El edificio de cinco pisos había sido construido hacía un siglo, por un comerciante algodonero y por sus hijos después de la reconstrucción, durante la reactivación del comercio del algodón en Memphis. Estaba en pleno Cotton Row, en Front Street, cerca del río. A través de sus salas, puertas y escritorios se habían comprado millones de fardos de algodón, procedentes de los deltas del Mississippi y del Arkansas, para ser vendidos en el mundo entero. Desierto, abandonado, renovado una y otra vez desde la primera guerra, en 1951 lo había adquirido finalmente Anthony Bendini, un agresivo abogado especializado en tributaciones. Después de renovarlo una vez más, empezó a llenarlo de abogados y le dio el nuevo nombre de edificio Bendini.
Mimó el edificio, le brindó cariño y benevolencia, agregando cada año una nueva capa de lujo a su bastión. Lo fortificó, asegurando puertas y ventanas, y contrató guardias armados para proteger el edificio y a sus ocupantes. Instaló ascensores, vigilancia electrónica, códigos de seguridad, circuito cerrado de televisión, un gimnasio, baños turcos, salas con armarios y un comedor para los socios en el quinto piso, con una vista cautivadora del río.
En veinte años había construido el bufete más próspero de Memphis e, indiscutiblemente, el más discreto. Le apasionaba el secreto. A todo miembro asociado contratado por la empresa se le inculcaban los infortunios de irse de la lengua. Todo era confidencial: sueldos, beneficios, promociones y, muy especial, los clientes. Se advertía a los principiantes que el hecho de divulgar información de la empresa podía retrasar la concesión del santo grial: convertirse en socio. Nada salía de la fortaleza de Front Street. A las esposas se les decía que no preguntaran, o se les mentía. De los miembros asociados se esperaba que trabajaran duro, que mantuvieran la boca cerrada y gastaran sus generosos salarios. Lo hacían todos, sin excepción.
Con sus cuarenta y un abogados, la empresa era la cuarta de Memphis. Sus miembros no se anunciaban y eludían la publicidad. Tenían espíritu de clan y no fraternizaban con otros abogados. Las esposas jugaban al tenis, al bridge y se relacionaban entre sí. Bendini, Lambert & Locke era una especie de gran familia. Una familia bastante próspera.
A las diez de la mañana del viernes, el lujoso coche de la empresa se detuvo en Front Street y el señor Mitchell Y. McDeere se apeó del mismo. Dio cortésmente las gracias al chófer y observó el vehículo mientras éste se alejaba. Parado en la acera, junto a una farola, admiró la singular, pintoresca y ciertamente impresionante sede de la discreta empresa Bendini. En nada se parecía a las pantagruélicas estructuras de cristal y acero que ocupaban las mejores firmas neoyorquinas, ni al descomunal cilindro que había visitado en Chicago. Pero supo inmediatamente que le encantaría. Era menos ostentoso. Se parecía más a él mismo.
Lamar Quin salió por la puerta principal y bajó unos escalones. Llamó a Mitch y le indicó con la mano que se acercara. Los había recibido la noche anterior en el aeropuerto, y los instaló en el Peabody, gran hotel del sur.
—¡Buenos días, Mitch! ¿Cómo has dormido?
Se estrecharon la mano como viejos amigos.
—Muy bien. Es un hotel magnífico.
—Sabíamos que te gustaría. A todo el mundo le encanta el Peabody.
Entraron en el vestíbulo, donde en un pequeño tablón de anuncios se daba la bienvenida al señor Mitchell Y. McDeere, invitado del día. Una recepcionista bien vestida, pero carente de atractivo, le sonrió calurosamente, le dijo que se llamaba Sylvia y que si necesitaba cualquier cosa durante su estancia en Memphis, no tenía más que decírselo. Mitch le dio las gracias. Lamar le condujo a otro prolongado vestíbulo, donde empezó a mostrarle el edificio. Le explicó la distribución del mismo y le presentó a varias secretarias y pasantes mientras caminaban. En la biblioteca principal del segundo piso había un montón de abogados alrededor de una gigantesca mesa de conferencias, comiendo tartas y tomando café. Todos guardaron silencio en presencia del invitado.
Oliver Lambert saludó a Mitch y le presentó a los demás. Había aproximadamente una veintena, casi todos los miembros asociados de la empresa y en su mayoría escasamente mayores que el invitado. Lamar le había explicado que los socios estaban demasiado ocupados y que le recibirían más tarde, en un almuerzo privado. Se quedó de pie al extremo de la mesa, mientras el señor Lambert les pedía a todos que guardaran silencio.
—Señores, éste es Mitchell McDeere. Todos habéis oído hablar de él y aquí lo tenemos. Es nuestro elegido del año, el número uno de la selección, por así decirlo. Le están cortejando los gigantes de Nueva York, Chicago y quién sabe de dónde, de modo que tenemos que venderle nuestra pequeña empresa aquí en Memphis.
Todos sonrieron y asintieron con aprobación. El invitado se sentía incómodo.
—Terminará en Harvard dentro de dos meses y se licenciará con matrícula de honor. Es director asociado de la Harvard Law Review.
Mitch se dio cuenta de que esto los impresionó.
