Cuando regresaba a mi habitación del Flaisance, sentí como si una abrumadora sensación de podredumbre se me metiera en la nariz y casi me impidiera respirar. Se alojaba bajo mis uñas y me manchaba la piel. La notaba en el sudor que me corría por la espalda y la veía en los hierbajos que se abrían paso entre las grietas del pavimento bajo mis pies. Era como si la ciudad estuviera corrompiéndose a mi alrededor. Fui a mi habitación y me duché con agua caliente hasta que tuve la piel roja y en carne viva. Luego me puse un jersey y unos pantalones de algodón, telefoneé a la habitación de Ángel y Louis y acordamos reunimos en la habitación de Rachel cinco minutos después.
Rachel abrió la puerta con la mano manchada de tinta. Llevaba un lápiz encajado sobre la oreja y con otros dos se recogía el pelo rojo en un moño. Tenía ojeras, y los ojos enrojecidos de leer.
Su habitación se había transformado. Sobre la mesa había un Power-Book de Macintosh abierto, rodeado de un revoltijo de papeles, libros y anotaciones. De la pared, por encima de la mesa, pendían diagramas, notas en Post-it y dibujos que parecían esbozos anatómicos. En el suelo, al lado de la silla, tenía una pila de faxes, junto a una bandeja con sándwiches a medio comer, una cafetera y una taza sucia.
Oí que llamaban a la puerta. Abrí para dejar entrar a Ángel y a Louis. Ángel contempló la pared con cara de incredulidad.
—El tipo de recepción ya piensa que estás loca, con toda esa mierda que va llegando por fax. Si ve esto, avisará a la policía.
Rachel se sentó en su silla y se quitó los lápices del pelo para soltarse el moño. Se sacudió el cabello con la mano izquierda y torció el cuello para distender los músculos agarrotados.
—¿Y bien? —dijo—. ¿Quién quiere empezar?
Les hablé de Remarr y, al instante, el cansancio desapareció del rostro de Rachel. Me pidió que describiera con todo detalle la postura del cuerpo dos veces, y luego revolvió los papeles de la mesa durante un par de minutos.
—¡Aquí! —exclamó, y me entregó una hoja con una rúbrica—. ¿Así?
Era una ilustración en blanco y negro; en lo alto se leía, en caligrafía antigua: tab. primera del lib. segundo. Al pie, Rachel había escrito de su puño y letra: Valverde 1556.
Representaba a un hombre desollado con el pie izquierdo apoyado en una piedra, un largo cuchillo con el mango en forma de gancho en la mano izquierda, y su propia piel desollada sujeta con la derecha. En la piel se veía la silueta de la cara y los ojos permanecían en las cuencas, pero, con esas excepciones, la figura de la ilustración presentaba una postura muy similar a la de Remarr. Palabras en griego designaban las distintas partes del cuerpo.
—Así —contesté en voz baja mientras Ángel y Louis miraban la ilustración por encima de mi hombro—. Así lo encontramos.
—La Historia de la composición del cuerpo humano —explicó Rachel—. La escribió el español Juan de Valverde de Hamusco en 1556 como manual de medicina. Este dibujo —tomó la hoja para que todos la viéramos— es una imagen del mito de Marsias. Marsias era un sátiro del séquito de la diosa Cibeles. Sobre él cayó una maldición cuando se hizo con una flauta de hueso de la que se había desprendido Atenea. La flauta sonaba por sí sola, ya que seguía inspirada por Atenea, y su música era tan hermosa que los campesinos decían que era superior incluso a la de Apolo.
»Apolo desafió a Marsias a una competición donde las Musas serían jueces, y Marsias perdió porque fue incapaz de tocar con la flauta invertida y cantar al mismo tiempo.
»Entonces Apolo se vengó de Marsias. Lo desolló vivo y clavó su piel a un pino. Según el poeta Ovidio, un momento antes de morir, Marsias gritó: "Quid me mihi detrahis?", que puede traducirse aproximadamente como: "¿Quién me arranca de mí mismo?". Tiziano pintó una versión del mito. También Rafael. Supongo que encontrarán restos de ketamina en el cuerpo de Remarr. Para reproducir el mito, el desollamiento tenía que realizarse mientras la víctima estaba aún viva; es difícil crear una obra de arte si el modelo no deja de moverse.
Louis la interrumpió.
—Pero en este dibujo parece que se ha desollado a sí mismo. Sostiene el cuchillo y la piel. ¿Por qué eligió el asesino esta imagen?
