42

A la mañana siguiente me levanté tarde. Rachel se había ido a dormir a su habitación. Cuando llamé a la puerta, tenía la voz ronca por el cansancio. Me dijo que quería quedarse en la cama un rato más, y que cuando se encontrara mejor iría otra vez a Loyola. Pedí a Ángel y a Louis que cuidaran de ella y me marché del Flaisance en coche.

El incidente de Metairie me inquietaba, y la perspectiva de encontrarme otra vez ante Joe Bones no me atraía. Sentía asimismo una opresiva sensación de culpabilidad por lo que había pasado con Rachel, por el lío en que la había metido y por lo que la había obligado a hacer. Necesitaba salir de Nueva Orleans al menos durante un rato. Quería despejarme la cabeza, tratar de ver la situación desde un ángulo distinto. Tomé un tazón de caldo de pollo en la Gumbo Shop de St. Peter y luego abandoné la ciudad.

Morphy vivía a unos siete kilómetros de Cecilia, a unos cuantos kilómetros al noroeste de Lafayette. Había comprado una casa de una antigua plantación junto a un riachuelo y la estaba reformando, se trataba de una versión económica de las clásicas mansiones de Louisiana construidas a finales del siglo XIX, con una mezcla de influencias arquitectónicas de la Francia colonial, las Indias Occidentales y Europa.

La casa ofrecía un extraño espectáculo. El principal espacio de la vivienda se alzaba sobre un sótano por encima del nivel del suelo que en otro tiempo había servido para almacenamiento y como protección contra las inundaciones. Esa parte de la casa era de obra vista, y Morphy había revestido las aberturas en arco con lo que parecían marcos labrados a mano. El espacio destinado a vivienda, que normalmente habría estado recubierto de madera o rebozado de yeso, era de listones. Un tejado de dos aguas, con parte de las tejas nuevas, se extendía sobre la galería.

Había telefoneado a Angie y le había anunciado que iba de camino. Morphy acababa de volver a casa cuando llegué. Lo encontré en el jardín trasero levantando unas pesas de cien kilos tendido en un banco.

—¿Qué te parece la casa? —preguntó cuando me acercaba, sin parar de hacer ejercicio.

—Es fantástica. Da la impresión de que aún te queda mucho por reformar para acabarla.

Gruñó por el esfuerzo de la última repetición y yo lo ayudé a colocar la barra en el soporte. Se levantó e hizo unos estiramientos. A continuación contempló la parte de atrás de la casa con admiración apenas disimulada.

—La construyó un francés en 1888 —explicó—. Sabía lo que hacía. Está orientada en dirección este-oeste y la fachada principal da al sur. —Señaló las líneas del edificio mientras hablaba—. La diseñó tal como los europeos diseñaban sus casas, de manera que en invierno el sol, en su ángulo inferior, calentara el edificio. En verano el sol sólo lo iluminaba a primera hora de la mañana y a última de la tarde. La mayoría de las casas americanas no se construyen así; simplemente las plantan donde les apetece, lanzan un palo al aire y ven donde cae. El bajo coste de la energía nos tenía mal acostumbrados. De pronto vinieron los árabes y subieron los precios del petróleo y la gente empezó a replantearse la disposición de las casas. —Sonrió—. Aunque no sé de qué demonios sirve aquí una casa con orientación este-oeste. En cualquier caso, el sol pega todo el santo día.

Cuando acabó de ducharse, nos sentamos a la mesa en la cocina y hablamos mientras Angie guisaba. Angie, una mujer esbelta y de piel oscura, con una melena de color caoba que le caía por la espalda, medía casi treinta centímetros menos que su marido. Era profesora de enseñanza primaria, y en su tiempo libre pintaba un poco. Sus lienzos, oscuros cuadros impresionistas centrados en el agua y el cielo, adornaban las paredes de la casa.

Morphy bebió una cerveza Breaux Bridge, y yo un refresco. Angie se tomó una copa de vino blanco mientras hacía la comida. Cortó cuatro pechugas de pollo en unos dieciséis trozos y los dejó a un lado mientras se disponía a preparar el roux.