—Realizó sus estudios secundarios en Western Kentucky —prosiguió Lambert—, donde se lo otorgó un summa cum laude.
Esto ya no era tan impresionante.
—También ha jugado al fútbol durante cuatro años —siguió diciendo—, desde que empezó de juvenil como quarterback.
Ahora estaban realmente impresionados. Algunos parecían mirarle atónitos, como si contemplaran a Joe Namath.
El decano continuó con su monólogo, con Mitch de pie e incómodo junto a él. Habló de lo muy selectivos que siempre habían sido y de lo bien que Mitch encajaría en la empresa. Mitch se metió las manos en los bolsillos y dejó de escuchar. Observó el grupo. Eran jóvenes, triunfadores y prósperos. La indumentaria parecía ajustarse a una norma rígida, pero no distinta de Nueva York o Chicago: traje gris oscuro o azul marino, camisa clásica de algodón blanco o azul, medianamente almidonada, y corbata de seda. Nada ostentoso o inconformista. A lo sumo un par de pajaritas. La pulcritud era obligatoria. Nadie llevaba barba, bigote, ni pelo sobre las orejas. Había un par de enclenques, pero dominaba la guapura.
—Lamar le mostrará a Mitch nuestras oficinas —concluía Lambert—, de modo que todos tendréis oportunidad de charlar con él. Esta noche, él y su encantadora esposa, Abby, y conste que es auténticamente encantadora, comerán costillas en el Rendez-vous y, evidentemente, mañana por la noche se celebra la cena de la empresa en mi casa. Espero que os comportéis debidamente —sonrió y miró al invitado—. Mitch, si te cansas de Lamar, dímelo y te buscaremos a alguien mejor calificado.
Estrechó la mano de cada uno de ellos al despedirse y procuró recordar tantos nombres como le fuera posible.
—Empecemos la visita —dijo Lamar, cuando se vació la sala—. Esto, evidentemente, es una biblioteca y hay una idéntica en cada uno de los cuatro primeros pisos. Las utilizamos también para las grandes reuniones. Los libros son distintos en cada piso, de modo que nunca sabes dónde te conducirá tu investigación. Tenemos dos bibliotecarios fijos y utilizamos extensamente microfilmes y microfichas. Por regla general, no investigamos fuera del edificio. Disponemos de más de cien mil volúmenes, incluidos todos los servicios imaginables de información tributaria. Estamos mejor equipados que algunas facultades de derecho. Si necesitas un libro que no tenemos, limítate a comunicárselo a uno de los bibliotecarios.
Pasaron junto a la larga mesa de conferencias y entre docenas de estanterías de libros.
—Cien mil volúmenes —susurró Mitch.
—Sí, gastamos casi medio millón anual en actualizaciones, suplementos y nuevos ejemplares. Los decanos siempre se quejan, pero no se les ocurriría reducir el presupuesto. Es una de las bibliotecas jurídicas privadas más extensas del país y nos sentimos orgullosos de ello.
—Muy impresionante.
—Procuramos que la investigación sea lo menos dolorosa posible. Sabes perfectamente lo aburrida que puede ser y el tiempo que puede perderse en busca del material adecuado. Pasarás mucho tiempo aquí durante los dos primeros años y, por consiguiente, procuramos que sea un lugar agradable.
Detrás de un desordenado mostrador, en uno de los rincones posteriores de la sala, un bibliotecario se presentó a sí mismo y les mostró brevemente la sala de informática, donde había una docena de terminales dispuestos a asistir con la última investigación informatizada. El bibliotecario se ofreció para hacerles una demostración del software más reciente, que era verdaderamente increíble, pero Lamar le dijo que tal vez volverían más tarde.
—Es un tipo agradable —dijo Lamar cuando salieron de la biblioteca—. Le pagamos cuarenta mil al año, sólo para llevar el control de los libros. Es asombroso.
«Verdaderamente asombroso», pensó Mitch.
El segundo piso era prácticamente idéntico al primero, al tercero y al cuarto. El centro de cada piso estaba lleno de secretarias, con sus escritorios, ficheros, copiadoras y otras máquinas indispensables. A un lado de dicha zona estaba la biblioteca y al otro un conglomerado de pequeñas salas de conferencias y despachos.
—No verás a ninguna secretaria atractiva —dijo Lamar en voz baja, mientras observaban cómo trabajaban—. Parece ser una norma oficiosa de la empresa. Oliver Lambert contrata deliberadamente a las más viejas y hogareñas que encuentra. Claro que algunas llevan aquí veinte años y han olvidado más derecho que el que aprendimos en la facultad.
—Tiene un aspecto más bien regordete —observó Mitch, hablando casi consigo.
—Sí, forma parte de la estrategia general, para incitarnos a guardar las manos en los bolsillos. Galantear está estrictamente prohibido y, que yo sepa, nunca ha ocurrido.
—¿Y si ocurriera?
—Quién sabe. A la secretaria sin duda la despedirían. Y supongo que el abogado sería severamente castigado. Puede que le costara su participación en la empresa. Nadie está dispuesto a averiguarlo, especialmente con ese rebaño de reses.
—Visten bien.