—Es sólo una conjetura, pero quizá sea porque Remarr, en cierto modo, se desolló a sí mismo —contesté—. Se encontraba en casa de los Aguillard cuando no debía. Sospecho que al Viajante le preocupaba qué podía haber visto. Remarr estaba donde no debía, así que fue responsable de lo que le pasó.
Rachel asintió con la cabeza.
—Es una interpretación interesante, pero quizás haya algo más, teniendo en cuenta cómo murió Tee Jean Aguillard.
Me entregó dos hojas. La primera era una fotocopia de la foto de Tee Jean en el lugar del crimen. La segunda era otra ilustración, esta vez con el rótulo de dissect partium. Al pie, Rachel había apuntado la fecha: «1545».
La ilustración mostraba a un hombre crucificado contra un árbol, y tras él una pared de piedra. Su cabeza y sus brazos extendidos se apoyaban en las ramas del árbol. Estaba despellejado desde el pecho hacia abajo y quedaban a la vista los pulmones, los riñones y el corazón. Junto a él, sobre una plataforma, había un órgano casi irreconocible, probablemente el estómago. Tenía el rostro intacto, pero también esta vez la postura de la ilustración se correspondía con la del cadáver de Tee Jean Aguillard.
—Otra vez Marsias —dijo Rachel—. O al menos una adaptación del mito. Ésta pertenece a De dissectione partium corporis humani, de Estienne, otro manual antiguo.
—¿Estás diciendo que este tipo toma como referencia un mito griego para matar? —preguntó Ángel.
Rachel dejó escapar un suspiro.
—No es tan fácil. Supongo que, para él, el mito tiene alguna resonancia, por la sencilla razón de que lo ha utilizado dos veces. Pero la teoría de Marsias se viene abajo con Tante Marie, y con la esposa y la hija de Bird. Di con las ilustraciones de Marsias casi por casualidad, pero aún no he localizado correspondencias para las otras muertes. Sigo buscando. Lo más probable es que se basen también en manuales de medicina antiguos. Si es así, las encontraré.
—Esto plantea la posibilidad de que andemos tras alguien con formación médica —comenté.
—O con un buen conocimiento de los textos crípticos —añadió Rachel—. También sabemos que ha leído el Libro de Enoch, o material derivado de éste. No se requiere una gran formación médica para llevar a cabo la clase de mutilaciones que hemos visto en los cadáveres hasta el momento, pero no estaría de más partir del supuesto de que posee cierta experiencia quirúrgica o incluso que está más o menos familiarizado con la metodología médica.
—¿Y qué puedes decirnos de la extracción de los ojos y las caras? —pregunté. Arrinconé en el fondo de mi mente una fugaz imagen de Jennifer y Susan—. ¿Tienes idea de dónde encaja?
Rachel negó con la cabeza.
—Sigo en ello. Para él, la cara parece una especie de prueba. Devolvió la de Jennifer porque murió antes de que él se pusiera manos a la obra, supongo, pero también porque quería asustarte a ti personalmente. La extracción podría indicar asimismo un desprecio por sus víctimas como personas. Al fin y al cabo, cuando se elimina la cara de alguien, se le despoja de la representación más inmediata de su individualidad, su principal rasgo distintivo.
»En cuanto a los ojos, existe el mito de que la imagen del asesino permanece en la retina de la víctima. Hay muchos mitos como éste asociados al cuerpo. En fecha tan relativamente cercana como principios del siglo pasado, algunos científicos aún creían que el cuerpo de la víctima de un homicidio sangraba cuando se encontraba en la misma habitación que el asesino. Tengo que seguir investigándolo, así que ya veremos. —Se puso en pie y se desperezó—. No quiero parecer grosera, pero me apetece una ducha. Después saldré a cenar como Dios manda, y luego quiero dormir doce horas.
Ángel, Louis y yo nos disponíamos a marcharnos cuando ella levantó una mano para detenernos.
—Sólo una cosa más. No quiero dar la impresión de que se trata simplemente de un bicho raro que se dedica a imitar imágenes violentas. No dispongo de información suficiente sobre la materia para emitir un juicio así y quiero consultar a algunas personas con más experiencia que yo en este campo. Aun así, no puedo evitar pensar que hay cierta filosofía subyacente detrás de sus crímenes, una pauta. Mientras no averigüemos cuál es, dudo que sea posible atraparlo.