El gumbo cajún se elabora con roux, una salsa espesante, como base. Angie echó aceite de cacahuete en una sartén de hierro fundido puesta sobre un fuego vivo, añadió igual cantidad de harina y lo removió continuamente con un batidor para que no se quemara; gradualmente el roux pasó de amarillo claro a beige, luego a color caoba y al final a chocolate oscuro. En ese punto lo retiró del fuego y dejó que se enfriara sin parar de revolver.

Observados por Morphy, la ayudé a cortar los tres ingredientes básicos, cebolla, pimiento y apio, y miré cómo los rehogaba en aceite. Añadió un aliño de tomillo y orégano, paprika y cayena, cebolla y sal de ajo, y luego echó gruesos trozos de chorizo. Agregó el pollo y más especias, y el aroma fue impregnando el aire. Al cabo de media hora sirvió arroz blanco con un cucharón y vertió encima el delicioso gumbo. Comimos en silencio, saboreando cada bocado.

Cuando terminamos de lavar y secar los platos, Angie se despidió y fue a acostarse. Morphy y yo nos quedamos en la cocina. Le hablé de Raymond Aguillard y de que éste estaba convencido de haber visto la figura de una chica en Honey Island. Le hablé de los sueños de Tante Marie y de mi presentimiento de que, de algún modo, la muerte de David Fontenot en Honey Island podía guardar relación con la chica.

Morphy permaneció callado durante un largo rato. No se rió con desdén de las visiones de fantasmas, ni de que la anciana tuviera el convencimiento de que las voces que oía eran reales. En lugar de eso, se limitó a preguntar:

—¿Estás seguro de que sabes dónde está ese sitio?

Asentí con la cabeza.

—En ese caso lo intentaremos. Mañana tengo fiesta, así que mejor que te quedes aquí a dormir. Hay una habitación libre.

Telefoneé a Rachel al Flaisance y le conté lo que me proponía hacer al día siguiente y en qué parte de Honey Island estaríamos. Dijo que se lo comunicaría a Ángel y a Louis, y que se encontraba un poco mejor después de haber dormido. Recuperarse de la muerte del hombre de Joe Bones iba a costarle mucho tiempo.

Era temprano, alrededor de las siete menos diez, cuando nos preparamos para salir. Morphy calzaba unas pesadas botas de trabajo Caterpillar con puntera de acero, unos vaqueros viejos y una sudadera sin mangas sobre una camiseta de manga larga. La sudadera estaba salpicada de pintura y los vaqueros manchados de alquitrán. Llevaba la cabeza recién afeitada y olía a loción de hamamélide de Virginia.

Mientras tomábamos café con unas tostadas en la galería, Angie apareció vestida con una bata blanca y frotó el limpio cuero cabelludo de su marido; sonriéndole, se sentó a su lado. Morphy hizo ver que aquello lo sacaba de quicio, pero se derretía al menor contacto con ella. Cuando nos levantamos para marcharnos, la besó intensamente a la vez que hundía los dedos de su mano derecha en el cabello de ella. Angie se puso en pie instintivamente para abrazarlo, pero él se apartó riendo, y ella se ruborizó. Entonces me fijé en la hinchazón de su vientre: no estaba de más de cinco meses, supuse. Cuando cruzamos la franja de césped que se extendía ante la casa, salió a la galería y, con el peso del cuerpo apoyado en una cadera y la bata agitada por una suave brisa, observó a su marido mientras partía.

—¿Llevas mucho tiempo casado? —pregunté mientras nos dirigíamos hacia un cipresal que impedía ver la casa desde la carretera.

—Hará dos años en enero. Soy un hombre feliz. No creía que llegara a serlo jamás, pero esta chica ha cambiado mi vida —contestó. Hablaba sin empacho y lo reconoció con una sonrisa.

—¿Cuándo nacerá el bebé?

Volvió a sonreír.

—A finales de diciembre. Los chicos organizaron una fiesta en mi honor cuando se enteraron, para celebrar el hecho de que hubiera dado en el blanco.

En el cipresal había aparcada una furgoneta Ford que llevaba enganchado un remolque con una ancha embarcación de aluminio de fondo plano cubierta por una lona; el motor estaba ladeado hacia adelante para que quedara apoyado en el armazón.

—El hermano de Toussaint vino a traerlo ayer ya entrada la noche —explicó—. Pesca en sus ratos libres.

