46

Esa noche dormí mal, inquieto por la conversación con Woolrich y porque me asaltaban una y otra vez sueños de aguas tenebrosas. A la mañana siguiente desayuné solo después de localizar lo que parecía ser el único ejemplar del New York Times en el distrito de Orleans, en Riverside News, junto a la cervecería Jax. Más tarde me reuní con Rachel en el Café du Monde y paseamos por el Mercado Francés, entre puestos de camisetas, cedés y monederos baratos, y llegamos hasta las paradas de fruta y verdura del Mercado de los Granjeros. Tenían pacanas que semejaban ojos oscuros, cabezas de ajo pálidas y arrugadas, sandías de pulpa roja que sostenían la mirada como una herida. Había pescados de ojos blancos rodeados de hielo junto a colas de langosta, camarones sin cabeza al lado de «pinchos de caimán», y oscuros acuarios donde se exhibían crías de caimán. Otros puestos estaban llenos de berenjenas y calabacines, cebollas dulces y ajipuerros, tomates romanos recién cogidos y aguacates maduros.

Unos cien años atrás, aquello formaba parte de dos manzanas de Gallatin Street, en la zona portuaria del río entre Barracks y Ursuline. Después de Shangai y el Bowery era, quizás, uno de los lugares más peligrosos del mundo, un reducto de burdeles y sórdidos tugurios donde hombres de expresión dura se mezclaban con mujeres aún más duras y donde cualquiera que no llevara un arma seguro que se había extraviado y estaba condenado a lamentarlo.

Gallatin ya ha desaparecido, ha sido borrada del mapa, y ahora los turistas se mezclan con pescadores cajún de Lafayette y de más allá, que acuden a vender su mercancía envueltos por el olor denso y embriagador del Mississippi. Por lo visto, así era la ciudad: las calles dejaban de existir; los bares abrían y, al cabo de un siglo, ya no estaban; los edificios eran derruidos o quemados hasta los cimientos y otros se levantaban en su lugar. Se producían cambios, pero el espíritu de la ciudad seguía siendo el mismo. En aquella bochornosa mañana de verano, parecía absorta en sus pensamientos bajo las nubes, padeciendo a la gente como una infección pasajera que la lluvia limpiaría.

La puerta de mi habitación estaba entornada cuando regresamos a través del jardín. Indiqué a Rachel que se arrimara a la pared y, desenfundando la Smith & Wesson, subí por el lado de la escalera de madera para que los peldaños no crujieran. El silbido de las balas de la Steyr de Ricky al pasar rozándome la oreja se me había quedado grabado en la memoria. «Joe Bones te manda saludos». Me dije que, si Joe Bones intentaba mandarme saludos de nuevo, podía permitirme pólvora suficiente para enviarlo de regreso al infierno.

Escuché junto a la puerta pero no oí nada en el interior. De haberse encontrado la camarera dentro, habría estado silbando y bailando, escuchando quizás una emisora de blues en su pequeño transistor. Pero si había una camarera en mi habitación en ese momento, o bien estaba dormida o bien levitando.

Embestí la puerta con el hombro, entré rápidamente y, empuñando la pistola con los brazos extendidos, recorrí la habitación con la mirada. Fui a posarla en la figura de Leon que, sentado junto al balcón, hojeaba un ejemplar de la revista GQ que Louis me había dejado. Leon no parecía la clase de hombre que compraba por recomendación de GQ a menos que la revista hubiera comprado acciones de algún fabricante de zapatos baratos como JCPenney. El ojo afectado por el fuego brillaba bajo el pliegue de piel como un cangrejo atisbando desde su caparazón.

—Cuando haya acabado, hay pelos en la ducha y la puerta del armario se atasca —dije.

—Aunque se le estuvieran cayendo encima las paredes de la habitación, me importaría un carajo —contestó. Ese Leon era un bromista.

Tiró al suelo la revista y miró a Rachel, que había entrado en la habitación detrás de mí. Su mirada no reveló el menor interés. Quizá Leon estaba muerto y nadie había hecho acopio del valor necesario para decírselo.

—Viene conmigo —anuncié.

Daba la impresión de que Leon pudiera caerse redondo de un momento a otro por la apatía.

—Esta noche a las diez, en el desvío a Starhill de la 966. Usted et ton ami noir. Si viene alguien más, Lionel los coserá a tiros.

Se levantó para marcharse. Cuando me aparté para dejarlo pasar, imité una pistola con el pulgar y el índice y le disparé. Vi un destello de acero en cada una de sus manos y dos cuchillos de sierra aparecieron a escasos centímetros de mis ojos. Noté dentro de sus mangas el extremo de los resortes. Eso explicaba por qué Leon aparentemente no necesitaba llevar pistola.

—Impresionante —dije—, pero sólo tiene gracia hasta que alguien pierde un ojo.

El ojo derecho de Leon pareció perforar mi alma, como si pretendiera desintegrarla y reducirla a polvo. Luego se marchó. No oí sus pisadas mientras bajaba a la galería.

—¿Un amigo tuyo? —preguntó Rachel.

Salí de la habitación y eché un vistazo al jardín ya vacío.

—Si lo es, estoy más solo de lo que pensaba.

Cuando Louis y Ángel regresaron tras desayunar tarde, fui a llamar a su puerta. Me hicieron esperar un par de segundos antes de contestar.

—¿Sí? —gritó Ángel.

—Soy Bird. ¿Estáis presentables?

—Dios, espero que no. Pasa.

