El decano del bufete estudió el informe por enésima vez, y una vez más —por lo menos sobre el papel— no encontró nada que le desagradara acerca de Mitchell Y. McDeere. Era inteligente, ambicioso y bien parecido. Además, estaba hambriento; con sus antecedentes tenía que estarlo. Era un hombre casado, condición indispensable en la empresa, que nunca había contratado a ningún abogado soltero y que censuraba severamente el divorcio, así como la bebida y el putañeo. Someterse a una prueba de consumo de drogas formaba parte del contrato. Era especialista en contabilidad, había aprobado al primer intento y deseaba convertirse en abogado tributario, condición evidentemente indispensable en un bufete especializado en asuntos tributarios. Era blanco; la empresa jamás había contratado a ningún negro. Lo lograban actuando con suma discreción, en círculos cerrados y sin pedir jamás solicitudes de empleo. Otros bufetes lo hacían y contrataban negros, pero éste se mantenía escrupulosamente blanco. Además, estaba situado curiosamente en Memphis y a los negros de altos vuelos les apetecía Nueva York, Washington o Chicago. McDeere era varón y no había mujeres en la empresa. Habían cometido ese error a mitad de los setenta, al contratar al número uno de la promoción de Harvard, que había resultado ser una mujer genial en asuntos tributarios. Después de cuatro turbulentos años, había fallecido en un accidente de tráfico.
Sus referencias eran impecables; constituía su mejor elección. A decir verdad, aquel año era su única perspectiva. La lista era muy corta. Se trataba de McDeere o nadie.
El gerente del bufete, Royce McKnight, examinaba un informe titulado «Mitchell Y. McDeere, Harvard». El documento, de un par de centímetros de grosor, impreso en letra pequeña y con algunas fotografías, había sido redactado por ex agentes de la CIA, en una agencia privada de Bethesda. Eran clientes del bufete y cada año se ocupaban gratuitamente de la investigación. Según ellos era cosa fácil investigar a confiados estudiantes de derecho. Averiguaron, por ejemplo, que prefería vivir en el noreste, que tenía tres ofertas de empleo, dos en Nueva York y una en Chicago, y que la mejor oferta era de setenta y seis mil dólares, mientras que la peor era de sesenta y ocho mil. Estaba muy solicitado. En el segundo curso se le había brindado la oportunidad de copiar, en un examen sobre valores y obligaciones, pero la había rechazado y había obtenido la mejor nota de la clase. Hacía dos meses, en una fiesta de la facultad de derecho, se le había ofrecido cocaína. No quiso probarla y abandonó la fiesta cuando todo el mundo empezó a esnifar. De vez en cuando tomaba una cerveza, pero la bebida era cara y no disponía de dinero. Debía cerca de veintitrés mil dólares en préstamos estudiantiles. Tenía hambre.
Royce McKnight hojeó el informe y sonrió. McDeere era su hombre.
Lamar Quin tenía treinta y dos años y no era todavía socio de la empresa. Le habían contratado a fin de aparentar, desempeñar y proyectar una imagen juvenil en Bendini, Lambert & Locke, que en realidad era una empresa joven, ya que la mayoría de los socios se retiraban alrededor de los cincuenta años, forrados de dinero. Llegaría a convertirse en socio de la empresa. Con unos ingresos de seis cifras garantizados para el resto de su vida, Lamar podía disfrutar de los trajes a medida de mil doscientos dólares, que con tanta elegancia colgaban de su atlético cuerpo. Cruzó impasible la sala de mil dólares diarios de alquiler y se sirvió otra taza de descafeinado. Consultó el reloj. Echó una ojeada a los dos decanos sentados junto a la pequeña mesa de conferencias, cerca de la ventana.
A las dos y media en punto, alguien llamó a la puerta. Lamar miró a los decanos, que guardaron el informe en una cartera abierta. Se pusieron todos sus respectivas chaquetas. Lamar se abrochó el botón superior y abrió la puerta.