—¿Dónde está Toussaint?

—En cama, con una intoxicación. Comió camarones en mal estado, o al menos eso dice. Personalmente, pienso que es tan perezoso que no está dispuesto a renunciar a pasarse la mañana durmiendo.

En la parte trasera de la furgoneta, bajo otra lona, había un hacha, una sierra de cadena, dos trozos largos de cadena, una resistente cuerda de nailon y una nevera. También había un traje de neopreno y una gafas de submarinismo, un par de linternas sumergibles y dos botellas de oxígeno. Morphy añadió un termo lleno de café, botellas de agua, dos barras de pan y cuatro pechugas de pollo rebozadas, todo ello en una bolsa impermeable, y luego se sentó tras el volante de la furgoneta y arrancó. La furgoneta echó bocanadas de humo y traqueteó un poco, pero el motor sonaba bien y parecía potente. Me monté a su lado y nos dirigimos hacia Honey Island con una cinta de Clifton Chenier en el maltrecho aparato de música de la furgoneta.

Entramos en la reserva natural por Slidell, una serie de galerías comerciales, restaurantes de comida rápida y chinos en la orilla norte del lago Pontchartrain, que debía su nombre al senador demócrata John Slidell. En las elecciones federales de 1844, Slidell organizó en dos barcos de vapor el traslado de un grupo de votantes irlandeses y alemanes desde Nueva Orleans hasta el distrito de Plaquemines para votar. En eso no hubo nada ilegal; lo ilegal fue permitir que votaran en todos los demás colegios electorales del camino.

Una bruma pendía aún sobre el agua y los árboles cuando, junto a una serie de ruinosas cabañas de pesca que flotaban cerca de la orilla, descargamos el bote en el centro forestal del río Pearl, luego cogimos las cadenas, la cuerda, la sierra, el equipo de submarinismo y la comida. En un árbol cercano, los primeros rayos de sol iluminaron los hilos de una enorme e intrincada telaraña, en el centro de la cual permanecía, inmóvil, una araña dorada. A continuación, mientras el ruido del motor se mezclaba con el zumbido de los insectos y los trinos de los pájaros, nos adentramos en el Pearl.

En las orillas del río crecían altos tupelos, abedules, sauces y algunos cipreses enormes con trompetas trepadoras enrolladas a los troncos mostrando sus flores rojas en todo su esplendor. Aquí y allá había botellas de plástico, señales de que se habían colocado sedales para bagres. Pasamos frente a una aldea ribereña, donde la mayoría de las casas eran sumamente sencillas, y frente a las cuales había amarradas piraguas de fondo plano. Una garza azul nos observó con toda tranquilidad desde la rama de un ciprés; bajo ésta, una tortuga de orejas rojas tomaba el sol sobre un tronco.

Aún teniendo el plano de Raymond Aguillard, sólo tras el segundo intento logramos localizar el canal de tramperos adyacente que él había marcado. Había un bosquecillo de árboles del caucho en la entrada, sus hinchadas raíces aéreas como bulbos de flores, y un único fresno inclinado ocultaba la entrada. Más allá, el musgo español suspendido de las ramas llegaba casi hasta la superficie del agua y en el aire flotaba una mezcla de olores procedentes del crecimiento y la descomposición. Deformes troncos de árbol rodeados de lentejas de agua se alzaban como monumentos bajo la primera luz del amanecer. Al este, vi la cúpula gris de una madriguera de castor, y, mientras la observaba, una serpiente se metió en el agua a menos de un metro y medio de nosotros.

—Una serpiente de cascabel —dijo Morphy.

Alrededor caían gotas de agua de los cipreses y los tupelos y entre los árboles se oían los trinos de los pájaros.

—¿Hay caimanes por aquí? —pregunté.

Hizo un gesto de indiferencia.

—Es posible. Pero rara vez molestan a la gente, a menos que la gente los moleste a ellos. En los pantanos hay presas más fáciles. Si ves alguno cuando me sumerja, avísame con un disparo.

El canal empezó a estrecharse hasta que llegamos a un punto por donde el bote apenas podía pasar. Noté que el fondo rozaba el tronco de un árbol hundido. Morphy apagó el motor e, impulsándonos con las manos y un par de remos de madera, seguimos adelante.

