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Por teléfono, su voz destilaba cansancio y tensión.

—Woolrich, soy Bird —dije. Hablaba mientras conducía; un ayudante del sheriff de St. Martin había ido a buscar el coche que yo había alquilado al Flaisance.

—Vaya. —Pronunció la palabra con absoluta indolencia—. ¿Te has enterado?

—Sé que Byron ha muerto, y algunos de tus hombres también. Lo siento.

—Sí, ha sido una calamidad. ¿Te han llamado a Nueva York?

—No. —Dudé si decirle o no la verdad, y opté por no hacerlo—. Perdí el avión. Voy hacia Lafayette.

—¿Lafayette? Mierda, ¿a qué vienes a Lafayette?

—A dar una vuelta. —Con Toussaint y Dupree habíamos decidido que era yo quien debía hablar con Woolrich. Alguien tenía que comunicarle que habíamos encontrado a su hija—. ¿Podemos vernos?

—Joder, Bird, no me tengo en pie. —A continuación, resignado, añadió—: Claro que podemos vernos. Hablaremos de lo que ha pasado hoy. Dame una hora. Quedemos en el Jazzy Cajun, al salir de la autovía. Cualquiera te indicará dónde está.

Lo oí toser al otro extremo de la línea.

—¿Ha vuelto a casa tu amiga? —preguntó.

—No, sigue aquí.

—Mejor así. Es bueno tener a alguien al lado en momentos como éste —dijo, y colgó.

El Jazzy Cajun era un bar pequeño y oscuro anexo a un motel, donde había mesas de billar y una gramola con música country. Mientras sonaba Willie Nelson por los altavoces, una mujer repostaba la cerveza tras la barra.

Woolrich llegó poco después de empezar a tomarme el segundo café. Llevaba una chaqueta de color amarillo canario colgada del brazo. La camisa, con manchas de sudor en las axilas, tenía un codo roto y restos de tierra en la espalda y las mangas. Placas de barro oscuro se adherían a los dobladillos del pantalón marrón y las botas de media caña. Pidió bourbon y café antes de sentarse a mi lado, cerca de la puerta. Permanecimos un rato en silencio, hasta que Woolrich se bebió la mitad del bourbon y empezó a tomar a sorbos el café.

—Oye, Bird —dijo—. Siento mucho lo que ocurrió la semana pasada entre nosotros. Los dos nos proponíamos poner fin a esto, cada uno a su manera. Ahora que se ha acabado, bueno… —Se encogió de hombros e inclinó el vaso hacia mí para apurarlo después y pedir otro. Tenía ojeras, y vi que comenzaba a asomarle un doloroso forúnculo en la base del cuello. Sus labios estaban secos y agrietados, e hizo una mueca cuando tuvo el bourbon en la boca—. Úlceras en la boca —explicó—. Son un tormento. —Bebió otro sorbo de café—. Supongo que quieres que te cuente lo que ha pasado.

Negué con la cabeza. Deseaba postergar el momento, pero no así.

—¿Qué vas a hacer ahora? —pregunté.

—Dormir —respondió—. Luego quizá me tome unos días libres y vaya a México para ver si consigo rescatar a Lisa de las garras de esos fanáticos religiosos.

Un dolor me traspasó el corazón y súbitamente me levanté. Deseé una copa con desesperación, como nunca en la vida había deseado nada. Woolrich no pareció advertir mi desasosiego, ni siquiera que me dirigía hacia los servicios. Tenía la frente bañada en sudor y notaba la piel hipersensible, como si fuera a subirme la fiebre de un momento a otro.

—Ha preguntado por ti, Birdman —le oí decir, y me detuve en seco.

—¿Cómo? —pregunté sin darme la vuelta.

—Pregunta por ti —repitió él.

Esta vez sí me volví.

—¿Cuándo has tenido noticias suyas por última vez?

Agitó el vaso.

—Hace un par de meses, creo. Dos o tres.

—¿Estás seguro?

Se interrumpió y clavó sus ojos en mí. Me sentía como si colgase de un hilo sobre un espacio oscuro y viese que algo pequeño y brillante se separaba del todo y desaparecía en la negrura, perdiéndose para siempre. Como si todo alrededor del bar se alejara y nos quedásemos únicamente Woolrich y yo, solos, sin nada que nos distrajese de las palabras del otro. No notaba el suelo bajo mis pies, ni el aire alrededor. Oí un aullido en mi cabeza y una serie de imágenes y recuerdos empezaron a desfilar por mi mente.

Woolrich de pie en el porche, su dedo en la mejilla de Florence Aguillard.

