Toussaint me dejó en el Flaisance. La puerta de Rachel estaba entreabierta cuando llegué a la antigua cochera reformada. Llamé con suavidad y entré. Su ropa estaba tirada por el suelo y las sábanas hechas un rebujo en el rincón. Todos los papeles habían desaparecido. La maleta se hallaba abierta sobre el colchón desnudo. Oí movimiento en el cuarto de baño, y ella salió con su neceser. Estaba manchado de polvos y base de maquillaje, y supuse que la policía había roto parte del contenido durante el registro.
Llevaba un jersey descolorido de los Knicks, que le colgaba sobre los vaqueros de color azul oscuro. Se había duchado y el cabello mojado se le adhería a la cara. Iba descalza. Hasta ese momento no me había fijado en lo pequeños que tenía los pies.
—Lo siento —dije.
—Ya lo sé.
Sin mirarme, empezó a recoger la ropa y a guardarla lo mejor doblada posible en la maleta. Me agaché para alcanzarle un par de calcetines que había a mis pies hechos una bola.
—Déjalo —dijo—. Puedo hacerlo yo sola.
Llamaron a la puerta y asomó un agente de policía. Aunque con tono amable, dejó claro que debíamos permanecer en el hotel hasta que vinieran a buscarnos para llevarnos al aeropuerto.
Volví a mi habitación y me duché. Llegó una camarera y limpió la habitación. Después me senté sobre las sábanas limpias y escuché los sonidos de la calle. Pensé en lo mal que había hecho las cosas, y en todas las personas que habían sido asesinadas por mi culpa. Me sentía como el Ángel de la Muerte; si me quedaba inmóvil en un jardín, la hierba moriría.
Debí de adormilarme un rato, porque la luz había cambiado en la habitación cuando desperté. Daba la impresión de que había anochecido, y sin embargo no era posible. En el ambiente se percibía un olor a verdura podrida y a agua llena de algas y pescado. Cuando intenté respirar, noté el aire húmedo y caliente en la boca. Advertí movimiento alrededor, formas que se deslizaban en la penumbra de los rincones de la habitación. Oí susurros y un sonido semejante al roce de la seda contra la madera, y, más débilmente, los pasos de un niño a través de las hojas. Los árboles se agitaban y de lo alto me llegó el ruido de un aleteo irregular, como si un pájaro estuviera en peligro o herido.
La habitación se oscureció aún más, y la pared frente a mí pasó a ser negra. La luz que entraba por la ventana tenía un tono azul y verdoso y un resplandor trémulo, como si la viera a través de la calima.
O a través del agua.
Vinieron desde la pared oscura, siluetas negras recortadas contra la claridad verde. Traían consigo el olor cobrizo de la sangre, tan intenso que lo notaba en la lengua. Abrí la boca para decir algo —ni siquiera ahora estoy seguro de qué podía haber dicho o quién me habría oído—, pero la humedad me inmovilizaba la lengua como una esponja empapada en agua sucia y tibia. Sentía un peso sobre el pecho que me impedía levantarme y me costaba llenar de aire los pulmones. Abrí y cerré las manos hasta que también se me paralizaron, y supe entonces qué se sentía cuando la ketamina te corría por las venas, aletargando el cuerpo como preparativo para el bisturí de un anatomista.
Las figuras se detuvieron al borde de la oscuridad, poco más allá de la tenue luz de la ventana. Eran imprecisas; sus contornos se definían y desdibujaban como los de figuras vistas a través de un cristal esmerilado, o las de una proyección que se desenfocaba y volvía a cobrar nitidez.
Y de pronto oí las voces, «birdman», susurrantes e insistentes, «birdman». Se desvanecían y al cabo de un momento sonaban de nuevo con claridad, «birdman», voces que nunca había oído y otras que me habían llamado con cólera, «bird», con rabia, con temor, con amor, «papá». Ella era la más pequeña de todas, cogida de la mano de la silueta que tenía al lado. Las otras se desplegaron alrededor de ellas. Conté ocho en total y detrás vi a otras figuras, más borrosas, mujeres, hombres, muchachas. Mientras la presión aumentaba en mi pecho y me suponía un gran esfuerzo aspirar mínimas bocanadas de aire, se me ocurrió que la figura que se había aparecido a Tante Marie Aguillard, la que Raymond creía haber visto en Honey Island, la chica que parecía llamarme desde tenebrosas aguas, quizá no fuera Lutice Fontenot. «Hijo». Cada vez que tomaba aire parecía ser la última y no me llegaba más allá de la garganta. «Hijo». Era una voz vieja y oscura como las teclas de ébano de un piano antiguo sonando en una habitación lejana «Despierta, hijo, su mundo está saliendo a la luz».