De pronto tuvimos la impresión de que quizás habíamos interpretado mal el plano, porque nos hallábamos ante una cortina de arroz silvestre, sus tallos altos y verdes semejaban hojas de cuchillos en el agua. Sólo se veía una brecha angosta, por donde únicamente habría pasado un niño. Morphy se encogió de hombros, volvió a poner en marcha el motor y enfiló hacia allá. A golpes de remo aparté los tallos de arroz mientras avanzábamos. Algo chapoteó cerca de nosotros, y una silueta oscura, semejante a una rata enorme, se deslizó a través del agua.

—Una nutria —dijo Morphy. Cuando el gran roedor se detuvo junto al tronco de un árbol y husmeó el aire, vi su hocico y sus bigotes—. Saben peor que el caimán. He oído decir que intentamos vender su carne a los chinos porque aquí nadie la quiere.

El arroz se mezcló con unas hierbas de tallo afilado que me cortaban las manos mientras me abría paso con el remo, y al cabo de un momento el bote salió a una especie de laguna formada por la gradual acumulación de depósitos de limo, rodeada principalmente por árboles del caucho y sauces que arrastraban sus ramas por el agua como si fueran dedos. En la margen oriental había tierra casi firme, cerca de unas talias, y se veían huellas de jabalíes, atraídos hasta allá por la posibilidad de alcanzar el arrurruz de las raíces de las talias. Más allá avisté los restos podridos de una lancha, probablemente de quienes habían abierto el canal en su día. El enorme motor V-8 había desaparecido y tenía agujeros en el casco.

Atamos el bote a un solitario arce rojo cubierto casi por completo de helechos de la resurrección y que parecía esperar a que las lluvias lo devolvieran a la vida. Morphy se quitó la ropa y se quedó sólo con un calzón Nike de ciclista, se embadurnó de grasa y se puso el traje de neopreno. Se calzó las aletas, se ciñó la botella de oxígeno y la probó.

—En esta zona la profundidad ronda entre tres y tres metros y medio a lo sumo, pero esta laguna es distinta —dijo—. Se nota en el reflejo de la luz en el agua. Es más profunda, seis metros o más.

En el agua flotaban hojas, palos y troncos, y sobre la superficie revoloteaban insectos. El agua era verde y oscura.

Morphy lavó las gafas en el agua y se volvió hacia mí.

—Nunca había imaginado que dedicaría mi día libre a buscar fantasmas en el pantano —comentó.

—Raymond Aguillard dice que vio a la chica en este lugar —contesté—. David Fontenot murió río arriba. Aquí hay algo. ¿Sabes qué estás buscando?

Asintió con la cabeza.

—Probablemente algún tipo de contenedor, pesado y sellado.

Morphy encendió la linterna, se colocó las gafas y empezó a respirar oxígeno de las botellas. Até un extremo de la cuerda de escalada a su cinturón y el otro al tronco del arce, tiré con fuerza para asegurar el nudo y le di una palmada en la espalda. Él alzó el pulgar y se adentró en el agua. A dos o tres metros de la orilla se sumergió y empecé a soltar cuerda.

Yo tenía poca experiencia con el submarinismo aparte de unas cuantas clases básicas que tomé en los cayos de Florida durante unas vacaciones que pasé con Susan. No envidiaba a Morphy, buceando en las aguas de aquel pantano. En la adolescencia, al llegar el verano, íbamos a nadar al río Saco, al sur de la ciudad de Portland. En aquellas aguas habitaban lucios largos y delgados, criaturas malévolas que conservaban algo de primigenias. Cuando te rozaban la pierna, no podías evitar acordarte de lo que contaban de ellos: que mordían a los niños pequeños o arrastraban al fondo del río a los perros que se echaban al agua a nadar.

Las aguas del pantano de Honey Island parecían otro mundo en comparación con el río Saco. Con sus lustrosas serpientes y sus tortugas mordedoras, Honey Island parecía mucho más salvaje que las aguas estancadas de Maine. Pero aquí también había pejelagartos y esturiones de morro corto, así como percas y lubinas y amias. Además de caimanes.