—No me malinterpretes. Sólo contratamos a las mejores secretarias jurídicas y pagamos mejor que cualquier otra empresa de la ciudad. Ante tus ojos tienes lo mejor, aunque no necesariamente lo más hermoso. Necesitamos experiencia y madurez. Lambert no contrata a nadie menor de treinta años.
—¿Una por cada abogado?
—Sí, hasta que te conviertas en socio de la empresa. Entonces tienes otra, y para entonces la necesitas. Nathan Locke tiene tres, todas con veinte años de experiencia, y las mantiene a todas en vilo.
—¿Dónde está su despacho?
—En el cuarto piso. Es zona prohibida.
Mitch se dispuso a formular una pregunta, pero cambió de idea.
Lamar le explicó que los despachos de las esquinas eran de nueve por nueve y que los ocupaban los socios más decanos. Despachos del poder, los denominaba con gran admiración. Los decoraban cada uno a su gusto, sin reparar en gastos; sólo los abandonaban al jubilarse o por defunción, y los socios más jóvenes luchaban entre sí por conseguirlos.
Lamar pulsó el interruptor de uno de ellos, entraron y cerraron la puerta.
—Bonita vista, ¿no te parece? —dijo, mientras Mitch se acercaba a la ventana y contemplaba el lento movimiento del río, más allá de Riverside Drive.
—¿Cómo consigue uno este despacho? —preguntó Mitch, al tiempo que admiraba una barcaza que avanzaba penosamente bajo el puente de Arkansas.
—Es cuestión de tiempo. Y cuando llegues serás muy rico, estarás muy ocupado y no dispondrás de tiempo para disfrutar de la vista.
—¿De quién es?
—De Victor Milligan. Es el jefe de la sección de impuestos y un hombre muy agradable. Es oriundo de Nueva Inglaterra, pero lleva aquí veinticinco años y, para él, Memphis es su casa —dijo Lamar, antes de meterse las manos en los bolsillos y dar una vuelta por la sala—. Los suelos y techos de madera ya formaban parte del edificio hace más de un siglo. La mayor parte del edificio está enmoqueta-da, pero en algunos lugares la madera está bien conservada. Podrás elegir alfombras y tapices cuando llegues aquí.
—Me gusta la madera. ¿Qué me dices de la alfombra?
—Es una antigüedad persa. No conozco su historia. El escritorio perteneció a su bisabuelo que, según dice, fue una especie de juez en Rhode Island. Es un auténtico cuentista y nunca sabes cuándo te toma el pelo.
—¿Dónde está?
—Creo que de vacaciones. ¿Te han hablado de las vacaciones?
—No.
—Te dan dos semanas al año durante los cinco primeros años. Pagadas, por supuesto. A continuación tres semanas hasta que te conviertas en socio de la empresa, cuando tomas todas las que se te antojan. La empresa tiene una torre en Vail, una cabaña junto a un lago en Manitoba y dos apartamentos en la playa de Seven Mile, en la isla de Gran Caimán. Son gratuitos, pero hay que hacer la reserva con antelación. Los socios tienen prioridad. Por lo demás, son del primero que llega. Las islas Caimanes son sumamente populares en la empresa. Es un paraíso tributario internacional y muchos de nuestros viajes son amortizados. Creo que allí es donde Milligan está ahora, probablemente buceando, mientras finge que está de viaje de negocios.
En uno de sus cursos de tributación, Mitch había oído hablar de las islas Caimanes y sabía que se encontraban en algún lugar del Caribe. Estuvo a punto de preguntar por su situación exacta, pero prefirió callarse y comprobarlo él mismo.
—¿Sólo dos semanas? —exclamó.
—Pues, sí. ¿Algún problema?
—No, en realidad no. Las empresas de Nueva York ofrecen por lo menos tres.
Hablaba como un crítico discriminador de vacaciones caras. No lo era. A excepción del largo fin de semana al que se referían como luna de miel, y de algún desplazamiento en coche por Nueva Inglaterra, no había estado nunca de vacaciones ni salido del país.
—Puedes tomarte una semana adicional, sin paga.
Mitch asintió, como si esto le pareciera aceptable. Salieron del despacho de Milligan y prosiguieron con la visita. El pasillo desembocaba en un largo rectángulo, con los despachos de los abogados en la parte exterior, todos ellos con ventanas, sol y buenas vistas. Lamar le explicó que los que tenían vistas al río gozaban de mayor prestigio y solían ocuparlos socios de la empresa. Había lista de espera.
Las salas de conferencias, bibliotecas y escritorios de las secretarias estaban en la parte interior, alejados de las ventanas y de las distracciones.
Los despachos de los miembros asociados eran más pequeños, de cinco por cinco, pero magníficamente decorados y mucho más impresionantes que los de cualquier asociado en Nueva York o Chicago. Según Lamar, la empresa gastaba una pequeña fortuna en asesores de diseño. El dinero, al parecer, llovía del cielo. Los abogados más jóvenes eran amables, estaban dispuestos a charlar y parecían encantados de que se les interrumpiera. La mayoría ofrecía un breve testimonio de las maravillas de la empresa y de Memphis. Uno se va acostumbrando a esa vieja ciudad, con el transcurso del tiempo, le decían. Ellos también habían sido contratados por los jefazos en Washington y Wall Street, y no lo lamentaban.