Y entonces mi último suspiro sonó en mis oídos y todo fue quietud y silencio.
Desperté al oír unos golpes en la puerta. Fuera, la luz del día había rebasado su cenit y declinaba hacia el atardecer. Al abrir encontré ante mí a Toussaint. Detrás de él, esperaba Rachel.
—Es hora de irse —anunció.
—Pensaba que se ocuparía de eso la policía de Nueva Orleans.
—Me ofrecí voluntario —contestó.
Me siguió al interior de la habitación, metí descuidadamente mis cosas de afeitar en la bolsa de viaje, la cerré y sujeté las hebillas. Era una bolsa de London Fog, regalo de Susan.
Toussaint hizo un gesto al agente uniformado del Departamento de Policía de Nueva Orleans.
—¿Está seguro de que esto es correcto? —preguntó el agente, inquieto y vacilante.
—Oiga, los policías de Nueva Orleans están demasiado ocupados para andar haciendo de niñera —contestó Toussaint—. Yo llevaré a estas personas al avión y usted vaya a atrapar a algún maleante, ¿de acuerdo?
Partimos en silencio hacia Moisant Field. Yo ocupé el asiento del copiloto y Rachel se sentó detrás. Esperaba que Toussaint tomara el desvío hacia el aeropuerto, pero siguió derecho por la Interestatal 10.
—Se ha pasado la salida —dije.
—No —contestó Toussaint—. No, no me la he pasado.
Cuando las cosas empiezan a salir a la luz, salen deprisa. Aquel día tuvimos suerte. A todo el mundo le sonríe la suerte alguna vez.
En una confluencia del Upper Grand River, al sureste de la Interestatal 10 en dirección a Lafayette, durante una operación de dragado para extraer légamo y basura del fondo del río, una de las máquinas se atascó en un rollo de alambre de espino desechado que acumulaba óxido en el lecho del río. Finalmente consiguieron desprender la máquina e intentaron levantar el rollo, pero había otras cosas atrapadas entre el alambre: una vieja cama de hierro, unos grilletes de esclavo de más de un siglo y medio de antigüedad y, aprisionando el alambre en el fondo, un barril de petróleo con una flor de lis estampada.
Para el equipo de dragado, mientras intentaba liberar el barril, aquello se convirtió casi en una broma. La noticia del hallazgo del cadáver de una chica en un barril con una flor de lis días atrás había aparecido en todos los noticiarios y había ocupado noventa líneas en la primera plana del Times-Picayune el día que se descubrió.
Quizá los miembros del equipo bromeaban entre sí con comentarios morbosos mientras sacaban el barril del agua para extraer el alambre. Tal vez estuvieron un poco más callados, salvo por alguna que otra risa nerviosa, mientras uno de ellos intentaba destaparlo. El barril se había oxidado parcialmente y la tapa no había sido soldada. Cuando se desprendió, salieron agua sucia, peces muertos y algas.
Asomaron también las piernas de una chica, medio descompuestas pero rodeadas por una extraña membrana semejante a la cera; no obstante, el cuerpo quedó atascado en el barril, parte dentro, parte fuera. La fauna del río se había cebado en ella, pero cuando un hombre iluminó el interior del barril con una linterna, vio los irregulares restos de piel en la frente y sus dientes parecieron sonreírle desde la oscuridad.
Había sólo dos coches en el lugar del hallazgo cuando llegamos. El cadáver llevaba fuera del agua menos de tres horas. El equipo de dragado permanecía a cierta distancia junto con dos agentes de uniforme. Rodeaban el cuerpo tres hombres de paisano, uno de ellos con un traje algo más caro, y el cabello canoso, corto y bien peinado. Lo había visto durante los interrogatorios posteriores a la muerte de Morphy y lo reconocí: el sheriff James Dupree de St. Martin, el superior de Toussaint.
Dupree nos hizo una seña para que nos acercáramos cuando salimos del coche. Rachel se rezagó un poco pero avanzó de todos modos en dirección al cadáver del barril. Yo nunca había estado presente en el escenario de un crimen donde reinase tal tranquilidad. Incluso cuando apareció más tarde el forense, todo siguió en calma.
Dupree se quitó unos guantes de plástico evitando tocarlos por la parte de fuera con los dedos desprotegidos. Observé que llevaba las uñas muy cortas y muy limpias, pero sin manicura.
—¿Quiere echar un vistazo de cerca? —preguntó.
—No —contesté—. Ya he visto todo lo que quería ver.
El barro y el légamo extraídos por el equipo de dragado despedían un penetrante olor a podredumbre, aún más intenso que el olor del cadáver. Las aves sobrevolaban los desechos en busca de algún pez muerto y agonizante. Uno de los miembros del equipo se llevó el cigarrillo a la boca, se agachó para coger una piedra y se la lanzó a una enorme rata gris que correteaba entre la inmundicia. La piedra golpeó el barro con un ruido sordo y húmedo, como el de un trozo de carne al caer sobre el tajo de un carnicero. La rata se escabulló.