Pensé en todo esto mientras Morphy desaparecía bajo la superficie de la laguna, pero también pensé en la chica que quizás habían arrojado a aquellas aguas, donde criaturas cuyo nombre desconocía golpeaban el costado de su tumba mientras otras buscaban agujeros de óxido a través de los cuales acceder a la carne descompuesta del interior.

Morphy salió al cabo de cinco minutos, señaló la corta orilla del noreste y movió la cabeza en un gesto de negación. A continuación volvió a sumergirse y la cuerda, en el suelo, serpenteó hacia el sur. Al cabo de cinco minutos la cuerda empezó a ceder rápidamente. Morphy asomó de nuevo a la superficie, pero esta vez a cierta distancia del lugar donde la cuerda se metía en el agua. Nadó de regreso a la orilla, se quitó las gafas y la boquilla y, respirando de forma entrecortada, señaló hacia el lado sur de la laguna.

—Allí hay un par de cajas metálicas, más o menos de metro veinte de largo, sesenta centímetros de ancho y unos cuarenta centímetros de alto —explicó—. Una está vacía y la otra cerrada con un candado. A unos cien metros hay unos cuantos barriles de petróleo con una flor de lis roja estampada. Pertenecen a la desaparecida compañía de productos químicos Brevis, que tenía la fábrica a las afueras de West Baton Rouge hasta que, en 1989, un incendio provocó la quiebra. Eso es todo. Allí abajo no hay nada más.

Miré hacia el extremo de la laguna, donde gruesas raíces se entreveían bajo el agua.

—¿Podríamos sacar la caja con la cuerda? —pregunté.

—Podríamos, pero es una caja pesada y, si se abre mientras la izamos, se destruirá lo que haya dentro. Tendremos que llevar el bote hasta allá e intentar levantarla.

Pese a la sombra que proporcionaban los árboles de la orilla, empezaba a hacer mucho calor. Morphy sacó dos botellas de agua mineral de la nevera y bebimos sentados en la orilla. Después nos subimos los dos al bote y fuimos hasta donde él había indicado.

La caja se atascó dos veces en algún obstáculo del fondo cuando intenté subirla, y tuve que esperar la señal de Morphy antes de seguir izándola. Al final la caja gris de metal salió a la superficie del agua, empujada desde abajo por Morphy. Después atamos la cuerda a uno de los barriles de petróleo por si era necesario volver a buscarlos.

Conduje el bote hacia el arce y saqué la caja a rastras hasta la orilla. La cadena y el candado estaban viejos y herrumbrosos, probablemente demasiado viejos para que la caja contuviera algo que fuera a sernos útil. Agarré el hacha y golpeé el candado oxidado que mantenía la cadena en su sitio. Se rompió en el momento en que Morphy salía del agua. Mientras yo intentaba levantar la tapa de la caja, se arrodilló a mi lado con la botella de oxígeno aún en la espalda y las gafas sobre la frente. Estaba atascada. Con el canto del hacha golpeé los bordes hacia arriba hasta que la tapa se abrió.

Contenía un cargamento de fusiles Springfield de retrocarga calibre 50 y el esqueleto de lo que parecía un perro pequeño. Las culatas se habían podrido casi por completo, pero aún se leían las letras LNG en el armazón metálico.

—Fusiles robados —dijo Morphy, y sacó uno para examinarlo—. Quizá de 1870 o 1880. Probablemente las autoridades hicieron pública una proclama de armas robadas cuando éstas desaparecieron y el ladrón se deshizo de ellas o las dejó aquí con la idea de volver. —Tocó el cráneo del perro con los dedos—. Los huesos son una indicación de algún tipo. Es una lástima que nadie haya visto por los alrededores al perro de los Baskerville, y así al menos tendríamos un misterio resuelto. —Miró los fusiles y luego una vez más en dirección a los barriles de petróleo. Suspiró y empezó a nadar hacia la señal.

Extraer los barriles fue un proceso laborioso. La cadena se soltó tres veces cuando intentamos sacar el primero. Morphy regresó a por una segunda cadena y envolvió con ella el barril como si se tratara de un paquete. Cuando intenté abrirlo todavía en el agua, el bote casi volcó, así que nos vimos obligados a arrastrarlo hasta la orilla. Cuando por fin lo tuvimos en tierra firme, el barril, marrón y herrumbroso, contenía sólo petróleo pasado. Los barriles tenían un orificio para cargar el petróleo, pero, haciendo palanca, podía extraerse toda la tapa. Cuando abrimos el segundo barril, ni siquiera contenía petróleo, sino sólo unas cuantas piedras que habían servido de lastre.

