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El complejo residencial de los Fontenot se encontraba a ocho kilómetros al este de Delacroix. Se accedía por una carretera particular elevada, recién construida, que serpenteaba a través de los pantanos y árboles putrefactos hasta llegar a una zona que se había deforestado y ahora era sólo tierra oscura. Una cerca alta, coronada con alambre de espino, rodeaba la finca de alrededor de una hectárea, en el centro de la cual se alzaba un edificio de hormigón de una sola planta en forma de herradura. En el aparcamiento de cemento situado a lo largo de las alas del edificio había estacionados en fila un descapotable y tres Explorers negros. Al fondo había una casa más antigua, una vivienda corriente de madera de un solo piso, con un porche y lo que parecía una serie de habitaciones comunicadas entre sí. Cuando detuve el Taurus de alquiler ante la verja del complejo, con Louis en el asiento contiguo, dio la impresión de que no había nadie. Rachel se había llevado el otro coche de alquiler para hacer una última visita a la Universidad de Loyola.

—Quizá deberíamos haber telefoneado antes —comenté mientras contemplaba el silencioso complejo.

Junto a mí, Louis se llevó poco a poco las manos a la cabeza y señaló al frente con el mentón. Ante nosotros dos hombres, vestidos con vaqueros y camisas descoloridas, nos apuntaban con sus Heckler & Koch HK53 de culatas replegadas. Vi a otros dos por el retrovisor y a un quinto, con un hacha en el cinturón, frente a la ventanilla del pasajero. Eran hombres duros y curtidos, algunos de ellos con barbas ya canosas. Llevaban las botas embarradas y tenían las manos como los trabajadores manuales, con alguna que otra cicatriz.

Observé a un hombre de estatura media, vestido con camisa tejana, vaqueros y botas de trabajo, que venía hacia la verja desde el edificio principal. Al llegar a la verja, en lugar de abrirla, nos observó a través de los barrotes. En algún momento de su vida se había quemado: tenía profundas cicatrices en el lado derecho de la cara, el ojo derecho inútil, y el pelo no había vuelto a salirle en esa parte de la cabeza. Un pliegue de piel le caía sobre el ojo ciego y, cuando habló, lo hizo por el lado izquierdo de la boca.

—¿A qué ha venido? —Tenía un marcado acento: cajún de pura cepa.

—Me llamo Charlie Parker —contesté a través de la ventanilla—. He venido a ver a Lionel Fontenot.

—¿Quién es ése? —señaló a Louis con el dedo.

—Count Basie —dije—. El resto de la banda no ha llegado a tiempo.

El guaperas no esbozó una sonrisa, ni siquiera media sonrisa.

—Lionel no quiere ver a nadie. Mueva el culo y piérdase, o acabará mal. —Se dio media vuelta y regresó hacia el complejo.

—Eh —dije—. ¿Aún no han hecho el recuento de matones de Joe Bones caídos en Metairie?

Se detuvo y se volvió hacia nosotros.

—¿Qué dice? —Reaccionó como si hubiera insultado a su hermana.

—Imagino que tienen dos cadáveres en Metairie que nadie puede atribuirse. Si hay una recompensa, vengo a reclamarla.

Pareció pensar en ello durante un momento y dijo por fin:

—¿Es un chiste? Si lo es, no le veo la gracia.

—¿No le ve la gracia? —repetí, con tono más hostil. Parpadeó con el ojo izquierdo, y una H&K apareció a cinco centímetros de mi nariz. Por el olor, parecía que la habían usado recientemente—. A lo mejor esto le parece más gracioso: soy quien sacó a Lutice Fontenot del fondo del pantano de Honey Island. Dígaselo a Lionel, y veremos si se ríe.

No contestó, pero apuntó un mando a distancia por infrarrojos hacia la verja. Se abrió casi sin ruido.

—Salgan del coche —ordenó.

