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Extensiones de césped bien cuidado se alternaban con densos cipresales a lo largo de la 96 mientras me dirigía a St. Martinville, después de dejar atrás un cartel que rezaba «Dios es provida» y el edificio con aspecto de almacén del local nocturno Podnuh. En el Thibodeaux Café, en la limpia plaza del pueblo, pedí indicaciones para llegar a la dirección de Judy Neubolt. Conocían la casa y sabían incluso que la enfermera se había trasladado a La Jolla durante un año, quizá más, y que su novio mantenía la casa.

Perkins Street nacía casi enfrente de la entrada al parque estatal Evangeline. Al final de la calle había un cruce y el desvío de la derecha desaparecía en un paisaje rural, con casas esparcidas unas lejos de las otras. La casa de Judy Neubolt estaba en esa calle, una vivienda pequeña de dos plantas, extrañamente baja a pesar de los dos pisos, con dos ventanas a los lados de una puerta mosquitera y otras tres ventanas mucho más pequeñas arriba. En el lado este, el tejado caía en pendiente reduciéndola a un solo piso. La madera estaba recién pintada de un blanco inmaculado y las tejas rotas habían sido sustituidas, pero la mala hierba se extendía por el jardín y el bosque lindante había empezado a invadirlo.

Aparqué a cierta distancia de la casa, me aproximé por el bosque y me detuve al borde del jardín. El sol había rebasado ya su cenit y bañaba de un resplandor rojizo el tejado y las paredes. La puerta trasera estaba cerrada con un candado. Aparentemente no había más opción que entrar por delante.

Cuando avancé, se aguzaron mis sentidos a causa de la tensión, una tensión que jamás había sentido antes. Los sonidos, los olores y los colores me resultaban demasiado intensos, abrumadores. Tenía la sensación de poder separar por partes cada ruido procedente de los árboles. Apuntaba la pistola en una u otra dirección con movimientos bruscos, porque mi mano respondía con excesiva precipitación a las señales de mi cerebro. Era consciente de hasta qué punto estaba firme el gatillo bajo la yema de mi dedo y del relieve de la empuñadura en la palma de la mano. Sentía cómo los latidos de mi corazón me resonaban en los oídos igual que si una mano descomunal golpeara contra una puerta de roble macizo; el ruido de mis pasos sobre las hojas y las ramas me pareció la crepitación de un gran incendio.

Tanto en las ventanas superiores e inferiores como en la puerta interior estaban echadas las cortinas. A través de un resquicio en la cortina de la puerta, vi una tela negra, colgada para impedir toda visibilidad desde el exterior. Los goznes herrumbrosos de la mosquitera chirriaron cuando la entreabrí con el pie derecho; me quedé a cubierto tras la pared de la casa. En la parte superior del marco vi una tupida telaraña y, al abrir la puerta, las vibraciones hicieron temblar los restos secos de los insectos allí atrapados.

Alargué el brazo y accioné el picaporte de la puerta principal. Cedió sin problemas. La abrí de par en par y quedó a la vista el lóbrego interior. Vi el borde de un sofá, media ventana en el lado opuesto de la casa y, a mi derecha, el principio de un pasillo. Respiré hondo, y el aire que inhalaba resonó en mi cabeza como el jadeo débil y dolorido de un animal enfermo. A continuación doblé deprisa a la derecha y la mosquitera se cerró a mis espaldas.

Desde allí veía sin obstáculo alguno el espacio principal de la casa. El exterior era engañoso. Judy Neubolt, o quienquiera que hubiese decidido el diseño interior, había eliminado una planta por completo, de modo que la sala llegaba hasta el techo, donde dos claraboyas, ahora cubiertas de inmundicia y parcialmente tapadas por cortinas negras extendidas bajo ellas, permitían que finos haces de sol penetraran hasta las tablas desnudas del suelo. La única iluminación procedía de un par de lámparas de luz tenue, cada una en un extremo de la sala.

