Esa noche murió David Fontenot. Su coche, un Jensen Interceptor antiguo, fue hallado en la 190, la carretera que bordea Honey Island y lleva a las orillas del Pearl. Los neumáticos delanteros estaban pinchados y las puertas abiertas, el parabrisas hecho añicos y el interior acribillado por balas de nueve milímetros.
Los dos policías de St. Tammany siguieron un sendero abierto entre ramas rotas y maleza aplastada hasta la vieja choza de un trampero construida con restos de madera, y cuyo tejado de hojalata quedaba casi oculto por musgo español. Daba a un pantano rodeado de árboles del caucho, donde se veían las aguas densamente pobladas de lentejas de agua de color verde lima y envueltas en los ecos de los graznidos de los ánades reales y los joyuyos.
La choza llevaba mucho tiempo abandonada. Poca gente ponía todavía trampas en Honey Island. La actividad se había desplazado en su mayor parte hacia el interior de los pantanos, donde podían cazarse castores, ciervos y, en algunos casos, caimanes.
Cuando el grupo de búsqueda se acercaba, se oyeron ruidos dentro de la choza, a través de la puerta abierta: pataleos, golpes sordos y resoplidos.
—Un jabalí —dijo uno de los ayudantes del sheriff.
A su lado, el empleado de banca que había denunciado el hecho retiró el seguro de su fusil Ruger.
—Joder, eso no sirve de nada contra un jabalí —comentó el otro ayudante del sheriff.
El empleado de banca, un hombre corpulento y medio calvo, con una camiseta de Tulane Green Wave y un chaleco de caza casi sin usar, se sonrojó. Llevaba un 77V con mira telescópica, lo que en Maine llamaban un «fusil para alimañas». Servía para caza menor y algunos cuerpos de policía incluso lo utilizaban como arma de francotirador, pero no detendría a un jabalí a la primera a menos que el disparo fuera perfecto.
Se encontraban sólo a unos metros de la choza cuando el jabalí percibió su presencia. Salió por la puerta abierta con una mirada feroz en sus ojos pequeños y malévolos y sangre goteándole del hocico. El hombre del Ruger se lanzó a las aguas del pantano para eludir la embestida. El jabalí, arrinconado entre la orilla y el grupo de hombres armados, dio media vuelta, agachó la cabeza y arremetió de nuevo. En el pantano se oyó una detonación, luego otra, y el jabalí cayó. La parte superior de su cabeza había desaparecido por completo y el cuerpo se estremeció por un momento, pateando el suelo, hasta que dejó de moverse. El ayudante del sheriff, con un gesto teatral, sopló el humo del largo cañón de un Colt Anaconda, extrajo los cartuchos gastados Magnum calibre 44 accionando el eyector y volvió a cargar el arma.
—¡Dios Santo! —exclamó su compañero. Estaba en el umbral de la puerta de la choza, arma en mano—. El jabalí se ha ensañado con él, pero no cabe duda de que es Dave Fontenot.
El jabalí había roído casi por completo la cara y parte del brazo derecho de Fontenot, pero ni siquiera los destrozos causados por el animal impedían adivinar que alguien había obligado a David Fontenot a salir del coche, lo había perseguido a través del bosque y lo había acorralado en la choza, donde le disparó en la entrepierna, las rodillas, los codos y la cabeza.
—Tío, cuando Lionel se entere de esto, alguien lo va a pagar muy caro —dijo el que había matado al jabalí con un profundo suspiro.
Me enteré de casi todo lo ocurrido gracias a una apresurada conversación telefónica con Morphy, y del resto a través de la WDSU, la cadena local afiliada a la NBC. Después, Ángel, Louis y yo desayunamos en el Mother's de Poydras Street. Rachel a duras penas había reunido la energía necesaria para contestar el teléfono cuando llamé a su habitación, y decidió seguir durmiendo y desayunar más tarde.
