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Ahora creo que cuando toqué el barril por primera vez para sujetar las cadenas algo me recorrió el cuerpo y me oprimió el estómago como un puño. Noté una sacudida. La hoja de un cuchillo brilló ante mis ojos y un surtidor de sangre tiñó las profundidades, o quizá fuera simplemente la puesta de sol sobre el agua reflejada en mis gafas. Cerré los ojos por un instante y percibí movimiento alrededor; no era sólo el agua de la laguna o los peces que habitaban en ella, sino la presencia de otro nadador que se enroscaba en torno a mi cuerpo y mis piernas. Me pareció sentir el roce de su pelo en la mejilla, pero cuando alargué la mano, sólo encontré entre mis dedos hierba del pantano.

El barril pesaba más que los otros porque estaba lastrado, como más tarde descubrimos, con ladrillos limpiamente partidos por la mitad. Iba a ser necesario el esfuerzo conjunto de Morphy y Ángel para levantarlo.

—Es ella —dije a Morphy—. La hemos encontrado.

A continuación me sumergí de nuevo hasta el barril y fui guiándolo lentamente entre las rocas y troncos de árbol del fondo mientras ascendía. Todos manipulamos aquel barril con más delicadeza que los otros, como si dentro la chica sólo estuviera dormida y no quisiéramos molestarla, como si no llevara tiempo descompuesta, sino que la hubieran metido allí no hacía más de un día. En la orilla, Ángel empuñó la palanca y la aplicó con cuidado al borde de la tapa, pero ésta no cedió. La examinó con detenimiento.

—Está sellada —dijo. Raspó con la palanca la superficie del barril y observó la marca que había dejado—. Además, el barril ha sido tratado con algún producto, porque se conserva en mejor estado que los otros.

Era cierto. El barril apenas se había oxidado y la flor de lis del costado seguía tan nítida y brillante como si la hubieran pintado hacía sólo dos días.

Reflexioné un momento. Podíamos utilizar la sierra de cadena para cortar la tapa, pero, si yo no me equivocaba y la chica estaba dentro, no quería dañar los restos. También podíamos solicitar ayuda a la policía local, incluso a los federales. Lo propuse, más por obligación que porque ése fuese mi deseo, pero incluso Morphy lo descartó. Quizá porque le preocupaba el bochorno que le causaría si el barril estaba vacío, pero cuando lo miré a los ojos, comprendí que no era eso. Quería que nos ocupáramos nosotros en la medida de lo posible.

Al final, tanteamos el barril dando ligeros golpes a lo largo con el hacha. Por los diferentes sonidos, juzgamos dónde era más seguro cortar. Con sumo cuidado, Morphy hizo una incisión cerca del extremo sellado del barril y, combinando la sierra y la palanca, abrimos casi media circunferencia. Luego la levantamos con la palanca y alumbramos el interior con una linterna.

La piel y la carne habían desaparecido casi por completo y quedaba poco más que huesos y jirones de tela. La habían metido de cabeza y luego le habían roto las piernas para encajarla. Al iluminar el fondo del barril vislumbré unos dientes y mechones de pelo. Permanecimos en silencio junto a ella, rodeados por el agua que lamía la orilla y por los sonidos del pantano.

Regresé al Flaisance ya entrada la noche. Mientras esperábamos a la policía de Slidell y a la guardia forestal, Ángel y Louis se marcharon con el consentimiento de Morphy. Yo me quedé para prestar declaración y respaldar la versión de Morphy de lo ocurrido. Por consejo suyo, las autoridades locales avisaron al FBI. Yo no esperé su llegada. Si Woolrich quería hablar conmigo, sabía dónde encontrarme.

Cuando pasé por delante de la habitación de Rachel, la luz aún estaba encendida, así que llamé. Abrió la puerta vestida con un camisón rosa de Calvin Klein que le llegaba a la altura de medio muslo.

—Ángel me lo ha contado —dijo a la vez que abría más la puerta para dejarme entrar—. Pobre chica.

Me abrazó y luego fue al cuarto de baño para abrirme la ducha. Me quedé allí durante largo rato, con las manos contra los azulejos, dejando que el agua me corriera por la cabeza y la espalda.

Después de secarme, me ceñí la toalla a la cintura. Al salir, Rachel estaba sentada en la cama hojeando sus papeles. Me miró con un ojo enarcado.

—¡Qué pudoroso! —dijo con una pequeña sonrisa.

Me senté en el borde de la cama y ella me rodeó con los brazos por detrás. Noté su mejilla y su cálido aliento en la espalda.

—¿Cómo te encuentras? —pregunté.

Se estrechó contra mí un poco más todavía.

—Bien, creo.

Me obligó a volverme para mirarla a la cara. Se arrodilló en la cama ante mí, con las manos cogidas entre las piernas, y se mordió el labio. A continuación alargó el brazo y me acarició el pelo con suavidad, casi vacilante.

—Pensaba que a vosotros los psicólogos se os daban bien estas situaciones —comenté.

