Era media tarde cuando regresamos al Flaisance, donde me esperaba un mensaje de Morphy. Le telefoneé a la oficina del sheriff y desviaron la llamada a un móvil.
—¿Dónde estabas? —preguntó.
—He ido de visita a casa de Joe Bones.
—Joder, ¿y cómo se te ocurre hacer una cosa así?
—Para causar problemas, supongo.
—Ya te lo advertí, tío. No le hagas la pascua a Joe Bones. ¿Has ido solo?
—He llevado a un amigo. A Joe no le ha caído bien.
—¿Y qué ha hecho para no caerle bien?
—Nació de padres negros.
Morphy se echó a reír.
—Sospecho que Joe es un tanto susceptible por lo que se refiere a su herencia, pero conviene recordársela de vez en cuando.
—Ha amenazado con echar a mi amigo al perro para que se lo coma.
—Ya —dijo Morphy—, Joe adora a ese perro.
—¿Has averiguado algo?
—Quizá. ¿Te gusta el marisco?
—No.
—Estupendo, entonces iremos a Bucktown. Allí tienen un marisco excelente, los mejores camarones de los alrededores. Pasaré a buscarte dentro de dos horas.
—¿Hay alguna otra razón para ir a Bucktown aparte del marisco?
—Remarr. Una de sus ex tiene una casa allí. Puede que la visita valga la pena.
Bucktown tenía cierto encanto pintoresco, siempre y cuando a uno le gustase el olor a pescado. Mantuve la ventanilla cerrada en un intento de limitar los daños, pero Morphy llevaba la suya totalmente abierta e inhalaba profundas y pecaminosas bocanadas de aire. En conjunto, Bucktown no parecía el escondrijo donde se metería un hombre como Remarr, pero quizá bastaba con eso para que lo eligiera.
Carole Stern vivía en una pequeña casa de un piso en la parte delantera y dos en la de atrás, con un reducido jardín, y se encontraba a unas manzanas de la calle mayor. Según Morphy, Stern trabajaba en un bar de St. Charles, pero en la actualidad cumplía condena por posesión de coca destinada a la venta. Según rumores, Remarr pagaba el alquiler hasta que ella saliera. Aparcamos a la vuelta de la esquina y quitamos los seguros de nuestras pistolas al unísono mientras nos apeábamos del coche.
—Aquí estás un poco fuera de tu jurisdicción, ¿no? —pregunté.
—Eh, sólo hemos venido a tomar un bocado y de paso hemos decidido echar un vistazo por si acaso —dijo con expresión ofendida—. No estoy pisándole el terreno a nadie.
Me indicó que fuera a la parte delantera de la casa mientras él se dirigía a la de atrás. Me acerqué a la puerta, en un pequeño porche elevado, y miré con cuidado a través del cristal. Estaba cubierto de polvo, en consonancia con la sensación de relativo abandono que producía la casa. Conté hasta cinco y probé a abrir la puerta. Cedió con un leve chirrido y entré con cautela en el vestíbulo. En el extremo opuesto, oí ruido de cristales rotos y vi aparecer la mano de Morphy a través de la puerta trasera para abrirla desde dentro.
El olor era tenue pero perceptible, semejante al de la carne cuando se deja al sol en un día caluroso. Las habitaciones de la planta baja estaban vacías y se reducían a una cocina, una salita con un sofá y un televisor viejo, y un dormitorio con una cama individual y un armario. El armario contenía ropa y zapatos de mujer. Un colchón raído cubría la cama.
Morphy empezó a subir por la escalera y yo lo seguí de cerca, ambos con las armas apuntadas hacia el piso superior. Allí el olor era más intenso. Pasamos ante un cuarto de baño donde el goteo de la ducha había dejado una mancha marrón en la bañera de cerámica. En el lavabo, bajo el espejo, había espuma de afeitar, cuchillas y un frasco de aftershave Hugo Boss.