«La considero mi corbata metafísica; mi corbata de lector de George Herbert».

Unos versos de Ralegh, de la «Peregrinación del hombre apasionado», el poema que a Woolrich tanto le gustaba citar: «La sangre será el bálsamo de mi cuerpo, / ningún otro bálsamo recibirá».

La segunda llamada telefónica en el Flaisance, durante la cual el Viajante no había permitido preguntas, y durante la cual Woolrich estaba presente.

«No tienen visión. No tienen una visión más amplia de lo que hacen. Sus actos carecen de objetivo».

Woolrich y sus hombres confiscando las notas de Rachel.

«A veces dudo entre mantenerte al corriente de lo que ocurre o no decirte nada».

Los agentes echando a un cubo de basura la bolsa de buñuelos que él había tocado.

«¿Te la estás tirando, Bird?»

«No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención».

Adelaide Modine. «Se reconocen entre sí por el olfato».

Y alguien en un bar de Nueva York hojeando una antología de poesía metafísica publicada por Penguin y citando versos de Donne.

«Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista».

Una sensibilidad metafísica: eso poseía el Viajante, lo que Rachel intentaba definir hacía sólo unos días, lo que unía a los poetas cuyas obras llenaban las estanterías del apartamento de Woolrich en el East Village, la noche que me llevó a dormir allí, la noche después de matar a mi mujer y a mi hija.

—Bird, ¿te pasa algo? —preguntó. Tenía las pupilas contraídas, como diminutos agujeros negros que absorbían la luz del local.

Me di media vuelta.

—No, sólo un momento de debilidad. Enseguida vuelvo.

—¿Adónde vas, Birdman? —Su voz delataba incertidumbre, y algo más, un tono de advertencia, de violencia, y me pregunté si Susan lo había percibido también cuando intentó escapar, cuando Woolrich fue tras ella, cuando le rompió la nariz contra la pared.

—Tengo que ir al baño —dije.

Aún no sé por qué me marché. La bilis me subía a la garganta y temí que las náuseas me hicieran vomitar en el suelo. Un dolor atroz, abrasador, me roía el estómago y me oprimía el corazón. Era como si un velo se hubiese descorrido en el momento de mi muerte y revelado, más allá, sólo un vacío negro y gélido. Quería marcharme. Quería alejarme de todo, y que, al regresar, todo hubiese vuelto a la normalidad, que tuviese una mujer y una hija que se parecía a su madre, una casa pequeña y tranquila con un jardín y alguien que permaneciese a mi lado, incluso al final.

El lavabo estaba a oscuras y el inodoro apestaba a orines porque nadie tiraba de la cadena, pero el grifo funcionaba. Me mojé la cara con agua fría y después me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta para sacar el móvil.

No lo tenía. Lo había dejado en la mesa al lado de Woolrich. Abrí la puerta de un tirón y rodeé la barra a la vez que desenfundaba la pistola, pero Woolrich se había ido.

Llamé a Toussaint, pero no estaba en la oficina. Dupree se había marchado a casa. Convencí a la telefonista para que se pusiera en contacto con él en su casa y le pidiera que me devolviese la llamada. Así lo hizo al cabo de cinco minutos. Habló con voz soñolienta.

—Vale más que sea algo importante —dijo.

—Byron no es el asesino —contesté.

—¿Cómo? —Se despertó por completo al instante.

—No los mató él —repetí. Me hallaba frente al bar, pistola en mano, pero no había el menor rastro de Woolrich. Detuve a dos mujeres negras que pasaban con un niño, pero retrocedieron al ver el arma—. Byron no era el Viajante. Es Woolrich. Ha escapado. Lo he descubierto en una mentira sobre su hija. Ha dicho que habló con ella hace dos o tres meses. Usted y yo sabemos que eso no es posible.

—Quizá se trate de un error.

—Escúcheme, Dupree. Woolrich tendió una trampa a Byron. Mató a mi mujer y a mi hija. Mató a Morphy y a su mujer, a Tante Marie, a Tee Jean, a Lutice Fontenot, a Tony Remarr, y mató también a su propia hija. Se ha escapado, ¿me oye? Se ha escapado.

—Le oigo —dijo Dupree, el timbre de su voz sonó seco al comprender lo equivocados que habíamos estado.

