Hacía muchos años que no pensaba en Daddy Helms cuando le hablé de él a Rachel la noche anterior y recordé que fue precisamente ese hombre la causa de que yo estuviese ausente al declararse la larga enfermedad que acabó con la vida de mi madre.
Daddy Helms era el hombre más feo que había visto nunca. Tuvo bajo su control casi todo Portland desde finales de los años sesenta hasta principios de los ochenta y levantó un modesto imperio que empezó con sus prósperas tiendas de vinos y licores y se expandió hasta abarcar la venta de droga en tres estados.
Daddy Helms pesaba más de ciento cincuenta kilos y, como consecuencia de una afección cutánea, tenía enormes bultos por todo el cuerpo, especialmente visibles en la cara y las manos. Eran de un color rojo intenso y daban a su piel un aspecto escamoso que desdibujaba sus facciones de tal modo que el observador tenía la impresión de ver a Daddy Helms a través de una bruma roja. Vestía trajes con chaleco y panamás y siempre fumaba puros a lo Winston Churchill, con lo cual, uno lo olía antes de verlo. Si eras un poco espabilado, eso te daba tiempo de sobra para estar en otra parte cuando él llegaba.
Daddy Helms era un miserable, pero también un bicho raro. Si hubiese sido menos inteligente, menos resentido y menos proclive a la violencia, probablemente habría terminado viviendo en una casita en los bosques de Maine y vendiendo árboles de Navidad de puerta en puerta a ciudadanos compasivos. En lugar de eso, su fealdad parecía una manifestación exterior de una malignidad moral, una corrupción que inducía a pensar que quizá su piel no era lo peor de él. Había en su interior una rabia, una ira contra el mundo y sus costumbres.
Mi abuelo, que conocía a Daddy Helms desde la infancia y por lo general era un hombre comprensivo con quienes lo rodeaban, incluso con los delincuentes que detenía cuando era ayudante del sheriff, no veía más que maldad en él. «Antes pensaba que quizá su fealdad lo había convertido en lo que es» dijo una vez, «que su comportamiento se debía a su aspecto, que buscaba una manera de vengarse del mundo». Estaba sentado en el porche de la casa que compartía con mi abuela, con mi madre y conmigo, la casa donde vivíamos todos desde la muerte de mi padre. El basset de mi abuelo, Doc —al que había puesto ese nombre por el cantante de country Doc Watson, sólo porque le gustaba su versión de la canción Alberta—, yacía hecho un ovillo a sus pies; profundamente dormido, sus costillas se expandían con la respiración y, de vez en cuando, sumido en sus sueños de perro, salía de entre sus belfos un gañido.
Mi abuelo tomó un sorbo de café de una taza azul de metal y luego la dejó en el suelo. Doc se movió un poco, abrió un ojo legañoso para asegurarse de que no se perdía nada interesante y luego volvió a quedarse dormido. «Pero Daddy Helms no es así», continuó. «Daddy Helms sencillamente tiene un problema, algo que no acabo de entender. Mi única duda es qué habría hecho con su vida si no fuera tan feo. Imagino que habría llegado a presidente de Estados Unidos si se lo hubiera propuesto y si la gente hubiera soportado mirarlo, aunque se habría parecido más a Stalin que a Kennedy. No tendrías que haberte puesto en su camino, hijo. Ayer aprendiste una lección difícil, una lección difícil a manos de un hombre difícil».
Yo había llegado de Nueva York convencido de que era todo un hombre, de que era más listo y más rápido y, si hacía falta, más duro que los tipos con quienes me tropezaría en los remotos confines de Maine. Me equivocaba. Daddy Helms me lo demostró.
Clarence Johns, un chico que vivía con su padre alcohólico cerca de Maine Mall Road, aprendió también esa lección. Clarence era afable pero estúpido, un comparsa por naturaleza. Andábamos juntos desde hacía alrededor de un año y nos dedicábamos a disparar con la escopeta de aire comprimido en las ociosas tardes de verano y a beber cerveza que robábamos del alijo de su padre. Nos aburríamos y así se lo hacíamos saber a todos, incluso a Daddy Helms.