Los socios de la empresa estaban más ocupados, pero eran igualmente amables. Le repitieron una y otra vez que le habían elegido cuidadosamente, y que encajaría a la perfección. Era su tipo de empresa. Prometieron seguir hablando durante el almuerzo.
Una hora antes, Kay Quin había dejado a sus hijos con la criada y la niñera, para reunirse a desayunar con Abby en el Peabody. Era oriunda de una pequeña ciudad, como Abby. Se había casado con Lamar al terminar en la universidad y habían vivido tres años en Nashville, mientras él estudiaba derecho en Vanderbilt. Lamar ganaba tanto dinero, que ella había abandonado el trabajo y había tenido dos hijos en catorce meses. Ahora que había acabado con el trabajo y los embarazos, dedicaba la mayor parte de su tiempo al club de jardinería, la fundación cardíaca, el club de campo, la asociación de padres y la iglesia. A pesar del dinero y de la influencia, era modesta y sin pretensiones, e independientemente del éxito de su marido, no parecía dispuesta a cambiar. Abby encontró en ella a una amiga.
Después de comer unos croissants y huevos a la Benedict, se sentaron a tomar café en el vestíbulo del hotel, mientras contemplaban los patos que nadaban en círculos alrededor de la fuente. Kay había sugerido dar unas vueltas por Memphis, para acabar almorzando cerca de su casa. Tal vez irían de compras.
—¿Han mencionado el préstamo a bajo interés? —preguntó.
—Sí, en la primera entrevista.
—Querrán que compréis una casa cuando os trasladéis. La mayoría de la gente no dispone del dinero necesario al salir de la facultad de derecho, de ahí que la empresa lo facilite a bajo interés y retenga la escritura.
—¿A qué interés?
—No lo sé. Hace siete años que vinimos y hemos comprado otra casa desde entonces. Pero será una ganga, créeme. La empresa se asegurará de que seáis propietarios de una casa. Es una especie de norma oficiosa.
—¿Por qué es tan importante?
—Por varias razones. En primer lugar, quieren que vengáis. Esta empresa es muy selectiva y, generalmente, consiguen lo que se proponen. Pero Memphis no está exactamente en las candilejas y, por tanto, tienen que ofrecer más. Además, la empresa es muy exigente, particularmente en lo que concierne a los miembros asociados. Hay presiones, exceso de trabajo, semanas de ochenta horas y tiempo fuera de casa. No será fácil para ninguno de vosotros y la empresa lo sabe. Según la teoría, un matrimonio sólido equivale a un abogado feliz, y un abogado feliz es un abogado productivo, de modo que en el fondo se trata de beneficios. Siempre beneficios.
»Además, hay otra razón. Esos individuos, entre los que no figura ni una sola mujer, se sienten muy orgullosos de su riqueza y se espera que todos ellos lo demuestren. Sería un agravio para la empresa que uno de sus miembros se viera obligado a vivir en un piso. Quieren que os instaléis en una casa y, al cabo de cinco años, en otra de mayor tamaño. Si tenemos tiempo esta tarde, te mostraré las casas de algunos socios. Cuando las veas, no te importarán las ochenta horas semanales.
—Ya estoy acostumbrada a ello.
—Eso está bien, pero el trabajo aquí no tiene nada que ver con el de la facultad. A veces trabajan cien horas a la semana, durante el período de recaudaciones.
Abby sonrió y movió la cabeza, como si estuviera muy impresionada.
—¿Tú también trabajas?
—No. La mayoría no trabajamos, No tenemos necesidad de hacerlo porque disponemos de dinero y recibimos muy poca ayuda de nuestros maridos para cuidar de los hijos. El trabajo, por supuesto, no está prohibido.
—¿Prohibido por quién?
—Por la empresa.
—No faltaría más…
Abby se repitió a sí misma la palabra «prohibido», pero lo dejó correr.
Kay tomaba sorbos de café y contemplaba los patos. Un niño se alejó de su madre, para acercarse a la fuente.
—¿Pensáis tener hijos? —preguntó Kay.
—Tal vez dentro de un par de años.
—Se recomienda tenerlos.
—¿Quién lo recomienda?
—La empresa.
—¿Qué puede importarle a la empresa que tengamos hijos?
—Una vez más es cuestión de familias estables. Un nuevo bebé provoca un gran revuelo en la oficina. Mandan flores y regalos a la clínica. Te tratan como a una reina. A tu marido le dan una semana de vacaciones, pero suele estar demasiado ocupado para tomársela. Ingresan mil dólares a plazo fijo, para la universidad. Es muy divertido.
—Parece una gran fraternidad.
—Es más bien como una gran familia. Nuestra vida social se desenvuelve alrededor de la empresa y esto es importante, porque ninguno de nosotros somos oriundos de Memphis. Hemos sido todos trasplantados.
—Muy interesante, pero yo no quiero que nadie me diga cuándo debo o no trabajar y cuándo tener hijos.
—No te preocupes. Se protegen entre sí, pero no se entrometen.