Louis, sentado en la cama con la espalda erguida, leía el Times-Picayune. Ángel estaba sentado junto a él sobre las sábanas abiertas, desnudo excepto por la toalla que le cubría el regazo.

—¿La toalla es por mí?

—Temía que pudiera crearte cierta confusión sobre tu sexualidad.

—Quizás acabara con la poca que tengo.

—Muy ingenioso para ser un hombre que se tira a una psicóloga. ¿Por qué no pagas tus ochenta pavos como cualquier otro?

Louis nos taladró con la mirada a los dos por encima del periódico. Quizá Leon y él tuvieran antepasados comunes.

—El recadero de Lionel Fontenot acaba de hacerme una visita —informé.

—¿La reina de la belleza? —preguntó Louis.

—El mismo.

—¿Entramos en el juego?

—Esta noche a las diez. Más vale que recuperes tu material de la casa de empeños.

—Enviaré a mi recadero —dijo, y propinó una patada a Ángel en la pierna desde debajo de la sábana.

—¿La reina de la fealdad?

—El mismo —contestó Louis.

Ángel volvió a concentrarse en el concurso de la televisión.

—No voy a dignarme hacer comentarios.

Louis reanudó la lectura.

—Tienes demasiada dignidad para un tipo con una toalla en la polla.

—Es una toalla grande —respondió Ángel con desdén.

—Estás malgastando un buen trozo de toalla, si quieres saber mi opinión.

Los dejé a lo suyo. De vuelta a mi habitación, Rachel estaba junto a la pared, con los brazos cruzados y cara de indignación.

—¿Y ahora qué pasa? —preguntó.

—Volvemos a casa de Joe Bones —informé.

—Y Lionel Fontenot lo matará —repuso—. No es mejor que Joe Bones. Sólo te pones de su lado por conveniencia. ¿Qué pasará cuando Fontenot lo mate? ¿Mejorará algo?

No respondí. Sabía qué pasaría. Durante un breve periodo de tiempo habría revuelo en el tráfico de droga mientras Fontenot renegociaba los pactos existentes o los daba por concluidos. Subirían los precios y se cometería algún asesinato cuando intervinieran aquellos que se sintieran lo bastante poderosos para desafiarlo e intentar apropiarse del territorio de Joe Bones. Lionel Fontenot los mataría, de eso no me cabía duda.

Rachel tenía razón. Sólo me ponía del lado de Lionel por conveniencia. Joe Bones sabía algo de lo que había ocurrido la noche en que murió Tante Marie, algo que podía acercarme al hombre que había asesinado a mi esposa y a mi hija. Si eran necesarias las armas de Lionel Fontenot para averiguarlo, me pondría del lado de los Fontenot.

—Y Louis te ayudará —susurró Rachel—. Dios mío, ¿en qué te has convertido?

Más tarde salí hacia Baton Rouge acompañado por Rachel a petición mía. Nos sentíamos incómodos juntos y no cruzamos palabra. Rachel se conformó con mirar por la ventanilla, acodada contra la puerta y con la mejilla apoyada en la mano derecha. El silencio no se rompió hasta que llegamos a la salida 166, en dirección a la Universidad Estatal de Louisiana y la casa de Stacey Byron. Finalmente hablé, deseoso como mínimo de distender el ambiente.

—Rachel, haré lo que tenga que hacer para encontrar al asesino de Susan y Jennifer —dije—. Lo necesito, si no, estoy muerto por dentro.

No contestó de inmediato. Por un momento pensé que ni siquiera iba a contestar.

—Ya estás muriéndote por dentro —repuso por fin, sin dejar de mirar por la ventanilla. Yo veía sus ojos reflejados en el cristal, fijos en el paisaje—. El hecho de que estés dispuesto a hacer cosas así es prueba de ello. —Me miró por primera vez—. No soy el árbitro de tu moralidad, Bird, ni la voz de tu conciencia. Pero soy una persona que se preocupa por ti, y ahora mismo no sé muy bien cómo hacer frente a estos sentimientos. Una parte de mí quiere alejarse y no volver nunca la vista atrás, pero otra parte de mí quiere, necesita, estar contigo. Quiero poner fin a esto, a todo esto. Deseo ponerle fin por el bien de todos.

A continuación volvió otra vez la cabeza y dejó que yo asimilara lo que acababa de decir.

Stacey Byron vivía en una casa de madera blanca, con la puerta roja y la pintura desconchada, cerca de unas galerías comerciales con un gran supermercado, una tienda de fotografía y una pizzería abierta las veinticuatro horas. Esa zona, próxima al campus de la Universidad Estatal de Louisiana, estaba habitada sobre todo por estudiantes, y actualmente los bajos de algunas casas los ocupaban tiendas que vendían cedés y libros de segunda mano o largos vestidos hippies y anchos sombreros de paja. Cuando pasamos frente a la casa de Stacey Byron y aparcamos delante de la tienda de fotografía, advertí la presencia de un Probe azul estacionado a corta distancia. Los dos tipos de los asientos delanteros parecían muertos de aburrimiento. El conductor tenía un periódico plegado en cuatro partes sobre el volante y chupaba la punta de un lápiz mientras intentaba hacer el crucigrama. Su compañero tamborileaba con los dedos en el salpicadero a la vez que observaba la puerta de la casa de Stacey Byron.

—¿Federales? —preguntó Rachel.

—Es posible. También podría ser policía local. Esto es trabajo de machaca.

Los observamos durante un rato. Rachel encendió la radio y escuchamos una emisora del grupo AOR: Rush, Styx, Richard Marx. De pronto, el estrépito de la música era tal que parecía que el tráfico de la carretera estuviera dentro del coche.