—¿Mitchell McDeere? —preguntó con una radiante sonrisa, al tiempo que le tendía la mano.
—Sí —respondió, estrechándosela vigorosamente.
—Encantado de conocerte, Mitchell. Me llamo Lamar Quin.
—El gusto es mío. Llámame Mitch, te lo ruego.
Entró y examinó rápidamente la amplia sala.
—Por supuesto, Mitch —dijo Lamar, al tiempo que le colocaba la mano sobre el hombro y lo conducía al otro extremo de la sala, donde los decanos se presentaron a su vez.
El recibimiento fue sumamente cordial y efusivo. Le ofrecieron café y luego agua. Sentados alrededor de una reluciente mesa de caoba, intercambiaron galanterías. McDeere se desabrochó la chaqueta y cruzó las piernas. Era ya un veterano en la búsqueda de empleo y sabía que deseaban contratarle. Se relajó. Con tres ofertas de los bufetes más prestigiosos del país, podía prescindir de aquella entrevista y de aquella empresa. Ahora podía permitirse estar muy seguro de sí mismo. Había venido por curiosidad. Aunque también anhelaba un clima más caluroso.
Oliver Lambert, el socio decano, se inclinó con los codos sobre la mesa y dirigió la charla preliminar. Hablaba con simpatía, en un tono suave y locuaz, casi de barítono profesional. A sus sesenta y un años, era el abuelo de la empresa y dedicaba la mayor parte de su tiempo a equilibrar y cuidar de los desmesurados egos de algunos de los abogados más ricos del país. Era el consejero al que acudían sus colegas de menor edad cuando tenían problemas. El señor Lambert se ocupaba también del reclutamiento y era su misión contratara Mitchell Y. McDeere.
—¿Estás harto de entrevistas? —preguntó Oliver Lambert.
—A decir verdad, no. Forma parte del proceso.
Claro, claro, coincidieron todos. Parecía que era ayer cuando ellos mismos eran entrevistados y presentaban informes, muertos de miedo ante la perspectiva de no encontrar ningún trabajo, con lo que los tres años de sudor y tortura habrían sido inútiles. Sabían exactamente lo que se sentía.
—¿Puedo formular una pregunta? —dijo Mitch.
—Por supuesto.
—Claro.
—Adelante.
—¿Porqué estamos reunidos en esta habitación de hotel? Las demás empresas realizan sus entrevistas en la universidad, a través de la oficina de empleo.
—Buena pregunta —asintieron todos, mirándose entre sí.
—Tal vez yo pueda responderte, Mitch —dijo Royce McKnight, el gerente de la empresa—. Debes comprender nuestra empresa. Somos diferentes y nos enorgullecemos de ello. Tenemos cuarenta y un abogados, y por consiguiente la empresa es pequeña comparada con otras. No contratamos a demasiada gente; aproximadamente uno cada dos años. Ofrecemos los mejores sueldos y beneficios del país, sin exageración alguna. Por consiguiente, somos muy selectivos. Te hemos seleccionado a ti. La carta que recibiste el mes pasado se mandó después de una criba entre más de dos mil estudiantes de último curso, en las mejores facultades de derecho. Sólo se mandó una carta. No anunciamos vacantes, ni admitimos solicitudes. Actuamos con suma discreción y de un modo distinto a los demás. He ahí nuestra explicación.
—Parece razonable. ¿De qué tipo de bufete se trata?
—Impuestos. Algunas obligaciones, propiedad inmobiliaria e inversiones, pero el ochenta por ciento del trabajo está relacionado con los impuestos. Ésta es la razón por la que deseábamos conocerte, Mitch. Tienes una formación increíblemente sólida en el campo tributario.
—¿Qué te impulsó a ir a Western Kentucky? —preguntó Oliver Lambert.
—Es muy sencillo, me ofrecieron una beca para jugar al fútbol. De no haber sido así, no habría podido asistir a la universidad.
