41

Fuera de la verja de entrada al cementerio, la policía de Nueva Orleans reunía a los testigos y despejaba el camino para que se trasladase a los heridos a las ambulancias. Unidades de las televisiones WWDL y WDSU intentaban entrevistar a los supervivientes. Permanecimos cerca de uno de los guardaespaldas de Lionel Fontenot, el hombre a quien se le había confiado el cuidado de la M16, mientras nos aproximábamos en diagonal a la verja. Lo seguimos hasta que llegó a una parte rota de la valla contigua a la autovía y salió por allí en dirección a un Lincoln que lo esperaba. Cuando se alejó, Rachel y yo saltamos la valla y regresamos al coche por el oeste sin dirigirnos una palabra. Estaba aparcado lejos del núcleo principal de actividad y conseguimos escabullimos sin llamar la atención.

—¿Cómo es posible que haya pasado una cosa así? —preguntó Rachel en voz baja cuando nos adentrábamos en la ciudad—. Tendría que haber habido policía. Alguien debería haberlo impedido… —Su voz se apagó y luego permaneció en silencio durante el camino de regreso al Quarter, con las manos cruzadas ante el pecho.

Decidí no molestarla.

En cuanto a qué había ocurrido, cabían varias posibilidades. Quizás algún alto cargo de la policía había cometido el error de asignar a Metairie efectivos insuficientes pensando que Joe Bones no intentaría eliminar a Lionel Fontenot en el funeral de su hermano en presencia de testigos. Las armas habrían sido escondidas la noche anterior, o bien esa mañana a primera hora, y no se había registrado el cementerio. También podía ser que Lionel hubiera mantenido a raya a la policía, como había hecho con los medios de comunicación, reacio a convertir el entierro de su hermano en un circo. La otra posibilidad era que Joe Bones hubiese sobornado o amenazado a algunos o a todos los policías de Metairie, y éstos hubieran vuelto la espalda mientras los hombres de Bones se ponían manos a la obra.

Cuando llegamos al hotel, llevé a Rachel a mi habitación; no quería que en un momento así estuviera rodeada de las imágenes que había colgado en las paredes de la suya. Fue derecha al baño y cerró la puerta. Oí el sonido de la ducha. Se quedó allí durante un buen rato.

Cuando por fin salió, se había envuelto en una gran toalla blanca desde los pechos hasta las rodillas y se secaba el pelo con otra más pequeña. Me miró y vi que tenía los ojos enrojecidos; de pronto le tembló la barbilla y se echó a llorar otra vez. La abracé y le besé la cabeza, la frente, las mejillas, los labios. Noté su boca cálida cuando respondió al beso, recorriéndome los dientes con la lengua y entrelazándola con la mía. Le quité la toalla y la estreché contra mí. A tientas, buscó el cinturón y la cremallera de mi pantalón. Luego metió la mano por la bragueta y me apretó el pene. Con la otra mano me desabrochó la camisa a la vez que me besaba el cuello y paseaba la lengua por mi pecho y alrededor de mis tetillas.

Me sacudí los zapatos y, torpemente, me incliné para intentar quitarme los calcetines. Los malditos calcetines. Sonrió cuando estuve a punto de caerme mientras me quitaba el izquierdo, y al instante me encontré sobre ella, que me bajaba el pantalón y el calzoncillo.

Tenía los pechos pequeños, la cadera un poco ancha, el triángulo de vello entre sus piernas de un rojo intenso. Sabía dulce. Cuando se corrió, arqueó la espalda y rodeó mis muslos con las piernas. Tuve la sensación de que nunca me habían abrazado con tanta fuerza, ni amado tanto.

Después se durmió. Me levanté de la cama, me puse una camiseta y unos vaqueros, y saqué de su bolso la llave de su habitación. Recorrí descalzo la galería hasta llegar a ella, cerré la puerta al entrar y me quedé observando durante un rato las ilustraciones de la pared. Rachel había comprado un gran cuaderno de dibujo donde plasmaba diagramas e ideas. Arranqué dos de las hojas, las uní con cinta adhesiva y las añadí a las imágenes de la pared. A continuación, frente a las ilustraciones de Marsias diseccionado y las fotocopias de las fotografías del lugar de los asesinatos de Tante Marie y Tee Jean, tomé un rotulador y empecé a escribir.

