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En la facultad de medicina de la Universidad Complutense de Madrid hay un museo de anatomía, fundado por el rey Carlos III. Buena parte de la colección es fruto de los esfuerzos del doctor Julián de Velasco entre principios y mediados del siglo XIX. El doctor Velasco fue una persona que se tomaba muy en serio su trabajo. Se decía que había momificado el cadáver de su propia hija del mismo modo que William Harvey, para descubrir la circulación de la sangre, se apoyó en las autopsias de los cuerpos de su padre y su hermana.

En el largo y rectangular salón las piezas están expuestas en vitrinas: dos esqueletos gigantescos, la cabeza de un feto reproducida en cera y, en cierto punto, dos figuras con el rótulo «Despellejados». En posturas efectistas, muestran el movimiento de los músculos y los tendones sin que los oculte el velo blanco de la piel. Vesalius, Valverde, Estienne, sus predecesores, sus coetáneos, sus sucesores, todos trabajaron con pleno conocimiento de esta tradición. Artistas como Miguel Ángel y Leonardo da Vinci crearon sus propios écorchés, como denominaban a sus dibujos de figuras desolladas, basándose en lo que veían al participar ellos mismos en disecciones.

Y las figuras que creaban no eran meros especímenes anatómicos: a su manera, servían como recordatorio del carácter imperfecto de nuestra humanidad, recordatorio de la capacidad del cuerpo para el dolor y, finalmente, para la muerte. Advertían de la futilidad de los placeres de la carne, de lo real que eran la enfermedad, el dolor y la muerte en esta vida, y la promesa de algo mejor en la vida venidera.

En la Venecia del siglo XVIII, la práctica del modelado anatómico alcanzó su punto culminante. Bajo los auspicios del abad Felice Fontana, anatomistas y artistas trabajaron codo con codo para crear esculturas naturales con cera de abeja. Los anatomistas abrían los cadáveres, los artistas vertían yeso líquido en ellos, y se obtenían moldes. Dentro de éstos se aplicaban sucesivas capas de cera, añadiendo grasa de cerdo para alterar la temperatura de la cera cuando era necesario, y gracias a esta disposición en capas se reproducía la transparencia de los tejidos humanos.

A continuación, mediante hilos, pinceles y buriles de punta fina, se perfilaban las facciones y estrías del cuerpo. Se añadían, pelo a pelo, cejas y pestañas. En el caso del artista boloñés Lelli, se utilizaron esqueletos auténticos a modo de armazón para las creaciones en cera. El emperador de Austria, José II, quedó tan impresionado por la colección que encargó 1192 modelos a fin de fomentar la enseñanza de la medicina en su país. En cambio, Frederik Ruysch, profesor de anatomía del Atheneum Illustre de Amsterdam, utilizaba fijadores químicos y tintes para conservar sus especímenes. Su casa contenía una exposición de esqueletos de niños de distintas edades y en diversas posturas, recordatorios de la fugacidad de la vida.

No obstante, nada podía compararse a tener ante sí un cuerpo humano de verdad. Las demostraciones públicas de anatomía y disección atraían a un gran número de personas, y algunas asistían con disfraces de carnaval. Iban con el pretexto de aprender, pero, de hecho, la disección era poco menos que una prolongación de las ejecuciones públicas. En Inglaterra, la Ley de Homicidios de 1752 estableció un lazo directo entre los dos acontecimientos al permitir que los cadáveres de los asesinos se diseccionasen anatómicamente, y la autopsia penal se convirtió en un castigo más para el delincuente, a quien así se le privaba del derecho a un entierro como era debido. En 1832, la Ley de Anatomía prolongó hasta la otra vida las penurias de los pobres al autorizar la confiscación de los cuerpos de indigentes fallecidos para su disección.

Así pues, la muerte y la disección iban de la mano junto con el avance del conocimiento científico. Pero ¿y el dolor? ¿Y la repugnancia hacia el funcionamiento del organismo femenino durante el Renacimiento, que provocó una fascinación especialmente morbosa por el útero? En el despellejamiento y la disección, las realidades del sufrimiento, el sexo y la muerte no andaban muy lejos.

El interior del cuerpo, una vez revelado, nos remite a nuestra mortalidad. Pero ¿cuántos de nosotros pueden hablar con conocimiento de su propio interior? Vemos nuestra mortalidad sólo a través de la mortalidad de los demás. Aun entonces, sólo en circunstancias excepcionales, en caso de guerra, muerte por accidente o asesinato, cuando el espectador es testigo del hecho en sí o de sus consecuencias inmediatas, tenemos una visión clara de la mortalidad en toda su magnitud.