—Háblanos de tu familia.
—¿Qué importancia puede tener eso?
—Para nosotros es muy importante, Mitch —dijo Royce McKnight, con suma ternura.
«Todos dicen lo mismo», pensó McDeere.
—De acuerdo. Mi padre falleció en una mina de carbón cuando yo tenía diecisiete años. Mi madre volvió a casarse y vive en Florida. Tenía dos hermanos. Rusty murió en Vietnam. Ahora tengo un solo hermano, llamado Ray McDeere.
—¿Dónde está?
—Me temo que esto no es de su incumbencia —respondió, mirando fijamente a Royce McKnight.
McDeere acababa de manifestar un enorme complejo. Curiosamente, en su informe no se mencionaba nada referente a Ray.
—Lo siento —dijo con ternura el gerente.
—Nuestro bufete está en Memphis, Mitch —agregó Lamar—. ¿Te preocupa?
—En absoluto. No me gusta el frío.
—¿Has estado alguna vez en Memphis?
—No.
—Pronto te invitaremos. Te encantará.
Mitch sonrió, asintió y les siguió la corriente. ¿Hablaban en serio? ¿Cómo podía pensar en trabajar para una empresa tan pequeña, en una ciudad tan insignificante, cuando tenía Wall Street al alcance de la mano?
—¿Qué lugar ocupas en tu curso? —preguntó el señor Lambert.
—Entre los cinco primeros.
No entre el cinco por ciento de los mejores, sino entre los cinco primeros. Esto les pareció a todos perfectamente satisfactorio. Entre los cinco primeros, de un total de trescientos. Podía haber dicho que era tercero, con escasa diferencia del segundo y al alcance del primero. Pero no lo hizo. Recordaba, después de haber examinado por encima la guía jurídica Martindale-Hubbell, que procedían de escuelas inferiores: Chicago, Columbia y Vanderbilt. Sabía que no harían hincapié en aspectos intelectuales.
—¿Por qué elegiste Harvard?
—A decir verdad, Harvard me eligió a mí. Solicité el ingreso a diversas universidades y todas me aceptaron. Harvard fue la que me ofreció mayor ayuda económica. Pensé que se trataba de la mejor universidad y sigo creyéndolo.
—Te han ido bastante bien los estudios, Mitch-comentó el señor Lambert, admirando el resumen, mientras el informe seguía en la cartera, debajo de la mesa.
—Muchas gracias. Me ha costado mucho trabajo.
—Sacaste unas notas extraordinariamente altas en los cursos de tributación y valores y obligaciones.
—Es lo que más me interesa.
—Hemos examinado la muestra de tu escritura y resulta bastante impresionante.
—Gracias. Me gusta la investigación.
Asintieron en reconocimiento de aquella evidente mentira. Formaba parte del ritual. A ningún estudiante de derecho, ni abogado en su sano juicio, le gusta la investigación. Sin embargo, todo candidato profesa ineludiblemente un profundo amor por la biblioteca.
—Háblanos de tu esposa —dijo Royce McKnight, en un tono casi sumiso.
Se prepararon para recibir otra reprimenda. Pero se trataba de un área no sagrada, que habitualmente exploraban todas las empresas.
—Se llama Abby. Es licenciada en pedagogía por la universidad de Western Kentucky. Nos casamos a la semana de licenciarnos. Desde hace tres años, es maestra de un parvulario privado cerca de la universidad de Boston.
—Y en el matrimonio…
—Somos muy felices. Nos conocimos en el instituto.
—¿En qué posición jugabas? —preguntó Lamar, pasando a un tema menos peliagudo.
—Quarterback. Gozaba de mucha popularidad, hasta que me lastimé una rodilla en mi último partido en el instituto. Todo el mundo desapareció, a excepción de Western Kentucky. Durante cuatro años jugué algún que otro partido y me inicié incluso como júnior, pero la rodilla no aguantaba.
