Era una mañana fresca y clara y el sonido del tranvía de St. Charles flotaba en el aire mientras yo hacía jogging. Una limusina nupcial pasó junto a mí camino de la catedral con cintas blancas ondeando sobre el capó. Corrí hacia el oeste por North Rampart hasta Perdido y luego volví por Chartres a través del Quarter. Para entonces apretaba el calor y tenía la sensación de estar corriendo con la cara envuelta en una toalla húmeda y tibia. Mis pulmones se debatían para tomar aire y mi organismo se rebelaba, luchando por expulsarlo, pero seguí corriendo.
Tenía por costumbre hacer ejercicio tres o cuatro veces por semana, alternando circuitos durante un mes poco más o menos con sesiones de musculación intercaladas. Cuando interrumpía durante unos días mi rutina de entrenamiento me sentía hinchado y en baja forma, como si tuviera el organismo saturado de toxinas. Puestos a elegir entre el ejercicio físico y los laxantes, había optado por el ejercicio por ser la posibilidad menos incómoda.
De vuelta en el Flaisance, me duché y me cambié la venda del hombro; aún me dolía un poco, pero la herida estaba cicatrizando. Después dejé un fardo de ropa sucia en la lavandería más cercana, porque no había previsto una estancia tan larga en Nueva Orleans y mi provisión de ropa interior se estaba quedando corta.
El número de teléfono de Stacey Byron aparecía en el listín —no había vuelto a usar su apellido de soltera, al menos por lo que a la compañía telefónica se refería—, y Ángel y Louis se ofrecieron a ir a Baton Rouge y ver qué podían averiguar a través de ella o sobre ella. A Woolrich no le gustaría, pero si quería dejarla en paz, no debería haberme contado nada.
Rachel envió por correo electrónico los detalles de las ilustraciones que andaba buscando a dos de sus alumnos de Columbia, que colaboraban con ella en trabajos de investigación, y al padre Eric Ward, un profesor jubilado de Boston que había dado clases en la Universidad de Loyola en Nueva Orleans sobre cultura renacentista. En lugar de quedarse allí a esperar la respuesta, decidió acompañarme a Metairie, donde esa mañana enterraban a David Fontenot.
Permanecimos en silencio durante el viaje. El tema de nuestra creciente intimidad y sus posibles consecuencias no había salido a la luz, pero, por lo visto, los dos éramos muy conscientes de ello. Yo lo notaba en los ojos de Rachel cuando me miraba, y probablemente ella veía lo mismo en los míos.
—¿Y qué más quieres saber de mí? —preguntó.
—Diría que no sé gran cosa acerca de tu vida personal.
—Aparte de que soy guapa e inteligente.
—Aparte de eso —admití.
—Cuando dices «personal», ¿te refieres a «sexual»?
—Es un eufemismo. No quería parecerte demasiado avasallador. Si lo prefieres, puedes empezar por la edad, ya que anoche no me la dijiste. Lo demás no costará tanto en comparación.
Me dedicó una sonrisa sesgada y un corte de mangas. Decidí pasar por alto el corte de mangas.
—Tengo treinta y tres años, pero con la luz adecuada admito sólo treinta. Soy dueña de un gato y un apartamento con dos habitaciones en el Upper West Side, pero actualmente no lo comparto con nadie. Hago stepping tres veces por semana y me gustan la comida china, la música soul y la cerveza con espuma. Mi última relación acabó hace seis meses y tengo la sensación de que me está creciendo el himen otra vez.
La miré con una ceja enarcada y se echó a reír.
—Te noto sorprendido —dijo—. Necesitas sonsacarme algo más.
—Da la impresión de que tú también lo necesitas. ¿Quién era el tipo?
—Un agente de Bolsa. Nos veíamos desde hacía un año y acordamos vivir juntos a modo de prueba. Él tenía un apartamento de una sola habitación y el mío era de dos, así que se instaló conmigo y utilizamos el segundo dormitorio como estudio compartido.
—Parece una situación idílica.
—Lo fue. Durante una semana más o menos. Resultó que él no soportaba al gato, no le gustaba compartir la cama conmigo porque, según decía, yo me movía continuamente y él se pasaba la noche en vela, y toda mi ropa empezó a oler a tabaco. Ésa fue la gota que colmó el vaso. Todo apestaba: los muebles, la cama, las paredes, la comida, el papel higiénico, incluso el gato. Una noche llegó a casa, me anunció que se había enamorado de su secretaria y a los tres meses se mudó con ella a Seattle.