—¿Vas a entrar? —preguntó Rachel.

—Quizá no sea necesario —contesté, y señalé con la cabeza hacia la casa.

Stacey Byron, con el cabello rubio recogido en una cola y el cuerpo enfundado en un corto vestido blanco de algodón, salió de la casa y empezó a caminar hacia nosotros; llevaba una cesta de mimbre colgada del brazo izquierdo. Saludó con un gesto a los dos hombres del coche. Éstos lanzaron una mano al aire, y el que ocupaba el asiento del acompañante, un hombre de estatura mediana y barriga un tanto prominente, bajó del coche, estiró las piernas y la siguió en dirección a las galerías.

Era una mujer de buen ver, aunque el vestido le quedaba demasiado ajustado en los muslos y se le pegaba ligeramente en la grasa de debajo de las nalgas. Tenía los brazos fuertes y esbeltos, y la piel bronceada. Andaba con garbo, y cuando una anciana estuvo a punto de tropezar con ella al entrar en el supermercado, giró un poco sobre el pie derecho para esquivarla.

Noté un contacto suave en la mejilla y, al volverme, descubrí que Rachel estaba soplándome.

—Eh —dijo, y por primera vez desde que salimos de Nueva Orleans se dibujaba una leve sonrisa en sus labios—. Es una descortesía comerse con los ojos a una mujer cuando estás con otra.

—No me la como con los ojos —contesté mientras nos apeábamos del coche—, cumplo con mi labor de vigilancia.

No estaba muy seguro de por qué había ido allí, pero los comentarios de Woolrich sobre Stacey Byron y el interés de ésta por el arte despertaron en mí deseos de verla personalmente, y quería que Rachel la viera también. No sabía cómo podíamos iniciar una conversación con ella, pero supuse que esas cosas tendían a darse por sí solas.

Stacey recorría los pasillos sin prisa. Se advertía cierta falta de rumbo en su manera de comprar por cómo alcanzaba los artículos, miraba las etiquetas y los desechaba. El policía la seguía a unos tres metros, luego a cinco y, finalmente, unas revistas desviaron su atención. Se acercó a la caja y se apostó en un sitio desde donde veía dos pasillos al mismo tiempo, su interés en Stacey Byron se limitó a partir de entonces a alguna que otra mirada.

Observé a un joven negro con bata y gorro blancos provisto de una cinta verde que amontonaba carne empaquetada. Cuando vació la bandeja y tachó el contenido en un portapapeles, salió de la tienda por una puerta donde se leía «Sólo empleados». Me separé de Rachel para vigilar a Byron y seguir al joven negro. Casi lo golpeé con la puerta al entrar, porque estaba agachado recogiendo otra bandeja de carne. Me miró con curiosidad.

—Oiga —dijo—, no puede entrar aquí.

—¿Cuánto ganas en una hora? —pregunté.

—Cinco cincuenta y cinco. ¿Quién es usted?

—Te daré cincuenta dólares si me dejas tu bata y ese portapapeles durante diez minutos.

Se lo pensó durante unos segundos y respondió:

—Sesenta, y si alguien me pregunta, le diré que me los ha robado.

—Hecho —dije, y conté los tres billetes de veinte mientras él se quitaba la bata.

Me venía un poco justa en los hombros, pero nadie se fijaría en eso si no me la abrochaba. Cuando entraba de nuevo en la tienda, el joven me dijo:

—Oiga, por otros veinte le dejo el gorro.

—Por veinte pavos podría meterme yo mismo en el negocio de los gorros —contesté—. Ve a esconderte en el servicio de caballeros.

Encontré a Stacey Byron en la sección de artículos de baño, y a Rachel cerca de ella.

—Discúlpeme, señora —dije mientras me aproximaba—, ¿puedo hacerle unas preguntas?

De cerca, aparentaba más edad. Una red de capilares rotos se extendía bajo sus pómulos y en las comisuras de los ojos las arrugas formaban una fina tracería. De su boca irradiaban también arrugas de tensión, y tenía las mejillas hundidas y estiradas. Parecía cansada y algo más: parecía amenazada, puede que incluso asustada.

—Me parece que no —contestó con una falsa sonrisa, e hizo ademán de esquivarme.

—Es sobre su ex marido.

Entonces se detuvo y se volvió de espaldas buscando al policía con la mirada.

—¿Quién es usted?

—Un detective. ¿Qué sabe del arte del Renacimiento, señora Byron?

—¿Cómo? ¿A qué se refiere?

—Lo estudió en la universidad, ¿no? ¿Le dice algo el nombre de Valverde? ¿Se lo ha oído pronunciar alguna vez a su marido? Dígame.

—No sé de qué me habla. Haga el favor de dejarme en paz.

Retrocedió y, sin querer, tiró al suelo unos botes de desodorante.

—Señora Byron, ¿ha oído hablar alguna vez del Viajante?

Advertí un destello en sus ojos y, a mis espaldas, oí un silbido. Al volverme, vi al grueso policía avanzar hacia nosotros por el pasillo. Pasó junto a Rachel sin fijarse en ella, y ésta se encaminó hacia la puerta y la seguridad del coche, pero para entonces yo me dirigía hacia la zona reservada a los empleados. Tiré la bata y, sin detenerme, atravesé el almacén para salir al aparcamiento trasero, que estaba lleno de camiones de reparto. Luego doblé la esquina para llegar al lado de las galerías, donde Rachel tenía ya el motor en marcha. Me agaché en el asiento mientras ella, al volante, giraba a la derecha para no volver a pasar frente a la casa de Stacey Byron. Por el retrovisor vi al grueso policía mirar alrededor y hablar por su radio, y a Byron a su lado.