Había un sofá largo que, forrado de una tela roja y naranja con un estampado en zigzag, se hallaba de cara a la fachada de la casa. Tenía un sillón a juego a cada lado, enfrente una mesita de centro y, bajo una de las ventanas, un mueble para el televisor. Detrás del sofá había una mesa de comedor y seis sillas, y más allá una chimenea. Decoraban las paredes muestras de artesanía india y uno o dos cuadros vagamente místicos donde se reproducían mujeres en una montaña o a la orilla del mar. Era difícil discernir los detalles en aquella penumbra.

En el lado este había una galería de madera a la que se accedía por una escalera situada a mi izquierda, y al final de ésta un espacio a modo de dormitorio con una cama de pino y un armario a juego.

Rachel colgaba cabeza abajo de la galería, sujeta de los tobillos por una cuerda atada a la barandilla. Estaba desnuda y el cabello pendía a medio metro del suelo. Tenía los brazos libres y las manos inertes por debajo del pelo. Estaba con los ojos y la boca abiertos, pero no dio señales de verme. Llevaba clavada en el brazo izquierdo, sujeta con esparadrapo, una aguja hipodérmica unida al tubo de plástico de un gotero. La bolsa del gotero colgaba de un armazón metálico, y desde ella la ketamina entraba lenta y continuamente en su organismo. Debajo de ella, una lámina de plástico transparente cubría el suelo.

Una oscura cocina ocupaba el espacio bajo la galería, con armarios de pino, un frigorífico alto y un horno microondas al lado del fregadero. Tres taburetes vacíos se alzaban en el rincón destinado al desayuno. A mi derecha, en la pared opuesta a la galería, pendía un tapiz bordado con un dibujo parecido al de la tapicería del sofá y los sillones. Una fina capa de polvo lo cubría todo.

Eché un vistazo al pasillo que tenía a mis espaldas. Conducía a un segundo dormitorio, éste vacío excepto por un colchón descubierto sobre el que había un saco de dormir verde del ejército. Junto al colchón vi una mochila verde abierta y, dentro, unos vaqueros, unos pantalones de color crema y unas cuantas camisas de hombre. La habitación, con el techo abuhardillado, ocupaba casi la mitad del ancho de la casa, lo cual significaba que había otra habitación de tamaño similar al otro lado.

Volví hacia la sala principal sin perder de vista a Rachel. No había ni rastro de Woolrich, aunque podía estar oculto en el pasillo al otro lado de la casa. Rachel no podía darme indicación alguna de dónde se hallaba. Arrimado a la pared del tapiz, me dirigí despacio hacia la pared del fondo.

Estaba casi a medio camino cuando un movimiento detrás de Rachel atrajo mi atención y al instante di media vuelta, adoptando instintivamente postura de tirador con la pistola a la altura de los hombros.

—Baja el arma, Birdman, o morirá ahora mismo.

Había estado esperando en la oscuridad, oculto detrás de Rachel. Ahora se encontraba cerca de ella y se escudaba tras su cuerpo. Sólo veía una parte de sus pantalones marrones, de la manga de su camisa blanca y de la cabeza, nada más. Si intentaba disparar, casi con toda seguridad heriría a Rachel.

—Bird, tengo una pistola apuntando a sus riñones. No quiero estropear un cuerpo tan hermoso con un orificio de bala, así que baja el arma. —Me agaché y dejé la pistola con cuidado en el suelo—. Ahora mándala hacia aquí con el pie.

Obedecí, y observé el arma mientras se deslizaba por el suelo y giraba hasta detenerse junto a la pata del sillón más cercano.

Woolrich salió de la oscuridad, pero ya no era el hombre que yo conocía. Daba la impresión de que, al revelarse su verdadera naturaleza, se hubiera producido una metamorfosis.

Tenía el rostro más demacrado que nunca y las ojeras le conferían un aspecto cadavérico. Pero los ojos brillaban en la penumbra como joyas negras. Cuando mi vista se adaptó a la tenue luz, vi que sus iris casi habían desaparecido. Sus pupilas, grandes y oscuras, absorbían vorazmente la luz de la sala.