—He oído decir que Seattle es una ciudad bonita.
—A la mierda Seattle. Espero que se hunda en el mar.
—Al menos no eres rencorosa.
—Muy gracioso. —Miró por la ventanilla durante un rato y sentí el impulso de alargar la mano y tocarla, un impulso que se acrecentó por lo que dijo a continuación—. Aún me cuesta hacerte demasiadas preguntas por lo que ocurrió.
—Lo sé.
Lentamente, tendí la mano derecha y le acaricié la mejilla. Tenía la piel suave y un poco húmeda. Inclinando la cabeza hacia mí, aumentó la presión contra mi mano, y entonces nos detuvimos frente a la entrada del cementerio y el momento pasó.
Algunos antepasados de los Fontenot habían vivido en Nueva Orleans desde finales del siglo XIX, mucho antes de que la familia de Lionel y David se estableciera en la ciudad, y los Fontenot poseían un enorme panteón en el cementerio de Metairie, el cementerio más grande de la ciudad, en el cruce de Metairie Road y Pontchartrain Boulevard. Tenía una extensión de sesenta hectáreas y había sido construido sobre el antiguo hipódromo de Metairie. Si uno era aficionado a las apuestas, aquélla era una última morada idónea, aunque al final siempre saliera ganando la casa.
Los cementerios de Nueva Orleans son lugares extraños. Si bien la mayoría de los cementerios de las grandes ciudades están muy cuidados e inducen a poner lápidas discretas, los difuntos de Nueva Orleans descansaban bajo tumbas recargadas y mausoleos espectaculares. Me recordaban el Père Lachaise de París, o las Ciudades de los Muertos de El Cairo, donde aún vivía gente entre los cadáveres. Una resonancia de dicho parecido se encontraba en la tumba de Brunswig en Metairie, que tenía forma de pirámide y la custodiaba una esfinge.
La arquitectura funeraria española y francesa no era el único motivo por el que los cementerios se habían construido de ese modo. Casi toda la ciudad se hallaba bajo el nivel del mar, y, hasta la aparición de los modernos sistemas de drenaje, las tumbas cavadas en la tierra pronto se llenaban de agua. La solución natural estaba en hacerlas a ras de suelo.
La comitiva fúnebre de Fontenot ya había entrado en el cementerio cuando llegamos. Aparqué a cierta distancia de los vehículos del séquito y pasamos ante los dos coches patrulla estacionados enfrente de la verja, cuyos ocupantes ocultaban sus ojos tras unas gafas de sol. Siguiendo a los rezagados, dejamos atrás las estatuas que representaban a la Fe, la Esperanza, la Caridad y el Recuerdo, al pie de la alargada tumba de Moriarity, y llegamos a un panteón de estilo Greek Revival con un par de columnas dóricas. En el dintel de la puerta se leía Fontenot.
Era imposible saber cuántos Fontenot reposaban en el panteón familiar. En Nueva Orleans la tradición era dejar el cadáver durante un año y un día, después de lo cual el panteón volvía a abrirse, los restos se trasladaban al fondo y el féretro podrido se sacaba para dejar espacio al siguiente ocupante. Muchos de los panteones de Metairie ya estaban a esas alturas muy concurridos.
La verja de hierro forjado, rematada con cabezas de ángeles, se hallaba abierta y la pequeña comitiva rodeaba el panteón formando un semicírculo. Un hombre destacaba sobre los demás, y supuse que se trataba de Lionel Fontenot. Llevaba un traje negro con una ancha corbata negra. Su cara, de tan curtida, era de un color moreno rojizo, y unas profundas arrugas le surcaban la frente e irradiaban de las comisuras de los ojos. Tenía el cabello oscuro pero canoso en las sienes. Era un hombre corpulento, de un metro noventa como mínimo y cercano a los ciento diez kilos, quizá más. El traje parecía luchar por no reventar.
Más allá de la comitiva, apostados a intervalos junto a los panteones y tumbas o bajo los árboles del cementerio, había cuatro hombres de expresión severa vestidos con chaquetas y pantalones oscuros. Bajo las chaquetas se adivinaba el bulto de las pistolas. Un quinto hombre, con un abrigo oscuro sobre los hombros, se dio media vuelta junto a un viejo ciprés y vislumbré la reveladora imagen de una metralleta con armazón de M16 oculta bajo los pliegues. Otros dos flanqueaban a Lionel Fontenot. Éste no estaba dispuesto a correr riesgos.