—¿Y qué hemos conseguido?

—¿Has visto su mirada cuando he mencionado al Viajante? Conocía el nombre.

—Sabe algo —coincidió Rachel—. Pero podría habérselo oído decir a los policías. Parecía asustada, Bird.

—Puede ser —dije—. Pero ¿asustada de qué?

Aquella noche, Ángel desmontó los paneles de las puertas del Taurus y fijamos las dos Calicos y los cargadores con cinta adhesiva en los huecos interiores; luego volvimos a colocar los paneles. Limpié y cargué la Smith & Wesson en la habitación del hotel bajo la atenta mirada de Rachel.

Metí la pistola en la funda del hombro y me puse una cazadora negra de Alpha Industries sobre la camiseta negra y los vaqueros negros. Sumando a eso las Timberland negras, parecía el portero de un local nocturno.

—Joe Bones tiene los días contados. No podría salvarlo aunque quisiera —dije a Rachel—. Es hombre muerto desde el momento en que fracasó el atentado de Metairie.

—Ya he tomado una decisión —respondió ella—. Me marcho dentro de un par de días. No puedo seguir formando parte de esto, con las cosas que haces, con las cosas que yo he hecho.

Se resistía a mirarme, y yo no pude decir nada. Tenía razón, pero aquello no era un simple sermoneo. Veía el dolor en sus ojos. Lo sentía cada vez que hacíamos el amor.

Louis esperaba junto al coche, vestido con un jersey negro, vaqueros oscuros, cazadora tejana negra y unas botas Ecco. Ángel comprobó los paneles de las puertas una vez más para cerciorarse de que se desprendían sin dificultad y se acercó a Louis.

—Si no has tenido noticias nuestras a las tres de la madrugada, llévate a Rachel del hotel. Tomad una habitación en el Pontchartrain y salid en el primer vuelo de mañana —dije—. Si esto sale mal, Joe Bones podría intentar desquitarse. Arréglatelas como puedas con la policía.

Ángel asintió, cruzó una mirada con Louis y regresó al Flaisance. Louis puso una cinta de Isaac Hayes en el casete y salimos de Nueva Orleans al son de Walk On By.

—Fantástico —comenté.

Louis asintió.

—Así somos los hombres.

Leon esperaba tranquilamente junto a un roble retorcido, de tronco nudoso y caduco, cuando llegamos al desvío de Starhill. Louis mantenía la mano izquierda a un lado, en actitud relajada, y la culata de la SIG asomaba por debajo de su asiento. Yo había dejado la Smith & Wesson en el compartimento de los mapas que había en mi puerta. Cuando nos aproximábamos al lugar de encuentro, ver a Leon solo contra el árbol no me tranquilizó.

Aminoramos la marcha y tomamos una pequeña carretera adyacente que pasaba ante el roble. Leon no pareció advertir nuestra presencia. Apagué el motor y nos quedamos sentados en el coche aguardando alguna señal por su parte. Louis echó mano a la SIG y se la colocó junto al muslo.

Nos miramos. Me encogí de hombros, salí del coche y me apoyé en la puerta abierta, con la Smith & Wesson al alcance de la mano. Louis dejó la SIG en el asiento y bajó por su lado, extendió los brazos para que Leon viese que tenía las manos vacías y se recostó sobre el coche.

Leon se apartó del árbol y vino hacia nosotros. De entre los árboles surgieron otras siluetas. Rodearon el coche cinco hombres con sus H&K al hombro y navajas de hoja larga al cinto.

—Contra el coche —ordenó Leon.

No me moví. Alrededor oímos los chasquidos de los seguros de las armas.

—Si se mueven, los matamos aquí mismo —dijo.

Le sostuve la mirada por un instante. Después me di media vuelta y apoyé las manos en el techo del coche. Louis hizo lo mismo. De pie a mis espaldas, Leon tuvo que ver la SIG en el asiento del acompañante, pero no pareció preocuparle. Me palpó primero el pecho y las axilas, luego los tobillos y los muslos. Cuando tuvo la certeza de que no llevaba micrófonos, registró de manera similar a Louis, y después retrocedió.

—Dejen el coche aquí —ordenó.

Alrededor se encendieron unos faros a la vez que se oía ruido de motores. Un sedán Dodge marrón y un Nissan Patrol verde salieron de pronto de detrás de los árboles, seguidos de una furgoneta Ford de plataforma con tres piraguas amarradas encima. Si el complejo residencial de los Fontenot se hallaba bajo vigilancia, el responsable tenía que visitar a un oculista.

—Llevamos cierto material en el coche —informé a Leon—. Vamos a sacarlo.

Asintió con la cabeza y observó mientras yo extraía las dos mini-metralletas ocultas tras los paneles de la puerta. Louis cogió dos cargadores y me entregó uno. El largo cilindro se extendió sobre el extremo posterior del armazón cuando comprobé el funcionamiento del seguro, situado en el borde delantero del guardamonte. Louis se guardó el segundo cargador en el bolsillo de la cazadora y me lanzó el otro de reserva.