A su manera violenta y dolorosa —creía Rachel—, el Viajante pretendía romper esas barreras. Al matar así a sus víctimas, revelándoles sus propias entrañas, haciéndoles conocer el significado del verdadero dolor, las inducía a tomar conciencia de su mortalidad; pero también pretendía recordar a los demás su propia mortalidad y el dolor brutal y definitivo que algún día les llegaría.

El Viajante cruzaba una y otra vez los límites entre tortura y ejecución, entre curiosidad intelectual y sadismo. Formaba parte de la historia secreta de la especie humana, la historia recogida en la Anatomía Magistri Nicolai Physici, un tratado del siglo XIII que explicaba que antiguamente se practicaba la disección en vivos y muertos, que se maniataba a reos convictos y se los diseccionaba de manera gradual, empezando por las piernas y los brazos y pasando después a los órganos internos. Celso y san Agustín hicieron afirmaciones análogas en cuanto a las disecciones en vivo, todavía refutadas por los historiadores médicos.

Y ahora el Viajante había venido a escribir su propia historia, a ofrecer su propia fusión de ciencia y arte, a tomar sus propias anotaciones sobre la mortalidad y crear un infierno en el corazón humano.

Rachel me explicó todo esto mientras estábamos sentados en su habitación. Fuera había oscurecido y los acordes de la música flotaban en el aire.

—Pienso que el hecho de arrancarles los ojos puede guardar relación con la ignorancia; sería una representación física de la incapacidad para comprender la realidad del dolor y la muerte —dijo—. Pero indica lo alejado que está el propio asesino de la humanidad. Todos sufrimos, todos experimentamos la muerte de distintas maneras antes de morir. Cree que sólo él puede enseñárnoslo.

—Eso, o cree que lo hemos perdido de vista y es necesario recordárnoslo, que es su función decirnos hasta qué punto son intrascendentes nuestras vidas —añadí.

Rachel movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

—Si lo que dices es verdad, ¿por qué echó a Lutice Fontenot al pantano dentro de un barril? —dijo Ángel, sentado junto al balcón con la vista fija en la calle.

—Proceso de aprendizaje —contestó Rachel.

Louis enarcó una ceja pero permaneció en silencio.

—El Viajante piensa que está creando obras de arte: el cuidado con que presenta los cadáveres, la relación de las posturas con antiguos manuales de medicina, los vínculos con la mitología y las representaciones artísticas del cuerpo, todo ello apunta en esa dirección. Pero incluso los artistas tienen que empezar por algún sitio. Los poetas, los pintores, los escultores, todos pasan por un periodo de aprendizaje de un tipo u otro, formal o no. Las obras que crean durante esa etapa pueden influir en su trabajo posterior, pero por lo general no se exhiben en público. Es una oportunidad para cometer errores sin exponerse a las críticas, para ver hasta dónde pueden llegar. Lutice Fontenot fue quizá para él precisamente eso: parte del proceso de aprendizaje.

—Pero murió después de Susan y Jennifer —susurré.

—Eligió a Susan y Jennifer porque le interesaban, pero el resultado no fue satisfactorio. Creo que utilizó a Lutice para practicar antes de volver a la actividad pública —contestó sin mirarme—. Eligió a Tante Marie y a su hijo por diversas razones, en una mezcla de deseo y necesidad, y esta vez sí que dispuso de tiempo para conseguir el efecto que pretendía. Luego tuvo que matar a Remarr, bien por lo que vio, bien por la simple posibilidad de que hubiera visto algo, pero de nuevo creó con él un memento mori. A su manera, es un hombre práctico: no le importa hacer de la necesidad virtud.

Ángel no parecía muy satisfecho con la idea central del discurso de Rachel.

—Pero ¿y la forma en que la mayoría de nosotros reaccionamos ante la muerte? —preguntó—. Nos despierta deseos de vivir. Incluso nos despierta deseos de follar. —Rachel me lanzó una mirada y se concentró en sus notas—. Es decir —continuó Ángel—, ¿qué quiere ese tipo que hagamos, que dejemos de comer, de amar, porque él siente esa atracción por la muerte y considera que la otra vida será mejor?

Alcancé la ilustración de la Pietà y examiné los detalles de los cuerpos, el interior meticulosamente rotulado, y las expresiones plácidas en los rostros de la mujer y el hombre. Las caras de las víctimas del Viajante no tenían ese aspecto ni mucho menos. Estaban contraídas por el sufrimiento.

—La otra vida le trae sin cuidado —dije—. A él sólo le interesa el mal que puede hacer en ésta.