—¿Cómo te las arreglabas para sacar sobresalientes sin dejar de jugar al fútbol?
—Colocaba los libros en primer lugar.
—Imagino que Western Kentucky no es un instituto de alto nivel intelectual —sonrió estúpidamente Lamar, deseando en aquel mismo momento haberse tragado la lengua.
Lambert y McKnight fruncieron el entrecejo y reconocieron el error.
—Más o menos como el estatal de Kansas —respondió Mitch.
Quedaron todos paralizados y, durante unos instantes, intercambiaron incrédulas miradas. McDeere sabía que Lamar Quin había cursado sus estudios en el instituto estatal de Kansas. Nunca había visto a Lamar Quin, ni tenía la más remota idea de quién aparecería en nombre de la empresa para conducir la entrevista. Sin embargo, lo sabía. Había acudido al Martindale-Hubbell y consultado sus antecedentes. Había leído el sumario biográfico de los cuarenta y un abogados del bufete y en una fracción de segundo había recordado que Lamar Quin, uno de los cuarenta y uno, había estudiado en Kansas. Maldita sea, los dejó impresionados.
—Lamento haber dado una impresión equivocada —disculpóse Lamar.
—No tiene importancia —sonrió calurosamente Mitch.
Asunto zanjado. Oliver Lambert se aclaró la garganta y decidió volver al terreno personal.
—Mitch, nuestra empresa tiene aversión a la bebida y al putañeo. No es que seamos un puñado de santurrones, pero colocamos los negocios ante todo lo demás. Actuamos con discreción y trabajamos muy duro. Además, ganamos mucho dinero.
—Me parece todo perfectamente aceptable.
—Nos reservamos el derecho de someter a cualquier miembro de la empresa a un control antidroga.
—No consumo drogas.
—Bien. ¿Cuál es tu afiliación religiosa?
—Metodista.
—Magnífico. Encontrarás una amplia variedad de religiones en nuestra empresa: católicos, anabaptistas, episcopalianos… En realidad no nos concierne, pero nos gusta saberlo. Queremos familias estables. Un abogado feliz es un abogado productivo. De ahí que formulemos esas preguntas.
Mitch sonrió y asintió. No era la primera vez que oía aquello.
Los tres se miraron entre sí y a continuación a Mitch. Esto significaba que habían llegado al punto de la entrevista en el que se supone que el entrevistado formula un par de preguntas inteligentes. Mitch se cruzó de piernas. El dinero era el quid de la cuestión, especialmente comparado con sus otras ofertas. Si no era suficiente, pensó Mitch, habría tenido mucho gusto en conocerlos. Si el salario era atractivo, entonces podrían hablar de familias, bodas, fútbol e iglesias. Pero sabía que, al igual que todas las demás empresas, eludirían el tema hasta sentirse realmente incómodos, por haber hablado de todo lo imaginable, a excepción del dinero. Sin embargo, decidió empezar con una pregunta inofensiva.
—¿Cuál será inicialmente mi tipo de trabajo?
Asintieron, satisfechos de la pregunta. Lambert y McKnight miraron a Lamar. La respuesta era suya.
—Tenemos algo parecido a dos años de aprendizaje, aunque no es así como lo llamamos. Te mandaremos por todo el país, para asistir a grupos de estudios tributarios. Te falta todavía mucho para concluir tu formación. El próximo invierno pasarás dos semanas en Washington, en el Instituto tributario norteamericano. Nos sentimos orgullosos de nuestra pericia técnica, y la formación, para lodos nosotros, es permanente. Si deseas hacer un master en tributación, te lo financiaremos. En cuanto a la práctica de la abogacía, no será muy emocionante durante los dos primeros años. Harás mucha investigación y trabajo generalmente aburrido. Pero tendrás un magnífico sueldo.
—¿Cuánto?
Lamar miró a Royce McKnight, que lijó la mirada en Mitch y dijo:
—Hablaremos de honorarios y otros beneficios cuando vengas a Memphis.