En cuanto subimos a la parte trasera del Dodge, dos hombres escondieron nuestro coche y luego montaron en el Nissan. Leon ocupó el asiento del acompañante del Dodge, e indicó que arrancara al conductor, un hombre de más de cincuenta años, de pelo largo y canoso recogido en una cola. Los otros vehículos nos siguieron a cierta distancia para que no pareciésemos un convoy y evitar así las sospechas de cualquier policía que pasara.

Bordeamos East y West Feliciana, con el Thompson Creek a la derecha, hasta llegar a un desvío que llevaba a la margen del río. Dos coches, un Plymouth antiguo y lo que semejaba un Volkswagen Escarabajo aún más antiguo, esperaban en la orilla, y al lado había otras dos piraguas. Lionel Fontenot, con vaqueros y camisa azul, estaba junto a su Edsel. Echó una ojeada a las Calicos, pero no dijo nada.

En total éramos catorce, la mayoría armados con H&K, dos con fusiles M16. Nos dividimos en grupos de tres para distribuirnos en las piraguas, y Lionel y el conductor del Dodge encabezaron la marcha en un bote de menor tamaño. Louis y yo íbamos separados y empuñábamos un remo cada uno. Empezamos a avanzar río arriba.

Remamos durante unos veinte minutos, manteniéndonos cerca de la orilla occidental, y por fin una silueta más oscura se recortó contra el cielo nocturno. Vi parpadear las luces de las ventanas y poco después, a través de una arboleda, un pequeño malecón al que había amarrada una lancha motora. Los jardines de la casa de Joe Bones estaban a oscuras.

Delante de nosotros se oyó un suave silbido, y con gestos nos indicaron que dejáramos de remar. Al abrigo de los árboles, cuyas ramas colgaban sobre el agua, aguardamos en silencio. Algo brilló en el malecón y por un momento se iluminó el rostro de un guardia mientras encendía un cigarrillo. Oí ante mí un ligero chapoteo, y en la orilla, por encima de nosotros, ululó un búho. Vi moverse el reflejo del vigilante en el agua plateada por la luna, oí el sonido de sus botas contra el malecón de madera. De pronto, una forma oscura se alzó junto a él y se alteró el dibujo de la luna en el agua. Destelló la hoja de una navaja y el ascua roja del cigarrillo cayó en el aire nocturno como una señal de angustia a la vez que el vigilante se desplomaba. Apenas se oyó ruido alguno cuando lo bajaron al agua.

El hombre de la coleta se quedó esperando en el malecón mientras pasábamos de largo para acercarnos a la orilla de hierba lo máximo posible antes de bajar de las piraguas y arrastrarlas a tierra. La orilla, en pendiente, ascendía hasta una franja de césped sin flores ni árboles. Subía orilla arriba hasta la parte trasera de la casa, donde unos peldaños conducían a un patio, al que daban dos contraventanas en la planta baja y una galería en el piso superior igual que la de la fachada principal. Advertí un movimiento en la galería y oí voces en el patio. Había como mínimo tres vigilantes, probablemente más en la parte delantera.

Lionel levantó dos dedos y señaló a dos hombres a mi izquierda. Éstos, agachados, avanzaron con cautela en dirección a la casa. Estaban a unos veinte metros de nosotros cuando la casa y el jardín se iluminaron de pronto con una luz blanca e intensa. Los dos hombres se vieron sorprendidos como conejos bajo los focos, a la vez que en la casa se oían gritos y las primeras ráfagas de armas automáticas sonaban en la galería. Uno de ellos giró sobre sí mismo como un patinador que ha fallado en su salto, y la sangre brotó a borbotones de su camisa como flores rojas al abrirse. Cayó a tierra, con convulsiones en las piernas, mientras su compañero se lanzaba al suelo para cubrirse tras una mesa metálica que formaba parte de los muebles de jardín, semiocultos por la oscuridad, a la orilla del río.

Las contraventanas se abrieron y varias siluetas oscuras se dispersaron por el patio. En la galería aparecieron otros dos o tres vigilantes, que barrieron la hierba ante nosotros con fuego a discreción. A los costados de la casa se veían los fogonazos de las armas mientras varios hombres más de Joe Bones la rodeaban lentamente.

Cerca de allí, Lionel Fontenot soltó una maldición. Estábamos protegidos en parte por la pendiente del jardín allí donde el terreno se curvaba en su descenso hacia el río, pero los vigilantes apostados en la galería buscaban el ángulo adecuado para disparar sobre nosotros directamente. Algunos hombres de Fontenot devolvieron el fuego, pero cada vez que lo hacían revelaban su posición a los vigilantes de la casa. Uno, un cuarentón de rostro anguloso con la boca como una cuchillada, lanzó un gruñido cuando una bala le alcanzó en el hombro. Pese a que la sangre le tiñó de rojo la camisa, siguió disparando.

—Estamos a cincuenta metros de la casa —dije—. Por los lados vienen vigilantes para cortarnos el paso. Si no nos movemos ya, somos hombres muertos.

La tierra se levantó junto a la mano izquierda de Fontenot. Uno de los hombres de Joe Bones había llegado casi a la orilla acercándose desde la parte delantera de la casa. Se oyeron dos ráfagas de M16 procedentes de detrás de la mesa metálica del jardín, y el hombre cayó de costado y rodó por la hierba hasta el río.

—Dígale a sus hombres que se preparen —susurré—. Nosotros les cubriremos.

Transmitieron el mensaje de uno a otro.

—¡Louis! —grité—. ¿Estás listo para probar estos artefactos?

