A la mañana siguiente me desperté con dolor en los brazos a causa del peso de la Calico, un dolor exacerbado por las molestias de la herida que recibí en Haven. Los dedos, el pelo y la ropa de la que me había despojado olían a pólvora. La habitación entera apestaba como el escenario de un tiroteo, así que abrí la ventana y el aire caliente de Nueva Orleans penetró pesadamente como un torpe allanador de moradas.
Fui a ver a Louis y a Ángel. A Louis el médico le había vendado expertamente la mano después de extraer los fragmentos de hueso de la herida y curarle el nudillo. Apenas abrió los ojos mientras yo cruzaba unas palabras en voz baja con Ángel en la puerta. Me sentía culpable por lo ocurrido, aunque sabía que ninguno de los dos me lo echaba en cara.
Percibí también que Ángel estaba impaciente por regresar a Nueva York. Joe Bones había muerto y probablemente la policía y los federales estrechaban el cerco en torno a Edward Byron, a pesar de las dudas de Lionel Fontenot. Además, con toda seguridad, Woolrich no tardaría en relacionarnos con la muerte de Joe Bones, en particular si Louis andaba por ahí con una herida de bala en la mano. Se lo dije a Ángel, y él coincidió en que debían marcharse en cuanto yo volviera, para que Rachel no se quedara sola. Para mí, el caso había llegado a un punto muerto. En alguna parte, los federales y los hombres de Fontenot daban caza a Edward Byron, un hombre que a mí se me antojaba aún tan lejano como el último emperador de China.
Dejé un mensaje a Morphy. Quería ver la información de la que disponían sobre Byron; quería dotar de cuerpo a aquel nombre. Tal como estaban las cosas, era una identidad parcial, sin rostro, como las víctimas que, según los federales, había asesinado. Quizá éstos estuvieran en lo cierto. Si colaboraban con la policía local, podían llevar a cabo una búsqueda más eficaz que un puñado de recién llegados de Nueva York que se creían muy competentes. Yo había albergado la esperanza de abrirme paso hacia él desde otra dirección, pero, con la muerte de Joe Bones, ese camino acababa en una maraña de oscuros matorrales.
Tomé el teléfono y el libro de Ralegh y me encaminé hacia Mother's en Poydras Street, donde bebí demasiado café y mordisqueé un poco de beicon con pan tostado. Cuando uno llega a un punto muerto en la vida, Ralegh es buena compañía. «Ve, alma… pues yo necesito morir / y miente al mundo». Ralegh, en su sabiduría, adoptaba una actitud estoica ante las adversidades, aunque esa sabiduría no le bastó para impedir que lo decapitaran.
A mi lado, un hombre comía huevos y jamón con el esfuerzo concentrado de un mal amante, y un poco de yema de huevo le manchaba el mentón igual que el sol reflejado en un ranúnculo. Alguien silbó unas notas de What's New? y perdió el hilo de la melodía en los complicados cambios de acordes de la canción. El murmullo de las conversaciones a media mañana, una canción de rock suave en una emisora de radio que había optado por una música anodina y el zumbido del tráfico lento y lejano llenaban el aire. Fuera transcurría otro de esos días de extrema humedad en Nueva Orleans, la clase de día que induce a los amantes a pelearse y pone a los niños sombríos y malhumorados.
Pasó una hora. Llamé a la brigada de investigación de St. Martin y me dijeron que Morphy se había tomado el día libre para trabajar en su casa. Como no tenía nada mejor que hacer, pagué la cuenta, llené el depósito del coche de gasolina y partí una vez más hacia Baton Rouge. Encontré una emisora de Lafayette que puso un poco de la música chirriante de Cheese Read, seguida de Buckwheat Zydeco y Clifton Chenier, una hora de cajún clásico y Zydeco, en palabras del locutor. La dejé sonar hasta que la ciudad quedó atrás y música y paisaje se fundieron en uno.
Cuando aparqué frente a la casa de Morphy, una lámina de plástico se agitaba al viento del mediodía con un ruido seco. Estaba sustituyendo parte del muro exterior de la fachada oeste, y las cuerdas que sujetaban el plástico sobre las ensambladuras al descubierto zumbaban a causa del viento que intentaba arrancarlas de sus puntos de amarre. El mismo viento que sacudía una de las ventanas, que no estaba bien cerrada, y hacía batir la puerta mosquitera contra el marco como un visitante cansado.