Louis, vestido con un traje de hilo de color marfil y una camiseta blanca, compartió conmigo beicon y galletas caseras, regados con un café cargado. Ángel prefirió jamón, huevos y sémola de maíz.
—La sémola de maíz es comida de viejos, Ángel —dijo Louis—. De viejos y locos.
Ángel se limpió un hilillo blanco de sémola que le caía por el mentón y le hizo a Louis un corte de mangas.
—A primera hora de la mañana es menos elocuente —comentó Louis—. El resto del día no tiene excusa.
Ángel le hizo otro corte de mangas, apuró la sémola del tazón y lo apartó.
—¿Crees, pues, que Joe Bones ha dado un golpe preventivo contra los Fontenot? —preguntó.
—Eso parece —contesté—. Morphy sospecha que encargó el trabajo a Remarr; lo sacó de su escondrijo y volvió a ocultarlo. No confiaría una tarea así a nadie más. Pero no entiendo qué hacía David Fontenot cerca de Honey Island sin protección. Tenía que saber que Joe Bones intentaría algo contra él a la que surgiera la ocasión.
—¿No podrían haberle tendido una trampa sus propios hombres? —sugirió Ángel—. ¿Haberlo arrastrado hasta allí con algún pretexto ineludible e informado a Joe Bones de que iba?
Era verosímil. Si alguien había hecho ir a Fontenot a Honey Island, debía de ser alguien en quien él confiaba bastante. Para ser más exactos, ese alguien debía de haber ofrecido algo que Fontenot quería, algo que mereciera el riesgo de ir hasta la reserva natural en plena noche.
No dije nada a Ángel y Louis, pero me preocupaba que tanto Raymond Aguillard como David Fontenot, cada uno a su manera, hubieran dirigido mi atención hacia Honey Island en menos de veinticuatro horas. Pensé que, después de hablar con Joe Bones, tal vez tendría que molestar a Lionel Fontenot en su momento de dolor.
Sonó el teléfono móvil. Era el conserje del Flaisance para informarnos de que se había recibido un paquete a nombre del señor Louis y de que el mensajero esperaba su firma. Regresamos al hotel en taxi. Fuera, una camioneta negra estaba estacionada con dos ruedas sobre el bordillo.
—Servicio de mensajería —comentó Louis, pero la furgoneta no tenía la menor marca que la identificara como vehículo comercial.
En el vestíbulo, el conserje, nervioso, observaba a un negro enorme encajonado en un sillón. Tenía la cabeza afeitada y vestía una camiseta con el lema «Matar a los del Klan» escrito con irregulares letras blancas sobre el pecho. Llevaba unos pantalones de combate negros remetidos en unas botas militares de nueve agujeros. A sus pies había una larga caja metálica cerrada con candados.
—Hermano Louis —dijo, y se levantó.
Louis sacó la cartera y le entregó trescientos dólares. El hombre se metió el dinero en el bolsillo del muslo, extrajo de él unas gafas de sol Ray-Ban y se las puso. A continuación salió parsimoniosamente a la luz del sol.
Louis se acercó a la caja.
—Caballeros, suban esto a la habitación si son tan amables —dijo.
Ángel y yo agarramos la caja cada uno por un extremo y la subimos a la habitación. Pesaba mucho y dentro algo traqueteaba al moverse.
—Estos mensajeros de UPS son cada vez más grandes —comenté mientras esperábamos a que abriera la puerta.
—Es un servicio especializado —contestó Louis—. Hay cosas que las compañías aéreas sencillamente no entenderían.
Cuando entramos y cerró la puerta con llave, sacó un juego de llaves del bolsillo de su traje y abrió la caja. Estaba dividida en tres compartimentos, que se desplegaban como los de una caja de herramientas. El primero contenía las piezas de un Mausser SP66, un rifle de francotirador de cañón pesado y tres balas, provisto de un complemento que servía a la vez para apoyar el extremo del arma y ocultar el fogonazo. Las piezas iban en un estuche extraíble. Al lado, en un compartimento encajado, había una pistola SIG P226 y una funda para llevarla al hombro.