Cuando abrimos las puertas, dos de los hombres nos encañonaron sin apartar la vista de nuestras manos, y luego otros dos se acercaron y, tras obligarnos a apoyarnos contra el coche, nos cachearon en busca de armas y micrófonos. Entregaron la SIG y la navaja de Louis y mi S&W al tipo de las cicatrices y registraron el coche por si dentro había alguna arma oculta. Abrieron el capó y el maletero y examinaron los bajos.

—Tío, pareces el Cuerpo de Paz —susurró Louis—. Haces amigos allí adonde vas.

—Gracias —respondí—. Es un don que tengo.

Después de asegurarse de que no había nada sospechoso en el coche, nos permitieron volver a subirnos y seguir lentamente hacia el complejo con uno de los hombres de Fontenot, el del hacha, en el asiento de atrás. Dos hombres, uno a cada lado, acompañaron el coche por el camino. Aparcamos junto a los jeeps y nos llevaron hasta la casa más antigua.

En el porche nos esperaba Lionel Fontenot con una taza de café en la mano. El hombre de las quemaduras se acercó a él y le habló al oído, pero Lionel lo interrumpió con un gesto y nos lanzó una mirada severa. Me cayó una gota en la cabeza y en cuestión de segundos estábamos bajo un aguacero. Lionel nos dejó esperando bajo la lluvia. Yo llevaba mi traje azul de hilo de Liz Clairborne y una camisa blanca con corbata azul de seda. Me pregunté si se correría el tinte. Llovía torrencialmente y alrededor de la casa la tierra estaba convirtiéndose en un barrizal cuando Lionel ordenó a sus hombres que se fueran y nos hizo una señal con la cabeza para que nos acercáramos. En el porche, nos sentamos en un par de sillas de madera con el asiento de rejilla y Lionel ocupó un sillón reclinable de madera. El hombre de las quemaduras se quedó detrás de nosotros. Louis y yo desplazamos un poco las sillas al sentarnos para no perderlo de vista.

Una anciana criada, que reconocí del funeral de Matairie, salió de la casa con una cafetera, junto con un azucarero y una lechera a juego, todo ello sobre una ornamentada bandeja de plata. En ésta había también tres tazas de porcelana y sus respectivos platillos. Pájaros multicolores se perseguían en la cenefa de las tazas y, cuidadosamente colocada bajo el asa de cada una, había una cucharilla de plata maciza con un velero grabado en el mango. La criada dejó la bandeja en una mesita de mimbre y se marchó.

Lionel Fontenot llevaba unos pantalones negros de algodón y una camisa blanca con el cuello desabrochado. Una chaqueta negra a juego colgaba del respaldo de su sillón. Calzaba unos zapatos bajos de cuero recién lustrados. Se inclinó sobre la mesita y llenó las tres tazas. Añadió dos terrones de azúcar a una y, sin mediar palabra, se la entregó al hombre de las quemaduras.

—¿Leche y azúcar? —preguntó mirando primero a Louis y luego a mí.

—Yo lo tomo solo —contesté.

—Yo también —dijo Louis.

Lionel nos tendió las tazas. Era una exhibición de cortesía. Por encima de nosotros, la lluvia azotaba el tejadillo del porche.

—¿Quiere explicarme cómo se le ocurrió buscar a mi hermana? —preguntó Lionel por fin. Había adoptado la misma actitud que quien se encuentra a un desconocido limpiándole el parabrisas del coche y no sabe si darle una propina o golpearle con un desmontable. Cuando tomaba un sorbo de café, levantaba el dedo meñique de la mano con la que sujetaba la taza. Me fijé en que el hombre de las quemaduras hacía lo mismo.

Conté a Lionel parte de lo que sabía. Le hablé de las visiones de Tante Marie y de su muerte, y de las historias que corrían sobre el fantasma de una muchacha que había sido visto en un cenagal de Honey Island.

—Creo que a su hermana la mató el mismo hombre que mató a Tante Marie Aguillard y a su hijo. También mató a mi mujer y a mi hija —dije—. Por eso se me ocurrió buscar a su hermana.

No añadí que lo compadecía por su dolor. Probablemente ya lo sabía. Y si no lo sabía, no valía la pena decirlo.