Lo llamé pero no contestó. Fui a la parte trasera de la casa, donde la puerta estaba abierta, inmovilizada con un trozo de ladrillo. Llamé otra vez, pero mi voz pareció producir un eco vacío en el pasillo central. Las habitaciones de la planta baja estaban todas desocupadas y arriba no se oía nada. Desenfundé la pistola y subí por la escalera, recién lijada para barnizarla después. Las habitaciones estaban vacías y la puerta del baño abierta, con los artículos de higiene ordenadamente dispuestos junto al lavabo. Eché un vistazo a la galería y volví a bajar. Cuando regresaba hacia la puerta trasera, noté un frío objeto de metal en la nuca.
—Suéltala —dijo una voz. Dejé deslizarse el arma de entre mis dedos—. Date la vuelta. Despacio.
La presión desapareció de mi nuca y, al volverme, me encontré con Morphy ante mí, con una pistola clavadora a pocos centímetros de mi cara. Lanzó un profundo suspiro de alivio y bajó el arma.
—Joder, me has dado un susto de muerte —dijo.
El corazón se me salía del pecho.
—Gracias —contesté—. Sin duda necesitaba esta dosis de adrenalina después de cinco tazas de café.
Me dejé caer pesadamente en el primer peldaño.
—Dios mío, tienes muy mal aspecto. ¿Has trasnochado?
Alcé la vista para comprobar si sus palabras escondían alguna insinuación, pero se había vuelto de espaldas.
—Algo así.
—¿Te has enterado? —preguntó—. Anoche liquidaron a Joe Bones y los suyos. Alguien se ensañó con Joe antes de matarlo. La policía ni siquiera estaba segura de que fuera él hasta que han verificado las huellas digitales. —Fue a la cocina y regresó con una cerveza para él y un refresco para mí. Me fijé en que era Coca-Cola sin cafeína. Bajo el brazo llevaba un ejemplar del Times-Picayune—. ¿Lo has leído?
Alcancé el periódico. Estaba doblado en cuatro partes, con el pie de la primera plana arriba. El titular rezaba: la policía sigue el rastro del asesino en serie de los crímenes rituales. El artículo contenía detalles de las muertes de Tante Marie Aguillard y de Tee Jean que sólo podía haber proporcionado el propio equipo de investigación: la posición de los cuerpos, el modo en que se habían descubierto, la descripción de algunas heridas. A continuación especulaba sobre una posible relación entre el hallazgo del cadáver de Lutice Fontenot y la muerte de un hombre en Bucktown, de quien se sabía que tenía conexión con un destacado personaje del hampa. Peor aún, añadía que la policía investigaba asimismo los vínculos con dos asesinatos análogos ocurridos en Nueva York a principios de año. No se mencionaba a Susan y Jennifer por sus nombres, pero era evidente que el autor —anónimo bajo la firma «Periodistas del Times-Picayune»— disponía de información suficiente sobre esos asesinatos para dar los nombres de las víctimas.
Dejé el periódico con una sensación de hastío.
—¿Es vuestra la filtración? —pregunté.
—Podría ser, pero no lo creo. Los federales nos culpan a nosotros: se nos han echado encima acusándonos de sabotear la investigación. —Tomó un sorbo de cerveza antes de decir lo que le rondaba por la cabeza—. Un par de personas opinan que quizá seas tú quien haya filtrado la noticia. —Era obvio que le incomodaba decirlo, pero no desvió la mirada.
—No he sido yo. Si han llegado hasta Jennifer y Susan, no tardarán en relacionarme con lo que está pasando. Ya sólo me faltaba tener a la prensa a todas horas tras mis pasos.
Reflexionó por un momento en lo que acababa de decir y al final asintió.
—Supongo que tienes razón.
—¿Hablaréis con el director del periódico?
—Nos hemos puesto en contacto con él nada más salir la primera edición. Nos ha repetido hasta la saciedad lo de la libertad de prensa y la protección de las fuentes. No podemos obligarlo a hablar —se frotó los tendones de la nuca—, pero es poco habitual que ocurra una cosa así. Por lo general, los periódicos procuran no poner en peligro las investigaciones. Sospecho que la información procede de alguien muy cercano a todo esto.
Pensé en ello.
—Si han estado dispuestos a publicarla, la información debe de ser irrefutable y la fuente de toda confianza —dije—. Podría ser que los federales estén haciendo las cosas a su aire.
Eso parecía confirmar nuestra opinión de que Woolrich y su equipo ocultaban algo, no sólo a mí sino probablemente también al equipo de investigación de la policía.