Rachel se encogió de hombros.

—Yo me siento tan confusa como cualquier otro, sólo que conozco la terminología para describir mi confusión —suspiró—. Oye, en cuanto a lo que pasó ayer…, no quiero presionarte. Sé lo difícil que es esto para ti, por Susan y…

Le toqué la mejilla con la mano y le froté los labios suavemente con el pulgar. Luego la besé y noté abrirse su boca ante la mía. Quería abrazarla, amarla, alejar la visión de la chica muerta.

—Gracias —dije con los labios aún contra los suyos—, pero sé lo que hago.

—Bueno —repuso a la vez que se tendía lentamente en la cama—, al menos uno de los dos lo sabe.

A la mañana siguiente los restos de la chica yacían en una mesa metálica, en postura fetal a causa de la estrechez del barril, como para protegerse hasta la eternidad. Por instrucciones del FBI, la habían trasladado a Nueva Orleans, donde la habían pesado y medido, habían hecho radiografías y le habían tomado las huellas digitales. Se había examinado la bolsa dentro de la cual había llegado de Honey Island en busca de residuos que pudieran haberse desprendido del cuerpo durante el traslado.

Las baldosas limpias, las relucientes mesas metálicas, el resplandeciente instrumental médico, las luces blancas del techo, todo ello parecía demasiado áspero, demasiado implacable en su cometido de exponer, examinar, revelar. Después de los horrores sufridos en los momentos finales de su vida, era como una última indignidad exhibirla en la esterilidad de aquella sala, ante aquellos hombres que la miraban. Una parte de mí deseó cubrirla con una mortaja y llevarla con cuidado, con delicadeza, a una fosa oscura junto a una corriente de agua, donde verdes árboles dieran sombra a la tierra bajo la que reposaría y donde nadie volvería a perturbar su paz.

Pero otra parte de mí, la parte racional, sabía que ella merecía un nombre, que necesitaba una identidad para poner fin al anonimato de su sufrimiento y, quizá, para estrechar el cerco en torno al hombre que la había reducido a aquello. Así pues, cuando el forense y sus ayudantes entraron vistiendo batas blancas, con sus cintas, sus bisturíes y sus manos enguantadas, retrocedimos.

La pelvis es el rasgo diferenciador entre los esqueletos de hombres y los de mujeres más fácilmente reconocible. La cavidad ciática situada tras el hueso innominado —que consta de la cadera, el isquion, el ilion y el pubis— es más ancha en la mujer, con un ángulo sub-púbico equivalente poco más o menos al que forman el pulgar y el índice. La salida pélvica es también más amplia en la mujer, pero las articulaciones del muslo son menores y el sacro más ancho.

Incluso el cráneo femenino es distinto del masculino, un reflejo en miniatura de las diferencias físicas entre los dos sexos. El cráneo de la mujer es tan suave y redondeado como su pecho, y más pequeño que el masculino; la frente sobresale más y es más redondeada; las cuencas de los ojos también sobresalen más y el contorno es menos anguloso; el maxilar, el paladar y los dientes son más pequeños.

El esqueleto que teníamos ante nosotros cumplía las características craneales y pélvicas generales que rigen el cuerpo femenino. Para calcular la edad en el momento de la muerte se examinaron los centros de osificación o las áreas de formación de hueso, así como los dientes. El fémur de la chica se hallaba casi completamente soldado en el extremo, pero sólo se advertía unión parcial de la clavícula en lo alto del esternón. Tras el examen de las suturas del cráneo, el forense calculó la edad alrededor de veintiuno o veintidós años. Tenía marcas en la frente, la base de la mandíbula y el pómulo izquierdo, allí donde el asesino había raspado el hueso al extraer la cara.

Se registraron sus huellas dentales, un proceso conocido como odontología forense, para contrastarlas con los datos de personas desaparecidas, y se tomaron muestras de médula ósea y cabello con vistas a una posible identificación a través del ADN. A continuación, Woolrich, Morphy y yo observamos cómo se llevaban los restos en una camilla cubiertos con un plástico. Cruzamos unas palabras antes de separarnos pero, para ser sincero, no recuerdo qué dijimos. No se me quitaban de la cabeza ni la chica ni el ruido del agua.

Si no era posible identificarla mediante el ADN y las huellas dentales, Woolrich consideraba que la reconstrucción facial podía resultar útil, para lo cual se utilizaría un láser reflejado desde el interior del cráneo que establecería el contorno, cosa que a su vez podía compararse con un cráneo conocido de dimensiones análogas. Decidió ponerse en contacto con Quantico para organizar los preparativos iniciales en cuanto tuviera tiempo de lavarse y tomarse un café.

Pero la reconstrucción facial no fue necesaria. Se tardó menos de dos horas en identificar el cuerpo de la joven del pantano. Pese a que llevaba casi siete meses sumergida en aquellas oscuras aguas, su desaparición se había denunciado hacía sólo tres meses.

Se llamaba Lutice Fontenot. Era la hermanastra de Lionel Fontenot.