A esas alturas, Morphy estaba agotado. Paramos un rato para comer el pollo y el pan y beber un poco de café. Pasaba ya de mediodía y en el pantano el calor era intenso y húmedo. Después del descanso me ofrecí a bucear. Morphy no se negó, así que le entregué mi pistolera de hombro, me puse el traje y me colgué la botella de oxígeno de reserva.

Al entrar en el agua, me sorprendió lo fría que estaba. Cuando me llegó al pecho, casi se me cortó la respiración. Notaba el peso de las cadenas al hombro mientras nadaba con una sola mano hacia la cuerda con la que habíamos marcado el sitio. Cuando llegué al punto donde la cuerda se hundía en el agua, tomé la linterna que llevaba al cinto y me sumergí.

La profundidad era mayor de la que preveía y las lentejas de agua permitían el paso del sol parcialmente, así que estaba muy oscuro. Con el rabillo del ojo vi cómo los peces giraban y se retorcían. Los cinco barriles que quedaban estaban apilados alrededor del tronco hundido de un árbol, sus raíces enterradas en el fondo de la laguna. Cualquier embarcación que hubiera atracado habría eludido aquel árbol, lo cual significaba que no había riesgo de que alguien tocara los barriles. Al pie del árbol, el agua era más oscura y sin la linterna ni siquiera los habría visto.

Envolví el barril superior con las cadenas y di un tirón para comprobar el peso. El barril rodó desde lo alto de la pila y me arrancó la cuerda de la mano mientras descendía hacia el fondo. El agua se enturbio, la tierra y la vegetación nublaron mi visión, y de pronto todo se ennegreció al empezar a escapar petróleo del barril. Estaba retrocediendo hacia aguas más claras cuando oí la apagada y resonante detonación de un arma. Por un momento pensé que Morphy quizás estaba en peligro, pero recordé que el disparo era un aviso y comprendí que era yo, no Morphy, quien estaba en peligro.

Me dirigí a la superficie cuando vi el caimán. Era pequeño, no más de metro ochenta de largo, pero el haz de la linterna se reflejó en los siniestros dientes que asomaban a lo largo de sus fauces, y en su vientre claro. Estaba tan desorientado como yo a causa del petróleo y la tierra, pero dio la impresión de que viraba hacia la luz. Apagué la linterna y al instante perdí de vista al caimán al mismo tiempo que me impulsaba hacia la superficie con una última patada.

Cuando asomé, tenía la cuerda a cuatro metros y medio, y Morphy se hallaba al lado.

—¡Ven! —gritó—. Estás demasiado lejos de la orilla.

Nadé hacia él con un ruidoso chapoteo, consciente en todo momento del reptil que se deslizaba bajo el agua. Mientras avanzaba, lo localicé en la superficie a mi izquierda, a unos seis metros de distancia. Veía las escamas dorsales, los voraces ojos y el contorno de sus fauces apuntando hacia mí. Seguí nadando de espaldas para no perder de vista al caimán; me impulsaba a veces con las manos, a veces tirando de la cuerda.

Me encontraba a un metro y medio del bote cuando el caimán empezó a surcar raudo el agua hacia mí. Escupí la boquilla.

—Dispárale, maldita sea —grité.

Oí el estampido de un arma y un espumarajo de agua se elevó frente al caimán, seguido de otro al cabo de un instante. El animal paró en el acto. De pronto, una lluvia de algo rosa y blanco cayó a mi derecha, y el caimán se volvió hacia allí. Llegó hasta los pequeños fragmentos que flotaban sobre el agua justo cuando caía una segunda lluvia más lejos a la derecha, y en ese momento topé de espaldas contra el bote y Morphy tiró de mí para ayudarme a subir. Mientras nos dirigíamos a la orilla, Morphy lanzó al aire un tercer puñado de malvaviscos. Cuando lo miré, me sonrió al tiempo que se llevaba a la boca un último malvavisco. En la laguna, el caimán engullía el resto de las golosinas.