Daddy Helms había comprado un bar viejo y ruinoso en Congress Street y poco a poco estaba transformándolo en lo que, imaginaba él, sería un establecimiento de postín. Eso ocurrió antes de que rehabilitaran la zona portuaria, antes de la llegada de las tiendas de camisetas y artesanía, del cine de arte y ensayo, y de los bares que entre las cinco y las siete de la tarde sirven cosas para picar gratis a los turistas. Quizá Daddy Helms previó lo que vendría, porque cambió todas las vidrieras del bar, puso un tejado nuevo y adquirió algunos elementos decorativos de una vieja iglesia de Belfast que había sido secularizada.
Un domingo por la tarde en que Clarence y yo nos sentíamos especialmente enfadados con el mundo, nos sentamos en la tapia de la parte trasera del bar todavía en obras de Daddy Helms y, lanzando piedras con precisión milimétrica, rompimos todas las vidrieras. Después, encontramos una cisterna abandonada y, en un último acto vandálico, la arrojamos contra la amplia vidriera en arco del fondo del local, que, según los proyectos de Daddy Helms, se extendería de un extremo a otro de la barra como un abanico.
Después de aquello, no vi a Clarence durante unos días, ni pensé en las consecuencias hasta que una noche, cuando íbamos por St. John Street con seis latas de cerveza compradas ilícitamente, tres de los hombres de Daddy Helms nos agarraron y nos llevaron a rastras hasta un Cadillac Eldorado negro. Tras esposarnos, amordazarnos con cinta adhesiva y vendarnos los ojos con harapos sucios, nos metieron en el maletero y lo cerraron. Clarence Johns y yo yacíamos uno junto al otro, y noté su acre olor a sucio, hasta que caí en la cuenta de que probablemente yo olía igual.
Pero aquel maletero no sólo apestaba a gasolina, a harapos y al sudor de dos adolescentes. Se percibía también un tufo a orina y excrementos humanos, a vómito y bilis. Era el olor del miedo a una muerte inminente, y supe, ya entonces, que en aquel Cadillac habían dado el paseo a mucha gente.
El tiempo pareció detenerse en la negrura del coche, y no habría sabido decir cuánto rato viajamos. Abrieron el maletero y oí el embate de las olas a mi izquierda y noté el salitre en el aire. Nos sacaron del maletero y nos arrastraron a través de los matorrales y por las piedras. Notaba arena bajo los pies y, a mi lado, oí que Clarence Johns empezaba a gimotear, o tal vez eran mis propios gemidos los que oía. A continuación nos tiraron a la arena boca abajo, y noté que varias manos me agarraban por la ropa y los zapatos, me arrancaron la camisa y me desnudaron de cintura para abajo. Yo empecé a dar puntapiés desesperadamente a las figuras invisibles que me rodeaban hasta que alguien me asestó un fuerte puñetazo en la zona lumbar y dejé de moverme. Me quitaron la venda de los ojos y, cuando alcé la mirada, vi a Daddy Helms de pie ante mí. A sus espaldas se dibujaba la silueta de un gran edificio: el Black Point Inn. Estábamos, pues, en Western Beach, concretamente en Prouts Neck, que formaba parte del propio Scarborough. Si hubiera podido darme la vuelta, habría visto las luces de Old Orchard Beach, pero no era capaz.
Daddy Helms sostenía la colilla de un puro en su mano deforme y me sonreía. Era una sonrisa como un destello en la hoja de un cuchillo. Vestía un traje blanco con chaleco, entre cuyos bolsillos pendía la cadena de oro de un reloj, y una pajarita de lunares roja y blanca perfectamente anudada le ceñía el cuello de la camisa blanca de algodón. Junto a mí, Clarence Johns movía los pies en la arena buscando apoyo para levantarse, pero uno de los hombres de Daddy Helms, un rubio brutal llamado Tiger Martin, plantó la suela del zapato en el pecho de Clarence y lo obligó a seguir tendido en la arena. Clarence, advertí, no estaba desnudo.