El segundo compartimento incluía dos minimetralletas Calico M-960A de fabricación nacional, las dos con un cañón corto que sobresalía apenas siete centímetros por delante. Con la culata plegada, cada arma medía unos setenta centímetros de longitud y, sin carga, pesaba algo más de dos kilos. Eran armas pequeñas excepcionalmente letales, con una frecuencia de disparo de setecientas cincuenta balas por minuto. El tercer compartimento contenía munición variada, entre otras cosas cuatro cargadores de cien balas de Parabellum nueve milímetros para las metralletas.
—¿Un regalo de Navidad? —pregunté.
—Sí —contestó Louis mientras insertaba un cargador de quince balas en la culata de la SIG—. Espero que para mi cumpleaños me regalen un lanzamisiles con acelerador electromagnético.
Entregó a Ángel el estuche que contenía la Mausser, se colgó la pistolera y enfundó la SIG. A continuación volvió a cerrar la caja y entró en el baño. Bajo nuestra atenta mirada, extrajo el panel de debajo del lavabo con un destornillador, introdujo la caja en el hueco y colocó de nuevo el panel. Después de comprobar que estaba bien encajado nos marchamos.
—¿Crees que a Joe Bones le gustará ver aparecer a un puñado de desconocidos ante su puerta? —preguntó Ángel mientras nos dirigíamos a mi coche de alquiler.
—No somos desconocidos —dijo Louis—. Somos amigos que aún no conoce.
Joe Bones tenía tres fincas en Louisiana, incluida una casa para los fines de semana en Cypremont Point, donde su presencia debía de inquietar manifiestamente a los residentes más respetables, con sus lujosos chalets de nombres tan ridículos como Eaux-Asis y Final del Camino.
En la ciudad vivía frente al Audubon Park, casi delante de la parada del autobús que llevaba a los turistas al zoo de Nueva Orleans. Yo había tomado el tranvía de St. Charles para inspeccionar la casa, un edificio de un blanco resplandeciente adornado con balcones negros de hierro forjado y una cúpula coronada con una veleta dorada. Buscar a Joe Bones en un sitio como aquél era como buscar una cucaracha en una tarta nupcial. En el jardín bien cuidado abundaba una flor que no identifiqué. Desprendía un aroma denso y embriagador, y la flor era tan grande y roja que parecía más podrida que lozana, como si fuera a reventar súbitamente y derramar un líquido viscoso por los tallos de la planta, que envenenaría a los áfidos.
Joe Bones había dejado la casa durante el verano para instalarse en una mansión restaurada dentro de una plantación en el distrito de West Feliciana, a unos ciento sesenta kilómetros al norte de Nueva Orleans. Ante la posibilidad de inminentes hostilidades con los Fontenot, había decidido quedarse en West Feliciana, ya que en su casa de campo podía atrincherarse mejor que en la ciudad.
Era una mansión blanca de ocho columnas en el porche, en medio de dieciséis hectáreas de superficie, que delimitaba por dos de sus lados un río que corría hacia el sur para desembocar en el Mississippi. Cuatro grandes ventanas daban a un amplio porche, y en el tejado había dos buhardillas. Una avenida flanqueada por robles conducía desde una verja negra de hierro, y a través de los jardines poblados de camelias y azaleas, hasta una ancha extensión de césped. En la hierba, un pequeño grupo de personas se congregaba alrededor de una barbacoa o descansaba en sillas de hierro.
Detecté tres cámaras de seguridad a tres metros de la verja cuando nos acercamos por el costado. Habíamos dejado a Ángel a un kilómetro después de pasar ante la casa, y yo sabía que se dirigía hacia el cipresal situado frente a la verja. En caso de que se torcieran las cosas con Joe Bones, pensé que con Louis a mi lado tenía más posibilidades de salir airoso que con Ángel.