—¿Liquidó usted a dos hombres en Matairie?

—A uno —contesté—. Al segundo lo mató otra persona.

Lionel se volvió hacia Louis.

—¿Usted?

Louis no contestó.

—Otra persona —respondí.

Lionel dejó la taza y extendió las manos.

—¿Y a qué ha venido? ¿Quiere mi gratitud? Ahora debo ir a Nueva Orleans a recoger el cadáver de mi hermana. No sé si deseo darle las gracias por eso. —Volvió el rostro. En sus ojos se veía dolor, pero no lágrimas. Lionel Fontenot no parecía un hombre con los lacrimales plenamente desarrollados.

—No he venido por eso —dije con calma—. Quiero saber por qué se denunció la desaparición de Lutice hace sólo tres meses. Quiero saber qué hacía su hermano en Honey Island la noche que lo mataron.

—Mi hermano —repitió. Afecto, frustración y culpabilidad se sucedieron en su voz como los pájaros que se perseguían en las preciosas tazas. De pronto pareció contenerse. Tuve la impresión de que se disponía a mandarme al diablo, a decirme que no me entrometiese en los asuntos de su familia si quería seguir con vida, pero le sostuve la mirada y permaneció callado un momento.

—No tengo ningún motivo para confiar en usted —dijo.

—Puedo encontrar al responsable de estos asesinatos —contesté con voz baja y uniforme.

Lionel asintió con la cabeza, más para sí que para mí, y al parecer tomó una decisión.

—Mi hermana se marchó a finales de enero o principios de febrero —empezó—. No le gustaba —abarcó el complejo residencial con un lánguido gesto de la mano izquierda— todo esto. Tuvimos problemas con Joe Bones y hubo algunos heridos. —Se interrumpió y eligió las siguientes palabras con cuidado—. Un día canceló su cuenta en el banco, metió algunas de sus cosas en una bolsa y dejó una nota. No nos lo dijo a la cara. David no le habría permitido marcharse.

»Intentamos localizarla. Fuimos a ver a algunos amigos de la ciudad, e incluso a conocidos de ella en Seattle y Florida. No encontramos nada, ni rastro. David estaba muy enfadado con ella. Era nuestra hermanastra. Cuando mi madre murió, mi padre volvió a casarse. Lutice nació de ese segundo matrimonio. Cuando mi padre y la madre de ella murieron en un accidente de coche en 1983, nosotros cuidamos de ella, sobre todo David. Estaban muy unidos.

»Hace unos meses, David empezó a soñar con Lutice. Al principio no dijo nada, pero estaba cada vez más pálido y delgado y a veces los nervios le jugaban malas pasadas. Cuando me lo contó, pensé que estaba volviéndose loco, y así se lo dije, pero él siguió con esos sueños. Soñaba que la veía bajo el agua, decía que la oía dar golpes contra el metal en la noche. Tenía la certeza de que le había pasado algo.

»Pero ¿qué podía hacer? La habíamos buscado en media Louisiana. Incluso intentamos aproximarnos a algunos hombres de Joe Bones, por si tenían algo que aclarar. No sabían nada. Se había esfumado.

»De pronto descubrí que David había denunciado la desaparición, y la policía empezó a rondar por el recinto. Dios, aquel día lo hubiera matado, pero él insistió. Dijo que le había pasado algo a Lutice. A esas alturas ya no estaba en sus cabales y tuve que asumir la responsabilidad de todo, con la amenaza de Joe Bones sobre mí como una espada de Damocles. —Miró al hombre de las quemaduras—. Leon estaba con David cuando recibió la llamada. Sin decir adónde iba, se marchó en su maldito coche amarillo. Cuando Leon trató de detenerlo, le sacó una pistola.

Eché una ojeada a Leon. Si se sentía culpable por lo que le había ocurrido a David Fontenot, lo disimulaba bien.

—¿Tiene idea de quién lo llamó? —pregunté.

Lionel negó con la cabeza.

Dejé la taza en la bandeja. El café estaba frío y no lo había probado siquiera.