—¿Por qué tenías que ser tú? —pregunté, tanto para mí como para él—. Tú eras mi amigo.

Sonrió. Era una sonrisa vacía y siniestra que flotó en su rostro como copos de nieve.

—¿Cómo la encontraste, Bird? —preguntó en voz baja—. ¿Cómo encontraste a Lisa? Yo te llevé hasta Lutice Fontenot, pero ¿cómo encontraste a Lisa?

—Quizás ella me encontró a mí —contesté.

Movió la cabeza en un lento gesto de decepción.

—Da igual —susurró—. Ahora no me queda tiempo para esto. Tengo una nueva canción que cantar.

Ahora lo veía de cuerpo entero. En una mano empuñaba un arma que parecía una pistola de aire comprimido de cañón ancho modificada y en la otra un bisturí. Llevaba una SIG bajo la cintura del pantalón. Me fijé en que aún tenía los dobladillos manchados de barro.

—¿Por qué la mataste?

Woolrich hizo girar el bisturí entre sus dedos.

—Porque podía.

Alrededor, la luz de la sala cambió, y se hizo más tenue cuando una nube tapó los rayos de sol que se filtraban a través de las claraboyas. Desplacé el peso del cuerpo de una pierna a otra, con la mirada en mi pistola. Aquel movimiento se me antojó exagerado, como si, ante la perspectiva de la ketamina, todo se moviera demasiado deprisa en comparación. Woolrich levantó el arma al instante con un ágil movimiento.

—No, Bird, no tendrás que esperar mucho. No precipites el final.

La claridad volvió a hacerse mayor pero sólo relativamente. El sol se ponía deprisa. Pronto estaríamos a oscuras.

—Éste era el final previsto desde el principio, Bird. Tú y yo solos en una sala como ésta. Lo planeé desde el primer momento. Tú ibas a morir así. Quizás aquí o quizá más tarde en otra parte. —Sonrió de nuevo—. Al fin y al cabo, iban a ascenderme. Habría tardado un tiempo en volver a actuar. Pero al final tenía que reducirse a esto. —Dio un paso al frente, con la pistola firme en su mano—. Eres un hombre insignificante, Bird. ¿Tienes idea de a cuántas personas insignificantes he matado? A miserables que vivían en caravanas en pueblos de mala muerte de aquí a Detroit. A tías buenas que se pasaban la vida viendo a Oprah por la tele y follando como perras. A drogadictos. A borrachos. ¿Nunca has odiado a esa gente, Bird, a todos esos que sabes que no valen nada, esos que nunca llegarán a ninguna parte, que nunca harán nada bueno, que nunca aportarán nada? ¿Te has planteado alguna vez que quizá tú seas uno de ellos? Yo les demostré lo poco que valían, Bird. Les demostré lo poco que importaban. Demostré a tu mujer y tu hija lo poco que importaban.

—¿Y Byron? —pregunté—. ¿Era una de esas personas insignificantes o lo convertiste tú en eso?

Deseaba hacerlo hablar, y quizás acercarme poco a poco a mi pistola. En cuanto callara intentaría matarnos a Rachel y a mí. Pero por encima de todo deseaba conocer la explicación a todo aquello, si es que podía haber una explicación para algo así.

—Byron —repitió Woolrich con una sonrisa fugaz—. Yo necesitaba ganar un poco de tiempo. Cuando abrí el cadáver de aquella chica en Park Rise, todo el mundo pensó lo peor de él, y entonces huyó derecho a Baton Rouge. Fui a visitarlo, Bird. Probé la ketamina con él y luego seguí administrándosela. Una vez intentó escapar pero lo encontré. Al final los encuentro a todos.

—Le avisaste de que los federales irían a por él, ¿verdad? Sacrificaste a tus hombres para asegurarte de que él los atacaba, para asegurarte de que moría sin hablar. ¿Avisaste también a Adelaide Modine después de descubrir su identidad? ¿Le dijiste que yo iba a buscarla? ¿La obligaste a escapar?