En un ángulo anoté los nombres de Jennifer y Susan, y una punzada de arrepentimiento y culpabilidad me traspasó al escribir el de Susan. Intenté apartarlo de mi mente y proseguí con mis anotaciones. En otro ángulo puse los nombres de Tante Marie, Tee Jean y, un poco apartado, el de Florence. En el tercer ángulo escribí el nombre de Remarr y en el cuarto un interrogante y la palabra «chica» al lado. En el centro anoté «Viajante» y, luego, como un niño al dibujar una estrella, añadí una serie de rayas que irradiaban del centro e intenté consignar todo lo que sabía, o creía saber, sobre el asesino.

Al acabar, la lista incluía: un aparato de síntesis de voz; el Libro de Enoch; conocimientos de mitología griega y manuales de medicina antiguos; conocimientos de las actividades y la técnica policiales, como se desprendía de los análisis que había hecho Rachel posteriormente de Jennifer y Susan, del hecho de que sabía que los federales tenían controlado mi teléfono móvil y del asesinato de Remarr. Al principio pensaba que, si hubiera visto a Remarr en la casa de los Aguillard, lo habría matado allí mismo; sin embargo me replanteé la hipótesis pensando que el Viajante no habría querido prolongar su presencia en el lugar del crimen ni enfrentarse con Remarr, alerta como estaba, y habría preferido esperar una oportunidad mejor. La otra opción era que el asesino se hubiera enterado de la existencia de aquella huella digital y, de algún modo, más tarde se hubiera encontrado con Remarr.

Agregué otros elementos basados en supuestos generales: hombre blanco, probablemente entre veinte y cuarenta y tantos años; una base en Louisiana desde donde cometer el asesinato de Remarr y los Aguillard; ropa para cambiarse, o un mono para taparse la ropa a fin de no mancharse de sangre; conocimiento de la ketamina y acceso a ella.

Tracé otra raya desde el Viajante a los Aguillard, puesto que el asesino sabía que Tante Marie había hablado, y una segunda raya hasta Remarr. Añadí una línea de puntos hasta Jennifer y Susan, y escribí el nombre de Edward Byron con un interrogante al lado. Después, de forma impulsiva, agregué una tercera línea de puntos y anoté el nombre de David Fontenot entre los de los Aguillard y Remarr, basándome sólo en la conexión de Honey Island y la posibilidad de que si el Viajante lo había atraído hasta allí y había dado el soplo a Joe Bones, el asesino era conocido de la familia Fontenot. Por último escribí el nombre de Edward Byron en una hoja aparte y la clavé junto al diagrama principal.

Me senté en la cama de Rachel y aspiré el aroma de ella en la habitación mientras observaba lo que había escrito y, en mi cabeza, cambiaba de sitio las piezas para ver si encajaban en alguna otra parte. No encajaban, pero añadí una cosa más antes de volver a mi habitación y esperar a que Ángel y Louis regresaran de Baton Rouge: tracé una raya fina entre el nombre de David Fontenot y el interrogante que representaba a la chica del pantano. En ese momento aún no lo sabía, pero con esa raya había dado el primer paso significativo hacia el mundo del Viajante.

Regresé a mi habitación y me senté junto al balcón para contemplar a Rachel, que dormía intranquila. Movía los párpados rápidamente y una o dos veces emitió leves gemidos y movió las manos como si empujara algo al mismo tiempo que sacudía los pies bajo la sábana. Oí a Ángel y a Louis antes de verlos: Ángel hablaba en voz alta con aparente enfado; Louis le respondía en tono comedido y un tanto burlón.

Abrí antes de que llamaran a la puerta y, con gestos, les indiqué, que debíamos hablar en su habitación. No estaban informados del tiroteo de Metairie porque, según Ángel, no habían encendido la radio en el coche de alquiler. Tenía la cara roja y los labios pálidos. No recordaba haberlo visto nunca tan furioso.

En su habitación, la trifulca se desató de nuevo. Stacey Byron, una rubia teñida de poco más de cuarenta años, que conservaba una notable figura para su edad, por lo visto se había insinuado a Louis en el transcurso del interrogatorio, y Louis, en cierto modo, había correspondido.