Una hora más tarde entraron en el apartamento de Woolrich en Algiers, en la orilla sur del Mississippi. Vivía en el piso superior de una casa restaurada de Opelousas Avenue, sobre una vieja tienda de alimentación, al que se accedía por una escalera de hierro forjado adornada con gardenias, que daba a una galería. El apartamento de Woolrich era el único del edificio con dos ventanas en arco y una puerta de roble macizo. Seis hombres del FBI ofrecían respaldo a la policía de Nueva Orleans. Los policías iban delante y los federales se apostaron a ambos lados de la puerta. Por las ventanas no se veía movimiento dentro de la vivienda. Tampoco lo esperaban.

Dos policías hicieron oscilar un ariete de hierro con las palabras «Hola A Todos» pintadas en blanco en el extremo plano. Bastó una embestida para abrir la puerta. Los hombres del FBI entraron en el apartamento mientras la policía controlaba la calle y los patios colindantes. Examinaron la pequeña cocina, la cama sin hacer, la sala de estar con la televisión nueva, los envoltorios de pizza vacíos y las latas de cerveza, las ediciones de poesía de Penguin guardadas dentro de un cajón de embalaje, la foto de Woolrich y su hija sonrientes, sobre una mesa nido.

En el dormitorio había un armario grande, abierto y con un montón de ropa arrugada y dos pares de zapatos de color marrón, así como otro metálico más pequeño, éste cerrado con un enorme candado de acero.

—Rompedlo —ordenó el hombre del FBI al frente de la operación, el agente especial con rango de subjefe, Cameron Tate.

O'Neill Brouchard, el joven agente federal que conducía el coche en que fuimos a la casa de Tante Marie hacía siglos, golpeó el candado con la culata de su metralleta. Se rompió al tercer intento, y Brouchard abrió las puertas.

La explosión lo lanzó hacia atrás a través de la ventana, arrancándole casi la cabeza, y arrojó una lluvia de esquirlas de cristal por todos los rincones del estrecho dormitorio. Tate quedó cegado al instante, tenía cristales incrustados en la cara, el cuello y el chaleco antibalas. Otros dos agentes del FBI sufrieron heridas graves en la cara y las manos cuando parte de los tarros de cristal vacíos almacenados por Woolrich, su ordenador portátil, un sintetizador de voz adaptado H3000, un modificador de voz más pequeño y portátil con capacidad para alterar el timbre y el tono, y una máscara de color carne, utilizada para cubrirse la nariz y la boca, volaron en mil pedazos. Y entre las llamas y el humo y las esquirlas de cristal, revolotearon por el aire como mariposas negras las hojas en llamas de una pila de textos apócrifos bíblicos que quedaron reducidos a cenizas.

Mientras O'Neill Brouchard moría, yo estaba sentado en la sala de reuniones de la oficina del sheriff de St. Martinville, donde se reunían todos los efectivos arrancados de sus vacaciones y días libres para colaborar en la búsqueda. Woolrich había apagado su móvil, pero se había alertado ya a la compañía telefónica. Si lo utilizaba, intentarían localizar la llamada.

Alguien me entregó una taza de café, y mientras bebía, intenté llamar una vez más a la habitación de Rachel en el motel. Cuando el timbre sonó diez veces, el conserje atendió la llamada.

—¿Es usted…? ¿Se llama Birdman? —preguntó. Parecía joven e inseguro.

—Sí, algunos me llaman así.

—Disculpe. ¿Ha telefoneado usted antes?

Contesté que ya era la tercera vez, consciente de que había cierta tensión en mi voz.

—Estaba comiendo. Tengo un mensaje para usted, del FBI. —Pronunció esas tres letras con cierto tono de admiración. Las náuseas me subieron a borbotones a la garganta—. Es del agente Woolrich, señor Birdman. Me ha encargado que le diga que él y la señorita Wolfe se han ido a dar un paseo, y que usted sabría dónde encontrarlos. Ha dicho que quería que el asunto quedara entre ustedes tres. No desea que nadie más estropee la ocasión. Me ha pedido especialmente que insista en esto último. —Cerré los ojos y su voz pareció alejarse—. Éste es el mensaje. ¿Lo he hecho bien? —preguntó.

Toussaint, Dupree y yo extendimos el mapa sobre el escritorio del sheriff. Dupree sacó un rotulador rojo y trazó un círculo en torno a la zona de Crowley-Ramah, con estos dos pueblos en los extremos del diámetro y Lafayette en el centro.

