Cuatro

El Mazda se vendió por doscientos dólares y la mayor parte del dinero se invirtió inmediatamente en el alquiler de un camión de mudanzas de cuatro metros. En Memphis se lo reembolsarían. Regalaron o tiraron la mitad de sus enseres y cuando el camión estuvo cargado, contenía un refrigerador, una cama, un armario, una cómoda, un pequeño televisor en color, cajas de vajilla, ropa, trastos y un viejo sofá que conservaron por razones sentimentales y que no duraría mucho tiempo en su nuevo emplazamiento.

Abby sujetaba a Hearsay, su perro de raza indefinida, mientras Mitch conducía a través de Boston en dirección sur, el lejano sur, en pos de un halagüeño futuro. Durante tres días condujeron por carreteras secundarias, cantaron al son de la radio, durmieron en hoteles baratos de la campiña y hablaron de la casa, del BMW, de nuevos muebles, de hijos y de riqueza. Abrieron las ventanas y se dejaron acariciar por el viento, cuando el camión se acercaba a la velocidad máxima de casi setenta y dos kilómetros por hora. En un momento dado, cuando se encontraban en algún lugar de Pennsylvania, Abby mencionó la posibilidad de una breve visita a Kentucky. Mitch no dijo nada, pero eligió una ruta a través de las Carolinas y Georgia, que en todo momento los mantendría a un mínimo de trescientos kilómetros de la frontera de Kentucky. Abby no insistió.

Llegaron a Memphis un jueves por la mañana y, como se lo habían prometido, el 318i negro estaba aparcado bajo el cobertizo, como si allí fuera el lugar donde pertenecía. Admiró el coche. Abby admiró la casa. El césped era verde, tupido y estaba perfectamente cortado. Los parterres, impecables. Las caléndulas, en plena floración.

Las llaves estaban bajo un cubo del desván, como habían prometido.

Después de una primera vuelta para probar el nuevo coche, descargaron rápidamente el camión, antes de que los vecinos pudieran percatarse de la escasez de sus pertenencias. Devolvieron el camión de alquiler a la agencia más próxima y probaron de nuevo el coche.

Una diseñadora de interiores, la misma que decoraría su despacho, apareció por la tarde con muestras de alfombras, pintura, moquetas, cortinas, visillos y papel pintado. A Abby le pareció un poco cómica la idea de una diseñadora, después de su apartamento de Cambridge, pero siguió la corriente. Mitch se aburrió inmediatamente y se disculpó para ir una vez más a probar el coche. Circuló por las tranquilas calles arboladas de aquella hermosa zona, a la que ahora pertenecía. Sonrió cuando chiquillos en bicicleta se pararon para silbar admirativamente al contemplar el coche. Saludó con la mano al cartero, que caminaba por la acera empapado de sudor. Ahí estaba, Mitchell Y. McDeere, de veinticinco años de edad, una semana después de licenciarse en la facultad de derecho, y ya había llegado.

A las tres acompañaron a la diseñadora a una lujosa tienda de muebles, donde el director les comunicó con suma cortesía que el señor Oliver Lambert había abierto ya una cuenta de crédito para ellos y que, si lo deseaban, disponían de facilidades ilimitadas de financiación. Compraron todo lo necesario para la casa. Mitch fruncía el entrecejo de vez en cuando y en un par de ocasiones decidió que algún artículo era demasiado caro, pero era Abby quien llevaba la batuta. La diseñadora la felicitó repetidamente por su buen gusto y le dijo a Mitch que le vería el lunes, para decorar su despacho. «¡Estupendo!», respondió él.

Con un plano de la ciudad en las manos, se dispusieron a encontrar la residencia de los Quin. Abby había estado en la casa durante su primera visita, pero no recordaba cómo llegar a ella. Se encontraba en una zona de la ciudad denominada Chickasaw Gardens, de la que recordaba las arboledas, las enormes casas y los jardines impecables. Aparcaron frente a la casa, detrás del nuevo y del viejo Mercedes.