Alrededor, otras cosas grises cobraron vida. Toda la zona era un hervidero de roedores, ahuyentados de sus nidos por la actividad del equipo de dragado. Chocaban entre sí y se lanzaban dentelladas, dejando a su paso la serpenteante huella de sus colas en el barro. Los otros hombres del equipo imitaron al primero y empezaron a lanzar piedras a ras de tierra. En su mayoría tenían mejor puntería que su amigo.
Dupree encendió un cigarrillo con un Ronson de oro. Fumaba Gitanes, marca que nunca le había visto consumir a ningún otro policía. El humo era acre y fuerte, y la brisa lo arrastraba derecho hacia mi cara. Dupree se disculpó y se volvió para protegerme del humo con su cuerpo. Fue un gesto de especial consideración y me indujo a preguntarme una vez más por qué no estaba sentado en Moisant Field esperando un avión.
—Me han contado que descubrió usted a aquella asesina de niños de Nueva York, la tal Modine —dijo por fin Dupree—. Después de treinta años, tiene mérito.
—Aquella mujer cometió un error —contesté—. Al final todos tienen un descuido. Sólo es cuestión de estar en el sitio y el momento adecuados para aprovechar la coyuntura.
Ladeó un poco la cabeza como si no coincidiera plenamente con lo que acababa de decir pero estuviera dispuesto a meditar al respecto por si se le había escapado algún detalle. Dio otra larga calada al cigarrillo. Era una marca cara, pero fumaba igual que los estibadores de los muelles neoyorquinos, con la colilla entre el pulgar y los dedos índice y corazón, protegiendo el ascua con la palma de la mano. Era una manera de sujetar el pitillo que se aprendía de niño, cuando fumar era aún un placer furtivo y ser sorprendido in fraganti bastaba para ganarse un pescozón del padre.
—Supongo que todos tenemos suerte alguna vez —comentó Dupree. Me miró con atención—. Me pregunto si nosotros habremos tenido suerte aquí.
Esperé a que continuara. En el hallazgo del cuerpo de la chica había algo de afortunado, o quizá yo aún recordaba el sueño en que unas formas salían de la pared de mi habitación y me decían que de pronto se había soltado uno de los hilos del tapiz tejido por el Viajante.
—Cuando murieron Morphy y su mujer, mi primer impulso fue llevarlo a usted a un descampado y dejarlo medio muerto de una paliza —dijo—. Era un buen hombre, un buen policía, pese a todo. También era mi amigo.
»Pero él confiaba en usted, y por lo visto Toussaint también. Opina que quizá represente usted un factor de conexión en todo esto. Si eso es así, meterlo en un avión de regreso a Nueva York no va a servir de nada. Por lo visto, su amigo del FBI, Woolrich, pensaba lo mismo, pero otros que levantaban la voz más que él exigían que lo enviaran a casa. —Dio otra calada al cigarrillo—. Imagino que es usted como un chicle en el pelo. Cuanto más intenta uno desprenderse de él, más pegado se queda, y quizá podamos aprovechar esa circunstancia. Reteniéndolo aquí, me arriesgo a acabar con la mierda hasta el cuello, pero Morphy me contó lo que creía usted acerca de ese tipo, que estaba convencido de que nos observa, nos manipula. ¿Quiere explicarme qué conclusión saca de esto, o prefiere pasarse la noche durmiendo en una silla del aeropuerto?
Contemplé los pies descalzos y las piernas desnudas de la chica del barril, con aquel extraño envoltorio amarillo como una crisálida, en un charco de inmundicia y agua de un trecho de río infestado de ratas en el oeste de Louisiana. El forense y sus ayudantes llegaron con una bolsa para cadáveres y una camilla. Colocaron una lámina de plástico sobre el suelo y con sumo cuidado desplazaron el barril encima, mientras uno de los hombres sostenía las piernas de la chica con una mano enguantada. A continuación, despacio y con delicadeza, el forense introdujo las manos en el barril y empezó a desprender el cuerpo del interior.
—Todo lo que hemos hecho hasta el momento ha sido previsto y seguido de cerca por ese hombre —empecé a explicar—. Los Aguillard descubrieron algo y murieron; Remarr vio algo y lo asesinaron. Morphy intentó ayudarme y ahora también está muerto. Limita las opciones que podamos tomar y nos obliga a actuar conforme a una pauta prefijada por él. Ahora alguien ha filtrado a la prensa detalles de la investigación. Quizás esa misma persona también haya filtrado información a ese hombre, queriendo o sin querer.