—Sólo quería ventilar el asunto cuanto antes —explicó mirando a Ángel de soslayo con la boca contraída en una sonrisa.

Ángel no se dejó impresionar.

—Claro que querías ventilártela, pero el único asunto que te interesaba era la talla de su sujetador y las dimensiones de su culo —replicó.

Louis puso los ojos en blanco en un exagerado gesto de desconcierto y pensé, por un momento, que Ángel iba a pegarle. Apretó los puños y dio un paso hacia él antes de conseguir controlarse.

Sentí lástima por Ángel. Si bien no creía que Louis hubiera intentado realmente cortejar a la mujer de Edward Byron, al margen de la reacción natural de cualquier persona ante las atenciones favorables de otra y la convicción de Louis de que, siguiéndole la corriente, quizá facilitara información sobre su ex marido, sabía lo importante que Louis era para Ángel. Ángel tenía una turbia historia tras de sí, y Louis más aún, pero yo recordaba ciertos detalles de la vida de Ángel, detalles que Louis olvidaba a veces, o ésa era mi impresión.

Cuando Ángel cumplió condena en la isla de Rikers, atrajo la atención de un tal William Vance. Éste había matado a un tendero coreano durante un robo frustrado en Brooklyn y por eso acabó en Rikers, pero sobre él pesaban otras sospechas: que había violado y asesinado a una anciana en Utica, y que la había mutilado antes de morir; y que quizás estuviera relacionado con un crimen parecido en Delaware. No se tenían pruebas, aparte de rumores y conjeturas, pero cuando se presentó la oportunidad de encerrar a Vance por el asesinato del coreano, el fiscal no la dejó escapar.

Y, por alguna razón, Vance decidió que prefería a Ángel muerto. Había oído contar que Ángel había rechazado a Vance cuando éste se encaprichó con él, y que de un puñetazo le había roto un diente. Pero con Vance nunca se sabía: su mente funcionaba de una manera oscura y confusa a causa del odio y de un extraño y amargo deseo. Ahora no sólo quería violar a Ángel; quería matarlo, y matarlo lentamente. Ángel había recibido una condena de entre tres y cinco años. Después de una semana en Rikers, sus probabilidades de sobrevivir más de un mes habían caído en picado.

Ángel no tenía amigos dentro y menos aún fuera, así que me telefoneó. Me constaba que le había supuesto un gran esfuerzo hacerlo. Era orgulloso y creo que, en circunstancias normales, habría intentado resolver él solo sus problemas. Pero William Vance, con sus tatuajes de cuchillos ensangrentados en los brazos y una telaraña en el pecho, no era ni mucho menos normal.

Hice lo que pude. Busqué los expedientes de Vance y copié las transcripciones del interrogatorio por el asesinato de Utica y otros percances similares. Copié detalladamente las pruebas reunidas contra él y la declaración de una testigo presencial que se retractó cuando Vance la llamó por teléfono y la amenazó con follárselos a ella y a sus hijos hasta que muriesen si atestiguaba contra él. A continuación viajé a Rikers.

Hablé con Vance a través de un panel transparente. Se había tatuado en tinta china otra lágrima bajo el ojo izquierdo, con lo cual el número total de lágrimas tatuadas ascendía a tres, y cada una representaba una de las vidas que había quitado. En el nacimiento de su cuello se veía la silueta de una araña. Le hablé en susurros durante unos diez minutos, le advertí que si le ocurría algo a Ángel, cualquier cosa, me encargaría de que todos los presos de aquella cárcel se enteraran de que estaba a un paso de ser acusado de homicidio sexual, y de que las víctimas eran ancianas indefensas. A Vance le quedaban por cumplir cinco años antes de poder aspirar a la libertad condicional. Si los otros internos descubrían las sospechas que recaían sobre él, algunos se asegurarían de que tuviera que pasar cinco años en aislamiento para evitar la muerte. Aun así, tendría que examinar a diario su comida en busca de cristal pulverizado, y rezar para que la atención del carcelero no se extraviara ni por un instante cuando lo escoltaran al patio para su hora de recreo o cuando lo llevaran al médico de la cárcel el día que el estrés empezara a pasarle factura a su salud.