Las otras tres puertas estaban entreabiertas. A la derecha vimos un dormitorio de mujer, tenía sábanas blancas en la cama, macetas con plantas ya medio marchitas y reproducciones de cuadros de Monet en las paredes. Había un largo tocador con cosméticos y un armario blanco empotrado ocupaba toda una pared. Enfrente, una ventana daba a un jardín pequeño y descuidado. El armario contenía más ropa y más zapatos de mujer. Saltaba a la vista que, con la venta de droga, Carole Stern costeaba cierta adicción a las compras.
La segunda puerta reveló la causa del olor. Junto a una ventana con vistas a la calle, una gran olla abierta bullía sobre un hornillo portátil. En ella se guisaba algo a fuego lento en agua sucia. A juzgar por el hedor, la carne había estado hirviendo durante bastante tiempo, probablemente casi todo el día. Era un olor fétido, como de vísceras. Había dos sillones sobre una alfombra roja nueva y, en una mesita, un televisor portátil con una antena de cuernos.
La tercera habitación, también en la parte delantera de la casa, daba a la calle, pero la puerta se encontraba casi cerrada. Morphy se situó a un lado de la puerta. Yo me coloqué al otro. Contó hasta tres, empujó la puerta con el pie y entró rápidamente en dirección a la pared de la derecha. Yo, agachado, me fui hacia la izquierda con la pistola a la altura del pecho y el dedo en el gatillo.
El sol poniente bañaba en un resplandor dorado toda la habitación: una cama sin hacer, una maleta abierta en el suelo, un tocador, un póster en la pared donde se anunciaba un concierto de los Neville Brothers en Tipitina con los autógrafos de los componentes del grupo sobre sus imágenes. Noté que la moqueta estaba húmeda.
Habían extraído casi toda la escayola del techo y las vigas quedaban a la vista. Supuse que Carole Stern tenía previstas algunas reformas antes de que la condena la obligara a aplazar sus planes de forma temporal. Al fondo de la habitación habían pasado lo que parecían cuerdas de escalada por encima de las vigas a fin de mantener a Tony Remarr en posición.
Sus restos emitían un extraño fulgor bajo la mortecina luz del sol. Vi los músculos y las venas de sus piernas, los tendones del cuello, los rollos de grasa acumulada rezumando en su cintura, los músculos del abdomen, el pene encogido y arrugado. Colgaba parcialmente de dos grandes clavos de mampostería clavados en la pared, uno bajo cada brazo, en tanto que las cuerdas soportaban el peso del cuerpo.
Al desplazarme a la derecha, vi un tercer clavo detrás del cuello para mantener erguida la cabeza. La tenía vuelta a la derecha, de perfil, y se sostenía en otro clavo colocado bajo el mentón. En algunas zonas, entre la sangre, destacaba el brillo blanco del cráneo. Tenía las cuencas de los ojos casi vacías y los dientes apretados, muy blancos en contraste con las encías.
Remarr había sido desollado por completo y colgado de la pared en una cuidada pose. El brazo izquierdo descendía en diagonal, separado del cuerpo. En la mano sujetaba un cuchillo de hoja larga, como el de un carnicero pero más ancho y pesado; parecía adherido con pegamento.
Pero lo que atraía la mirada del observador, así como la mirada ciega del propio Tony Remarr, era el brazo derecho. Formaba un ángulo recto con el cuerpo hasta llegar al codo. A partir de ahí, el antebrazo se alzaba verticalmente, sostenido en alto por una cuerda atada a la muñeca. Con los dedos de esa mano, Tony Remarr sujetaba su propia piel desollada, plegada sobre el brazo. Vi la forma de los brazos, las piernas, el pelo del cuero cabelludo, las tetillas en el pecho. Bajo el cuero cabelludo, suspendido casi a la altura de las rodillas, destacaba un contorno ensangrentado allí donde había estado la cara. La cama, el suelo, la pared, todo estaba teñido de rojo.
Al volverme a la izquierda, vi a Morphy santiguarse y susurrar una oración por el alma de Tony Remarr.
Apoyados en el coche de Morphy, tomamos café en vasos de papel mientras los federales y la policía de Nueva Orleans pululaban en torno a la casa de Carole Stern. Gran número de personas, algunas del pueblo, otras visitantes camino de las marisquerías de Bucktown, se apiñaban alrededor del cordón policial para ver salir el cadáver. Probablemente se verían decepcionados: el asesino había organizado el lugar del crimen con gran minuciosidad, y tanto la policía como los federales tenían mucho interés en documentar el hecho con todo detalle antes de retirar el cadáver.