—¿Tú eres el nieto de Bob Warren? —preguntó Daddy Helms al cabo de un rato.
Asentí con la cabeza. Pensé que iba a ahogarme. Tenía la nariz llena de arena y no conseguía llenar de aire los pulmones.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Daddy Helms sin dejar de mirarme. Volví a asentir—. Pero es imposible que me conozcas, chico. Si me conocieras, no habrías hecho lo que hiciste. A menos que seas idiota, claro, y eso sería peor que no conocerme.
Dirigió la atención a Clarence por un momento, pero no le dijo nada. Me pareció percibir un asomo de compasión en sus ojos mientras le miraba. Éste era tonto, de eso no cabía la menor duda. Por un instante tuve la sensación de ver a Clarence con ojos nuevos, como si sólo él no formara parte de la banda de Daddy Helms y nosotros cinco nos dispusiéramos a acometer alguna atrocidad con él. Pero yo no era uno de los hombres de Daddy Helms y la idea de lo que estaba a punto de ocurrir me devolvió a la realidad. Mientras notaba la arena en contacto con mi piel observé a Tiger Martin, que se acercaba con una pesada bolsa de basura negra en los brazos. Miró a Daddy Helms, éste hizo un gesto de asentimiento y, acto seguido, Tiger Martin vació sobre mi cuerpo el contenido de la bolsa.
Era tierra, pero había algo más: percibí millares de diminutas patas sobre mí; correteaban entre el vello de mis piernas y mi pubis, exploraban los pliegues de mi cuerpo como minúsculas amantes. Las noté sobre mis párpados apretados y sacudí la cabeza con fuerza para apartarlas de mis ojos. Poco después empezaron las picaduras, pequeños alfilerazos en los brazos, los párpados, las piernas e incluso el pene, cuando las hormigas de fuego comenzaron a atacar. Se me metían por la nariz y también allí empezaron a picarme. Me retorcí y me restregué contra la arena en un intento de matar el mayor número posible, pero era como tratar de quitarme la arena grano a grano. Pataleé, rodé sobre la arena y me corrieron las lágrimas por las mejillas. De pronto, cuando tenía la impresión de que no iba a resistirlo más, una mano enguantada me agarró del tobillo y me arrastró por la arena hacia las olas. Me quitaron las esposas y me zambullí en el agua al mismo tiempo que me arrancaba la cinta adhesiva de la boca, sin tener en cuenta el dolor del tirón en los labios movido por mi deseo de frotarme y rascarme. Hundí la cabeza cuando las olas me embistieron, y, aun así, me pareció sentir finas patas deslizándose sobre mí y las últimas picaduras de los insectos antes de ahogarse. Gritaba de dolor y pánico y también lloraba. Lloraba de vergüenza y de dolor, de miedo y de rabia.
Durante días me fui encontrando entre el pelo restos de hormigas. Algunas eran más largas que la uña de mi dedo medio, con unas pinzas serradas que se curvaban hacia delante para clavarse en mi piel. Tenía el cuerpo cubierto de bultos, casi a imagen del propio Daddy Helms, y el interior de la nariz hinchado y dolorido.
Salí del agua y, tambaleándome, avancé por la arena. Los hombres de Daddy Helms habían vuelto al coche y nos habían dejado en la playa a Clarence y a mí con Daddy Helms. Clarence estaba ileso. Daddy Helms percibió en mi cara que acababa de darme cuenta de eso y sonrió a la vez que chupaba el puro.
—Anoche nos encontramos con tu amigo —dijo. Apoyó una gruesa mano como la cera fundida en los hombros de Clarence. Clarence se encogió, pero permaneció inmóvil—. Nos lo contó todo. Ni siquiera tuvimos que hacerle daño.