Dupree y Toussaint cruzaron una mirada.
—También nosotros hemos considerado esa posibilidad —dijo Dupree—. Hay demasiada gente metida en esto para mantenerlo en secreto durante mucho tiempo.
—Además —proseguí—, los federales nos ocultan algo. ¿Cree que Woolrich le ha contado todo lo que sabe?
Dupree casi se echó a reír.
—Sé tanto de ese tal Byron como del poeta, y eso es nada de nada.
En el interior del barril se oyó un chirrido, el ruido del hueso contra el metal. Unas manos enguantadas sostenían el cuerpo desnudo y descolorido de la chica mientras la extraían del fondo del barril.
—¿Cuánto tiempo podremos mantener en secreto los detalles? —pregunté a Dupree.
—No mucho, habrá que informar a los federales y la prensa se enterará. —Abrió las manos con un gesto de impotencia—. Si está proponiendo que no se lo notifique a los federales…
No obstante, advertí en su rostro que él había tomado ya las medidas necesarias en esa dirección, que la razón por la que el forense examinaba el cuerpo tan pronto después del hallazgo, la razón por la que se advertía tan poca presencia policial en el lugar del crimen, era que el menor número posible de personas conociera los detalles.
Decidí presionar.
—Estoy proponiendo que no informe a nadie. Si lo hacen, el responsable de esto quedará sobre aviso y nos cortará otra vez el paso. Si se ve en la situación de tener que decir algo, conteste con vaguedades. No mencione el barril, oculte la localización, diga que no cree que el descubrimiento guarde relación con alguna otra investigación. No diga nada hasta que se identifique a la chica.
—Eso si la identificamos —dijo Toussaint con pesimismo.
—Eh, no seas agorero —reprendió Dupree.
—Lo siento —se disculpó Toussaint.
—Tiene razón —convine—. Quizá no sea posible identificarla. Es un riesgo que tendremos que correr.
—Cuando acabemos con nuestros archivos, habrá que recurrir a los de los federales —dijo Dupree.
—Ya quemaremos las naves cuando llegue el momento —respondí—. ¿Es posible hacerlo?
Dupree escarbó con los pies en la tierra y se acabó el cigarrillo. Se inclinó a través de la ventanilla abierta de su coche y apagó la colilla en el cenicero.
—Veinticuatro horas máximo —dijo—. Pasado ese tiempo nos acusarán de incompetencia o de obstrucción deliberada de una investigación. Ni siquiera estoy seguro de si dispondremos de todo ese tiempo —miró a Toussaint y luego otra vez a mí—, aunque puede que no sea necesario.
—¿Va a decírmelo o tengo que adivinarlo?
Fue Toussaint quien contestó.
—Los federales creen haber encontrado a Byron. Por la mañana irán a por él.
—Si es así, esto no es más que una maniobra de apoyo —comentó Dupree—. Una baza más.
Pero yo ya no escuchaba. Iban a ir en busca de Byron, y yo no estaría presente. Si trataba de intervenir, buena parte de los efectivos de las fuerzas del orden de Louisiana se destinarían a meterme en un avión rumbo a Nueva York o a encerrarme en una celda.
El equipo de dragado era probablemente el eslabón más débil. Los llevaron aparte y les ofrecieron café. A continuación, Dupree y yo fuimos con ellos todo lo sinceros que podíamos ser. Les dijimos que si no mantenían en secreto lo que habían visto durante un día por lo menos, casi con toda seguridad el hombre que había matado a la chica quedaría impune y volvería a matar. Como mínimo eso era verdad en parte; apartados de la búsqueda de Byron, íbamos a continuar con la investigación en la medida de nuestras posibilidades.
El equipo se componía de hombres de la zona acostumbrados al trabajo duro, la mayoría de ellos casados y con hijos. Accedieron a guardar silencio hasta que nos pusiéramos en contacto con ellos y les comunicáramos que ya podían hablar. Tenían el firme propósito de cumplir su palabra, pero yo sabía que alguno se lo contaría a su esposa o a su novia en cuanto llegara a casa, y se correría la voz. Un hombre que afirma que se lo cuenta todo a su mujer es un mentiroso o un idiota, decía mi primer sargento. Por desgracia, estaba divorciado.
Dupree se encontraba en su despacho cuando le llegó el aviso, y eligió a ayudantes y a inspectores de su absoluta confianza. Contándonos a Toussaint, a Rachel y a mí, junto con el forense y sus auxiliares y el equipo de dragado, alrededor de unas veinte personas conocíamos el hallazgo del cadáver, diecinueve más de las convenientes para mantener un secreto durante cierto tiempo, pero eso no podía evitarse.