Tenía la mano en el picaporte cuando llamaron a la puerta. Abrí despacio y me coloqué de modo que mi cuerpo impidiese ver el interior de la habitación mientras Rachel recogía sus papeles. Ante mí se hallaba Woolrich. A la luz procedente de la habitación, noté que la barba empezaba a asomar en su rostro.
—El conserje me ha dicho que quizá te encontraría aquí si no estabas en tu habitación. ¿Puedo pasar?
Vacilé por un instante y me aparté. Advertí que Rachel se había puesto de pie ante el material de la pared, para ocultarlo, pero Woolrich no mostró interés en ella. Fijó la mirada en Louis.
—Yo le conozco —dijo.
—No creo —contestó Louis con expresión fría en los ojos.
Woolrich se volvió hacia mí.
—¿Has traído a tus asesinos a sueldo a mi ciudad, Bird?
No respondí.
—Como le decía, creo que se confunde —dijo Louis—. Soy un hombre de negocios.
—¿En serio? ¿Y a qué negocios se dedica?
—Desratización —contestó Louis.
La tensión pareció chisporrotear en el aire hasta que Woolrich se dio media vuelta y salió de la habitación. Se detuvo en el pasillo y me hizo un gesto para que me acercara.
—Tenemos que hablar. Te espero en el Café du Monde.
Lo observé alejarse y luego miré a Louis. Enarcó una ceja.
—Parece que soy más famoso de lo que creía.
—Eso parece, sí —dije, y salí tras Woolrich.
Lo alcancé en la calle, pero no dijo una sola palabra hasta que nos sentamos y tuvo ante sí un buñuelo. Al arrancar un trozo, se espolvoreó el traje con azúcar, luego tomó un largo trago de café, y dejó la taza medio vacía y con un churrete pardusco resbalando por el lado.
—Vamos, Bird, ¿qué te propones? —dijo con tono de hastío y decepción—. Ese tipo…, conozco su cara. Sé en qué anda. —Mordió otro trozo de buñuelo.
No contesté. Nos miramos hasta que Woolrich desvió la vista. Se sacudió el azúcar de los dedos y pidió otro café. Yo apenas había probado el mío.
—¿Te dice algo el nombre Edward Byron? —preguntó por fin al comprender que Louis no sería tema de conversación.
—No me suena de nada. ¿Por qué?
—Era conserje en Park Rise. Allí tuvo Susan a Jennifer, ¿no?
—Sí.
Park Rise era una clínica privada de Long Island. El padre de Susan había insistido en que fuéramos allí aduciendo que el equipo médico estaba entre los mejores del mundo. Sin duda estaba entre los mejor pagados. El ginecólogo que asistió a Jennifer en el parto ganaba más en un mes que yo en un año.
—¿Adónde nos lleva esto? —pregunté.
—A principios de este año lo despidieron, discretamente, después de que se mutilara un cadáver. Alguien practicó una autopsia sin autorización al cuerpo de una mujer. Abrió el abdomen y extrajo los ovarios y las trompas de Falopio.
—¿No se presentaron cargos?
—Las autoridades de la clínica contemplaron la posibilidad y al final lo descartaron. Encontraron unos guantes quirúrgicos con restos de sangre y tejidos de la mujer en una bolsa guardada en la taquilla de Byron. Alegó que alguien pretendía incriminarlo. No fue una prueba concluyente. En teoría, alguien podría haber colocado aquello en su taquilla. Pero la clínica lo despidió de todos modos. No hubo juicio ni investigación policial. Nada. Sólo consta en nuestros archivos porque por esas mismas fechas la policía local investigaba el robo de estupefacientes en la clínica, y el nombre de Byron aparecía en el informe. A Byron lo echaron después de iniciarse los robos y a partir de entonces prácticamente se acabaron, pero tenía coartada cada vez que se descubría la desaparición de estupefacientes.
»Eso fue lo último que se supo de Byron. Disponemos de su número de la seguridad social, pero no ha solicitado subsidio de desempleo, ni ha presentado declaración de renta, ni ha tenido contacto alguno con la administración del Estado, ni ha visitado la clínica desde el despido. No ha utilizado sus tarjetas de crédito desde el 19 de octubre de 1996.
—¿Por qué ha salido a la luz su nombre ahora?
—Edward Byron nació en Baton Rouge. Su mujer…, su ex mujer, Stacey, aún vive aquí.
—¿Habéis hablado con ella?