La comitiva —compuesta de blancos y negros, blancos jóvenes con elegantes trajes negros, ancianas negras que llevaban vestidos negros con puntillas doradas en el cuello— quedó en silencio cuando el sacerdote empezó a leer el oficio de difuntos en un ajado ritual de exequias con el borde de las hojas dorado. Como no soplaba ninguna brisa que pudiera llevarse sus palabras, éstas flotaron en el aire, reverberando entre las tumbas igual que las voces de los propios muertos.
—«Padre nuestro, que estás en los cielos…».
Los hombres que portaban el féretro lo alzaron y, con grandes dificultades, hicieron pasar el ataúd por la estrecha entrada del panteón. Cuando estuvo en el interior, un par de policías de Nueva Orleans apareció entre dos bóvedas a unos treinta y cinco metros al oeste del cortejo fúnebre. Otros dos asomaron desde el este y un tercer par se acercó lentamente a un árbol que quedaba al norte. Rachel siguió mi mirada.
—¿Una escolta?
—Quizá.
—«…venga a nosotros tu reino y hágase tu voluntad aquí en la tierra…».
Sentí cierto nerviosismo. Tal vez habían enviado a los agentes por si Joe Bones tenía la tentación de importunar a los deudos, pero ocurría algo raro. No me gustaba la forma en que se movían. Parecían incómodos con los uniformes, como si les molestaran los cuellos de las camisas y les apretaran los zapatos.
—«…perdona nuestros pecados…».
Los hombres de Fontenot también los habían visto, pero aparentemente no les preocupaban demasiado. Los policías mantenían los brazos relajados a los lados y las pistolas enfundadas. Estaban a unos diez metros de nosotros cuando algo caliente me salpicó la cara. Una anciana de cara redonda con un ajustado vestido negro, que había estado sollozando en silencio junto a mí, se dio de pronto la vuelta y se desplomó con un agujero oscuro en la sien y un brillo húmedo en el pelo. Una esquirla de mármol saltó del panteón, y una mancha de vivo color rojo se extendió alrededor. El sonido del disparo se oyó casi simultáneamente, un ruido sordo y amortiguado como el de un puño al golpear un saco de boxeo.
—«…mas líbranos del mal…».
La gente de la comitiva tardó unos segundos en tomar conciencia de lo que ocurría. Contemplaron atónitos a la mujer, en torno a cuya cabeza se formaba ya un charco de sangre. Empujé a Rachel hacia el hueco entre dos panteones protegiéndola con mi cuerpo. Alguien gritó y los presentes empezaron a dispersarse al tiempo que silbaban más balas sobre el mármol y la piedra. Vi a los guardaespaldas de Lionel Fontenot apresurarse a protegerlo y obligarlo a echarse cuerpo a tierra mientras las balas rebotaban en la tumba y resonaban en la verja de hierro.
Rachel se tapó la cabeza con los brazos y se agachó para ofrecer un blanco lo más pequeño posible. Por encima del hombro descubrí que los dos policías situados al norte se separaban y que sacaban ametralladoras de entre los arbustos a cada lado de la avenida. Eran Steyrs provistas de silenciadores: los hombres de Joe Bones. Vi que una mujer echaba a correr para ponerse a cubierto tras las alas extendidas de un ángel de piedra, el faldón de su abrigo se agitaba en torno a sus piernas desnudas. Dos orificios aparecieron en su abrigo a la altura del hombro y cayó de bruces al suelo, con las manos extendidas. Intentó seguir avanzando a rastras, pero otro orificio traspasó el abrigo y acabó con su vida.
Se oían disparos de pistola y ráfagas de una semiautomática; eran los hombres de Fontenot que devolvían el fuego. Desenfundé mi Smith & Wesson y me acerqué a Rachel al mismo tiempo que una silueta de uniforme aparecía en el hueco entre las tumbas, con una Steyr en las manos. Le disparé en la cara y se desplomó.
—¡Pero si son policías! —exclamó Rachel, su voz casi ahogada por el fuego cruzado.
Alargué el brazo y la obligué a agacharse aún más.