—Sin un sueldo de futbolista, puede que no vaya a Memphis —sonrió con arrogancia, pero cordial.
Habló como el que cuenta con tres ofertas de empleo. Los socios se miraron entre sí y el señor Lambert fue el primero en hablar.
—De acuerdo. Un salario base de ochenta mil dólares el primer año, más primas. Ochenta y cinco el segundo, más primas. Un préstamo a bajo interés para que puedas comprarte una casa. Afiliación gratuita a dos clubes de campo. Y un nuevo BMW. El color, evidentemente, de tu elección.
Centraron la mirada en sus labios, a la espera de que se formaran arrugas en sus mejillas y asomaran los dientes. Intentó disimular la sonrisa, pero no pudo. Soltó una carcajada.
—Es increíble —susurró.
Ochenta mil en Memphis equivalían a ciento veinte mil en Nueva York. ¿Había dicho un BMW? Su Mazda de cinco puertas llevaba un millón de kilómetros y sólo arrancaba empujando, hasta que pudiera permitirse reemplazar el motor de arranque por otro de segunda mano.
—Más algunos beneficios de los que tendremos el gusto de hablar en Memphis.
De pronto le entró un fuerte deseo de visitar Memphis. ¿No estaba junto al río?
Se esfumó la sonrisa y recuperó su compostura. Miró a Oliver Lambert de un modo austero y solemne y, como si hubiera olvidado el dinero, la casa y el BMW, dijo:
—Háblame de la empresa.
—Cuarenta y un abogados. El año pasado ganamos más por abogado que cualquier otra empresa de nuestro tamaño o mayor, incluidos todos los grandes bufetes del país. Sólo aceptamos clientes ricos: compañías, bancos y potentados, que pagan nuestras elevadas tarifas sin rechistar. Nos hemos especializado en tributación internacional, que es muy emocionante y aporta grandes beneficios. Sólo tratamos con clientes que puedan pagar.
—¿Cuánto se tarda en convertirse en socio?
—De promedio, unos diez años, y son diez años muy duros. No es inusual que nuestros socios ganen medio millón al año, yen su mayoría se jubilan antes de los cincuenta. El esfuerzo es indispensable, ochenta horas de trabajo a la semana, pero compensa al convertirse en socio.
—No es preciso ser socio para ganar cantidades de seis cifras —agregó Lamar, inclinándose hacia delante—. Yo llevo siete años en la empresa y superé los cien mil hace cuatro años.
Mitch reflexionó unos instantes y calculó que a los treinta años podría ganar más de cien mil, probablemente cerca de los doscientos. ¡A los treinta años! Le observaban atentamente y sabían con exactitud lo que pensaba.
—¿Qué hace una empresa internacional en Memphis? —preguntó.
Esto provocó una sonrisa. El señor Lambert se quitó las galas y empezó a jugar con ellas.
—Buena pregunta. El señor Bendini fundó la empresa en mil novecientos cuarenta y cuatro. Se había especializado en derecho tributario en Filadelfia y en el sur tenía algunos clientes ricos. Le dio por viajar y aterrizó en Memphis. Durante veinticinco años, contrató exclusivamente abogados especializados en tributación y la empresa no dejó de progresar. Ninguno de nosotros es oriundo de Memphis, pero el lugar ha llegado a encantamos. Es una vieja ciudad sureña muy agradable. Por cierto, el señor Bendini falleció en mil novecientos setenta.
—¿Cuántos socios tiene la empresa?
—Veinte, en activo. Procuramos que la proporción sea de un socio por cada miembro asociado. Es alta para el sector, pero así nos gusta. Una vez más, somos distintos a los demás.
—Todos nuestros socios son multimillonarios a los cuarenta y cinco años —agregó Royce McKnight.
—¿Todos?