Una silueta situada a dos hombres de mí respondió con un gesto y al instante las Calicos cobraron vida. Uno de los vigilantes de la galería se agitó, acribillado por las balas de nueve milímetros del arma de Louis. Desplacé por completo hacia delante el selector del guardamonte y barrí el patio con una ráfaga. Las contraventanas estallaron en una lluvia de cristal y un vigilante rodó por los peldaños y quedó inmóvil en el césped. Los hombres de Lionel Fontenot abandonaron sus posiciones a cubierto y atravesaron el jardín a todo correr a la vez que disparaban. Puse el selector en la modalidad de un solo disparo y me concentré en el lado este de la casa. Las balas de mi arma hicieron saltar por el aire astillas de madera, y los hombres situados a ese lado se vieron obligados a protegerse.

Los hombres de Fontenot casi habían llegado al patio cuando dos de ellos fueron abatidos por unos disparos procedentes de detrás de las contraventanas hechas añicos. Louis dirigió una ráfaga al interior, y los hombres de Fontenot accedieron al patio y entraron en la casa. Dentro se produjo un intercambio de disparos mientras Louis y yo nos levantábamos y cruzábamos rápidamente el jardín.

A mi izquierda, el hombre oculto tras la mesa abandonó su escondite para seguirnos. En ese momento, algo enorme y oscuro surgió de la penumbra y se abalanzó sobre él con un gruñido grave y feroz. El boerbul lo embistió contra el pecho y lo derribó con su enorme peso. El hombre lanzó un alarido y golpeó al animal con los puños en la cabeza. Al instante, el boerbul atenazó con sus grandes fauces el cuello de su víctima y sacudió la cabeza desgarrándole la garganta.

El animal alzó la cabeza y sus ojos resplandecieron en la oscuridad en cuanto localizó a Louis. Éste se disponía a apuntar la Calico en esa dirección cuando el animal abandonó el cadáver y saltó por encima. Corría a una velocidad asombrosa. Mientras avanzaba hacia nosotros, su forma oscura eclipsaba las estrellas del cielo. Estaba en la cúspide de su salto cuando se oyó la Calico de Louis y las balas traspasaron al animal, que se convulsionó en el aire y cayó sobre la hierba con un crujido a menos de medio metro de nosotros. Agitó las patas intentando levantarse y movió la boca como si mordiera, pese a que de entre sus dientes manaban sangre y espuma. Louis le descerrajó varios tiros más hasta que se quedó inmóvil.

Cuando nos acercábamos a los peldaños, detecté movimiento en la esquina oeste de la casa. Se produjo un fogonazo y Louis lanzó un grito de dolor. La Calico cayó al suelo a la vez que él brincaba hacia los peldaños agarrándose la mano herida. Disparé tres veces y el vigilante se desplomó. Detrás de mí, uno de los hombres de Fontenot avanzaba hacia la casa disparando con su M16. De pronto, al llegar a la esquina, se colgó el fusil al hombro mientras esperaba allí inmóvil, y vi brillar la hoja de su navaja a la luz de la luna. El corto cañón de una Steyr asomó al otro lado, seguido del rostro de uno de los hombres de Joe Bones. Lo reconocí: era el que había aparecido tras la verja de la finca al volante de un carrito de golf durante nuestra primera visita, pero el recuerdo se fundió con el destello de la navaja al hundirse en su cuello. De su arteria seccionada brotó un chorro carmesí. Aún no había acabado de caer cuando el hombre de Fontenot volvió a levantar el M16 para seguir abriéndose paso a tiros hacia la parte delantera de la casa.

Louis se examinaba la mano derecha cuando llegué junto a él. La bala le había herido el dorso, dejando a su paso una profunda brecha y dañándole el nudillo del dedo índice. Arranqué una tira de tela de la camisa de un vigilante muerto tendido en el patio y le vendé la mano. Le entregué la Calico y se pasó la correa por encima de la cabeza e introdujo el dedo medio en el guardamonte. Con la mano izquierda desenfundó la SIG y, a la vez que se levantaba, me hizo una señal con la cabeza.

—Más vale que busquemos a Joe Bones.

Al otro lado de las contraventanas del patio había un comedor convencional. La mesa, que podía acoger cómodamente a dieciocho comensales como mínimo, estaba astillada y agujereada por las balas. En la pared, un retrato de un caballero sureño de pie junto a su caballo presentaba un enorme orificio en el vientre del caballo, y entre los restos de una vitrina se veía una selección de platos de porcelana antiguos reducidos a añicos. Había también dos cadáveres. Uno de ellos era el hombre de la cola que conducía el Dodge.

El comedor daba a un ancho pasillo alfombrado y a un vestíbulo iluminado por una araña de luces, desde el cual una escalera de caracol subía al piso superior. Las otras puertas de la planta baja estaban abiertas, pero no llegaba un solo ruido del interior. Mientras nos dirigíamos a la escalera, oímos en los pisos superiores un incesante intercambio de disparos. Al pie, yacía uno de los hombres de Joe Bones con un pantalón de pijama a rayas en medio de un charco de sangre procedente de una herida en la cabeza.

En lo alto de la escalera había una serie de puertas a izquierda y derecha. Por lo visto, los hombres de Fontenot habían despejado la mayor parte de las habitaciones, pero habían tenido que cubrirse en los huecos del pasillo y los umbrales de las puertas a causa del fuego procedente de las habitaciones del extremo oeste de la casa; una, la de la derecha, daba al río y tenía los paneles de la puerta perforados ya por las balas, la otra daba a la parte delantera de la casa. Mientras observábamos, un hombre vestido con un mono azul y provisto de un hacha de empuñadura corta en una mano y una Steyr que había conseguido por el camino en la otra abandonó rápidamente su escondite y se situó a una puerta de la habitación que daba a la parte delantera. A través de la puerta de la derecha dispararon repetidas veces y el hombre cayó al suelo agarrándose la pierna.