La criada inclinó cortésmente la cabeza, pero sin sonreír. Les acompañó a la sala de estar y los dejó solos. La casa estaba oscura y silenciosa, sin niños, voces, ni presencia alguna. Admiraron el mobiliario y esperaron. Después de hablar entre sí en voz baja, comenzaron a impacientarse. Estaban seguros de que los habían invitado a cenar aquella noche, jueves, veinticinco de junio, a las seis. Mitch consultó de nuevo su reloj, e hizo algún comentario relacionado con la falta de cortesía. Siguieron esperando.

Kay apareció por el vestíbulo e intentó sonreírles. Tenía los ojos húmedos e hinchados, con el maquillaje corrido en las esquinas. Las lágrimas le descendían a sus anchas por las mejillas y se cubría la boca con un pañuelo. Abrazó a Abby y se sentó junto a ella en el sofá. Mordió el pañuelo y se echó a llorar desconsoladamente.

—¿Qué ocurre, Kay? —preguntó Mitch, arrodillándose frente a ella.

Ella mordió con mayor fuerza y sacudió la cabeza. Abby le estrujaba una rodilla y Mitch le acariciaba la otra. La observaban asustados, anticipando lo peor. ¿Sería Lamar o uno de los hijos?

—Ha habido una tragedia —dijo entre sollozos.

—¿Quién? —preguntó Mitch.

—Hoy han muerto dos miembros de la empresa, Marty Kozinski y Joe Hodge —respondió, después de secarse los ojos y respirar hondo—. Eran muy amigos nuestros.

Mitch se sentó sobre la mesilla de café. Recordaba a Marty Kozinski de su segunda visita en abril. Había almorzado con él y con Lamar en una cafetería de Front Street. Estaba a punto de convenirse en socio de la empresa, pero no parecía entusiasmarle en absoluto. Mitch no recordaba a Joe Hodge.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó.

Había dejado de sollozar, pero no cesaban las lágrimas. Se secó de nuevo el rostro y le miró.

—No lo sabemos con seguridad. Estaban buceando en la isla de Gran Caimán. Hubo como una explosión en el barco y tenemos entendido que se han ahogado. Lamar dice que la información es escasa. Hace pocas horas ha habido una reunión en la empresa y se lo han comunicado a todos. A Lamar le ha resultado difícil llegar a casa.

—¿Dónde está?

—Junto a la piscina. Te está esperando.

Estaba sentado en una silla de jardín metálica, junto a una pequeña mesa con una sombrilla, a escasos metros del borde de la piscina. Cerca de un parterre, un aspersor circular rechinaba, siseaba y lanzaba agua en un círculo perfecto que abarcaba la mesa, la sombrilla, la silla y a Lamar Quin. Estaba empapado. Le chorreaba la nariz, las orejas y el cabello. Su camisa de algodón azul y sus pantalones de lana estaban saturados de agua. No llevaba zapatos ni calcetines.

Permanecía inmóvil, sin inmutarse con cada nueva ducha. Había perdido el contacto con la realidad. Algún objeto lejano en la zona de los setos le atraía y mantenía fija su atención. Una botella de Heineken permanecía cerrada en un charco, cerca de su silla.

Mitch examinó el jardín posterior, en parte para asegurarse de que los vecinos no pudieran verlos. Imposible. Una hilera de cipreses de dos metros y medio de altura garantizaba su absoluta intimidad. Dio la vuelta a la piscina y se detuvo al borde de la zona seca. Lamar se percató de su presencia, asintió, forzó una débil sonrisa y le ofreció una silla mojada. Mitch la retiró unos metros y se sentó, en el momento en que descendía un nuevo aguacero.

Lamar volvió a concentrarse en la verja, o en lo que atraía su atención en la lejanía. Durante una eternidad permanecieron sentados, escuchando los latigazos acuáticos del aspersor. De vez en cuando, Lamar sacudía la cabeza e intentaba susurrar algo. Mitch sonreía con torpeza, sin saber qué decir, en el supuesto de que hubiera que hacerlo.

—Lamar, cuánto lo siento —dijo finalmente.

—También yo —respondió, mirándole.

—Ojalá pudiera decir algo.