—Sí, señor. No te lo garantizamos, pero si te incorporas a nuestra empresa, trabajas de lo lindo durante diez años, te conviertes en socio, trabajas otros diez años y no eres millonario a los cuarenta y cinco años, serás el primero en veinte años.
—Una estadística muy impresionante.
—Lo impresionante es la empresa, Mitch —dijo Oliver Lambert—, y nos sentimos orgullosos de ella. Formamos una fraternidad muy unida. Somos pocos y nos cuidamos mutuamente. No practicamos la competencia despiadada que caracteriza a las grandes empresas. Cuidamos con mucho esmero a quien contratamos y nuestro objetivo es el de que todo nuevo miembro llegue cuanto antes a convertirse en socio. Con este fin invertimos una enorme cantidad de tiempo y de dinero en nosotros mismos, especialmente en los recién llegados. Es raro, extraordinariamente raro, que algún abogado abandone la empresa. Es simplemente inaudito. Nos esforzamos especialmente en proteger la carrera de cada uno. Queremos que nuestra gente sea feliz. Creemos que es la forma más ventajosa de operar.
—Tengo otra impresionante estadística —agregó el señor McKnight—. El año pasado, en empresas de nuestro nivel o mayores, el promedio de cambio entre miembros asociados fue de un veintiocho por ciento. En Bendini, Lambert & Locke fue de cero. El año anterior, cero. Ha transcurrido mucho tiempo desde que un abogado abandonó nuestra empresa.
Le observaban atentamente, para asegurarse de que asimilaba lodo lo que le contaban. Cada aspecto y condición del empleo era importante, pero la permanencia, el compromiso de su aceptación, superaba todos los demás requisitos. De momento se lo explicaron lo mejor que pudieron. Más adelante se lo aclararían con mayor amplitud.
Evidentemente, sabían mucho más de lo que podían haber hablado. Por ejemplo, su madre vivía en un aparcamiento de remolques barato en la playa de la ciudad de Panamá, casada por segunda vez con un camionero jubilado, gravemente alcoholizado. Sabían que había recibido cuarenta y un mil dólares a raíz de la explosión en la mina, malgastado casi la totalidad y que había enloquecido al enterarse de la muerte de su hijo mayor en Vietnam. Sabían que había sido desatendido, criado en la pobreza por su hermano Ray (a quien no lograban localizar) y por algunos parientes compasivos. La pobreza dolía y suponían, acertadamente, que le había dotado de un intenso deseo de triunfar. Había trabajado treinta horas a la semana en una tienda abierta día y noche, al mismo tiempo que jugaba al fútbol y sacaba excelentes notas. Sabían que apenas dormía. Sabían que estaba hambriento. Era su hombre.
—¿Te gustaría hacernos una visita? —preguntó Oliver Lambert.
—¿Cuándo? —preguntó Mitch, soñando con un 318i negro de techo deslizable.
El vetusto Mazda de cinco puertas, con sólo tres cubos de rueda y el parabrisas agrietado, estaba junto a la alcantarilla con las ruedas frontales ladeadas, contra la acera, para evitar que el vehículo se deslizara por la pendiente. Abby agarró la manecilla interior y le dio un par de sacudidas para abrir la puerta. Introdujo la llave en el contacto, puso el pie en el embrague y giró el volante. El Mazda comenzó a descender lentamente. Cuando aumentó la velocidad, aguantó la respiración, soltó el embrague y se mordió el labio, hasta que el motor de escape libre comenzó a chirriar.
Con tres ofertas de empleo sobre la mesa, podrían tener un coche nuevo dentro de cuatro meses. El viejo resistiría. Durante tres años habían soportado la pobreza en un piso estudiantil de dos habitaciones, situado en un campus donde abundaban los Porsches y los pequeños Mercedes descapotables. En general, solían hacer caso omiso del desprecio de los demás estudiantes y colegas, en aquel bastión de esnobismo de la costa oriental. Eran campesinos de Kentucky, con pocos amigos. Pero lo habían resistido, y triunfaron sin ayuda ajena.