—Son los hombres de Joe Bones. Han venido a liquidar a Lionel Fontenot.
Pero no era sólo eso: Joe Bones quería sembrar el caos y cosechar sangre, miedo y muerte. No se conformaba con matar a Lionel Fontenot. Quería que murieran también otros —mujeres, niños, la familia de Lionel, sus colaboradores— y que los supervivientes recordaran lo ocurrido y temieran a Joe Bones más aún. Quería acabar con los Fontenot, y lo haría allí, ante el panteón donde habían enterrado a sus muertos durante generaciones. Aquello era obra de un hombre que había rebasado los límites de la razón y entrado en un lugar oscuro, iluminado con llamas, un lugar donde la sangre lo cegaba.
A mis espaldas oí unos pasos vacilantes, y uno de los hombres de Fontenot, el individuo del abrigo con la semiautomática, cayó de rodillas al lado de Rachel. La sangre le salió a borbotones de la boca, y ella gritó al verlo desplomarse hacia delante ante sus pies. La M16 quedó en la hierba junto a ella. Me dispuse a alcanzarla pero Rachel se me adelantó, movida por un profundo e insaciable instinto de supervivencia. Con la boca y los ojos muy abiertos, disparó una ráfaga por encima del cuerpo caído del guardaespaldas.
Yo me abalancé hacia el fondo de la tumba y apunté en la misma dirección, pero ella había abatido ya al hombre de Joe Bones; éste yacía de espaldas, con espasmos en la pierna izquierda y un sanguinolento dibujo en el pecho. A Rachel le temblaban las manos por efecto de la adrenalina que fluía por su organismo. La M16 empezó a resbalársele de los dedos. La correa se le enredó en el brazo y lo sacudió con vehemencia para desprenderse de ella. Detrás, vi a varios miembros de la comitiva fúnebre correr agachados por las avenidas entre las tumbas. Dos mujeres blancas, tirando de los brazos de un joven negro, lo llevaban a rastras por la hierba. Tenía la camisa teñida de sangre en el vientre.
Supuse que un cuarto par de hombres de Joe Bones se había aproximado desde el sur y había iniciado el fuego. Al menos tres habían caído: los dos que habíamos matado Rachel y yo y un tercero que yacía desmadejado junto al viejo ciprés. El hombre de Fontenot había eliminado a uno de ellos antes de ser alcanzado él mismo.
Ayudé a Rachel a ponerse en pie y rápidamente la llevé hacia un panteón mugriento con la verja corroída. Golpeé la cerradura con la culata de la M16 y cedió al instante. Rachel entró. Le di mi Smith & Wesson y le dije que se quedara allí hasta que yo volviera. A continuación, empuñando la M16, corrí hacia el este por la parte de atrás del panteón de los Fontenot cubriéndome tras otras tumbas mientras avanzaba. Ignoraba cuántas balas quedaban en la M16. El selector estaba fijado en ráfagas de tres balas. Según cuál fuera la capacidad del cargador, podían quedarme entre diez y veinte balas. Casi había llegado a un monumento coronado por la figura de un niño dormido cuando algo me golpeó en la nuca y caí de bruces; la M16 se me escapó de las manos. Alguien me asestó un puntapié con todas sus fuerzas en los riñones, y el dolor me recorrió el cuerpo hasta el hombro. Recibí otro puntapié en el estómago, que me hizo rodar hasta yacer boca arriba. Alcé la vista y vi a Ricky de pie junto a mí, los rizos serpenteantes de su pelo y su pequeña estatura en contradicción con el uniforme del Departamento de Policía de Nueva Orleans. Había perdido la gorra y tenía rasguños a un lado de la cara por el impacto de esquirlas de piedra. Me apuntaba al pecho con la boca de su Steyr.
Intenté tragar saliva pero tenía la garganta contraída. Notaba el contacto de la hierba bajo las manos y el intenso dolor del costado, sensaciones de vida, existencia y supervivencia. Ricky levantó la Steyr para apuntarme a la cabeza.
—Joe Bones te manda saludos —dijo.
Apretó el gatillo en el mismo instante en que, con una sacudida, echó atrás la cabeza y arqueó la espalda. Una ráfaga, de la Steyr barrió la hierba junto a mi cabeza y Ricky cayó de rodillas y luego se desplomó de lado sobre mi pierna izquierda. Tenía un agujero rojo e irregular en la espalda de la camisa.