Después del examen inicial y las fotografías, se decidió trasladar el cuerpo a una clínica privada de las afueras de Lafayette, donde el forense ejercía a veces y donde accedió a ponerse manos a la obra casi de inmediato. Dupree preparó un informe con los detalles del hallazgo de una mujer de edad indeterminada, muerta por causas desconocidas, a unos ocho kilómetros del verdadero lugar del hallazgo. Anotó la fecha y la hora y lo dejó en su escritorio bajo una pila de expedientes.
Cuando llegamos los dos a la sala de autopsias, los restos mortales habían sido medidos y radiografiados. La camilla en la que se había llevado el cuerpo estaba en un rincón, lejos de la mesa de autopsias, provista de un depósito cilíndrico que suministraba agua a la mesa y recogía los fluidos que se desaguaban por los orificios de la propia mesa De un armazón metálico pendía una balanza para pesar los órganos y al lado había una mesa de disección de partes pequeñas, con su propia base lista para ser utilizada.
Sólo tres personas, aparte del forense y su ayudante, asistieron a la autopsia. Dupree y Toussaint eran dos de ellas. Yo era el tercero. El olor era intenso y el antiséptico lo camuflaba sólo en parte. El cabello oscuro colgaba del cráneo y la piel que quedaba estaba encogida y desgarrada. La sustancia de color blanco y amarillento cubría casi por completo los restos de la chica.
Fue Dupree quien formuló la pregunta.
—Doctor, ¿qué es eso que envuelve el cuerpo?
El nombre del forense era Emile Huckstetter, un hombre alto y fornido, de rostro rubicundo y de poco más de sesenta años. Con los guantes ya calzados, palpó la sustancia con el dedo antes de contestar.
—Se llama adipocera —explicó—. Es poco común. Habré visto dos o tres casos a lo sumo, pero la combinación del légamo y el agua podría ser la causa de que se haya desarrollado aquí. —Se inclinó hacia el cuerpo con los ojos entornados—. Tras disolverse en agua, las grasas corporales se han endurecido y han creado esta sustancia, la adipocera. Ha pasado bastante tiempo sumergida. Esto tarda al menos seis meses en formarse sobre el tronco, algo menos en la cara. Es sólo una primera impresión, pero calculo que ha estado en el agua menos de siete meses, más no, desde luego.
Huckstetter describió con detalle la autopsia a través de un pequeño micrófono prendido del pijama verde de quirófano. Dijo que la chica tenía diecisiete o dieciocho años. No había sido atada ni inmovilizada en modo alguno. Presentaba una herida de arma blanca en el cuello, que inducía a pensar en un corte profundo a través de la arteria carótida como causa probable de la muerte. Tenía incisiones en el cráneo allí donde el filo había rozado el hueso al extraerse la piel de la cara y otras marcas similares en las cuencas de los ojos.
Cuando se estaba terminando la autopsia, llamaron a Dupree por el interfono, y al cabo de unos minutos regresó con Rachel. Se había alojado en un motel de Lafayette y, tras dejar allí su bolsa y la mía, había vuelto. En un primer instante retrocedió al ver el cadáver. Luego se acercó a mí y, sin hablar, me agarró de la mano.
Al terminar, el forense se deshizo de los guantes y empezó a quitarse el pijama de quirófano. Dupree sacó las radiografías del sobre y las observó al trasluz una por una.
—¿Qué es esto? —preguntó al cabo de un rato.
Huckstetter tomó la radiografía de su mano y la examinó.
—Una fractura múltiple, la tibia derecha —dijo señalando con el dedo—. Probablemente de hace unos dos años. Está en el informe, o mejor dicho, lo estará en cuanto lo redacte.
Me asaltó una sensación de vértigo y un dolor se propagó por mi estómago. Alargué el brazo buscando dónde apoyarme y los platillos de la balanza tintinearon contra el armazón. De pronto posé la mano en la mesa de autopsias y toqué con los dedos los restos de la muchacha. La retiré de inmediato, pero aún notaba el olor en mis dedos.
—¿Parker? —dijo Dupree. Tendió la mano y me agarró del brazo para sujetarme.
Todavía sentía el contacto de la chica en los dedos.
—Dios mío —dije—. Creo que sé quién es.
Bajo la primera luz del alba, cerca del extremo norte del pantano Courtableau, al sur de Krotz Springs y quizás a unos treinta kilómetros de Lafayette, un equipo de agentes federales, con el respaldo de los ayudantes del sheriff del distrito de St. Landry, cercaron una casa de un solo piso que por detrás daba al pantano y por delante estaba tapada por árboles y matorrales. Algunos de los agentes vestían impermeables negros con las siglas FBI en letras grandes y amarillas en la espalda, otros llevaban cascos y chalecos antibalas. Avanzaron despacio y con sigilo tras quitar el seguro de sus armas. Cuando hablaban, lo hacían deprisa y con el menor número de palabras posible. Mantenían el mínimo contacto por radio. Sabían que pistolas y escopetas escuchaban el sonido de su respiración y los latidos de sus corazones mientras se preparaban para asaltar la casa de Edward Byron, el hombre a quien creían responsable directo de la muerte de su colega, John Charles Morphy, la joven esposa de éste y como mínimo otras cinco personas.