—La interrogamos ayer. Dice que no lo ve desde abril, que le debe la pensión de seis meses. Libró el último cheque a cuenta de un banco del este de Texas, pero ella piensa que vive en la zona de Baton Rouge o en los alrededores. Dice que siempre quiso volver aquí, que no le gustaba Nueva York. También hemos puesto en circulación fotos suyas, sacadas de su ficha de empleo en Park Rise.
Me entregó una fotografía de Byron ampliada. Era un hombre atractivo, sin más defecto que un mentón un tanto hundido. Tenía la boca y la nariz finas, y los ojos alargados y oscuros. El cabello era de color castaño y lo llevaba peinado con raya a la izquierda. Aparentaba menos de treinta y cinco años, la edad que contaba al hacerse la foto.
—Es nuestra mejor pista —añadió Woolrich—. Quizá te informo porque creo que tienes derecho a saberlo. Pero también te diré otra cosa: no te acerques a la señora Byron. Le hemos pedido que no hable con nadie para evitar que se entere la prensa. En segundo lugar, mantente alejado de Joe Bones. Uno de sus hombres, el tal Ricky, en una conversación a través de un teléfono intervenido juraba en hebreo por tu hazaña de esta mañana. Pero no saldrás tan bien parado una segunda vez.
Dejó dinero en la mesa.
—¿Ha averiguado algo que pueda servirnos ese equipo que tienes en el hotel?
—Todavía no. Suponemos que es un hombre con cierta experiencia médica, quizá con una psicopatología sexual. Si descubro algo más, te tendré informado. Pero he de hacerte una pregunta: ¿qué estupefacientes robaban en Park Rise?
Ladeó la cabeza y torció ligeramente los labios, como si dudase sobre la conveniencia de decírmelo.
—Clorhidrato de ketamina. Es de la familia de la fenciclidina.
Aparenté no saber nada al respecto. Los federales joderían vivo a Morphy si se enteraban de que me había facilitado información como ésa, aunque ya debían de albergar sospechas. Woolrich dejó de hablar un momento y luego prosiguió.
—Apareció en los cadáveres de Tante Marie Aguillard y su hijo. El asesino lo utilizó como anestésico. —Hizo girar la taza en el platillo hasta que el asa apuntó hacia mí. Bajando la voz, preguntó—: ¿Te da miedo ese tipo, Bird? Porque a mí sí, te lo aseguro. ¿Recuerdas la conversación que mantuvimos sobre los asesinos en serie cuando te traje a ver a Tante Marie? —Asentí—. Por entonces yo pensaba que ya lo había visto todo. Creía que esos asesinos eran individuos propensos a los malos tratos y la violación, gente con disfunciones que habían rebasado cierta línea, pero que resultaban tan dignos de lástima que aún podían reconocerse como seres humanos. En cambio, éste… —Observó pasar a una familia en un carruaje mientras el cochero acicateaba al caballo con las riendas y ofrecía su propia versión de la historia de Jackson Square. Un niño pequeño de cabello oscuro iba sentado aparte del grupo familiar. Nos miró en silencio con la barbilla apoyada en el antebrazo desnudo—. Siempre habíamos temido que apareciese uno distinto de los demás, uno que actuase impulsado por algo que fuera más allá de una sexualidad frustrada y retorcida o un sadismo extremo. Vivimos en una cultura dominada por el dolor y la muerte, Bird, y la mayoría de nosotros pasamos por la vida sin comprenderlo realmente. Quizás era sólo cuestión de tiempo que creásemos a alguien capaz de entender eso mejor que nosotros, alguien que viera el mundo sólo como un gran altar donde sacrificar a la humanidad, una persona que creyese que debía darnos un castigo ejemplar.
—¿Y crees que este tipo encarna a esa persona?
—«Me he convertido en la Muerte, el destructor de los mundos». ¿No es eso lo que dice Bhagavadgita? «Me he convertido en la Muerte». Quizás este tipo sea eso: muerte pura.
Se dirigió hacia la calle. Lo seguí y de pronto me acordé de la hoja de papel con las anotaciones de la noche anterior.
—Woolrich, una cosa más.
Me miró con irritación cuando le entregué las referencias del Libro de Enoch.
—¿Qué carajo es el Libro de Enoch?
—Forma parte de los textos apócrifos. Creo que ese individuo posiblemente los conozca.
Woolrich plegó la hoja y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
—Bird —dijo, y casi sonrió—, a veces dudo entre mantenerte al corriente de lo que ocurre o no decirte nada. —Hizo una mueca y luego suspiró como dando a entender que ni siquiera merecía la pena hablar del asunto—. No te metas en líos, Bird, y lo mismo puedes decirles a tus amigos.