Detrás de él, Lionel Fontenot, aún en posición de tiro, empezaba a bajar la pistola. Tenía la mano izquierda ensangrentada y un orificio de bala en la parte superior de la manga izquierda del traje. Los dos guardaespaldas que lo flanqueaban en el cementerio corrieron hacia él desde el panteón familiar. Me lanzaron un vistazo y de inmediato centraron su atención en Fontenot. Yo oía acercarse sirenas por el oeste.
—Ha escapado uno, Lionel —dijo uno de los guardaespaldas—. Los demás están muertos.
—¿Y nuestra gente?
—Tres muertos, como mínimo, y muchos más heridos.
A mi lado, Ricky se sacudió un poco y agitó débilmente la mano. Noté el movimiento de su cuerpo contra mi pierna. Lionel Fontenot se aproximó y por un momento quedó inmóvil junto a él antes de dispararle una sola vez en la nuca. Me dirigió una mirada de curiosidad y luego agarró la M16 y se la lanzó a uno de sus hombres.
—Ahora id a socorrer a los heridos —ordenó. Se sujetó el brazo herido con la mano derecha y volvió al panteón de los Fontenot.
Me dolían las costillas cuando, después de quitarme el cadáver de Ricky de encima de la pierna, regresé al lugar donde había dejado a Rachel. Me acerqué con cuidado, recordando que le había dejado la Smith & Wesson. Al llegar a la tumba, Rachel no estaba.
La encontré a unos cincuenta metros, en cuclillas al lado del cuerpo de una joven que apenas pasaba de veinte años. Cuando me aproximaba, Rachel alargó la mano hacia el arma que había colocado a su lado y se volvió hacia mí.
—Eh, soy yo. ¿Estás bien?
Asintió y volvió a dejar la pistola. Me fijé en que había mantenido la mano apretada contra el estómago de la joven durante todo el tiempo.
—¿Cómo está? —pregunté, pero al mirar por encima del hombro de Rachel, supe la respuesta. La sangre que emanaba de la herida de bala era casi negra. Un disparo en el hígado. La chica, temblando de manera incontrolable, con los dientes apretados por el dolor, no sobreviviría.
Alrededor, los miembros de la comitiva fúnebre abandonaban sus escondites, unos sollozando, otros estremecidos de miedo. Vi a dos de los hombres de Lionel Fontenot correr hacia nosotros, los dos con pistolas, y agarré a Rachel del brazo.
—Tenemos que irnos. No podemos esperar a que llegue la policía.
—Yo me quedo. No voy a dejarla.
—Rachel. —Me miró. Le sostuve la mirada y vi que también era consciente de la inminente muerte de la chica—. No podemos quedarnos.
Los dos hombres de Fontenot se encontraban ya junto a nosotros. Uno de ellos, el más joven, se arrodilló al lado de la chica y le agarró la mano. Ella se la estrechó con fuerza y él susurró su nombre.
—Clara. Aguanta, Clara, aguanta.
—Por favor, Rachel —repetí.
Rachel alcanzó la mano del joven y la apretó contra el vientre de Clara. La chica gritó al notar de nuevo la presión.
—Mantén ahí la mano —musitó Rachel—. No la retires hasta que lleguen los sanitarios.
Cogió la pistola y me la entregó. Puse el seguro y la enfundé. Nos alejamos del núcleo del tumulto y, cuando los gritos no eran ya tan horribles, me detuve y ella me abrazó. La acuné entre mis brazos, le besé la cabeza y respiré su aroma. Ella se apretó contra mí y ahogué un grito al notar el reciente dolor en las costillas.
Rachel se apartó de inmediato.
—¿Estás herido?
—Me han dado un puntapié, sólo eso. —Sostuve su cara en mis manos—. Has hecho por ella todo lo que has podido.
Asintió, pero le temblaban los labios. La chica tenía para ella una importancia que excedía el simple deber de salvarle la vida.
—He matado a ese hombre —dijo.
—Nos habría matado a los dos. No tenías alternativa. Si no lo hubieras hecho, estarías muerta. Quizá yo también lo estaría.
Era cierto, pero no bastaba con eso, no todavía. La estreché mientras lloraba y de pronto el dolor del costado careció de importancia en comparación con su sufrimiento.