Dejó de contemplar la verja, ladeó la cabeza y dirigió la mirada hacia Mitch. Su cabello oscuro estaba empapado y le caía sobre los ojos. Tenía los ojos irritados y tristes. Le miró fijamente y esperó que pasara la nueva ráfaga de agua.

—Lo sé. Pero no hay nada que decir. Lamento que tuviera que ocurrir ahora, precisamente hoy. No nos hemos sentido en condiciones de cocinar.

—Eso no debe preocuparte en absoluto. Hace unos momentos me he quedado sin apetito.

—¿Los recuerdas? —preguntó, mientras escupía agua de los labios.

—Recuerdo a Kozinski, pero no a Hodge.

—Marty Kozinski era uno de mis mejores amigos. De Chicago. Se incorporó a la empresa tres años antes que yo y era el próximo de la lista para convertirse en socio. Un gran abogado a quien todos admirábamos y a quien recurríamos. Probablemente el mejor negociador de la empresa. Muy tranquilo y relajado en momentos de presión.

Se secó las cejas y miró fijamente al suelo. Cuando hablaba, el agua que chorreaba de su nariz entorpecía su enunciación.

—Tres hijos. Sus hijas gemelas tienen un mes más que nuestro hijo y siempre han jugado juntos.

Cerró los ojos, se mordió el labio y se echó a llorar. Mitch procuraba no mirar a su amigo. Quería marcharse.

—Cuánto lo siento, Lamar. Lo lamento muchísimo.

Al cabo de unos minutos cesó el llanto pero continuó el aguacero. Mitch miró alrededor del espacioso jardín, en busca del grifo. En dos ocasiones se armó de valor para preguntar cómo cerrar el aspersor, pero en ambas decidió que si Lamar podía aguantarlo, también podía él. Tal vez le era útil. Consultó su reloj. Dentro de una hora y media oscurecería.

—¿Qué se sabe del accidente? —preguntó finalmente Mitch.

—No nos han dicho gran cosa. Estaban buceando y ha habido una explosión en el barco. El capitán, un indígena de las islas, también ha fallecido. Ahora intentan recuperar los cadáveres.

—¿Dónde estaban sus respectivas esposas?

—Afortunadamente, en casa. Era un viaje de negocios.

—No logro recordar a Hodge.

—Joe era un tipo alto y rubio, que no decía gran cosa. Uno de esos individuos a los que no se recuerda, aunque los hayas conocido. Había estudiado en Harvard, como tú.

—¿Qué edad tenía?

—Tanto él como Marty tenían treinta y cuatro años. Habría sido el próximo en convertirse en socio, después de Marty. Eran íntimos amigos. Supongo que todos lo somos, especialmente ahora.

Con sus diez uñas, se peinó el pelo hacia atrás. Se puso de pie y caminó hacia la parte seca del césped. El agua chorreaba del faldón de su camisa y de sus pantalones. Se detuvo junto a Mitch y contempló las copas de los árboles del jardín vecino, con la mirada perdida en la lejanía.

—¿Cómo va el BMW?

—Muy bien. Es un coche magnífico. Gracias por dejarlo en mi casa.

—¿Cuándo has llegado?

—Esta mañana. Ya he hecho mil seiscientos kilómetros.

—¿Ha aparecido la decoradora?

—Sí. Entre ella y Abby han gastado el salario del próximo año.

—Muy bien. Bonita casa. Estamos encantados de que estés aquí, Mitch. Lo único que lamento son las circunstancias. Te gustará el lugar.

—No tienes por qué disculparte.

—Todavía no puedo creerlo. Estoy aturdido, paralizado. Siento escalofríos ante la perspectiva de ver a la esposa y a los hijos de Marty. Preferiría que me azotaran antes de verlos.

Aparecieron las mujeres, cruzaron la tarima del patio y descendieron unos peldaños hacia la piscina. Kay cerró el grifo y silenció el aspersor.