La casa presentaba un estado ruinoso, con tejas partidas o agrietadas, las vigas ya podridas. Dos de las ventanas de la parte delantera estaban rotas y las habían cubierto con cartones sujetos con cinta adhesiva. La madera de la galería se hallaba alabeada y, en algunas partes, había desaparecido. A la derecha de la casa, un jabalí muerto y recién despellejado colgaba de un garfio metálico. La sangre caía gota a gota de su hocico y formaba un charco en el suelo.
Poco después de las seis de la madrugada, a una señal de Woolrich, varios agentes con chalecos de Kevlar se acercaron a la casa por delante y por detrás. Observaron el interior a través de las ventanas que había a ambos lados de la puerta principal y la entrada trasera. A continuación reventaron las puertas simultáneamente y avanzaron por el pasillo central haciendo el mayor ruido posible, perforando la oscuridad con sus linternas.
Los dos equipos casi se habían encontrado cuando se oyó la detonación de una escopeta en la parte posterior de la casa y la sangre manó a borbotones en la exigua luz. Un agente llamado Thomas Seltz se precipitó hacia delante, alcanzado por el disparo en la zona desprotegida bajo la axila, el punto vulnerable de un chaleco antibalas, y en un último acto reflejo apretó el gatillo de su pistola ametralladora automática en el momento de morir. Al caer, una ráfaga recorrió la pared, el techo y el suelo, lanzando polvo y astillas por el aire e hiriendo a dos agentes, a uno en la pierna y al otro en la boca.
Los disparos ahogaron el sonido de la escopeta cuando se le introdujo otro cartucho. La segunda bala arrancó un pedazo de madera del marco de una de las puertas interiores al tiempo que los agentes se echaban cuerpo a tierra y abrían fuego a través de la puerta trasera, ya vacía. Un tercer disparo quitó la vida a un agente que doblaba rápidamente una esquina de la casa. Una masa de troncos y muebles viejos, destinados a leña, se dispersó por el suelo cuando el agresor abandonó su escondrijo bajo ella. En el momento en que los agentes se arrodillaban para atender a sus colegas heridos o corrían para sumarse a la persecución, se oyeron disparos de armas ligeras dirigidos hacia el pantano.
Un hombre vestido con gastados vaqueros y una camisa de cuadros blanca y roja había desaparecido en el pantano. Los agentes lo siguieron con cautela, en algunos momentos hundidos casi hasta la rodilla en el agua lodosa, bloqueados por los troncos de árboles secos, hasta llegar de nuevo a tierra firme. Cubriéndose tras los árboles, avanzaban despacio, con las armas al hombro, escrutando el terreno.
Al frente sonó otro estampido. Los pájaros huyeron de los árboles y de un enorme ciprés saltaron astillas a la altura de la cabeza. Un agente lanzó un alarido de dolor y, tambaleándose, salió a descubierto con fragmentos de madera clavados en la mejilla. Se oyó un segundo disparo, que le destrozó el fémur de la pierna izquierda. Se desplomó sobre el barro y las hojas, con la espalda arqueada por el sufrimiento.
El fuego de las automáticas barrió los árboles, partiendo ramas y acribillando el follaje. Tras cuatro o cinco segundos, se dio la orden de cesar el fuego y el pantano volvió a quedar en silencio. Los agentes de la policía avanzaron de nuevo, con movimientos rápidos, de árbol en árbol. Alguien gritó al encontrar sangre junto a un sauce, las ramas rotas se veían de color blanco como si fueran un hueso.
Detrás se oyeron los ladridos de los perros cuando se solicitó la colaboración del rastreador, que se había mantenido en reserva a cinco kilómetros de allí. Se condujo a los perros para que olieran la ropa de Byron y la zona alrededor de la pila de leña. El rastreador, un hombre delgado y con barba y los vaqueros remetidos en unas botas embarradas, les permitió oler la sangre junto al sauce en cuanto alcanzó a la partida principal. A continuación, con los perros tirando de las traíllas, siguieron avanzando con prudencia. Pero Edward Byron no volvió a disparar, porque las fuerzas del orden no eran las únicas que le daban caza en el pantano.
Mientras proseguía la persecución de Byron, Toussaint, dos jóvenes ayudantes y yo estábamos en la oficina del sheriff en St. Martinville, donde continuábamos rastreando entre los dentistas de Miami, llamando cuando era necesario a los números telefónicos de emergencia que nos proporcionaban los contestadores automáticos.