Incluso sabiendo todo esto, dos días después de nuestra conversación intentó castrar a Ángel con un pincho improvisado. Ángel se salvó sólo gracias a la fuerza con que arremetió con el talón contra la rodilla de Vance, pero aun así necesitó veinte puntos de sutura entre el vientre y el muslo, porque Vance le lanzó un tajo a la desesperada mientras caía al suelo.

A la mañana siguiente, a Vance le atacaron en las duchas. Unos agresores no identificados lo sujetaron, utilizaron una llave inglesa para mantenerle la boca abierta y vertieron por su garganta agua mezclada con detergente. El veneno hizo estragos en sus entrañas, le destrozó el estómago y casi le costó la vida. Durante el resto de sus días en la cárcel fue la mínima expresión de un hombre, sacudido por intensos dolores en el vientre que lo hacían aullar por las noches. Aquello sólo había requerido una llamada telefónica. También vivía con eso en mi conciencia.

Cuando lo pusieron en libertad, Ángel se lió con Louis. Ni siquiera sé cómo llegaron a conocerse exactamente aquellos dos seres solitarios, pero ya llevaban juntos seis años. Ángel necesitaba a Louis, y Louis, a su manera, también necesitaba a Ángel, pero a veces yo pensaba que el equilibrio de la relación dependía de Ángel. Hombres y hombres, hombres y mujeres, sea cual sea la combinación, al final una de las dos partes tiene unos sentimientos más profundos que la otra y, normalmente, es esa parte la que más sufre.

Resultó que no habían averiguado gran cosa de Stacey Byron. La policía vigilaba la casa por delante, pero Louis y Ángel, éste vestido con el único traje que tenía, habían entrado por detrás. Louis había mostrado fugazmente su carnet del gimnasio y su sonrisa al mismo tiempo que le explicaba a la señora Byron que sólo llevaban a cabo un registro de rutina en el jardín, y se pasaron una hora hablando con ella de su ex marido, sobre la frecuencia con que Louis hacía ejercicio, y al final sobre si se había acostado alguna vez con una mujer blanca. Fue en ese punto cuando Ángel empezó a indignarse.

—Dice que no lo ha visto desde hace cuatro meses —informó Louis—. Que la última vez que lo vio, apenas le contó nada, sólo se interesó por su salud y la de los niños y recogió ropa vieja del desván. Según parece, llevaba una bolsa de plástico de un supermercado de Opelousas y los federales han concentrado su búsqueda allí.

—¿Sabe por qué lo buscan los federales?

—No. Le han dicho que quizás él podía facilitarles información sobre ciertos delitos sin resolver. Pero no es tonta, y le he contado un poco más para ver si mordía el anzuelo. Parece que a él siempre le ha interesado la medicina; por lo visto, en otro tiempo tuvo ambiciones de ser médico, aunque no tenía estudios ni para podar árboles.

—¿Le has preguntado si, en su opinión, era capaz de matar?

—No ha sido necesario. Según ha confesado, una vez la amenazó de muerte cuando discutían las condiciones del divorcio.

—¿Recuerda qué le dijo?

Louis movió la cabeza una sola vez en un largo gesto de asentimiento.

—Ajá. Le dijo que le arrancaría la puta cara.

Ángel y Louis se separaron sin haber resuelto sus diferencias; Ángel se retiró a la habitación de Rachel mientras Louis se quedaba sentado en el balcón de la suya atento a los sonidos y olores de Nueva Orleans, no todos ellos agradables.

—Estaba pensando en salir a comer algo —comentó—. ¿Te apetece?

Me sorprendió. Supuse que quería hablar, pero yo nunca había estado con Louis sin que Ángel se encontrara presente.

Fui a ver cómo seguía Rachel. La cama estaba vacía y oí el agua de la ducha. Llamé suavemente a la puerta.

—Está abierto —contestó ella.

Cuando entré, se había tapado con la cortina de la ducha.

—Te favorece —dije—. Este año se lleva el plástico trasparente.

El sueño le había servido de poco. Aún tenía ojeras y se la veía nerviosa. Intentó sonreír sin convicción, pero fue más una mueca de dolor que otra cosa.