—¿Cuándo piensa liquidar a Joe Bones? —pregunté.

Lionel parpadeó como si acabara de abofetearlo, y de reojo vi que Leon daba un paso al frente.

—¿De qué demonios habla? —replicó Lionel.

—Tiene a la vista un segundo funeral, o al menos tan pronto como la policía le entregue el cadáver de su hermana. O lo celebra en la mayor intimidad, o será un hervidero de policías y periodistas. Pase lo que pase, imagino que antes intentará quitarse de en medio a Joe Bones, probablemente en su casa de West Feliciana. Se lo debe a David, y en cualquier caso Joe no se quedará tranquilo hasta que usted esté muerto. Uno de los dos tratará de poner fin a esta situación.

Lionel miró a Leon.

—¿Están limpios?

Leon asintió.

Lionel se inclinó y habló con tono intimidatorio.

—¿Qué carajo tiene esto que ver con usted?

No me dejé amilanar. En su semblante se advertía la amenaza de violencia, pero necesitaba a Lionel Fontenot.

—¿Está enterado de la muerte de Tony Remarr? —Lionel movió la cabeza en un gesto de asentimiento—. A Remarr lo mataron porque apareció en la casa de los Aguillard poco después del asesinato de Tante Marie y de su hijo —expliqué—. Se encontró una huella digital suya en la cama de Tante Marie, Joe Bones se enteró y ordenó a Remarr que no se dejase ver por un tiempo. Pero el asesino lo averiguó, aún no sé cómo, y creo que utilizó a su hermano como señuelo para inducir a Remarr a salir de su escondite, y así poder eliminarlo. Quiero saber qué le contó Remarr a Joe Bones.

Lionel meditó en lo que acababa de decirle y replicó:

—Y no puede acceder a Joe Bones sin mi ayuda.

A mi lado, Louis contrajo los labios. Lionel lo notó.

—Eso no es del todo cierto —contesté—. Pero si usted va a visitarlo de todos modos, podríamos acompañarle.

—El día que visite a Joe Bones, su puta casa quedará en silencio total cuando me marche —musitó Lionel.

—Usted haga lo que tenga que hacer —respondí—. Pero necesito a Joe Bones vivo. Durante un rato.

Lionel se levantó y se abrochó el cuello de la camisa. Sacó una corbata de seda ancha y negra del bolsillo de la chaqueta, se la puso y utilizó su reflejo en la ventana para retocarse el nudo.

—¿Dónde se aloja? —preguntó.

Se lo dije y di a Leon mi número de teléfono.

—Estaremos en contacto, ya veremos —añadió Lionel—. No vuelva a venir por aquí.

La conversación parecía haber concluido. Louis y yo estábamos casi en el coche cuando Lionel habló de nuevo. Se puso la chaqueta, se arregló el cuello y se alisó las solapas.

—Una cosa más —dijo—. Sé que Morphy, del distrito de St. Martin, estaba presente cuando encontraron a Lutice. ¿Tiene amigos policías?

—Sí, y también tengo amigos en el FBI. ¿Algún problema?

Desvió la mirada.

—No, siempre y cuando usted no lo convierta en un problema. Si lo hace, usted y su amigo servirán de comida a los cangrejos.

Louis jugó con la radio del coche hasta encontrar una emisora que ponía a Dr. John de manera ininterrumpida.

—Esto sí que es música, ¿eh? —comentó.

La música saltó con escasa fluidez de Makin' Whoopee a Gris Gris Gumbo Ya-Ya y el gruñido gutural de John llenó el coche. Louis volvió a cambiar de una emisora preseleccionada a otra hasta que dio con una de country que ensartaba tres temas consecutivos de Garth Brooks.

—Oye —dije—, no tenéis por qué quedaros aquí si no queréis. Las cosas podrían complicarse, o Woolrich y los federales podrían decidir complicártelas. —Sabía que Louis estaba «semirretirado», como lo planteaba Ángel diplomáticamente. El dinero, por lo visto, no era ya su objetivo. El «semi» indicaba que eso había dado paso a otras motivaciones, pero yo ignoraba cuáles eran.