—No sería la primera vez —comentó Morphy—. Los federales no nos darían ni la hora si pensaran que podían permitírselo. ¿Crees que podrían haber filtrado la información ellos?
—Alguien ha tenido que hacerlo.
Morphy apuró la cerveza y aplastó la lata con el pie. Una pequeña mancha de cerveza se extendió sobre la madera cruda. Alcanzó un cinturón de herramientas del perchero donde estaba colgado, cerca de la puerta, y se lo ciñó.
—¿Necesitas ayuda?
Me echó un vistazo.
—¿Eres capaz de acarrear tablones sin tropezar?
—No.
—Entonces eres la persona idónea para lo que tengo que hacer. En la cocina encontrarás otro par de guantes de trabajo.
Durante el resto de la tarde me dediqué al trabajo físico, levantando y acarreando, martilleando y serrando. Sustituimos casi toda la madera del lado oeste mientras una suave brisa arremolinaba el serrín y las virutas en torno a nosotros. Más tarde, Angie regresó de hacer compras en Baton Rouge, cargada de comida y bolsas de boutiques. Mientras Morphy y yo limpiábamos, asó unos filetes con boniatos, zanahorias y arroz criollo, y cenamos en la cocina mientras se acercaba la noche y el viento envolvía la casa entre sus brazos.
Morphy me acompañó al coche. Cuando metía la llave en el contacto, se inclinó junto a la ventanilla y dijo en voz baja:
—Ayer alguien intentó ponerse en contacto con Stacey Byron. ¿Sabes algo de eso?
—Es posible.
—Tú estabas allí, ¿verdad? ¿Estabas allí cuando liquidaron a Joe Bones?
—No te conviene conocer la respuesta a esa pregunta —contesté—. De la misma manera que a mí no me interesa saber nada de Luther Bordelon.
Cuando me alejaba, vi que permanecía de pie ante su casa inacabada. Al cabo de un momento se dio media vuelta y regresó junto a su mujer.
Cuando llegué al Flaisance, Ángel y Louis habían hecho las maletas y estaban listos para marcharse. Me desearon suerte y me dijeron que Rachel se había acostado temprano. Ella había reservado vuelo para el día siguiente. Decidí no despertarla y fui a mi habitación. Ni siquiera recuerdo haberme quedado dormido.
La esfera luminosa de mi reloj de pulsera marcaba las ocho y media cuando oí que aporreaban la puerta de mi habitación. Había dormido profundamente y me desperté despacio, como un submarinista luchando por salir a la superficie. No había llegado más allá del borde de la cama cuando reventaron la puerta y potentes luces me iluminaron la cara. Al instante, unos brazos fuertes me levantaron y me empujaron contra la pared. Apoyaron una pistola contra mi cabeza a la vez que se encendió la lámpara principal de la habitación. Vi uniformes del Departamento de Policía de Nueva Orleans, un par de agentes de paisano, y a mi derecha a Toussaint, el compañero de Morphy. Alrededor, los hombres registraban la habitación sin contemplaciones.
Y supe que había ocurrido algo grave, muy grave.
Me permitieron ponerme una sudadera, un pantalón largo de deporte y unas zapatillas antes de esposarme. Custodiado, me sacaron del hotel ante las inquietas miradas de los huéspedes desde sus habitaciones y me llevaron hasta un coche patrulla que esperaba fuera. En otro coche estaba Rachel, pálida y con el pelo revuelto de dormir. Mirándola, me encogí de hombros en un gesto de impotencia antes de que nos sacaran del Quarter en un convoy.
Me interrogaron durante tres horas. Luego me dieron una taza de café y volvieron al ataque durante otra hora. La sala era pequeña y estaba mal iluminada. Olía a tabaco y a sudor. En un rincón, donde la escayola estaba rota y gastada, vi una mancha, aparentemente de sangre. Dos inspectores, Dale y Klein, llevaron a cabo la mayor parte del interrogatorio, Dale en el papel de policía agresivo, amenazándome con tirarme al pantano con una bala en la cabeza por matar a un policía de Louisiana; Klein en el papel de hombre sensible y razonable que intentaba protegerme asegurándose no obstante de que declaraba la verdad. Aun siendo otro policía el objeto de sus atenciones, la táctica del poli bueno-poli malo nunca pasaba de moda.