—¿Te apetece salir a comer?

—No tengo hambre. Voy a trabajar un rato. Luego me tomaré un par de somníferos y trataré de dormir sin soñar.

Le dije que Louis y yo íbamos a salir y después fui a comunicárselo a Ángel. Lo encontré hojeando las notas de Rachel. Señaló mi diagrama en la pared de la habitación.

—Hay muchos huecos.

—Me falta averiguar un par de detalles.

—Como quién lo hizo y por qué. —Me dirigió una sonrisa irónica.

—Sí, pero procuro no obsesionarme demasiado con cuestiones menores. ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza.

—Creo que todo este asunto me está sacando de quicio, sólo eso. —Abarcó con un ademán las ilustraciones de la pared.

—Louis y yo vamos a salir a comer. ¿Vienes?

—No, sería un estorbo. Puedes quedarte con él.

—Mañana daré la mala noticia de mi despertar sexual a las modelos de Swimsuite Illustrated. Se les romperá el corazón. Cuida de Rachel, ¿quieres? Éste no ha sido uno de sus mejores días.

—Estaré en la habitación de al lado.

Louis y yo nos sentamos en la marisquería Felix, en la esquina de Bourbon con Iberville. No había demasiados turistas; en general, a éstos les atraía más la marisquería Acme, en la acera de enfrente, donde servían alubias rojas y un sabroso arroz en un recipiente que habían hecho ahuecando un pan, o un establecimiento más elegante del French Quarter como el Nola. El Felix era más corriente. A los turistas no les gusta mucho lo corriente. Al fin y al cabo, eso ya lo tienen en sus lugares de origen.

Louis pidió unas ostras y las roció con salsa picante, acompañadas de una cerveza Abita. Yo tomé patatas fritas y pollo, regados con agua mineral.

—El camarero piensa que eres un mariquita —comentó Louis mientras yo tomaba un sorbo de agua—. Si hubiera una compañía de ballet de visita en la ciudad, te abordaría para que le regalaras unas entradas.

—Ideas preconcebidas —contesté—. Tú confundes a la gente porque no te ajustas al estereotipo. Quizá deberías ser más amanerado.

Hizo una mueca y levantó la mano para pedir otra Abita. Llegó al instante. El camarero se las arreglaba perfectamente para que no nos faltara de nada sin tener que pasar más tiempo del imprescindible cerca de nuestra mesa. Otros comensales optaban por tomar la ruta panorámica para llegar a sus mesas con tal de no pasar demasiado cerca de nosotros, y aquellos que se veían obligados a ocupar las mesas contiguas parecían comer un poco más deprisa que los demás. Louis ejercía ese efecto en la gente. Parecía tener alrededor una aureola de violencia potencial, y algo más: si esa violencia estallara, no sería la primera vez.

—En cuanto a tu amigo Woolrich —dijo mientras se bebía media Abita de un solo trago—. ¿Te merece confianza?

—No lo sé. Va por libre.

—Es del FBI. Todos los federales van por libre. —Me observó por encima de la botella—. Me parece que si estuvieras escalando una roca con tu amigo, resbalaras y te quedaras colgando de un extremo de la cuerda con él en el otro extremo, él cortaría la cuerda.

—Eres un cínico.

Hizo otra mueca.

—Si los muertos hablaran, llamarían realistas a todos los cínicos.

—Si los muertos hablaran, nos aconsejarían que disfrutáramos más del sexo ahora que podemos. —Tomé una patata frita—. ¿Tienen algo contra ti los federales?

—Sospechas, quizá; nada más. No es ahí adonde quería llegar.

Me miraba sin pestañear y en sus ojos se advertía una extrema frialdad. Me parece que si hubiera creído que Woolrich le seguía los pasos, lo habría matado sin pensárselo dos veces.

—¿Por qué nos está ayudando Woolrich? —dijo por fin.

—También yo me lo he preguntado —contesté—. No estoy seguro. En parte podría ser porque comprende mi necesidad de permanecer en contacto con lo que ocurre. Si me facilita información, puede controlar mi grado de implicación.