—Supongo que tiene una casa en algún lugar de por ahí —dijo Dupree—. Si lleva usted razón y necesitaba estar cerca de Byron, y quizá también de los Aguillard, el área se extendería hasta Krotz Springs por el norte y puede que hasta el pantano de Sorrel al sur. Si se ha llevado a su amiga, probablemente se habrá retrasado un poco: le habrá llevado tiempo comprobar las reservas en los moteles, no mucho pero sí suficiente de no haber tenido suerte con los sitios adonde llamaba, y habrá tardado algo en sacarla de allí. Procurará evitar las carreteras, así que se esconderá, quizás en un motel o en su propia casa si está relativamente cerca. —Golpeó el centro del círculo con la punta del rotulador—. Hemos puesto sobre aviso a las fuerzas del orden locales a los federales y a la policía del estado. El resto depende de nosotros y de usted.

Iba dándole vueltas a las palabras de Woolrich, que sabría dónde encontrarlos, pero de momento no se me había ocurrido nada.

—No tengo la menor idea. Los sitios obvios, como la casa de los Aguillard y su apartamento de Algiers, ya se han registrado, pero era poco probable que estuviera allí.

Apoyé la cabeza entre las manos. El miedo por Rachel me impedía razonar. Necesitaba estar solo. Cogí la chaqueta y me dirigí hacia la puerta.

—Necesito espacio para pensar. Me mantendré en contacto.

Dio la impresión de que Dupree iba a oponerse, pero guardó silencio. Fuera, mi coche estaba aparcado en una de las plazas reservadas a la policía. Entré, bajé las ventanillas y saqué de la guantera mi mapa de Louisiana. Recorrí con los dedos los nombres de las poblaciones: Arnaudville, Grand Coteau, Carencro, Broussard, Milton, Catahoula, Coteau Holmes y el propio St. Martinville.

El último nombre me sonaba de algo, pero a esas alturas me parecía ver cierto significado en todos los pueblos, y eso les quitaba a la vez significado a todos. Era como si uno repitiese su propio nombre una y otra vez en la mente, hasta que el nombre perdiese familiaridad y uno empezase a dudar de su propia identidad. Me puse en marcha para salir del pueblo en dirección a Lafayette.

No obstante, St. Martinville me volvió otra vez a la cabeza. Algo sobre New Iberia y un hospital. Una enfermera. La enfermera Judy Neubolt. Judy la chiflada. Mientras conducía, recordé la conversación que había mantenido con Woolrich en mi primera visita a Nueva Orleans después de la muerte de Susan y Jennifer. Judy la chiflada. «Me dijo que en una vida anterior yo la había asesinado». ¿Era cierta esa historia o entrañaba otro significado? ¿Jugaba Woolrich ya por entonces conmigo?

Cuantas más vueltas le daba, más convencido estaba. Me había contado que, después de romperse la relación, Judy Neubolt se trasladó a La Jolla con un contrato de un año. Dudaba de que Judy hubiera llegado a La Jolla.

Judy Neubolt no constaba en el listín telefónico actual ni en el del año anterior. La encontré en un listín antiguo de una gasolinera —su teléfono ya había sido desconectado— y supuse que encontraría más datos en St. Martinville. A continuación llamé a Huckstetter a su casa, le di la dirección de Judy Neubolt y le pedí que se pusiera en contacto con Dupree al cabo de una hora si no había tenido noticias mías. Accedió de mala gana.

Al volante del coche, pensé en David Fontenot y en la llamada de Woolrich, que casi con toda seguridad lo había llevado hasta Honey Island con la promesa de poner fin a la búsqueda de su hermana. Cuando murió, ignoraba lo cerca que estaba de la última morada de Lutice.

Pensé en la muerte de Morphy y Angie, a la que yo los había llevado; en el eco de la voz de Tante Marie en mi cabeza cuando Woolrich fue a por ella; y en Remarr, bajo la luz dorada del sol poniente. Creo que también comprendí por qué los detalles habían aparecido en la prensa: por ese medio, Woolrich hacía llegar su obra a un mayor número de espectadores, un equivalente moderno de la anatomía pública.

Pensé en Lisa, una chica de ojos oscuros, baja y con exceso de peso, que había reaccionado mal a la separación de sus padres, que había buscado refugio en una extraña comunidad cristiana de México, y que al final había vuelto junto a su padre. ¿Qué había visto Lisa para obligarlo a matarla? ¿A su padre lavándose las manos de sangre en un lavabo? ¿Los restos de Lutice Fontenot o de alguna otra desdichada flotando en un tarro?

¿O la había matado simplemente porque el placer de eliminarla, de mutilar a quien era carne de su carne y sangre de su sangre, era lo más parecido que podía encontrar a dirigir el cuchillo contra su propio cuerpo, a someterse él mismo a una anatomía y descubrir por fin en su interior la oscuridad roja y profunda?