Me puse en pie y me coloqué al lado de Ángel junto a la ventana. Abajo, los perros correteaban y olfateaban por el patio. Me llegaba el olor a comida y a cerveza e imaginé que, por debajo de todo eso, percibía el olor de la humanidad misma que deambulaba alrededor.

—¿Por qué no ha venido a por nosotros, o a por ti? —preguntó Ángel. Se dirigía a mí, pero fue Rachel quien contestó.

—Porque quiere que lo comprendamos. Todo lo que ha hecho es un intento para llevarnos a alguna parte. Todo esto es un esfuerzo por comunicarse, y nosotros somos su público. No quiere matarnos.

—Todavía… —dijo Louis en voz baja. Rachel asintió mirándome a los ojos.

—Todavía —convino en un susurro.

Quedé en reunirme con Rachel y los otros en el Vaughan más tarde. En mi habitación, telefoneé a Woolrich y le dejé un mensaje en el contestador. Me devolvió la llamada al cabo de cinco minutos y dijo que nos veríamos en el Napoleon House en una hora.

Cumplió su palabra. Apareció poco antes de las diez vestido con unos pantalones de algodón de color hueso y con una chaqueta a juego colgada del brazo, que se puso en cuanto entró en el bar.

—¿Hace frío aquí, o es sólo en la recepción?

Tenía legañas en las comisuras de los ojos y despedía un olor acre, como si no se hubiera bañado hacía tiempo. Ya no era el hombre con aplomo que yo recordaba del apartamento de Jenny Ohrbach, capaz de arrebatar el control de la situación a un grupo de policías vagamente hostiles. Ahora se le veía más viejo, más vacilante. Llevarse los papeles de Rachel tal como había hecho no era propio de él; el Woolrich de antes se los habría llevado de todos modos, pero primero los habría pedido.

Pidió una Abita para él y un agua mineral para mí.

—¿Quieres decirme por qué has confiscado el material en el hotel?

—No lo veas como una confiscación, Bird. Considéralo un préstamo.

Tomó un sorbo de cerveza y se miró en el espejo. Aparentemente no le gustó lo que vio.

—Te bastaba con pedirlo —repliqué.

—¿Me lo habrías dado?

—No, pero habríamos hablado de ello.

—No creo que eso le hubiera impresionado mucho a Durand. Para serte sincero, tampoco a mí me hubiera impresionado mucho.

—¿Fue cosa de Durand? ¿Por qué? Vosotros tenéis vuestros propios especialistas en perfiles, vuestros propios agentes trabajando en esto. ¿Por qué estabais tan seguros de que podíamos aportar algo?

De pronto hizo girar el taburete y se inclinó hacia mí, acercándose tanto que olí su aliento.

—Bird, sé que quieres atrapar a ese tipo. Sé que quieres atraparlo por lo que les hizo a Susan y a Jennifer, a la vieja y a su hijo, a Florence, a Lutice Fontenot, y quizás incluso a ese capullo de Remarr. He intentado mantenerte al corriente de la investigación, y tú te has metido en el caso como si fuera un juego. Tienes a un asesino alojado en la habitación contigua; sabe Dios a qué se dedica su colega, y tu novia anda coleccionando imágenes médicas como si fueran cromos. No me has informado de nada, así que he hecho lo que tenía que hacer. ¿Crees que te escondo algo? Con toda la mierda que has removido, tienes suerte de que no te meta en un avión y te mande a Nueva York.

—Necesito saber lo que sabes —dije—. ¿Qué me ocultas de ese tipo?

Nuestras cabezas casi se rozaban. De pronto, Woolrich hizo una mueca y se echó hacia atrás.

—¿Ocultarte? Por Dios, Bird, eres increíble. Aquí tienes un detalle: la mujer de Byron ¿quieres saber qué estudió en la Universidad? Arte. El tema de su tesis fue las representaciones del cuerpo y el arte en el Renacimiento. Cabe pensar que eso incluía esbozos médicos, que quizá de ahí sacó su ex alguna de sus ideas. —Respiró hondo y tomó un largo trago de cerveza—. Eres un cebo, Bird. Tú lo sabes y yo también. Y yo sé además otra cosa. —Hablaba con voz fría y severa—. Sé que estuviste en Metairie. Hay un tipo en el depósito de cadáveres con un orificio de bala en la cabeza, y la policía tiene los restos de una bala de Smith & Wesson de diez milímetros, extraída del mármol justo detrás de él. ¿Quieres hablarme de eso, Bird? ¿Quieres decirme si estabas solo en Metairie cuando empezó el tiroteo? —No contesté—. ¿Te la estás tirando, Bird? —preguntó a continuación.