Abandonaron Chickasaw Gardens y se dirigieron al oeste, con el tráfico del centro de la ciudad, hacia el sol poniente. Se cogieron de la mano, pero sin decir apenas palabra. Mitch abrió el techo deslizable y las ventanillas. Abby buscó en una caja de viejas cintas y encontró Springsteen. El estéreo funcionaba de maravilla. La música de Hungry heart salía por las ventanas del pequeño y reluciente bólido, conforme avanzaban hacia el río. La brisa cálida, húmeda y pegajosa del verano de Memphis se levantaba al oscurecer. Los campos de juego cobraban vida con la llegada de equipos de individuos gordos, con ajustado pantalón corto de poliéster y camisa verde lima y amarillo fluorescente, que marcaban el campo en preparación para la batalla. En las posadas del camino se concentraban coches llenos de adolescentes para tomar cerveza, charlar y observar a los miembros del sexo opuesto. Mitch comenzó a sonreír. Intentó olvidar a Lamar, a Kozinski y a Hodge. ¿Por qué tenía que estar triste? No eran sus amigos. Lo lamentaba por sus familias, pero a decir verdad no los conocía. Sin embargo él, Mitchell Y. McDeere, chico pobre y sin familia, tenía mucho de que sentirse feliz: una hermosa esposa, nueva casa, nuevo coche, nuevo empleo y una nueva licenciatura de Harvard. Una mente brillante y un cuerpo sólido, que no aumentaba de peso y al que con poco sueño le bastaba. Ochenta mil al año, por ahora. En un par de años podría ganar cantidades de seis cifras y lo único que debía hacer era trabajar noventa horas a la semana. Pan comido.

Entró en una estación de autoservicio y se sirvió quince litros de gasolina. Pagó en el interior y compró media docena de latas de cerveza Michelob. Abby abrió dos y volvieron a la carretera. Ahora Mitch sonreía.

—Vamos a comer —dijo.

—No vamos exactamente vestidos para la ocasión.

Mitch admiró las largas piernas morenas de su esposa. Llevaba una falda de algodón blanco, por encima de las rodillas, con una blusa blanca, también de algodón, abrochada por delante. Él vestía pantalón corto, zapatillas deportivas y un jersey negro descolorido, de cuello alto.

—Con unas piernas como éstas, no nos negarían la entrada en ningún restaurante de Nueva York.

—¿Qué te parece si vamos al Rendez-vous? La vestimenta parecía informal.

—Gran idea.

Dejaron el coche en un aparcamiento vigilado del centro de la ciudad y caminaron un par de manzanas, hasta un estrecho callejón. El olor a carne asada se mezclaba con el aire veraniego, que se mantenía pegado al suelo como la niebla. El aroma se filtraba suavemente por nariz, boca y ojos, hasta provocar una sensación titilante en lo más hondo del estómago. El humo llegaba al callejón por los respiraderos subterráneos de los gigantescos hornos, donde se asaban las mejores costillas de cerdo del mejor restaurante especializado en carne asada, en una ciudad mundialmente famosa por sus asados. El Rendez-vous estaba en el sótano, por debajo del callejón, de un antiguo edificio de ladrillo rojo, que habría sido derribado hacía varias décadas, de no haber sido por el famoso inquilino del sótano.

Estaba siempre lleno y con lista de espera pero, al parecer, el jueves era un día tranquilo. Les condujeron por el cavernoso y ruidoso restaurante, hasta una pequeña mesa con un mantel a cuadros rojos. Hubo miradas de admiración. Siempre las había. Los hombres dejaban de comer, paralizados con la costilla entre los dientes, al paso de Abby McDeere, que se deslizaba como una modelo. Había detenido el tráfico en Boston desde la acera. Los silbidos y los piropos eran habituales para ella. Su marido se había acostumbrado a ello y se sentía muy orgulloso de su encantadora esposa.

Se les acercó un negro de malas pulgas, con un delantal rojo.

—Bien, señor… —exclamó.

Las cartas eran orlas sobre la mesa y completamente innecesarias. Costillas, costillas y más costillas.

—Dos platos completos, queso, cerveza de barril —respondió Mitch.

—¡Dos completos, queso, barril! —chilló el camarero en dirección a la puerta, sin escribir nada.