Pero yo sabía que no se reducía sólo a eso. Louis tenía razón. Woolrich iba por libre. Había en su interior abismos que yo sólo vislumbraba muy rara vez, como cuando la superficie del mar muestra colores diferentes y se insinúan los abruptos declives y los espacios abisales del fondo. En algunos aspectos era un hombre de trato difícil: era él quien ponía las condiciones de nuestra amistad, y, desde que lo conocía, a veces pasaba meses sin saber nada de él. Compensaba esa actitud con una extraña lealtad, una sensación de que, incluso cuando se ausentaba de la vida de uno, nunca olvidaba a las personas cercanas a él.

Pero, como federal, Woolrich jugaba fuerte. Había ascendido a agente especial con rango de subjefe haciendo méritos, vinculando su nombre a operaciones de alto nivel y cortando el paso a otros agentes cuando se interponían en su camino. Era en extremo ambicioso y quizá veía en el Viajante una manera de alcanzar cimas más altas: jefe de delegación, subdirector, adjunto a la dirección, quizás incluso podía llegar a ser el primer agente designado de manera directa al cargo de director. Sobrellevaba una gran presión, pero si Woolrich conseguía poner fin al Viajante, se aseguraría un futuro brillante y poderoso en el FBI.

Yo tenía un papel que desempeñar en aquello; Woolrich lo sabía y le atribuía la importancia necesaria para utilizar la amistad que existía entre nosotros con el propósito de poner fin a lo que estaba ocurriendo.

—Sospecho que me usa como cebo —dije por fin—. Y él sostiene el sedal.

—¿Cuánta información crees que nos oculta? —Louis terminó la cerveza y se relamió satisfecho.

—Es como un iceberg —contesté—. Sólo vemos el diez por ciento sobre la superficie. Los federales no comparten con la policía local lo que saben, sea lo que sea, y Woolrich desde luego no lo comparte con nosotros. Aquí pasa algo más, y sólo Woolrich y quizás unos cuantos federales están enterados. ¿Juegas al ajedrez?

—A mi manera —contestó con parquedad.

Por alguna razón imaginé que esa manera no incluía el tablero tradicional.

—Este asunto es como una partida de ajedrez —proseguí—. Excepto que sólo vemos el movimiento del otro jugador cuando roba una de nuestras piezas. El resto del tiempo es como jugar a oscuras.

Louis levantó el dedo para pedir la cuenta. El camarero puso cara de alivio.

—¿Y nuestro señor Byron?

Me encogí de hombros. Sentía una extraña distancia con respecto a lo que ocurría, en parte porque estábamos en la periferia de la investigación, pero en parte también porque yo necesitaba esa distancia para pensar. En cierto modo, lo ocurrido esa tarde con Rachel, y lo que ello implicaba en cuanto a mis sentimientos de dolor y pérdida por Susan, había originado de alguna manera esa distancia.

—No lo sé. —Acabábamos de empezar a construir el retrato de Byron, como una figura en el centro de un rompecabezas en torno a la cual podían encajarse otras piezas—. Ya llegaremos a él. En primer lugar, quiero averiguar qué vio Remarr la noche en que murieron Tante Marie y Tee Jean. Y quiero saber por qué David Fontenot estaba solo en Honey Island.

No cabía duda de que Lionel Fontenot arremetería contra Joe Bones. Éste también lo sabía, y por eso se había arriesgado a atacar en Metairie. En cuanto Lionel regresara a su complejo residencial, ya no estaría al alcance de los hombres de Joe Bones. El siguiente paso correspondía a Lionel.

Llegó la cuenta. Pagué y Louis dejó una propina de veinte dólares con un intencionado exceso de generosidad. El camarero miró el billete como si la imagen de Andrew Jackson fuera a morderle el dedo cuando intentara cogerlo de la mesa.

—Me parece que vamos a tener que hablar con Lionel Fontenot —dije mientras salíamos—. Y con Joe Bones.

Louis sonrió abiertamente.

—A Joe no le va a entusiasmar la idea de hablar contigo, por la manera como intentó liquidarte su esbirro.

—Eso ya lo supongo —contesté—. Quizá Lionel Fontenot nos eche una mano.

Regresamos al Flaisance. Las calles de Nueva Orleans no son las más seguras del mundo, pero yo dudaba de que alguien fuera a importunarnos.

No me equivocaba.