Una cuarta cámara enfocaba a la propia verja. No había interfono y la verja permaneció cerrada a cal y canto, incluso cuando Louis y yo, apoyados en el coche, agitamos los brazos.
Al cabo de dos o tres minutos un carrito de golf adaptado salió de detrás de la casa y se encaminó hacia nosotros por la avenida flanqueada de robles. Se apearon tres hombres que vestían pantalones de algodón y polos. No se molestaron en esconder sus metralletas Steyr.
—Hola —dije—. Hemos venido a ver a Joe Bones.
—Aquí no vive ningún Joe Bones —contestó uno de ellos, bronceado y de baja estatura, no más de metro sesenta y cinco. Llevaba el pelo en apretadas trenzas pegadas al cuero cabelludo, lo cual le daba aspecto de reptil.
—¿Y el señor Bonnano? ¿Vive aquí?
—¿Son policías?
—Somos buenos ciudadanos. Esperábamos que el señor Bones hiciera una donación para costear el funeral de David Fontenot.
—Ya la ha hecho —contestó el tipo que seguía junto al carrito, una versión del hombre lagarto en más gordo. Sus compañeros, ante la verja, se desternillaron de risa.
Me acerqué a la verja. El hombre lagarto levantó su arma al instante.
—Dígale a Joe Bones que ha venido Charlie Parker, que estuve en casa de los Aguillard el domingo por la noche, y que ando buscando a Remarr. ¿Le parece que el graciosillo de ahí detrás será capaz de acordarse de todo?
Retrocedió un paso y, sin apartar la mirada de nosotros, transmitió mi mensaje al tipo del carrito. Éste alcanzó un walkie-talkie del asiento trasero, habló un momento y dirigió un gesto de asentimiento al hombre lagarto.
—Dice que los dejes pasar, Ricky.
—De acuerdo —dijo Ricky, y sacó un mando a distancia del bolsillo—. Apártense de la verja, den media vuelta y apoyen las manos contra el coche. Si van armados, díganlo ahora. Si encuentro algo que no me han dicho, les meteré una bala en la cabeza y los echaré a los caimanes.
Sacamos una Smith & Wesson y una SIG. Louis añadió la navaja del tobillo por si acaso. Dejamos el coche junto a la verja y nos dirigimos hacia la casa detrás del carrito de golf. Un hombre sentado en la parte de atrás nos encañonaba con su pistola y Ricky nos seguía.
Cuando nos acercamos al césped, me llegó desde la barbacoa un olor a camarones y pollo asado. Vi vasos y un surtido de bebidas sobre una mesa de hierro. En un recipiente de acero lleno de hielo había latas de Abita y Heineken.
A un lado de la casa se oyó un gruñido grave, malévolo y amenazador. Una gruesa cadena, anclada a un perno encastrado en cemento, sujetaba un animal enorme. Tenía el pelaje espeso de un lobo, salpicado de los colores de un alsaciano. La mirada inteligente de sus brillantes ojos hacía aún más amenazadora su evidente brutalidad. Debía de pesar al menos ochenta kilos. Cada vez que tiraba de la cadena, daba la impresión de que iba a arrancar el perno del suelo.
Advertí que concentraba su atención en Louis. Mantenía la mirada fija en él y de pronto se alzó sobre las patas traseras en un intento de atacarlo. Louis lo observó con el interés frío de un científico que encuentra una curiosa clase de bacteria nueva en su caldo de cultivo.
Joe Bones hundió un tenedor en un trozo de pollo con especias y lo puso en un plato de porcelana. Era sólo un poco más alto que Ricky, con el pelo largo y oscuro peinado hacia atrás. Se le había roto la nariz al menos una vez y tenía contraído el labio superior a causa de una cicatriz. Llevaba una camisa blanca, abierta hasta la cintura, y los faldones colgaban sobre un pantalón corto de licra para hacer deporte. Tenía el abdomen duro y musculoso, y el pecho y los brazos demasiado desarrollados para un hombre de su estatura. Parecía malvado e inteligente, como el animal sujeto de la cadena, lo cual explicaba seguramente por qué se había mantenido durante diez años en la cresta de la ola en Nueva Orleans.