Miró por la ventanilla, no a mí.

—¿Sabes por qué estamos aquí?

—No muy bien. Os lo pedí, pero no estaba seguro de que vinieseis.

—Vinimos porque estamos en deuda contigo, porque tú cuidarías de nosotros si lo necesitáramos, y porque alguien tiene que cuidar de ti después de lo que les pasó a tu mujer y a tu hija. Además, Ángel piensa que eres buena persona. Quizá yo también lo pienso, y quizá pienso que lo que atajaste al acabar con aquella bruja, Adelaide Modine, lo que intentas atajar aquí, son cosas que deben atajarse. ¿Entiendes?

Resultaba extraño oírlo hablar así, extraño y conmovedor.

—Creo que sí —contesté en voz baja—. Gracias.

—¿Vas a atajar esto? —preguntó.

—Eso espero. Sin embargo, se nos escapa algo, un detalle, una pauta de conducta, algo.

Seguía entreviendo la solución de manera imprecisa y fugaz, como una rata al pasar bajo las farolas de una calle. Necesitaba más información sobre Edward Byron. Necesitaba hablar con Woolrich.

Rachel salió a recibirnos al vestíbulo del Flaisance. Supuse que había estado atenta a la llegada del coche. A su lado, Ángel comía con actitud indolente una salchicha gigante, como el extremo ancho de un bate de béisbol, con cebolla, chile y mostaza.

—Ha venido el FBI —dijo Rachel—. Tu amigo Woolrich los acompañaba. Traían una orden de registro. Se lo han llevado todo: mis notas, las ilustraciones, todo lo que han encontrado.

Con ella al frente, fuimos a su habitación. Habían arrancado las hojas de las paredes. Incluso mi diagrama había desaparecido.

—También han registrado nuestra habitación —comentó Ángel a Louis—. Y la de Bird —añadió. Di un respingo al recordar la caja con las armas. Ángel lo notó—. Nos deshicimos de ella en cuanto tu amigo del FBI se fijó en Louis. Están en una consigna en Bayonne. Los dos tenemos llave.

Mientras seguíamos a Rachel a su habitación, había advertido que estaba más indignada que alterada.

—¿Me he perdido algo?

Ella sonrió.

—He dicho que se han llevado todo lo que han encontrado. Ángel los ha visto venir. He escondido parte de las notas en la cintura de los vaqueros, bajo la blusa. Ángel se ha encargado de casi todo lo demás.

Sacó un pequeño fajo de papeles de debajo de la cama y los señaló con ademán triunfal. Tenía uno en la mano, aparte del resto. Estaba plegado por la mitad.

—Posiblemente te interese ver esto —dijo y me entregó el papel.

Lo desdoblé y sentí una punzada en el pecho. Era una ilustración y representaba a una mujer desnuda sentada en una silla. La habían abierto en canal desde el cuello hasta el pubis y la piel desollada de cada lado colgaba sobre los brazos como los pliegues de un camisón. Sobre su regazo yacía un joven, abierto de manera similar pero con un hueco allí donde habían extraído el estómago y otros órganos internos. Excepto por los detalles de la disección y la diferencia de sexo de una de las víctimas, en esencia el dibujo se asemejaba mucho a como habían quedado Jennifer y Susan.

—Es la Pietà de Estienne —explicó Rachel—. Es muy críptico, y por eso he tardado tanto en localizarlo. Incluso en su época se consideró excesivamente explícito y, más aún, blasfemo. Recordaba demasiado a la figura de Jesucristo muerto en brazos de María para ser del agrado de las autoridades eclesiásticas. Estienne estuvo a punto de quemarlo. —Me quitó la ilustración de las manos, la observó con tristeza y luego la dejó en la cama con los demás papeles—. Ahora sé qué está haciendo ese hombre. Está creando memento mori, calaveras. —Se sentó en el borde de la cama y entrelazó las manos bajo la barbilla, como si rezase—. Nos está dando lecciones de mortalidad.