Woolrich no contestó. En lugar de eso recorrió el brazo de Rachel con el lado romo del bisturí.

—¿Te has preguntado alguna vez cómo es posible que una piel tan fina… pueda contener tanta sangre?

Dio la vuelta al bisturí y deslizó la hoja desde su omoplato derecho hasta el espacio entre los pechos. Rachel no se movió. Mantuvo los ojos abiertos, pero algo resplandeció y una lágrima rodó desde la comisura de su ojo derecho hasta perderse entre las raíces del pelo. La sangre manó de la herida y resbaló a lo largo del cuello formando un pequeño charco bajo la barbilla antes de extenderse por la cara y trazar líneas rojas en sus facciones.

—Fíjate, Bird. Creo que se le está subiendo la sangre a la cabeza. —Dicho esto ladeó la cabeza—. Y luego te involucré a ti. Hay en esto una circularidad que deberías agradecerme, Bird. Cuando mueras todo el mundo sabrá de mí. Entonces desapareceré y empezaré de nuevo. No me encontrarán, Bird, me conozco todos los trucos del oficio. —Esbozó una ligera sonrisa—. No eres muy agradecido. Al fin y al cabo, Bird, al matar a tu familia te hice un favor. Si hubieran seguido vivas te habrían abandonado y te habrías convertido en un borracho más. En cierto sentido, mantuve la familia unida. Las elegí a ellas por ti, Bird. Tú me trataste como un amigo en Nueva York, las hiciste desfilar ante mí y yo me las llevé.

—Marsias —susurré.

Woolrich miró de soslayo a Rachel.

—Es una mujer inteligente, Bird. Tu tipo. Igual que Susan. Y pronto no será para ti más que otra amante muerta, sólo que esta vez no tendrás mucho tiempo para llorar por ella.

Con rápidos movimientos de bisturí, abrió finas líneas en el brazo de Rachel. Dudo de que se diera cuenta siquiera de lo que hacía, y de que fuera consciente de su propia expectación ante lo que iba a ocurrir.

—No creo en la otra vida, Bird. Es sólo un vacío. El infierno es esto, Bird, y estamos en él. Todo el dolor, toda la aflicción, todo el sufrimiento que pueda imaginarse, lo encontramos aquí. Es una cultura de la muerte, una religión digna de seguirse. El mundo es mi altar, Bird.

»Pero dudo que llegues a entenderlo. Al final, un hombre sólo comprende la realidad de la muerte, del dolor último, en el momento de su propia muerte. Ése es el defecto de mi obra, pero en cierto modo la hace más humana. Considéralo una presunción mía. —Hizo girar el bisturí en la mano, y en la hoja se fundieron el sol del ocaso y la sangre—. Ella tenía razón desde el principio, Bird. Ahora te toca a ti aprender. Estás a punto de recibir, y de ser, una lección de mortalidad.

»Voy a recrear otra vez la Pietà, Bird, pero en esta ocasión contigo y con tu amiga. ¿Te das cuenta? La representación más famosa del dolor y la muerte en la historia del mundo, un poderoso símbolo de auto-sacrificio por el bien de la humanidad, de la esperanza, de la resurrección, y tú vas a formar parte de ella. Salvo que aquí estamos recreando la antirresurrección, oscuridad hecha carne. —Volvió a avanzar, con un brillo aterrador en la mirada—. No regresarás de entre los muertos Bird, y sólo morirás por tus propios pecados.

Me había desplazado ya hacia la derecha cuando disparó. Noté un intenso escozor en el costado izquierdo al clavarse la jeringuilla de aluminio y oí cómo se acercaban los pasos de Woolrich por el suelo de madera. Tiré de la jeringuilla con la mano izquierda y arranqué dolorosamente la aguja de mi carne. Era una dosis enorme. Notaba ya los efectos cuando tendí la mano hacia mi pistola. Empuñé la culata con firmeza e intenté apuntar hacia Woolrich.