Woolrich, cuyo traje marrón presentaba otra vez su deslustrado esplendor de antes, se acercó a nosotros y nos ofreció los restos de una bolsa de buñuelos que se sacó del bolsillo de la chaqueta. Más allá de la zona acordonada vi su Chevy rojo, un modelo del 96 que relucía como si fuera nuevo.
—Tened, debéis de estar muertos de hambre.
Morphy y yo rehusamos el ofrecimiento. Yo no me había quitado aún de la cabeza la imagen de Remarr, y Morphy estaba pálido y parecía enfermo.
—¿Habéis hablado con la policía local? —preguntó Woolrich.
Los dos asentimos. Habíamos prestado una exhaustiva declaración a un par de inspectores de Homicidios del distrito de Orleans, uno de los cuales era cuñado de Morphy.
—Siendo así, supongo que podéis marcharos —dijo Woolrich—. Pero tendré que hablar con vosotros otra vez.
Morphy rodeó el coche en dirección al asiento del conductor. Yo hice ademán de abrir la puerta del pasajero, pero Woolrich me sujetó el brazo.
—¿Te encuentras bien? —preguntó.
—Eso creo.
—Morphy se ha dejado llevar por una buena intuición, pero no debería haberte traído. En cuanto se entere Durand de que has sido el primero en llegar al escenario de otro asesinato no voy a poder quitármelo de encima.
Durand era el agente especial al mando de la delegación de Nueva Orleans. Aunque yo no lo conocía personalmente, sabía cómo eran, en general, los federales de ese rango. Gobernaban sus delegaciones como reinos, asignando agentes a las brigadas y dando el visto bueno a todas las operaciones. La competencia para el cargo de jefe de delegación era feroz. Así pues, Durand tenía que ser, como mínimo, un tipo de armas tomar.
—¿Sigues en el Flaisance?
—Allí estoy.
—Pasaré a verte. Quiero comentarte un asunto.
Se dio media vuelta y regresó hacia la casa de Carole Stern. Al cruzar la verja, entregó la bolsa de buñuelos chafados a un par de agentes sentados en su coche patrulla. La aceptaron con reticencia, como si fuera una bomba. En cuanto Woolrich entró en la casa, uno de ellos salió del coche y tiró los buñuelos a un cubo de basura.
Morphy me dejó en el Flaisance. Antes de irse, le di mi número de móvil. Lo anotó en un pequeño cuaderno negro firmemente sujeto con una goma elástica.
—Si mañana estás libre, Angie nos preparará una cena. Sólo por eso vale la pena hacer el viaje. Prueba sus guisos y no te arrepentirás. —De pronto cambió de tono—. Además, creo que tenemos que hablar de algunas cosas.
Le contesté que me parecía buena idea, pero una parte de mí deseaba no volver a ver nunca más a Morphy ni a Woolrich ni a ningún policía. Cuando estaba a punto de arrancar, le di una palmada al techo del coche. Morphy bajó la ventanilla.
—¿Por qué haces esto? —pregunté. Morphy se había tomado muchas molestias para involucrarme, para mantenerme al corriente de lo que ocurría. Necesitaba saber por qué. Creo que también necesitaba saber si podía confiar en él.
Se encogió de hombros.
—Los Aguillard murieron en mi territorio. Quiero encontrar al hombre que los mató. Tú tienes información sobre él. Ha ido a por ti, a por tu familia. Los federales llevan a cabo su propia investigación y nos cuentan lo menos posible. Tú eres mi única opción.
—¿Eso es todo? —dije. Veía algo más en su rostro, algo que casi me resultaba familiar.
—No. Tengo esposa. Me propongo formar una familia. ¿Me entiendes?
Asentí con la cabeza y lo dejé estar, pero en su mirada se advertía algo más, algo que resonaba en mi interior. Di otra palmada al techo del coche en señal de despedida y lo observé alejarse mientras me preguntaba hasta qué punto deseaba Morphy la absolución por lo que quizás había hecho.