Se alejó hasta confundirse con la multitud nocturna.
Llamé a la puerta de la habitación de Rachel, pero no contestó. Llamé por segunda vez, con más insistencia, y oí ruidos procedentes de dentro. Salió a abrir envuelta en una toalla y con el cabello recogido bajo otra toalla más pequeña. Tenía la cara enrojecida por el calor de la ducha y le brillaba la piel.
—Lo siento —dije—. He olvidado que estarías duchándote.
Sonrió y me dejó pasar.
—Siéntate. Me vestiré y te dejaré que me invites a cenar. —Tomó de encima de la cama un pantalón gris y una blusa blanca de algodón, sacó de la maleta ropa interior blanca a juego y volvió a entrar en el cuarto de baño. No cerró la puerta por completo para que pudiéramos hablar mientras se vestía.
—¿Sería mucha indiscreción preguntar a qué ha venido ese intercambio de palabras? —dijo.
Me acerqué al balcón y miré hacia la calle.
—Lo que Woolrich ha dicho de Louis es verdad. Quizá no sea así de sencillo, pero ha cometido asesinatos en el pasado. No estoy muy seguro de si lo sigue haciendo. No hago preguntas, y no estoy en situación de juzgarlo. Pero confío en Ángel y en él. Les pedí que vinieran porque sé que hacen bien su trabajo.
Salió del baño abrochándose la blusa, con el pelo mojado y suelto. Se lo secó con un secador de viaje y luego se maquilló un poco. Había visto hacer eso mismo a Susan miles de veces, pero al ver a Rachel experimenté una extraña sensación de intimidad. Algo se estremeció dentro de mí, un cambio pequeño pero significativo en mis sentimientos hacia ella. Se sentó en el borde de la cama y se calzó unos zapatos negros sin tacón. Cuando se inclinó vi el brillo de su piel húmeda en la parte baja de la espalda. Me sorprendió mirándola y sonrió con cautela, como si temiera interpretar mal lo que había visto.
—¿Nos vamos? —propuso.
Le abrí la puerta y, cuando salió, su blusa rozó mi mano y emitió un sonido como el crepitar del agua sobre un metal caliente.
Cenamos en el Mr. B's de Royal Street, con su gran salón de caoba frío y oscuro. Yo comí un bistec, tierno y delicioso, y Rachel pidió salmón al horno; las especias la hicieron respirar hondo al primer bocado. Charlamos de obras de teatro y películas, de música y libros. Dio la casualidad de que los dos habíamos asistido a la misma representación de La flauta mágica en el Metropolitan en 1991, tanto ella como yo solos. La observé mientras tomaba un sorbo de vino, la luz reflejándose en su rostro y brillando en la oscuridad de sus pupilas como la luz de la luna vista desde la orilla del lago.
—¿Tienes por costumbre seguir a desconocidos hasta tierras lejanas?
Sonrió.
—Seguro que llevabas toda la vida esperando el momento de usar esa frase.
—Quizá la uso continuamente.
—Oh, por favor. Lo próximo que hagas será empuñar un bate y pedirle al camarero que se aparte.
—De acuerdo, culpable de los cargos que se me imputan. Hacía bastante tiempo.
Noté que me ruborizaba y percibí una expresión pícara pero insegura en su mirada, una especie de tristeza, de miedo a sufrir y a hacer sufrir. En mi interior algo se retorció y sacó las uñas, y sentí un pequeño desgarro en el corazón.
—Lo siento. Apenas te conozco —susurró.
Alargó el brazo y me acarició la mano izquierda, desde la muñeca hasta la punta del meñique. Siguió las curvas de mis dedos trazando círculos en las yemas con delicadeza, su contacto era suave como la hoja de un árbol. Al final, dejó la mano apoyada en la mesa con las puntas de los dedos sobre los míos, y empezó a hablar.
Nació en Chilson, cerca de las estribaciones de los montes Adirondacks. Su padre era abogado, su madre puericultora. Le gustaba correr y jugar al baloncesto, y el chico que iba a llevarla a la fiesta de graduación cogió paperas dos días antes del baile, así que la acompañó el hermano de su amigo enfermo e intentó tocarle los pechos mientras sonaba Only the Lonely. Ella también tenía un hermano, Curtis, diez años mayor. Curtis había sido policía durante cinco años. Murió dos semanas antes de cumplir los veintinueve.
