble. Es una especie de sexto sentido que adquirimos los abogados.

—¿Qué más adquiriré?

—Cierta dosis de cinismo —respondió Lamar, después de sacudir los cubitos de hielo y reflexionar unos instantes—. La profesión te va amoldando. En la facultad de derecho tenías una noble idea sobre la función del abogado, como paladín de los derechos individuales, defensor de la Constitución, protector del oprimido, sostenedor de los principios del cliente… Pero después de seis meses de práctica te das cuenta de que no somos más que mercenarios. Portavoces de alquiler al mejor postor, a disposición de todo el mundo, de cualquier estafador, cualquier tramposo con suficiente dinero para pagar nuestras desorbitadas tarifas. Nada te conmueve. Se supone que la nuestra es una profesión honorable, pero conocerás a tantos abogados corruptos que llegarás a sentir deseos de abandonarla para buscar un trabajo honrado. Sí, Mitch, te convertirás en un cínico. Y es realmente triste.

—No deberías contármelo en esta etapa de mi carrera.

—El dinero lo compensa. Es asombroso la inmundicia que puedes llegar a soportar por doscientos mil al año.

—¿Inmundicia? Suena muy fuerte.

—Lo siento. No es tan terrible. Mi perspectiva sobre la vida cambió radicalmente el jueves pasado.

—¿Quieres ver la casa? Es maravillosa.

—Tal vez en otro momento. Ahora limitémonos a charlar.