Les repetí una y otra vez todo lo que podía decirles. Les hablé de mi visita a Morphy, el trabajo en la casa, la cena, la despedida, las razones por las que mis huellas aparecían por todas partes. No, Morphy no me había entregado los expedientes policiales que se habían encontrado en mi habitación. No, no podía decir quién lo había hecho. No, sólo el portero de noche me vio entrar en el hotel; no hablé con nadie más. No, no volví a salir de mi habitación esa noche. No, nadie podía corroborar ese hecho. No. No. No. No.
Después apareció Woolrich y el tiovivo empezó de nuevo. Más preguntas, esta vez con los federales presentes. Y, sin embargo, nadie me dijo por qué estaba allí ni qué les había ocurrido a Morphy y a su mujer. Al final, Klein volvió y me dijo que podía marcharme. Detrás de una balaustrada que separaba las oficinas de la brigada de investigación del pasillo principal estaba sentada Rachel, con una taza de té, sin que los detectives le prestaran la menor atención. A tres metros detrás de ella, un hombre flaco con los brazos tatuados le susurraba obscenidades desde una celda.
Apareció Toussaint. Era un cincuentón con exceso de peso y una incipiente calvicie, sus rizos blancos se dispersaban en torno a la coronilla, que semejaba la cima de un monte alzándose entre la bruma. Tenía los ojos enrojecidos y náuseas, y allí se lo veía tan fuera de lugar como a mí.
Un agente de uniforme le hizo una seña a Rachel.
—Señora, ahora la acompañaremos a su hotel.
Ella se levantó. A sus espaldas, el tipo de la celda hizo un chupeteo con la boca y se llevó la mano a la entrepierna.
—¿Te encuentras bien? —pregunté cuando pasó a mi lado.
Asintió en silencio y luego dijo:
—¿Vienes conmigo?
Toussaint estaba a mi izquierda.
—Él irá más tarde —contestó.
Rachel me miró por encima del hombro cuando salía con el agente. Le dirigí una sonrisa y procuré que pareciese tranquilizadora, pero me faltó convicción.
—Vamos, le llevaré y le invitaré a un café en el camino —dijo Toussaint. Seguí sus pasos hasta la calle.
Acabamos en el Mother's, donde menos de veinticuatro horas antes yo había esperado la llamada de Morphy y donde Toussaint me contaría cómo murieron John Charles Morphy y su mujer, Ángela.
Esa mañana, Morphy tenía un turno especial de madrugada y Toussaint pasó a recogerlo. Alternaban quién recogía a quién según le conviniese a uno u otro, y ese día casualmente le tocaba a Toussaint.
La mosquitera estaba cerrada, pero la puerta no. Toussaint llamó a Morphy, tal como había hecho yo esa tarde. Siguió mis pasos por el pasillo central y miró en la cocina y las habitaciones a izquierda y derecha. Pensó que Morphy quizá se había dormido, pese a que nunca se retrasaba, así que se acercó a la escalera y volvió a llamarlo por el hueco. No hubo respuesta. Recordaba que ya tenía un nudo en el estómago cuando empezó a subir, llamando primero a Morphy y luego a Angie a medida que avanzaba. La puerta del dormitorio estaba entreabierta, pero el ángulo no permitía ver la cama.
Llamó una vez con los nudillos y después, lentamente, abrió la puerta. Por un momento, apenas una milésima de segundo, pensó que los había sorprendido haciendo el amor, hasta que advirtió la sangre y supo que aquello era una parodia de todo lo que el amor representaba, de todo lo que significaba, y entonces lloró por su amigo y su esposa.
Aun ahora, sólo me parece recordar fragmentos de lo que me contó, pero imagino los cuerpos. Estaban desnudos, el uno frente al otro sobre lo que antes habían sido sábanas blancas, con las caderas en contacto y las piernas entrelazadas. De la cintura para arriba yacían inclinados hacia atrás, sus torsos separados a un brazo de distancia. Los dos estaban abiertos en canal desde el cuello hasta el estómago. Les habían desgajado y apartado las costillas, y cada uno tenía la mano hundida en el pecho del otro. Al acercarse, Toussaint vio que cada uno sostenía el corazón del otro en la palma de la mano. Sus cabezas colgaban hacia atrás de modo que casi tocaban la espalda. Les habían arrancado los ojos y desollado la cara, y tenían la boca abierta en su agonía final, convertido el momento de la muerte en un éxtasis. En ellos, el amor se reducía a un ejemplo para los demás amantes de la futilidad del amor mismo.