—Era inspector de la policía del estado, recién ascendido. Ni siquiera estaba de servicio el día que lo mataron. —Hablaba sin vacilar, ni muy despacio ni muy deprisa, como si hubiera repetido la historia miles de veces examinando sus defectos, volviendo al principio, al desenlace, eliminando todo detalle superfluo hasta dejar sólo el resplandeciente núcleo del asesinato de su hermano, el corazón hueco de su ausencia—. Eran las dos y cuarto de la tarde de un martes. Curtis había ido a visitar a una chica en Moriah. Siempre le iban detrás dos o tres chicas a la vez. Les rompía el corazón. Llevaba un ramo de flores, unas azucenas que había comprado en una floristería a cinco puertas del banco. Oyó gritos y vio salir a dos personas corriendo del banco, ambas armadas, ambas enmascaradas, un hombre y una mujer. Otro hombre los esperaba en un coche.
»Curtis estaba desenfundando la pistola cuando lo vieron. Los dos llevaban escopetas de cañones recortados y no se lo pensaron dos veces. El hombre vació en él los dos cañones y, mientras yacía en el suelo moribundo, la mujer lo remató. Le disparó en la cara, y era tan guapo, tan encantador…
Se interrumpió, y supe que aquélla era una historia que había contado sólo para sí, que no era algo destinado a ser compartido, sino que debía salvaguardarse. A veces necesitamos nuestro dolor. Lo necesitamos para considerarlo nuestro.
—Cuando los atraparon, llevaban encima tres mil dólares. Era todo lo que habían robado en el banco, el valor que tenía para ellos la vida de mi hermano. La mujer había salido de un centro penitenciario hacía una semana. Alguien decidió que ya no representaba una amenaza para la sociedad. —Levantó la copa y apuró el vino. Yo pedí más y ella permaneció en silencio mientras el camarero le llenaba la copa. Por fin dijo—: Y aquí me tienes. Ahora intento entenderlo, y a veces me acerco. Y a veces, con suerte, consigo impedir que a otras personas les ocurran cosas parecidas. A veces.
De pronto tomé conciencia de que estaba estrechando su mano con fuerza, y no recordaba cómo había sucedido. Con su mano en la mía, hablé por primera vez en muchos años del momento en que abandoné Nueva York y mi madre y yo nos trasladamos a Maine.
—¿Aún vive?
Negué con la cabeza.
—Me metí en problemas con un personaje importante del pueblo, un tal Daddy Helms —dije—. Mi abuelo y mi madre acordaron mandarme a trabajar fuera aquel verano, hasta que se calmaran las cosas. Un amigo de mi abuelo tenía una tienda en Filadelfia, así que trabajé allí durante una temporada aprovisionando estanterías, limpiando por la noche. Dormía en una habitación encima del local.
»Mi madre empezó a acudir a sesiones de fisioterapia por un pinzamiento en el hombro, pero resultó que se habían equivocado en el diagnóstico. Tenía cáncer. Creo que lo sabía, pero prefirió no decir nada. Quizá pensó que, si no lo admitía, podría engañar a su organismo para que le diera más tiempo. Pero un día le falló un pulmón al salir de la consulta del fisioterapeuta.
»Yo volví dos días después en autobús. Hacía dos meses que no la veía y, cuando la busqué en la sala del hospital, no la reconocí. Tuve que mirar los nombres al pie de las camas por lo cambiada que estaba. Vivió seis semanas más. Hacia el final recobró la lucidez a pesar de los sedantes. Parece ser que pasa muy a menudo. Uno llega a engañarse pensando que mejora. Es como una broma del cáncer. La noche antes de morir intentó hacer un dibujo del hospital, para saber por dónde había que ir cuando llegara el momento de marcharse. —Tomé un sorbo de agua—. Lo siento. No sé por qué he tenido que acordarme de esto.
Rachel sonrió y noté que me apretaba la mano.
—¿Y tu abuelo?
—Murió hace ocho años. Me dejó su casa de Maine, la que estoy intentando reformar.
No pasé por alto el hecho de que no preguntara por mi padre. Supuse que ella sabía ya todo lo que había que saber.
Más tarde, paseamos despacio entre la gente, con la música de los bares mezclándose en un fragor en medio del cual de vez en cuando lograbas identificar una melodía conocida. Cuando llegamos a la puerta de su habitación, nos abrazamos un momento y nos besamos con ternura, acariciándome ella la mejilla con la mano, antes de despedirnos.
A pesar de Remarr y Joe Bones y de mis conversaciones con Woolrich, esa noche dormí plácidamente, con la sensación de su mano aún en la mía.