Apagó las luces. Sorprendido en el centro de la sala, lejos de Rachel, se desplazó hacia la derecha. Advertí una silueta moviéndose ante la ventana y descerrajé dos tiros. Se oyó un gruñido de dolor y ruido de cristales rotos. Un fino haz de luz penetró en la sala.

Retrocedí hasta llegar al segundo pasillo. Intenté localizar a Woolrich, pero parecía haber desaparecido entre las sombras. Una segunda jeringuilla se estrelló contra la pared a mi lado y me vi obligado a lanzarme hacia la izquierda. Me pesaban los miembros; apenas conseguía impulsarme con brazos y piernas. Sentía una presión en el pecho y sabía que no sería capaz de sostener mi propio peso si intentaba levantarme.

Seguí retrocediendo, cada movimiento me suponía un colosal esfuerzo, pero presentía que, si me paraba, no podría moverme nunca más. De la sala principal llegó un crujido de tablas y oí la respiración ronca de Woolrich. Soltó una breve carcajada, y adiviné dolor en ella.

—Jódete, Bird —dijo—. ¡Mierda, cómo duele! —Volvió a reírse—. Tú y esa mujer vais a pagar por esto, Bird. Voy a arrancaros el alma.

Su voz parecía llegarme a través de una densa niebla que distorsionara el sonido e hiciera difícil conocer la distancia y la dirección. Las paredes del pasillo se fragmentaron emitiendo un murmullo, y sangre negra rezumó por las rendijas. Alguien tendió una mano hacia mí, una mano femenina, estilizada, con un estrecho aro de oro en el dedo anular. Me vi a mí mismo alargar el brazo para tocarla, pese a que aún sentía las manos en contacto con el suelo. Apareció una segunda mano femenina, acercándose temblorosa, a tientas.

«Bird».

Retrocedí y sacudí la cabeza para aclararme la vista. Entonces surgieron de la oscuridad otras dos manos más pequeñas, delicadas e infantiles; cerré los ojos y apreté los dientes.

«Papá».

—No —mascullé. Hundí las uñas en el suelo hasta que una se me rompió, y el dolor me traspasó el dedo índice de la mano izquierda.

Necesitaba el dolor. Tenía que combatir los efectos de la ketamina. Apreté con el dedo herido y el dolor me cortó la respiración. Aún veía sombras deslizándose por la pared, pero las figuras de mi mujer y mi hija habían desaparecido.

Percibí un resplandor rojizo en el pasillo. Mi espalda tropezó con algo frío y pesado, que se desplazó lentamente cuando lo empujé. Estaba apoyado contra una puerta de acero reforzado medio abierta, con tres pasadores en el lado izquierdo. El pasador central era enorme, como mínimo de dos centímetros y medio de diámetro, y de él colgaba un gran candado abierto. Una luz roja se filtraba por el resquicio de la puerta.

—Birdman, ya casi ha terminado —dijo Woolrich. Oía su voz muy cerca, pero aún no lo veía. Supuse que estaba en el rincón, esperando a que dejara de moverme—. La droga pronto te paralizará. Tira el arma, Bird, y podremos empezar. Cuanto antes empecemos antes terminaremos.

Empujé con más fuerza la puerta y noté que cedía por completo. Me impulsé con los talones una vez, dos, tres, hasta que me topé con una estantería que iba desde el suelo hasta el techo. La habitación estaba iluminada por una sola bombilla roja, que pendía sin pantalla del centro del techo. Las ventanas habían sido tapiadas y los ladrillos quedaban a la vista. No entraba luz natural para iluminar el contenido de la habitación.

Frente a mí, a la izquierda de la puerta, vi una hilera de estantes metálicos sostenidos por varillas atornilladas. En cada estante cabían varios tarros de cristal, y cada tarro, reluciente bajo la tenue luz roja, guardaba los restos de una cara humana. En su mayoría eran irreconocibles. Flotando en formol, algunas se habían encogido, en algunas se veían aún las pestañas, en otras los labios habían perdido casi por completo el color, y en todas la piel del contorno colgaba en jirones. En el estante inferior, dos caras oscuras se mantenían en posición casi vertical contra el cristal, y pese a haber sido maltratadas de aquel modo, reconocí los rostros de Tante Marie Aguillard y de su hijo. Frente a mí conté unos quince tarros. A mis espaldas, la estantería se sacudió un poco y oí el tintineo del cristal y el movimiento untuoso del líquido.