Mientras Toussaint hablaba, una sensación de culpabilidad me invadió y me traspasó el corazón. Yo había llevado aquella atrocidad a su casa. Por ayudarme, Morphy y su mujer habían sido elegidos para una muerte horrenda, del mismo modo que los Aguillard habían quedado contaminados por su contacto conmigo. Yo apestaba a muerte.
Y en medio de todo aquello, unos versos parecían flotar en mi mente, si bien no recordaba cómo los había resucitado, ni a través de quién habían llegado a mí. Y tuve la impresión de que su procedencia era importante, aunque no sabía por qué, salvo por el hecho de que en esos versos se entreveían resonancias de lo que Toussaint había visto. Sin embargo, cuando trataba de recordar la voz que los había pronunciado, ésta se me escabulló, y por más que lo intenté, fui incapaz de traerla a la memoria. Sólo persistían los versos. Algún poeta metafísico, pensé. Donne, quizá. Sí, Donne casi con toda seguridad.
Si el no nacido
ha de aprender de mí, descuartizado y desgarrado,
mata, Amor, y diseccióname, pues
contraria es a tu fin esta tortura.
Los cuerpos desmembrados no sirven al anatomista.
Remedium amoris, ¿no era ése el término? La tortura y la muerte de los amantes como remedio para el amor.
—Me ayudó —dije—. Yo lo involucré en esto.
—Se involucró él solo —repuso Toussaint—. Quería hacerlo. Quería acabar con ese tipo.
Sostuve su mirada.
—¿Por Luther Bordelon?
Toussaint desvió la vista.
—¿Qué importa ya eso?
No podía explicar que yo veía en Morphy algo de mí mismo, sentía lástima por su dolor, quería creer que era mejor que yo. Quería saberlo.
—Garza fue el responsable en el asunto de Bordelon —dijo Toussaint por fin—. Garza lo mató y luego Morphy le cubrió las espaldas. Eso me contó. Morphy era joven. Garza no debería haberlo puesto en una situación así, pero lo hizo, y Morphy ha estado pagándolo desde entonces. —Y en ese punto cayó en la cuenta de que hablaba en presente y se quedó en silencio.
Fuera, la gente vivía un día más: el trabajo, las visitas turísticas, las comidas, los coqueteos; todo continuaba pese a lo que había ocurrido, a lo que ocurría. Por alguna razón, uno tenía la sensación de que todo debía interrumpirse, de que los relojes debían pararse y los espejos cubrirse, de que los timbres debían acallarse y las voces reducirse a respetuosos susurros. Quizá si hubiesen visto las fotos de Susan y Jennifer, de Tante Marie y de Tee Jean, de Morphy y Angie, se habrían detenido a reflexionar. Y era eso lo que el Viajante quería: ofrecer, mediante la muerte de los demás, un recordatorio de la muerte de todos nosotros y el escaso valor del amor y la lealtad, de la paternidad y la amistad, del sexo y la necesidad y la alegría, ante el vacío que nos esperaba.
Cuando me levanté para marcharme, algo más acudió a mi memoria, algo espantoso que casi había olvidado, y sentí un dolor violento y profundo en las entrañas, que se propagó por todo mi cuerpo hasta que me vi obligado a apoyarme contra la pared y buscar a tientas dónde sujetarme.
—Dios Santo, estaba embarazada.
Miré a Toussaint, que cerró los ojos por un instante.
—Ese hombre lo sabía, ¿no?
Toussaint calló, pero se advertía desesperación en sus ojos. No pregunté qué había hecho el Viajante con el niño nonato, pero en ese instante vi la siniestra evolución de mi vida a lo largo de los últimos meses. Parecía que había pasado de la muerte de mi hija, mi Jennifer, a las muertes de muchos niños, las víctimas de Adelaide Modine y su cómplice, Hyams, y ahora, finalmente, a las muertes de todos los niños. Todo lo que hacía el Viajante tenía un significado que trascendía el hecho en sí: en la muerte del niño nonato de Morphy vi toda esperanza de futuro reducida a carne desgarrada.
—Se supone que debo llevarlo a su hotel —dijo Toussaint por fin—. El Departamento de Policía de Nueva Orleans se asegurará de que toma el vuelo de esta noche a Nueva York.
Pero apenas lo oí. La única idea que tenía en la mente era que el Viajante había estado observándonos a todos desde el principio y que su juego seguía en marcha. Todos éramos participantes, quisiéramos o no.
Y recordé algo que un timador llamado Saul Mann me había dicho una vez en Portland, algo que me parecía importante y, sin embargo, no podía recordar por qué.
No puedes marcarte un farol con alguien que no está prestando atención.