Cuando se alejó de la mesa, Mitch agarró la pierna de su esposa por debajo del mantel y ella le estrujó la mano.

—Eres hermosa —le dijo—. ¿Cuándo fue la última vez que te dije que eras hermosa?

—Hace unas dos horas.

—¡Dos horas! ¡Vaya descuido por mi parte!

—Que no vuelva a ocurrir.

Le tocó de nuevo el muslo y acarició su rodilla. Ella no se lo impidió. Le sonrió seductoramente, con unos hoyos perfectos en sus mejillas, unos dientes resplandecientes en la penumbra y el brillo de sus suaves ojos castaño claro. Su cabello oscuro caía perfectamente recto, unos centímetros por debajo de sus hombros.

Llegó la cerveza y el camarero les sirvió dos jarras sin decir palabra. Abby tomó un pequeño sorbo y dejó de sonreír.

—¿Crees que Lamar está bien? —preguntó.

—No lo sé. Al principio pensé que estaba borracho. Me sentí como un imbécil, sentado allí, viendo cómo se mojaba.

—Pobre chico. Kay dice que los funerales probablemente tendrán lugar el lunes, si logran trasladar a tiempo los cadáveres.

—Hablemos de otra cosa. No me gustan los funerales, ningún funeral, aunque sólo asista por respeto y sin conocer al difunto. He tenido malas experiencias con los funerales.

Llegaron las costillas, servidas en platos de cartón, cubiertos de papel de aluminio para recogerla grasa. Sobre una tabla de un par de palmos había un recipiente con ensalada de col y otro con alubias en salsa de tomate, además de las costillas secas, con una generosa capa de salsa secreta. Se comían con los dedos.

—¿De qué te gustaría hablar? —preguntó ella.

—De embarazos.

—Creí que esperaríamos unos años.

—Lo haremos. Pero creo que debemos practicar activamente hasta entonces.

—Hemos practicado en todas las hospederías desde Boston hasta aquí.

—Lo sé, pero no en nuestra nueva casa —dijo Mitch, mientras se salpicaba las cejas con salsa, al separar dos costillas.

—Acabamos de instalamos esta misma mañana.

—Lo sé. ¿A qué esperamos?

—Mitch, hablas como si estuvieras desatendido.

—Lo estoy desde esta mañana. Sugiero que lo remediemos esta misma noche, en el momento de llegar a casa, para bautizar, por así decirlo, nuestro nuevo hogar.

—Veremos.

—¿Prometido? Mira, ¿te has fijado en ese individuo del fondo? Va a coger tortícolis intentando verte las piernas. Debería acercarme a él y darle unos azotes en el trasero.

—De acuerdo, prometido. Y no te preocupes de esos individuos. A quien miran es a ti. Les gustas.

—Muy gracioso.

Mitch devoró todas sus costillas y la mitad de las de su esposa. Después de acabarse la cerveza, pagó la cuenta y salieron al callejón. Condujo lentamente por la ciudad, hasta que reconoció el nombre de una calle que había visto en una de sus numerosas vueltas anteriores. Cogió un par de calles equivocadas, pero acabó por encontrar Meadowbrook y la casa de los señores McDeere.

Los colchones y armazones metálicos de las camas estaban amontonados en el dormitorio principal, rodeados de cajas. Hearsay se ocultó bajo una lámpara y los observó mientras practicaban.

Cuatro días más tarde, en el que debía haber sido su primer día de trabajo, Mitch y su encantadora esposa se reunieron con los otros treinta y nueve componentes de la empresa, acompañados de sus encantadoras esposas, para rendir su último homenaje a Marty S. Kozinski. La catedral estaba llena. Oliver Lambert pronunció un encomio tan elocuente y conmovedor, que incluso Mitchell McDeere, que había asistido al entierro de su padre y de un hermano, sintió escalofríos. A Abby se le llenaron los ojos de lágrimas al ver a la viuda y a los hijos.

Aquella misma tarde se reunieron de nuevo en la iglesia presbiteriana de East Memphis, para decirle el último adiós a Joseph M. Hodge.