—Te has asustado, ¿eh? —dijo Morphy, sonriendo mientras me quitaba la botella de oxígeno y la dejaba en el fondo del bote.

Asentí y me desprendí de una aleta.

—Creo que vas a tener que mandar a limpiar tu traje de neopreno —contesté.

Nos sentamos en un tronco y observamos al caimán durante un rato. Se deslizó por la laguna buscando más malvaviscos y al final optó por la táctica de esperar a ver qué ocurría, que consistió en permanecer parcialmente sumergido cerca de la cuerda. Tomamos café en tazas de hojalata y nos acabamos el pollo.

—Deberías haberlo matado —dije.

—Esto es una reserva natural y los caimanes son una especie protegida —contestó Morphy irritado—. Sería absurdo tener una reserva natural si la gente pudiera entrar cuando se le antojase y disparar contra la fauna.

Tomamos un poco más de café hasta que oímos el motor de un bote avanzar en dirección a nosotros a través del arroz y la hierba.

—Mierda —exclamó una voz con el familiar dejo de Brooklyn en el momento en que la proa del bote asomó entre la hierba—, esto es como ir al lejano Oeste.

Ángel fue el primero en salir y después apareció Louis al timón. Avanzaron con ritmo uniforme hacia nosotros y amarraron en el arce. Ángel saltó al agua y siguió nuestra mirada hacia el caimán. Vio el reptil medio sumergido y se precipitó hacia la orilla levantando mucho las rodillas e impulsándose con los codos.

—Tío, ¿qué es esto? ¿El Parque Jurásico? —preguntó. Se volvió hacia Louis que saltó de su bote al nuestro y luego a la orilla—. Eh, ¿por qué no le has dicho a tu hermana que no nade en estanques extraños?

Ángel vestía sus habituales vaqueros y zapatillas de deporte gastadas, una cazadora de tela y una camiseta con Duke, el personaje de los cómics de Doonesbury, y el lema «Muerte antes que inconsciencia». Louis llevaba unas botas de piel de cocodrilo, unos Levis negros y una camisa blanca sin cuello de Liz Claiborne.

—Hemos venido a ver cómo estabais —dijo Ángel sin dejar de lanzar nerviosas miradas al caimán después de que le presentara a Morphy. Llevaba un paquete de bollos en la mano.

—Nuestro amigo se pondrá nervioso si te ve calzado con uno de sus parientes, Louis —comenté.

Louis hizo un gesto de desdén y se acercó al borde del agua.

—¿Hay algún problema? —preguntó por fin.

—Estábamos buceando cuando ha aparecido el Lagarto Juancho y hemos tenido que dejarlo —expliqué.

Louis hizo otro gesto de desdén.

—Mmm —dijo. Acto seguido, desenfundó su SIG y le voló al caimán la punta de la cola. El reptil se sacudió de dolor y el agua se tiñó de rojo en torno a él. Luego dio media vuelta y se alejó por la laguna dejando una estela de sangre—. Deberíais haberlo matado.

—Dejemos el tema —respondí—. Caballeros, a remangarse, vamos a necesitar ayuda.

Yo aún llevaba puesto el traje de neopreno, así que me ofrecí a bucear.

—¿Intentas demostrarme que no eres un gallina? —preguntó Morphy con una sonrisa.

—No —contesté mientras él desamarraba el bote—. Intento demostrármelo a mí mismo.

Remamos hasta la cuerda y allí me sumergí con el garfio y las cadenas, mientras en la superficie esperaban Ángel y Morphy; éste había echado mano de su arma por si volvía a aparecer el caimán. Louis nos acompañó en el otro bote. El petróleo había formado una espesa capa negra en la superficie y flotaba debajo en suspensión. Los barriles se habían dispersado al caer el de arriba. Examiné el barril perforado con la linterna, pero aparentemente sólo contenía el petróleo que quedaba dentro.

Sujetar el barril e izarlo fue, en cada ocasión, una tarea ardua, pero con dos botes era posible trasladarlos a la orilla de dos en dos. Probablemente existía una manera más fácil de hacerlo, pero no se nos ocurrió.

El sol se ponía y el agua adquiría una tonalidad dorada cuando la encontramos.