Ella prefería Chicago a Nueva York, aunque el salario fuera inferior, principalmente porque estaba más lejos de Boston y más cerca de Kentucky. Pero Mitch seguía sin querer comprometerse, evaluándolo todo meticulosamente, como solía hacerlo, y guardándoselo en gran parte para sí. A ella no la habían invitado a visitar Nueva York ni Chicago con su marido. Y estaba harta de especulaciones. Quería una respuesta.
Aparcó en zona prohibida, en la cuesta más próxima a su casa, y caminó dos manzanas. Vivían en uno de los treinta pisos de un edificio rectangular de ladrillo rojo. Abby se detuvo frente a la puerta y metió la mano en el bolso, en busca de las llaves. De pronto se abrió la puerta de par en par. Su marido la agarró, tiró de ella hacia el interior del diminuto apartamento, la arrojó sobre el sofá y lanzó un ataque labial contra su cuello. Ella chillaba y se reía, al tiempo que agitaba piernas y brazos. Se dieron uno de aquellos prolongados besos húmedos, diez minutos de beso, manoseo, caricias y gemidos, como solían hacer de adolescentes, cuando besarse era divertido, misterioso y el colmo del placer.
—Dios mío —exclamó Abby cuando acabaron—. ¿Qué celebrarnos?
—¿Hueles algo? —preguntó Mitch.
—Bien, sí, ¿de qué se trata? —dijo, mientras volvía la cabeza y olía.
—Pollo chow mein y huevos foo yung. De Wong Boys.
—Muy bien. ¿Qué celebramos?
—Además de una botella de chablis, que cuesta un dineral. Incluso lleva tapón de corcho.
—¿Qué has hecho, Mitch?
—Sígueme.
Sobre la pequeña mesa pintada de la cocina, rodeadas de textos jurídicos y sumarios, había una enorme botella de vino y una bolsa de comida china. Echaron a un lado los documentos de la facultad y sirvieron la comida. Mitch descorchó la botella y llenó dos vasos de plástico.
—Hoy he tenido una magnífica entrevista —dijo.
—¿Con quién?
—¿Recuerdas aquella empresa de Memphis que me mandó una carta el mes pasado?
—Sí. No estabas muy impresionado.
—Exacto. Ahora sí lo estoy. El trabajo es exclusivamente tributario y el dinero parece bueno.
—¿Cómo de bueno?
Sirvió ceremoniosamente el chow mein en dos platos y a continuación abrió dos diminutas bolsas de salsa de soja. Ella esperaba la respuesta. Mitch abrió otro recipiente y empezó a dividir los huevos foo yung. Probó el vino y chascó los labios.
—¿Cuánto? —insistió Abby.
—Más que en Chicago. Más que en Wall Street.
Ella tomó un largo y deliberado sorbo de vino y le miró con recelo. Sus ojos castaños se estrecharon y brillaron. Descendieron sus cejas y se le arrugó la frente. Seguía a la espera.
—¿Cuánto?
—Ochenta mil el primer año, más primas. Ochenta y cinco el segundo, más primas —respondió, sin darle importancia, mientras observaba los trozos de apio del chow mein.
—Ochenta mil —repitió Abby.
—Ochenta mil, cariño. Ochenta mil pavos en Memphis, Tennessee, equivalen a unos ciento veinte mil en Nueva York.
—¿A quién le importa Nueva York?
—Además de un préstamo a bajo interés para comprar una casa.
El término préstamo hipotecario no se había mencionado en el apartamento desde hacía mucho tiempo, A decir verdad, en aquel momento no recordaba cuándo se había hablado por última vez de la compra de una casa, ni nada por el estilo. Desde hacía muchos meses se habían hecho a la idea de que alquilarían algún lugar hasta un futuro lejano e inimaginable, en el que serían lo suficientemente ricos para acceder a un cuantioso crédito hipotecario.