—Empiezo a tener mis dudas.
—Tranquilízate, Abby. La empresa es como una familia. Son gente maravillosa y Memphis es una vieja ciudad encantadora, donde vivir y criar a tus hijos. El coste de la vida es más bajo y el ritmo más lento. Puede que pensarais en ciudades de mayor tamaño. Nosotros también lo hacíamos, pero ahora prefiero Memphis a cualquier gran ciudad.
—¿Vamos a dar esa gran vuelta?
—Para eso he venido. He pensado que podríamos empezar por el centro de la ciudad, dirigirnos después al este para ver algunos de los barrios más elegantes, mirar tal vez alguna casa y almorzar en mi restaurante predilecto.
—Parece divertido.
Kay pagó el café, como lo había hecho con el desayuno y salieron del Peabody en el nuevo Mercedes de la familia Quin.
El comedor, como escuetamente se lo denominaba, cubría el extremo oeste del quinto piso sobre Riverside Drive y muy por encima del río en la lejanía. En la pared, una hilera de ventanas de dos metros y medio ofrecían una vista fascinante de los remolcadores, los buques de propulsión a rueda, las barcazas, los muelles y los puentes.
La sala era terreno sagrado, santuario de los abogados con suficiente talento y ambición para alcanzar la categoría de socios en la discreta empresa Bendini. Cada día se reunían para saborear la comida preparada por Jessie Frances, una negra anciana, corpulenta y temperamental, servida por su marido, Roosevelt, con guantes blancos y un esmoquin arrugado, descolorido y excesivamente holgado, que el propio señor Bendini le había regalado de segunda mano, poco antes de morir. También se reunían algunas mañanas para tomar café y buñuelos, a fin de hablar de los negocios de la empresa y, ocasionalmente, para tomar un vaso de vino por la tarde, a fin de celebrar un buen mes o una minuta excepcionalmente cuantiosa. Era sólo para los socios de la empresa, y, de vez en cuando, algún invitado de una gran compañía o un nuevo miembro potencial. Los miembros asociados sólo podían comer allí dos veces por año, escrupulosamente contabilizados, y únicamente invitados por un socio.
Junto al comedor había una pequeña cocina donde Frances desempeñaba su función y donde había preparado la primera comida para el señor Bendini y algunos acompañantes, hacía veintiséis años. Durante veintiséis años había cocinado comida sureña, ignorando las súplicas de que experimentara con nuevos platos, cuyos nombres tenía dificultad en pronunciar.
—No lo coman si no les apetece —respondía siempre.
A juzgar por los restos que Roosevelt recogía de las mesas, la comida gustaba y se engullía. Todos los lunes colgaba la lista de platos de la semana, pedía que se le comunicaran las ausencias antes de las diez de la mañana y podía guardarle rencor a alguien durante varios años por haber anulado su reserva o no haberse presentado. Ella y Roosevelt trabajaban cuatro horas al día y cobraban mil dólares al mes.
Mitch compartía una mesa con Lamar Quin, Oliver Lambert y Royce McKnight. El plato principal eran unas excelentes chuletas, acompañadas de abelmosco frito y calabaza hervida.
—Hoy ha aflojado con la grasa —comentó el señor Lambert.
—Está delicioso —dijo Mitch.
—¿Tu metabolismo está acostumbrado a la grasa?
—Sí. Así es como cocinan en Kentucky.
—Yo me incorporé a la empresa en mil novecientos cincuenta y cinco —dijo el señor McKnight— y soy oriundo de Nueva Jersey. Por precaución, evitaba los platos sureños en la medida de lo posible. Lo preparan todo rebozado y frito con grasa animal. Pero entonces el señor Bendini decidió abrir esta pequeña cafetería. Contrató a Jessie Frances y he tenido acidez durante los últimos veinte años. Tomates maduros fritos, tomates verdes fritos, berenjena frita, abelmosco frito, calabaza frita, todo y sin excepción frito. Un buen día, Victor Milligan habló demasiado. Él es de Connecticut. Y a Jessie Frances se le ocurrió freír un montón de encurtidos al eneldo. ¿Os lo imagináis? ¡Encurtidos al eneldo fritos! Milligan le dijo algo desagradable a Roosevelt y él se lo comunicó a Jessie Frances. Ella salió por la puerta posterior y se despidió. No se le vio el pelo en una semana. Roosevelt quería trabajar, pero ella le obligaba a permanecer en casa. Por fin, el señor Bendini logró tranquilizarla y accedió a volver, a condición de que no hubiera quejas. Pero también dejó de utilizar tanta grasa. Creo que todos tendremos otros diez años de vida.
—Está delicioso —dijo Lamar, mientras untaba con mantequilla otro panecillo.
—Siempre está delicioso —agregó el señor Lambert cuando Roosevelt pasaba junto a su mesa—. La comida es rica y engorda, pero raramente nos perdemos el almuerzo.
Mitch comió cuidadosamente, charló con nerviosismo y procuró aparentar que estaba completamente relajado. Fue difícil. Rodeado de abogados eminentemente prósperos, todos ellos millonarios, en aquel salón exclusivo y lujosamente decorado, tenía la sensación de estar en territorio sagrado. La presencia de Lamar, así como la de Roosevelt, le resultaban reconfortantes.