Junto al pollo sirvió tomate, lechuga y arroz frío con pimiento y entregó el plato a una mujer sentada a su lado. Era mayor que Joe, calculé; aparentaba entre cuarenta y cuarenta y cinco años. No se veían raíces oscuras en su pelo rubio y llevaba muy poco maquillaje o nada, aunque unas Wayfarers ocultaban sus ojos. Llevaba una túnica de seda de manga corta encima de una blusa y unos pantalones cortos, todo blanco. Al igual que Joe Bones, iba descalza. A un lado había otros dos hombres de pie en mangas de camisa y pantalones de algodón, ambos armados con metralletas. Conté dos más en el balcón y uno sentado junto a la puerta de la casa.
—¿Quiere comer algo? —preguntó Joe Bones. Tenía una voz grave, con sólo un ligero dejo de Louisiana. Mantuvo la mirada fija en mí hasta que contesté:
—No, gracias.
Noté que no le ofreció nada a Louis. Creo que Louis también se dio cuenta.
Joe Bones se sirvió camarones y ensalada. Luego indicó a los dos guardas que eligieran entre lo que quedaba. Lo hicieron por turno, y cada uno comió una pechuga de pollo con los dedos.
—Los asesinatos de los Aguillard. Terrible —comentó Joe Bones. Tras sentarse, me señaló la única silla libre. Crucé una mirada con Louis, me encogí de hombros y me senté—. Discúlpeme por tomarme estas confianzas con usted —prosiguió—, pero he oído decir que quizá el autor de esos crímenes sea el mismo hombre que mató a su mujer y a su hija. —Me dirigió una sonrisa de condolencia—. Terrible —repitió—. Terrible.
Le sostuve la mirada.
—Está usted muy bien informado sobre mi pasado.
—Cuando llega alguien nuevo a la ciudad y empieza a encontrar cadáveres en los árboles, me preocupo por averiguar quién es. Puede que sea una buena compañía.
Cogió un camarón del plato y lo examinó por un momento antes de comérselo.
—Según tengo entendido, estaba usted interesado en comprar las tierras de los Aguillard —dije.
Joe Bones chupó el camarón y dejó la cola cuidadosamente a un lado del plato antes de responder.
—Estoy interesado en muchas cosas, y las tierras de los Aguillard no son una de ellas. Sólo porque un viejo chocho decida aliviar su mala conciencia de toda una vida cediendo tierras a los negros no hace que éstas se conviertan en tierra de negros. —Escupió la palabra «negro» cada vez. Su barniz de cortesía había demostrado ser muy frágil y parecía dispuesto a provocar a Louis abiertamente. No era una actitud sensata, ni aun rodeado de armas.
—Parece que uno de sus hombres, Tony Remarr, estuvo en la casa la noche en que murieron los Aguillard. Nos gustaría hablar con él.
—Tony Remarr ya no participa en mis actividades —contestó Joe Bones, volviendo a su formalidad anterior después del exabrupto—. Acordamos que cada uno seguiría su camino, y hace semanas que no lo veo. No tenía la menor idea de que hubiera estado en la casa de los Aguillard hasta que me informó la policía.
Me sonrió. Le devolví la sonrisa.
—¿Tiene algo que ver Remarr con la muerte de David Fontenot?
Joe Bones tensó la mandíbula pero siguió sonriendo.
—Ni idea. Me he enterado de la muerte de David Fontenot esta mañana en las noticias.
—¿También le parece terrible? —insinué.
—La pérdida de una vida joven siempre es terrible —replicó—. Oiga, siento lo de su mujer y su hija, de verdad, pero no puedo ayudarlo. Y para serle sincero, empieza a ponerse grosero, así que le agradecería que cogiera a su negro y se largara de mi casa.