Sólo interrumpimos la búsqueda cuando llegó Rachel con café y buñuelos calientes. Se colocó a mis espaldas y apoyó la mano en mi nuca con delicadeza. Yo entrelacé mis dedos con los suyos y tiré de ellos para besarle con suavidad las yemas.
—No esperaba que te quedases —dije. No le veía la cara.
—Ya casi ha acabado, ¿no? —preguntó en un susurro.
—Eso creo. Lo presiento.
—Si es así, quiero ver el final. Quiero estar presente cuando esto termine.
Permaneció allí un rato más hasta que su agotamiento se hizo casi contagioso. Después regresó al motel a dormir.
Al cabo de treinta y ocho llamadas, la auxiliar de la consulta del dentista Erwin Holdman, en Brickell Avenue, encontró el nombre de Lisa Stott en sus archivos, pero se negó incluso a confirmar si Lisa Stott había estado allí en los últimos seis meses. Holdman estaba jugando al golf y no quería que lo molestaran, informó la auxiliar. Toussaint le dijo que le importaba un carajo lo que Holdman quisiera o dejara de querer y ella le dio el número del móvil.
No mintió. A Holdman no le gustaba que lo molestaran en el campo de golf, y menos cuando estaba a punto de hacer un birdie en el hoyo quince. Tras un intercambio de gritos, Toussaint solicitó las muestras dentales de Lisa Stott. El dentista quería la autorización de su madre y de su padrastro. Toussaint le entregó el auricular a Dupree y éste le dijo que, por el momento, eso no era posible, que sólo querían las fichas para descartar a la chica de sus investigaciones y no sería prudente causar a los padres una preocupación innecesaria. Cuando Holdman siguió negándose a colaborar, Dupree le advirtió que se aseguraría de que le confiscaran el archivo completo y de que sometieran a un examen microscópico sus asuntos fiscales.
Holdman cooperó. Explicó que conservaba las fichas en el ordenador, junto con las copias de las radiografías y los gráficos dentales introducidos mediante escaneo. Los enviaría en cuanto regresara a la consulta. Su auxiliar era nueva, aclaró, y sería incapaz de mandar las fichas por correo electrónico sin su contraseña. Pero antes acabaría el recorrido… Se produjo otro intercambio de gritos y Holdman decidió dar por concluidas aquel día sus actividades golfísticas. Tardaría una hora en regresar a la consulta, si el tráfico lo permitía. Nos sentamos a esperar.
Byron se había adentrado casi dos kilómetros en el pantano. La policía se aproximaba y el brazo le sangraba mucho. La bala le había destrozado el codo izquierdo y un incesante dolor recorría su cuerpo. Se detuvo en un pequeño claro y volvió a cargar la escopeta apoyando la culata contra el suelo y accionando con dificultad el mecanismo con la mano ilesa. Los ladridos sonaban más cerca. Liquidaría a los perros en cuanto los tuviese en el punto de mira. Una vez eliminados, despistaría a los policías en el pantano.
Probablemente no se dio cuenta de que algo se movía frente a él hasta que se irguió. Según sus cálculos, la partida de búsqueda no podía haberlo rodeado ya. Al oeste, el agua era más profunda. Sin embarcaciones, no habrían podido cruzar el pantano desde la carretera. Aun si lo hubiesen logrado, sin duda los habría oído acercarse. Había aprendido a identificar los sonidos del pantano. La única amenaza real eran sus alucinaciones, pero éstas iban y venían.
Byron se colocó torpemente la escopeta bajo el brazo derecho y siguió adelante, mirando sin cesar a uno y otro lado. Avanzó despacio hacia los árboles, pero ya nada se movía. Quizás entonces sacudió la cabeza para ver con mayor claridad, por miedo a que lo asaltaran sus visiones, pero no era eso lo que acechaba a Byron. Lo acechaba la muerte: de pronto el bosque cobró vida en torno a él y se vio rodeado de siluetas oscuras. Descerrajó un tiro antes de que le arrancasen la escopeta de la mano y al instante sintió un profundo dolor a través del pecho cuando la hoja del cuchillo hendió su piel de hombro a hombro.
Las siluetas lo circundaron. Eran hombres de expresión dura, uno con un M16 al hombro, los otros armados de hachas y navajas, todos bajo las órdenes de un hombre corpulento de piel morena rojiza y cabello oscuro veteado de gris. Byron cayó de rodillas bajo una lluvia de golpes en la espalda, los brazos y los hombros. Aturdido por el dolor y el agotamiento, alzó la vista a tiempo de ver cómo el hacha del hombre corpulento cortaba el aire antes de caer sobre él.