Cuando fue evidente que Mitch había acabado de comer, Oliver Lambert se secó los labios, se puso lentamente de pie y golpeó su copa con una cucharilla.
—Señores, atención, por favor.
Se hizo el silencio en la sala, al tiempo que aproximadamente unos veinte socios volvían la cabeza hacia la mesa presidencial. Dejaron las servilletas sobre la mesa y miraron al invitado. En algún lugar de cada uno de sus escritorios, había una copia de su informe. Dos meses antes habían votado unánimemente, para convertirle en su primer elegido. Sabían que corría seis kilómetros diarios, que no fumaba, que era alérgico a los sulfatos, que no tenía amígdalas, que su coche era un Mazda azul, que su madre estaba loca y que había realizado tres intercepciones en un cuarto. Sabían que lo más fuerte que tomaba, cuando estaba enfermo, era una aspirina y que estaba lo suficientemente hambriento para trabajar cien horas a la semana, si se lo pedían. Les gustaba. Era apuesto, de aspecto atlético, un hombre como Dios manda, con una mente privilegiada y un musculoso cuerpo.
—Como sabéis, hoy tenemos a un invitado muy especial, Mitch McDeere. Está a punto de licenciarse en Harvard con matrícula de honor…
—¡Bravo! —exclamaron un par de ex alumnos de dicha universidad.
—Bien, gracias. Él y su esposa, Abby, son nuestros invitados este fin de semana y se hospedan en el Peabody. Mitch acabará entre los cinco primeros, de un total de trescientos, y sus servicios están muy solicitados. Nosotros le queremos aquí y sé que hablaréis con él, antes de que se marche. Esta noche cenará con Lamar y Kay Quin, y mañana por la noche se celebra la cena en mi casa. Confío en que todos asistiréis a la misma.
Mitch sonrió turbado, mientras el señor Lambert elogiaba la grandeza de la empresa. Cuando terminó de hablar, siguieron comiendo el pastel que sirvió Roosevelt y tomaron café.
El restaurante predilecto de Kay era un elegante local en la zona este de Memphis, frecuentado por jóvenes acomodados. Un sinfín de helechos colgaban de todas partes y la única música procedente de su magnetófono era de principios de los años sesenta. Los daiquiris se servían en largos vasos publicitarios.
—Con uno basta —advirtió Kay.
—No acostumbro a beber mucho.
Pidieron la tarta del día y saborearon los daiquiris.
—¿Bebe Mitch?
—Muy poco. Practica el atletismo y cuida mucho de su cuerpo. De vez en cuando toma una cerveza o un vaso de vino, pero nada más fuerte. ¿Y Lamar?
—Por el estilo. En realidad, descubrió la cerveza en la facultad, pero tiene problemas de peso. La bebida no cuenta con el beneplácito de la empresa.
—Me parece admirable, ¿pero qué puede importarles?
—El caso es que el alcohol y los abogados suelen estar tan unidos como la sangre y los vampiros. La mayoría de los abogados beben como cosacos y la profesión está plagada de alcohólicos. Creo que todo empieza en la facultad de derecho. En Vanderbilt, siempre se estaba descorchando un nuevo barril. Supongo que lo mismo debe ocurrir en Harvard. Es un trabajo con muchas presiones y esto suele significar mucha bebida. No te quepa la menor duda de que esos individuos no son un puñado de abstemios, pero lo mantienen controlado. Un abogado sano es un abogado productivo.
—Supongo que tiene sentido. Mitch dice que no hay movimiento de personal.
—Es bastante permanente. No recuerdo que nadie se haya marchado en los siete años que llevamos aquí. La paga es excelente y son muy selectivos a la hora de contratar a alguien. No quieren a nadie con dinero en la familia.
—No estoy segura de comprenderte.
—No están dispuestos a contratar a ningún abogado con otras fuentes de ingresos. Quieren que sean jóvenes y que estén hambrientos. Es cuestión de lealtad. Si todo tu dinero procede de una misma fuente, tenderás a ser muy leal con la misma. La empresa exige lealtad absoluta. Lamar dice que nunca se habla de abandonar la empresa. Son todos felices y ricos, o en vías de serlo. Y si alguien optara por marcharse, ninguna empresa le ofrecería tanto dinero. Le ofrecerán a Mitch lo que sea necesario para teneros aquí. Se sienten muy orgullosos de pagar mejor que los demás.
—¿Por qué no contratan a ninguna mujer abogado?
—Lo probaron en una ocasión. Resultó ser una verdadera zorra, que no hizo más que alborotar. La mayoría de las mujeres que practican la abogacía están acomplejadas y van siempre en busca de pelea. Es difícil tratar con ellas. Lamar dice que tienen miedo de contratar a una mujer porque no podrían despedirla en el caso de que, después de todo, no resultara satisfactoria.
Llegó la tarta y rehusaron otra ronda de daiquiris. Bajo las nubes de helechos se reunieron centenares de jóvenes ejecutivos y el restaurante adquirió un ambiente festivo. Smokey Robinson cantaba a media voz por los altavoces.