Lo miré. No vi el menor asomo de sonrisa en sus ojos ni en sus labios. En lugar de eso, percibí hostilidad y desconfianza. Si algo necesitaba saber sobre Edward Byron y su ex esposa, tendría que averiguarlo yo mismo. Si hubiera arremetido contra él en ese momento, los dos habríamos salido gravemente perjudicados. No gasté más saliva con él, ni volví la vista atrás al salir del bar.

Fui en taxi a Bywater y me bajé frente al Vaughan's Lounge en la esquina de Dauphine con Lesseps. Pagué la entrada de cinco dólares a la puerta. Dentro, Kermit Ruffins y los Barbecue Swingers estaban absortos en una rapsodia de Nueva Orleans y había platos de alubias rojas sobre las mesas. Rachel y Ángel bailaban en torno a las mesas y las sillas en tanto que Louis observaba con una expresión de profundo sufrimiento. Cuando me acerqué, el ritmo de la música se hizo un poco más lento y Rachel tiró de mí. Bailé con ella un rato mientras me acariciaba la cara; cerré los ojos y la dejé hacer. Luego tomé un refresco y me abstraje en mis propios pensamientos hasta que Louis dejó su silla y vino a sentarse a mi lado.

—No has hablado mucho en la habitación de Rachel —dije.

Asintió.

—Son gilipolleces. Todo ese rollo, la religión, los dibujos médicos…, son sólo adornos. Y quizás él se lo cree, o quizá no. A veces no tiene nada que ver con la mortalidad, sino con la belleza del color de la carne. —Tomó un sorbo de cerveza—. Y a este tipo le gusta cruda.

De regreso en el Flaisance, acostado junto a Rachel, escuché su respiración en la oscuridad.

—He estado pensando —dijo—. Sobre nuestro asesino.

—¿Y?

—Creo que el asesino quizá no sea un hombre.

Me acodé en la cama y la miré. Veía el blanco de sus ojos, ancho y brillante.

—¿Por qué?

—Exactamente no lo sé. Es sólo que parece haber algo casi femenino en la sensibilidad de quien comete esos crímenes, cierta… delicadeza con la interconexión de las cosas, con sus posibilidades para el simbolismo. No estoy segura. Pienso en voz alta, pero no se trata de una sensibilidad propia del hombre moderno. Quizá me equivoque al pensar que hay algo «femenino»… Es decir, las características, la crueldad, la capacidad para imponer su fuerza, todo ello apunta a un hombre…, pero es lo más que puedo acercarme, al menos de momento. —Movió la cabeza en un gesto de incomprensión y volvió a callarse. Por fin preguntó—: ¿Estamos convirtiéndonos en pareja?

—No lo sé. ¿Tú crees?

—Eludes la pregunta.

—No, en realidad no. Es una pregunta que no estoy acostumbrado a contestar, o que no pensaba que tuviera que contestar otra vez. Si me preguntas si quiero que estemos juntos, la respuesta es sí. Me preocupa un poco, y traigo más equipaje que una cinta transportadora del aeropuerto John Fitzgerald Kennedy, pero quiero estar contigo.

Me besó con ternura.

—¿Por qué dejaste de beber? —preguntó, y añadió—: Ya que hablamos con franqueza.

Me sorprendí.

—Porque si ahora tomara una sola copa, despertaría en Singapur con barba dentro de una semana —respondí.

—Eso no contesta la pregunta.

—Me odiaba a mí mismo, y eso me llevaba a odiar a los demás, incluso a las personas más cercanas. Estuve bebiendo la noche que mataron a Susan y a Jennifer. Había estado bebiendo mucho, no sólo esa noche sino también otras. Bebía por muchas razones: por las tensiones del trabajo, por mis defectos como marido, y quizá por otras cosas, cosas que venían de muy atrás. Si yo no hubiera sido un borracho, Susan y Jennifer quizá no habrían muerto. Así que lo dejé. Demasiado tarde, pero lo dejé.

Rachel no dijo nada. No dijo: «No fue culpa tuya», o «No puedes sentirte responsable por eso». Sabía que no tenía sentido.

Creo que yo deseaba seguir hablando, tratar de explicarle cómo era mi vida sin el alcohol, mi temor a que, sin el alcohol, cada día acabara sin que yo esperase nada del día siguiente. Que cada día fuera sólo un día más sin beber. A veces, durante mis horas más bajas, me preguntaba si mi obsesión por encontrar al Viajante no era simplemente una manera de llenar mis días, una manera de evitar descarriarme.

Más tarde, cuando ella dormía, yací despierto en la cama, sobre las sábanas y pensé en Lutice Fontenot y los cuerpos transformados en arte antes de que también a mí me venciera el sueño.