Me oculté en un hueco del pasillo entre los restos de unas rosas de tallo largo dispersas en medio de un charco de agua y trozos de jarrón y disparé una ráfaga contra la puerta de la habitación de la parte delantera. Dos hombres de Fontenot avanzaron agachados simultáneamente. Frente a mí, Louis disparaba hacia la puerta entornada del lado del río. Dejé de disparar en cuanto los hombres de Fontenot llegaron a la habitación y se precipitaron sobre el ocupante. Se oyeron dos tiros más y, a continuación, uno de ellos salió limpiándose la navaja en los pantalones. Era Lionel Fontenot. Lo seguía Leon.

Los dos hombres se apostaron a ambos lados de la última habitación. Otros seis hombres avanzaron para unirse a ellos.

—Joe, esto se ha acabado —dijo Lionel—. Vamos a zanjar el asunto.

Dos balas traspasaron la puerta. Leon levantó su H&K en ademán de disparar, pero Lionel alzó la mano y miró hacia mí por encima de Leon. Me acerqué y esperé detrás de Leon mientras Lionel empujaba la puerta con el pie y se pegaba a la pared al tiempo que sonaban otros dos disparos, seguidos del chasquido de un percutor en una recámara vacía, un sonido tan definitivo como el de una losa al cerrarse sobre una tumba.

Leon fue el primero en entrar, tras sustituir la H&K por sus navajas. Fui tras él, seguido de Lionel. Las paredes del dormitorio de Joe Bones estaban salpicadas de orificios y las cortinas blancas se agitaban como fantasmas furiosos movidas por el aire nocturno que penetraba a través de la ventana rota. La rubia que días antes almorzaba con Joe en el jardín yacía muerta contra la pared del fondo con una mancha roja en el lado izquierdo del pecho de su camisón de seda. Joe Bones estaba ante la ventana envuelto en una bata roja de seda. El Colt colgaba de su mano inútilmente a un costado, pero los ojos le brillaban de ira y la cicatriz del labio, contraída y blanca, destacaba sobre la piel. Soltó el arma.

—Hazlo ya, cabrón —masculló, dirigiéndose a Lionel—. Mátame si tienes cojones.

Lionel cerró la puerta de la habitación a la vez que Joe Bones se volvía para mirar a la mujer.

—Pregúntele —me dijo Lionel.

Joe Bones no pareció oírlo. Daba la impresión de que lo corroía un profundo dolor mientras recorría con la mirada el perfil de la muerta.

—Ocho años —susurró—. Ha estado conmigo ocho años.

—Pregúntele —repitió Lionel Fontenot.

Di un paso al frente, y Joe Bones se volvió hacia mí con expresión de desprecio, ya sin rastro de tristeza en la cara.

—El puto viudo afligido. ¿Has traído a tu negro amaestrado?

Lo abofeteé con fuerza y retrocedió.

—Joe, no puedo salvarte la vida, pero si me ayudas quizá pueda asegurarte una muerte más rápida. Dime qué vio Remarr la noche en que asesinaron a los Aguillard.

Se enjugó la sangre de la comisura de los labios extendiéndosela por la mejilla.

—No tienes ni puta idea de a qué te enfrentas, ni la más remota idea. Estás tan perdido que no encontrarías ni tu mano izquierda.

—Joe, ese hombre mata a mujeres y niños. Volverá a matar.

Joe Bones torció la boca en un amago de sonrisa, y la cicatriz distorsionó la forma de sus labios carnosos como una grieta en un espejo.

—Habéis matado a mi mujer y ahora me vais a matar a mí, diga lo que diga. No tienes con qué negociar.

Miré a Lionel Fontenot. Él movió la cabeza en un gesto de negación casi imperceptible, pero Joe Bones lo advirtió.

—¿Lo ves? Nada. Lo único que puedes ofrecerme es un poco menos de dolor, y el dolor ya no es nuevo para mí.

—Mató a uno de tus hombres. Mató a Tony Remarr.

—Tony dejó una huella en casa de la negra. Tuvo un descuido y pagó el precio. Ese tipo me ahorró la molestia de matar yo mismo a la vieja bruja y a su hijo. Si me lo encuentro, le daré un apretón de manos.

Joe Bones desplegó una amplia sonrisa, como un rayo de sol a través de una nube de humo acre y oscuro. Obsesionado por la sangre mestiza que corría por sus venas, había ido más allá de toda idea establecida de humanidad y compasión, de amor y de dolor. Con su reluciente bata roja, parecía una herida en el tejido del espacio y el tiempo.

—Te lo encontrarás en el infierno —dije.

—Allí veré también a la puta de tu mujer y me la follaré por ti.

Ahora tenía una mirada inexpresiva y fría. El olor de la muerte flotaba en torno a él como un tufo a tabaco rancio. A mis espaldas, Lionel Fontenot abrió la puerta y el resto de sus hombres entraron en silencio. Sólo entonces, viéndolos a todos juntos en el dormitorio destrozado, me pareció evidente el parecido entre ellos. Lionel mantuvo la puerta abierta para que me marchase.

—Es un asunto de familia —dijo cuando salí.

La puerta se cerró con un suave chasquido, como dos huesos al entrechocar.