Levanté la cabeza. Los tarros se elevaban, fila tras fila, hasta el techo, cada uno contenía pálidos restos humanos. Junto a mi ojo izquierdo, una cara descansaba contra la parte delantera del tarro. Sus ojos vacíos muy abiertos, como si tratara de escrutar la oscuridad.

Y supe que en algún lugar entre aquellas caras se encontraba la de Susan.

—¿Qué te parece mi colección, Bird?

La mole oscura de Woolrich avanzaba despacio por el pasillo. En una mano distinguí el contorno de la pistola. En la otra sostenía el bisturí y frotaba el borde limpio con el pulgar.

—¿Tienes curiosidad por saber dónde está tu mujer? En el estante de en medio, el tercer tarro por la izquierda. Joder, Bird, probablemente estás sentado a su lado en este preciso momento.

No me moví. No parpadeé. Seguía desplomado contra la estantería rodeado de los rostros de los muertos. Pronto mi cara estaría allí, pensé, mi cara y la de Rachel y la de Susan, las tres juntas hasta el fin de los tiempos.

Woolrich siguió adelante hasta llegar al umbral de la puerta. Levantó la pistola de aire comprimido.

—Nadie había aguantado tanto, Bird. Ni siquiera Tee Jean, y eso que era un chico fuerte. —Sus ojos emitían un brillo rojizo—. Debo decírtelo, Bird: al final, esto te va a doler.

Apretó el gatillo de la pistola y oí el agudo chasquido de la aguja hipodérmica al salir del cañón. Yo alzaba ya la pistola cuando sentí el intenso escozor en el pecho, el doloroso peso en el brazo, la visión borrosa a causa de las sombras que se deslizaban ante mis ojos. Tensé el dedo en el gatillo, concentré toda mi voluntad en aumentar la presión. Woolrich se abalanzó hacia delante, alerta ante el peligro, con el bisturí en alto para clavármelo en el brazo.

El gatillo retrocedió lentamente, con una lentitud infinitesimal, y el mundo se hizo también más lento. Woolrich parecía estar suspendido en el aire, el filo descendiendo en su mano como a través del agua, la boca muy abierta y un sonido como el aullido del viento en un túnel surgiendo de su garganta. El gatillo retrocedió otro trecho insignificante y se me paralizó el dedo en el instante en que el arma detonaba sonoramente en aquel espacio cerrado. Woolrich, ya a menos de un metro de mí, saltó cuando recibió el primer impacto en el pecho. Los otros siete disparos parecieron salir de forma simultánea, y sólo se oyó una detonación al tiempo que las balas lo traspasaban, balas de diez milímetros que le perforaron la ropa y la carne hasta que se vació el cargador. El cristal se hizo añicos cuando las balas lo traspasaron y el suelo se encharcó de formol. Woolrich cayó de espaldas y quedó tendido en el suelo, su cuerpo sacudido por temblores y espasmos. Intentó levantarse una vez, elevando los hombros y la cabeza del suelo, sus ojos ya casi sin luz. A continuación cayó de nuevo hacia atrás y ya no volvió a moverse.

Mi brazo cedió bajo el peso del arma y cayó al suelo. Oí el goteo del líquido, percibí la presencia de los muertos que se arrastraban alrededor. A lo lejos, se oyeron sirenas que se acercaban y supe que, al margen de lo que me pasara, Rachel al menos estaría a salvo. Algo me rozó la mejilla con la ligereza de una gasa, como la última caricia de un amante antes de dormirse, y me invadió una especie de paz. Con un último esfuerzo de voluntad cerré los ojos y aguardé la quietud.