—Tengo una gran idea —dijo Kay—. Conozco a una chica en una agencia inmobiliaria. La podemos llamar e ir a ver algunas casas.
—¿Qué tipo de casas?
—Para ti y para Mitch. Para el último incorporado a Bendini, Lambert & Locke. Podrá mostrarnos unas cuantas a vuestro alcance.
—No sé cuál es nuestro alcance.
—Yo diría que entre los cien y los ciento cincuenta mil. El último contratado compró una casa en Oakgrove y estoy segura de que pagó algo por el estilo.
—¿Cuánto supondrá esto al mes? —preguntó Abby acercándose, casi en un susurro.
—No lo sé, pero os lo podréis permitir. Puede que unos mil, o algo más.
Abby la miró y tomó una resolución. Los pequeños pisos de Manhattan se alquilaban por el doble de aquella cantidad.
—Llamémosla.
Como era de suponer, el despacho de Royce McKnight era uno de los importantes, con una magnífica vista. Estaba situado en una de las anheladas esquinas del cuarto piso, cerca del de Nathan Locke. Lamar se disculpó y el gerente invitó a Mitch a que se sentara junto a una pequeña mesa de conferencias, cerca del sofá. Ordenó a una secretaria que trajera unos cafés.
McKnight le preguntó por sus impresiones hasta entonces de la visita y Mitch respondió que estaba impresionado.
—Mitch, quiero concretar los detalles de nuestra oferta.
—De acuerdo.
—El salario base es de ochenta mil el primer año. Cuando apruebes las oposiciones y te conviertas en colegiado, recibirás un incremento de cinco mil dólares. No una prima, sino un incremento. El examen tiene lugar en algún momento del mes de agosto y pasarás la mayor parte del verano preparándote para el mismo. Tenemos nuestros propios cursos y recibirás mucha ayuda de algunos de los socios de la empresa. Esto tiene lugar primordialmente durante el horario laboral. Seguramente ya sabes que la mayoría de las empresas te hacen trabajar y esperan que estudies en tus ratos libres. Pero no nosotros. Ningún miembro asociado de esta empresa ha suspendido jamás dicho examen y no tememos que tú rompas la tradición. Ochenta mil para empezar, que se convertirán en ochenta y cinco dentro de seis meses. Cuando lleves un año en la empresa, tu salario será de noventa mil, además de una prima cada diciembre, basada en beneficios y prestaciones durante los doce meses anteriores. El año pasado, la prima media de los miembros asociados fue de nueve mil. Como debes saber, es sumamente inusual que los bufetes compartan los beneficios con los miembros asociados. ¿Alguna pregunta sobre el salario?
—¿Qué ocurre después del segundo año?
—Se incrementa en aproximadamente un diez por ciento anual, hasta que te conviertas en socio de la empresa. Ni los incrementos ni las primas están garantizados. Dependen de las prestaciones.
—Parece justo.
—Como ya sabes, es muy importante para nosotros que te compres una casa. Aumenta el prestigio y la estabilidad, que nos preocupan muchísimo, particularmente en el caso de nuestros miembros asociados. La empresa facilita un préstamo hipotecario a bajo interés, pagadero en treinta años, a tasa fija, no transferible en el caso de que decidas vender la propiedad al cabo de unos años. Es una oferta única, disponible sólo para la primera casa. A continuación, dependes de ti mismo.
—¿Qué tipo de interés?
—Lo más bajo posible sin antagonizar a Hacienda. El interés comercial vigente es de un diez a un diez y medio por ciento. Creo que en estos momentos podríamos conseguirte un siete o un ocho. Representamos a algunos bancos y ellos colaboran con nosotros. Con el sueldo que te ofrecemos, no tendrás ninguna dificultad para que te lo concedan. En realidad, la empresa lo avalará si es necesario.
—Es una oferta muy generosa, señor McKnight.
—Para nosotros es importante. Además, la operación no nos cuesta ni un céntimo. Cuando encuentres una casa, nuestra sección inmobiliaria se ocupará de todo. Sólo tienes que trasladarte.
—¿Y qué hay del BMW?
El señor McKnight soltó una carcajada.
—Se nos ocurrió hace unos diez años y ha resultado ser un buen aliciente. Es muy simple. Tú eliges un BMW, uno de los pequeños, lo alquilamos por tres años y te entregamos las llaves. Pagamos todos los gastos, el seguro y el mantenimiento. Al cabo de tres años puedes comprárselo a la compañía de alquiler por su valor comercial. Se trata también de una oferta única.
—Es muy tentador.
—Lo sabemos.
—También ofrecemos seguro médico y dental para toda la familia —agregó el señor McKnight, después de consultar su cuaderno—. Embarazos, revisiones, prótesis dentales, todo. Pagado enteramente por la empresa.
Mitch asintió, pero no estaba impresionado. Esto era habitual.