Después de morir Joe Bones, reunimos los cadáveres de los hombres de Fontenot en el jardín frente a la casa. Los cinco yacían uno al lado del otro, desmadejados y rotos como sólo los muertos pueden estarlo. Las verjas de la finca estaban abiertas, y el Dodge, el Volkswagen y la furgoneta entraron a toda velocidad. Con rapidez pero a la vez con delicadeza, se cargaron los cuerpos en los maleteros de los coches y se ayudó a los heridos a acomodarse en los asientos traseros. Rociaron las piraguas con gasolina, les prendieron fuego y las dejaron flotando río abajo.

Abandonamos la finca y llegamos al punto de encuentro inicial en Starhill. Allí esperaban los tres Explorers negros que había visto en el complejo residencial de Delacroix, con los motores en marcha y los faros apagados. Mientras Leon rociaba de gasolina los coches y la furgoneta, se trasladaron los cuerpos, envueltos en lona, a la parte trasera de dos de los jeeps. Louis y yo observamos en silencio.

Cuando los jeeps cobraron vida, Leon arrojó trapos encendidos al interior de los vehículos desechados, Lionel Fontenot se acercó a nosotros y se quedó a nuestro lado mientras ardían. Sacó una pequeña libreta verde del bolsillo, anotó un número en una hoja y la arrancó.

—Este tipo le curará la mano a su amigo. Es discreto.

—Sabía quién mató a Lutice, Lionel —dije.

Asintió con la cabeza.

—Quizá. Pero no estaba dispuesto a decirlo, ni siquiera al final. —Con el dedo índice se frotó un corte reciente en la palma de la mano derecha para sacar la tierra de la herida—. He oído decir que los federales buscan a alguien en los alrededores de Baton Rouge, un hombre que trabajaba en un hospital de Nueva York. —Guardé silencio y sonreí—. Sabemos cómo se llama. Un hombre puede esconderse durante mucho tiempo en los pantanos si conoce bien el terreno. Puede que los federales no lo encuentren, pero nosotros daremos con él. —Al igual que un rey mostrando sus mejores tropas a sus súbditos preocupados, señaló con la mano a sus hombres—. Lo buscaremos. Lo encontraremos y ahí acabará todo.

A continuación se dio media vuelta y se sentó al volante del primer jeep, con Leon en el asiento contiguo, y desaparecieron en la noche, las luces rojas de posición semejaban cigarrillos cayendo en la oscuridad, como barcos en llamas flotando en agua negra.

Telefoneé a Ángel de camino a Nueva Orleans. En una farmacia abierta toda la noche compré un antiséptico y un botiquín de primeros auxilios para la herida de Louis. De camino en el coche, tenía la cara bañada en sudor y los jirones blancos de tela que le envolvían los dedos estaban manchados de rojo. Cuando llegamos al Flaisance, Ángel le limpió la herida con el antiséptico e intentó cosérsela con hilo de sutura. El nudillo presentaba mal aspecto, y Louis tenía en los labios una tensa mueca de dolor. Pese a sus protestas, llamé al número que nos habían dado. La voz soñolienta que atendió el teléfono después de sonar el timbre cuatro veces se despejó de pronto en cuanto mencioné el nombre de Lionel.

Ángel llevó a Louis en coche a la consulta. Cuando se marcharon, me quedé frente a la puerta de Rachel dudando si llamar o no. Sabía que no dormía: Ángel había hablado con ella después de recibir mi llamada, y presentía que estaba despierta. Aun así, no llamé, pero cuando regresaba a mi habitación, se abrió la puerta. Se quedó en el umbral esperándome, con una camiseta blanca que le llegaba casi a las rodillas. Se apartó para dejarme pasar.

—Veo que sigues entero —dijo. No parecía especialmente complacida.

Estaba cansado y sentía náuseas después de ver tanta sangre. Deseaba hundir la cara en agua helada. Deseaba beber con tal desesperación que notaba la lengua hinchada dentro de la boca; tenía la impresión de que sólo una botella de Abita y un trago de whisky Redbreast podían devolverle su tamaño normal. Cuando hablé, mi voz sonó como el estertor de un anciano en su lecho de muerte.

—Estoy entero —contesté—. Otros muchos no lo están. Louis ha recibido una herida de bala en la mano y demasiadas personas han muerto en esa casa: Joe Bones, la mayoría de sus hombres, su mujer.

Rachel me volvió la espalda y se acercó a la ventana del balcón. Sólo estaba encendida la lámpara de la mesilla de noche y proyectaba sombras sobre las ilustraciones que ella había salvado de Woolrich y que ahora ocupaban de nuevo su lugar en las paredes. Unos brazos desollados y el rostro de una mujer y un joven surgieron de la penumbra.

—¿Qué has averiguado a cambio de semejante matanza?

Era una buena pregunta, y como suele ocurrir con las buenas preguntas, la respuesta no estuvo a la altura.

—Nada, excepto que Joe Bones ha preferido una muerte dolorosa a contar lo que sabía.

Se volvió hacia mí.

—¿Qué vas a hacer ahora?

Empezaba a cansarme de preguntas, en especial de preguntas tan difíciles como aquéllas. Sabía que ella tenía razón y yo mismo me daba asco. Tenía la impresión de que Rachel se había contaminado a través de su contacto conmigo. Quizá debería haberle dicho todo eso en aquel momento, pero estaba demasiado cansado, sentía demasiadas náuseas y percibía aún el olor de la sangre; y de todos modos creo que ella ya lo sabía casi todo.

—Voy a acostarme —dije—. Después lo pensaré.

Y la dejé.