—¿Te importaría repetírmelo? —dijo con absoluta tranquilidad, después de dejar el vaso de vino sobre la mesa.
—Un crédito hipotecario a bajo interés. La empresa presta el dinero necesario para comprar una casa. Para esos individuos es muy importante que los miembros asociados de la empresa tengan aspecto próspero y por ello nos ofrecen el dinero a un interés bajísimo.
—¿Te refieres a un verdadero hogar, rodeado de césped y matorrales?
—Efectivamente. No de un piso de precio sobrevalorado en Manhattan, sino de una casa de tres dormitorios en una zona residencial, con nuestro propio camino de acceso y un garaje doble, donde aparcar el BMW.
Su reacción se retrasó un par de segundos, pero por fin Abby exclamó:
—¿BMW? ¿Qué BMW?
—El nuestro, cariño. Nuestro BMW. La empresa lo adquiere y nos entrega las llaves. Es una especie de prima inicial, en el momento de firmar el contrato. Equivale a otros cinco mil anuales. Nosotros elegimos el color, por supuesto. Me parece que estaría bien de color negro. ¿Qué opinas?
—Adiós por fin a las carracas, comida sobrante y ropa de segunda mano —dijo, mientras movía lentamente la cabeza.
Mitch se llevó una cucharada de fideos a la boca y le brindó una sonrisa. Se dio cuenta de que soñaba probablemente en el mobiliario, la decoración de las paredes y tal vez en una piscina, en un futuro no muy lejano. Y niños, con pequeños ojos oscuros y cabello castaño claro.
—También hay otras ventajas, de las que se hablará más adelante.
—No lo comprendo, Mitch. ¿Por qué son tan generosos?
—Yo también se lo he preguntado. Son muy selectivos y se sienten muy orgullosos de ser quienes mejor pagan. Quieren al mejor y no les importa rascarse el bolsillo. El porcentaje de personal que abandona la empresa es cero. Además, creo que es más caro persuadir a los mejores para que vayan a Memphis.
—Estaríamos más cerca de casa —dijo Abby, sin mirarle.
—Yo no tengo casa. Estaríamos más cerca de tus padres, y eso me preocupa.
—Estarías más cerca de Ray —agregó, olvidando el comentario sobre su familia, como solía hacer.
Mitch sonrió, al tiempo que mordía una empanada de huevo e imaginaba la primera visita de sus suegros, aquel dulce momento en el que aparcarían su viejo Cadillac y contemplarían aturdidos la nueva casa de estilo colonial francés, con dos coches nuevos en el garaje. Se morirían de envidia y se preguntarían cómo podía aquel pobre chico, sin familia ni linaje, permitirse todo aquello a los veinticinco años, recién salido de la facultad de derecho. Se esforzarían en sonreír, comentarían lo bonito que era todo, pero al cabo de poco tiempo el señor Sutherland no podría resistir la tentación de preguntarle cuánto le había costado la casa y Mitch le respondería que no era asunto suyo, con lo que el viejo se enfurecería. La visita sería breve y regresarían a Kentucky, donde todos sus amigos se enterarían de lo bien que les iban las cosas a su hija y a su yerno en Memphis. Abby se lamentaría de que no se llevaran mejor, pero no diría gran cosa. Desde el primer momento le habían tratado como a un leproso. Le consideraban tan indeseable, que habían boicoteado su pequeña boda.
—¿Has estado alguna vez en Memphis? —preguntó Mitch.
—Una vez, de niña. Para asistir a algún tipo de convención relacionada con la iglesia. Lo único que recuerdo es el río.
—Quieren que vayamos a visitarlos.
—¡Vayamos! ¿A mí también me han invitado?
—Sí. Insisten en que me acompañes.
—¿Cuándo?
—Dentro de un par de semanas. Nos pagan el avión del jueves por la tarde, para pasar el fin de semana.
—Esta empresa ha empezado a gustarme.