El dolor de la traición eclipsó el de las picaduras y el escozor, la persistente sensación de movimiento sobre la piel. Miré a Clarence Johns con ojos nuevos, con ojos de adulto. Estaba de pie en la arena, tembloroso, con los brazos alrededor del cuerpo. En su mirada se traslucía un dolor que brotaba de lo más hondo de su ser. Deseé odiarlo por lo que había hecho, y eso era lo que Daddy Helms quería, pero yo sólo sentí un profundo vacío y cierta lástima.
Y también sentí cierta lástima por Daddy Helms, con su piel estragada, sus bultos y sus pliegues de pesada grasa, porque se había visto obligado a administrar aquel castigo a dos muchachos a causa de unos cristales rotos; y el castigo no sólo consistía en el daño físico, sino, además, en la pérdida de la amistad que los había unido.
—Chico, esta noche has aprendido dos lecciones. Has aprendido a no tontear conmigo nunca más y has aprendido algo acerca de la amistad. Al final, tu único amigo eres tú mismo porque los demás, llegado el momento, te dejarán todos en la estacada. Al final, todos estamos solos.
A continuación se dio media vuelta y, con su torpe andar, se encaminó entre los matorrales de barrón y las dunas en dirección a su coche.
Nos dejaron allí y tuvimos que volver a pie por la Interestatal 1, yo con la ropa rota y mojada. No nos dijimos una sola palabra, ni siquiera cuando nos separamos ante la verja de la casa de mi abuelo. Clarence se alejó en la noche acompañado del chacoloteo de sus baratos zapatos de plástico contra el asfalto. Después de aquello nos distanciamos, y prácticamente me había olvidado de Clarence hasta que, hace doce años, murió durante un intento de robo frustrado en un almacén de informática en las afueras de Austin. Clarence trabajaba allí como guardia de seguridad. Los ladrones dispararon contra él cuando intentó defender una remesa de ordenadores.
Cuando llegué a casa de mi abuelo, tomé un antiséptico del botiquín, me desnudé y, metido en la bañera, me extendí el líquido por las picaduras. Me escoció. Al acabar, me quedé sentado llorando en la bañera vacía, así fue como me encontró mi abuelo. Estuvo un rato sin decir nada. Luego desapareció y volvió con un recipiente rojo que contenía una pasta hecha de bicarbonato de sosa y agua. Me la aplicó concienzudamente por los hombros y el pecho, las piernas y los brazos, y después vertió un poco en mi mano para que yo mismo me la pusiera en la entrepierna. Me envolvió con una sábana blanca de algodón y me hizo sentar en la silla de la cocina, donde sirvió dos grandes copas de coñac. Era Remy Martin, recuerdo, añejo, del bueno. Tardé un rato en acabármelo pero ni él ni yo despegamos los labios. Cuando me levanté para acostarme, me dio una suave palmada en la cabeza.
—Un hombre duro —repitió mi abuelo, y apuró su café. Se puso en pie y el perro se levantó con él—. ¿Me acompañas a pasear al perro?
Le dije que no. Él se encogió de hombros, y observé cómo bajaba por los peldaños del porche; el perro corría ya ante él, ladrando, husmeando y volviendo la vista atrás para asegurarse de que el anciano lo seguía antes de alejarse otro trecho.
Daddy Helms murió dos años más tarde de un cáncer de estómago.
Se calculaba que, a lo largo de su vida, había estado involucrado, directa o indirectamente, en más de cuarenta asesinatos, algunos de ellos en lugares tan alejados como Florida. Las personas que asistieron a su funeral podían contarse con los dedos de una mano.
Volví a acordarme de Daddy Helms mientras Rachel y yo dejábamos atrás el lugar de los asesinatos en Metairie. No sé por qué. Quizá porque me daba la impresión de que compartía parte de su resentimiento con Joe Bonnano, un rencor hacia el mundo que surgía de algo podrido en su interior. Recordé a mi abuelo, recordé a Daddy Helms, y también las lecciones que habían intentado enseñarme, lecciones que aún no había aprendido del todo.