Después todo fue oscuridad.
Utilizábamos el despacho de Dupree, donde un PC nuevo estaba listo para recibir las muestras dentales que debía enviar Holdman. Yo me había sentado en una silla roja de vinilo, reparada tantas veces con cinta adhesiva que era como sentarse sobre hielo resquebrajado. Tenía los pies apoyados en el alféizar de la ventana, y la silla chirrió cuando cambié de posición. Enfrente se hallaba el sofá donde había conseguido echar una nada apacible cabezada durante tres horas.
Toussaint se había marchado por café hacía media hora y aún no había vuelto. Empezaba a ponerme nervioso cuando oí voces en la sala de reuniones. Crucé la puerta del despacho de Dupree y entré en la sala, con sus filas de escritorios grises de metal, sus sillas giratorias, sus percheros, sus tablones de anuncios, y sus tazas de café, bollos y rosquillas a medio comer.
Apareció Toussaint, en acalorada conversación con un inspector negro que vestía un traje azul y una camisa con el cuello desabrochado. Detrás de él, Dupree hablaba con un agente de uniforme. Toussaint me vio, dio una palmada en el hombro al inspector negro y vino hacia mí.
—Byron ha muerto —anunció—. Ha sido un desastre. Los federales han perdido a dos hombres y hay otros dos heridos. Byron ha escapado a través del pantano. Cuando lo han encontrado, alguien lo había herido con una navaja y le había partido el cráneo con un hacha. Tienen el hacha y muchas huellas de botas. —Se llevó un dedo al mentón—. Creen que quizá Lionel Fontenot decidió zanjar el asunto a su manera.
Dupree nos indicó que pasáramos a su despacho, pero no cerró la puerta. Se acercó a mí y me tocó el brazo con delicadeza.
—Es él. Aún quedan cosas por aclarar, pero han encontrado tarros de muestras como el que contenía la cara de su… —se interrumpió y buscó otras palabras—, como el tarro que usted recibió. Había también un ordenador portátil, una especie de sintetizador de voz de fabricación casera y bisturíes con restos de tejidos, casi todo en un cobertizo de la parte trasera. He hablado con Woolrich, sólo un momento. Ha mencionado algo sobre unos textos de medicina antiguos. Dice que tenía usted razón. Aún están buscando las caras de las víctimas, pero eso puede llevar cierto tiempo. Hoy mismo empezarán a excavar alrededor de la casa.
Yo no estaba seguro de lo que sentía. Por una parte era alivio, la sensación de haberme quitado un peso de encima, la sensación de que todo había acabado. Pero había algo más: sentía decepción por no haber estado presente en el último momento. Después de todo lo que había hecho, después de tantas muertes, a manos mías y de otros, el Viajante me había eludido hasta el final.
Dupree se marchó y me dejé caer en la silla, bajo el sol que se filtraba por las persianas. Toussaint se sentó en el borde del escritorio y me observó. Me acordé de Susan y de Jennifer, y de los días que pasábamos juntos en el parque. Y recordé la voz de Tante Marie Aguillard, con la esperanza de que descansara ya en paz.
El PC de Dupree emitió una débil señal bitonal a intervalos regulares. Toussaint se levantó del escritorio y se acercó para ver el monitor. Pulsó unas teclas y leyó en la pantalla.
—Es el envío de Holdman —dijo.
Me situé junto a él ante el monitor y observé mientras aparecían los registros dentales de Lisa Stott, primero por escrito, luego a modo de mapa bidimensional de la boca con los empastes y las extracciones marcados, y por último en forma de radiografía de la boca.
Toussaint abrió el archivo con las radiografías del forense y puso las dos imágenes una al lado de la otra.
—Parecen iguales —comentó.
Asentí. Prefería no pensar en las posibles consecuencias en caso de que lo fueran.
Toussaint telefoneó a Huckstetter, le dijo lo que teníamos y le pidió que viniese. Al cabo de media hora el doctor Emile Huckstetter examinaba el archivo de Holdman, comparándolo con sus propias anotaciones y las radiografías de la chica muerta que él había hecho. Al final, se echó las gafas hacia la frente y contrajo las comisuras de los ojos.
—Es ella —dictaminó.
Toussaint dejó escapar un suspiro largo y entrecortado y sacudió la cabeza en un gesto de pesar. Era la última broma del Viajante, al parecer, la broma de siempre. La chica muerta era Lisa Stott o, como se la conocía antes, Lisa Woolrich, una joven que se había convertido en víctima emocional del amargo divorcio de sus padres, abandonada por una madre deseosa de iniciar una nueva vida sin las complicaciones de una hija adolescente, iracunda y dolida, y con un padre incapaz de proporcionarle la estabilidad y el apoyo que necesitaba. Era la hija de Woolrich.