—Tenemos un plan de jubilación incomparable. Por cada dólar que tú inviertas, la empresa invierte dos, a condición, naturalmente, de que inviertas como mínimo el diez por ciento de tu salario base. Supongamos que empiezas con ochenta y el primer año cotizas ocho mil. La empresa aporta dieciséis, de modo que al fin del primer año tienes ya veinticuatro. Un financiero profesional de Nueva York se ocupa de ello y el año pasado nuestro fondo de jubilación ganó un diecinueve por ciento. No está mal. Cotizas durante veinte años y eres millonario a los cuarenta y cinco, poco antes de la jubilación. Hay una condición: si te retiras antes de los veinte años, lo pierdes todo menos el dinero invertido, sin interés alguno.
—Parece sumamente riguroso.
—No, a decir verdad es bastante generoso. No encontrarás ninguna empresa ni compañía que iguale nuestro dos por uno. Que yo sepa, no existe. Es nuestra forma de cuidar de nosotros mismos. Muchos de nuestros socios se jubilan a los cincuenta y algunos a los cuarenta y cinco. La jubilación no es obligatoria y hay quienes trabajan hasta los sesenta o incluso los setenta. Cada uno hace lo que se le antoja. Nuestro único objetivo es el de garantizar una pensión generosa y facilitar la opción de una jubilación temprana.
—¿Cuántos socios jubilados hay en la empresa?
—Una veintena, aproximadamente. Los verás por aquí de vez en cuando. Les gusta venir a comer y conservar un despacho. ¿Te ha hablado Lamar de las vacaciones?
—Sí.
—Magnífico. Reserva cuanto antes, especialmente para Vail y las Caimanes. El viaje corre por tu cuenta, pero los apartamentos son gratuitos. Hacemos muchos negocios en las Caimanes y, de vez en cuando, te mandaremos un par o tres de días, todo por cuenta de la empresa. Dichos viajes no cuentan como vacaciones y te corresponderá más o menos uno por año. Trabajamos duro, Mitch, y apreciamos el valor del descanso.
Mitch asintió, al tiempo que se imaginaba ya tumbado en una soleada playa caribeña, mientras tomaba una piña colada y contemplaba los diminutos bikinis.
—¿Ha mencionado Lamar la prima de contratación?
—No, pero suena interesante.
—Si te incorporas a nuestra empresa, te entregamos un cheque de cinco mil dólares. Preferimos que te lo gastes casi todo en comprarte ropa. Después de siete años de vaqueros y camisas de franela, es probable que tu inventario de trajes sea bajo y lo comprendemos perfectamente. Para nosotros la apariencia es muy importante. Esperamos que la indumentaria de nuestros abogados sea elegante y tradicional. No tenemos ninguna norma específica, pero estoy seguro de que te harás a la idea.
¿Había dicho cinco mil dólares? ¿Para ropa? En la actualidad Mitch poseía dos trajes y uno de ellos era el que llevaba puesto. Mantuvo la cara seria, sin sonreír.
—¿Alguna pregunta?
—Sí. Es sobradamente conocida la nefasta costumbre de las grandes empresas de cargar a los miembros asociados con aburridas tareas de investigación y tenerlos encerrados en alguna biblioteca durante los tres primeros años. A mí, esto no me interesa. No me importa realizar la parte de la investigación que me corresponda y comprendo que seré el menos veterano del equipo, pero no estoy dispuesto a investigar y escribir sumarios para toda la empresa. Quiero trabajar con auténticos clientes y sus verdaderos problemas.
El señor McKnight le escuchó atentamente y esperó para pronunciar su discurso preparado de antemano.
—Lo comprendo, Mitch. Tienes razón, en las grandes empresas es un verdadero problema. Pero no aquí. Durante los tres primeros meses, te dedicarás casi exclusivamente a estudiar para el examen de colegiado. A continuación, empezarás a practicar el derecho. Se te asignará a un socio y sus clientes se convertirán en tus clientes. Realizarás la mayor parte de su investigación, además, evidentemente, de la tuya, y de vez en cuando se te pedirá que ayudes a alguien en la preparación de un sumario, o investigando. Deseamos que seas feliz. Nos sentimos orgullosos de que nadie nos abandone y nos esforzamos en promocionar la carrera de nuestros miembros. Si no te llevas bien con el socio que te asignemos, elegiremos a otro. Si descubres que no te gusta la tributación, dejaremos que pruebes valores o banca. Tú decides. La empresa pronto invertirá un montón de dinero en Mitch McDeere y queremos que sea un abogado productivo.
Mitch tomó un sorbo de café y pensó en su próxima pregunta. El señor McKnight echó una ojeada a su lista.
—Pagamos todos los gastos de traslado a Memphis.
—No serán muy elevados. Sólo el alquiler de un pequeño camión.
—¿Algo más, Mitch?
—No, señor. No se me ocurre nada.
Dobló la lista y la guardó en la carpeta. El decano apoyó ambos codos en la mesa y se inclinó hacia delante.
—Mitch, no deseamos presionarte, pero necesitamos una respuesta cuanto antes. Si eliges otro empleo, deberemos seguir entrevistando. Es un proceso muy largo y nos gustaría que nuestro nuevo hombre empezara a trabajar el primero de julio.
—¿En diez días?
—De acuerdo. Para el treinta de marzo.
—Muy bien, pero me pondré en contacto antes de entonces.
Mitch se disculpó y se encontró con Lamar, que le esperaba en la puerta del despacho de McKnight. Acordaron reunirse a las siete para cenar.