A Louis le palpitaron los músculos del cuello, el único indicio que dio de haber oído a Joe Bones. Éste lo miró con desdén, cogió un trozo de pollo y se lo tiró a la bestia encadenada. El perro no lo tocó hasta que el dueño chasqueó los dedos, y entonces se abalanzó sobre el pollo y lo devoró de un bocado.
—¿Sabe de qué animal se trata? —preguntó Joe Bones. Me hablaba a mí, pero por sus gestos era evidente que se dirigía a Louis. Expresaban un absoluto desprecio. Al ver que yo no respondía, continuó—: Es un boerbul. Un tal Peter Geertschen, alemán, lo creó para el ejército y para las fuerzas antidisturbios en Sudáfrica cruzando un lobo ruso con un alsaciano. Es un perro guardián para hombres blancos. Huele a los negros.
Desvió la mirada hacia Louis y sonrió.
—Cuidado —le advertí—. A lo mejor se confunde y lo ataca a usted.
Joe Bones dio un respingo en la silla como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Entornó los ojos y escrutó mi rostro en busca de algún indicio de que yo era consciente del doble sentido de mis palabras. Lo miré fijamente.
—Vale más que se vaya —dijo Joe Bones, con voz baja y obviamente amenazadora. Me encogí de hombros y me levanté. Louis se acercó a mí. Cruzamos una mirada.
—Este tipo nos tiene en un puño —dijo Louis.
—Es posible, pero si nos vamos así, no nos respetará.
—Sin respeto, un hombre no es nada —convino Louis.
Cogió un plato del montón y lo levantó por encima de su cabeza. Al instante estalló en una lluvia de fragmentos de porcelana cuando una bala calibre 300 del Winchester lo alcanzó y fue a incrustarse en la madera de la casa. La mujer sentada en la silla se tiró a la hierba, los dos matones fueron a cubrir a Joe Bones, y tres hombres salieron corriendo de detrás de la casa cuando la detonación resonó en el aire.
Ricky, el hombre lagarto, fue el primero en llegar. Alzó la pistola y tensó el dedo en el gatillo, pero Joe Bones le empujó el brazo hacia arriba de un golpe.
—¡No! Tarado de mierda, ¿quieres que me maten?
Escudriñó la hilera de árboles más allá de los límites de su finca y luego se volvió hacia mí.
—Entran aquí, me disparan, asustan a mi mujer. ¿Con quién coño se creen que están tratando?
—No me ha gustado el tono que ha empleado para hablar de los negros —dijo Louis con calma.
—Tiene razón —coincidí—. Yo también me he dado cuenta.
—Me he enterado de que tienen amigos en Nueva Orleans —dijo Joe Bones con voz amenazadora—. Ya tengo bastantes problemas sin que los federales me anden detrás, pero si usted o su —hizo una pausa y se tragó la palabra— amigo vuelven a acercarse a mí, correré el riesgo. ¿Me han oído?
—Te he oído —contesté—. Voy a encontrar a Remarr, Joe. Si resulta que nos has estado ocultando algo y nuestro hombre se escapa por tu culpa, volveré.
—Y si nos haces volver, Joe, tendremos que hacerle daño a tu perrito —dijo Louis, casi con pena.
—Si volvéis, os clavaré al suelo con estacas y le serviréis de comida —gruñó Joe Bones.
Retrocedimos hacia la avenida flanqueada de robles, atentos a los movimientos de Joe Bones y sus hombres. La mujer se acercó a él para consolarlo, su ropa blanca manchada por la hierba. Le masajeó con delicadeza los trapecios con sus cuidadas manos, pero él la apartó de un brusco empujón en el pecho. Tenía saliva en el mentón.
A nuestras espaldas, oí abrirse la verja mientras nos alejábamos bajo los robles. No me había hecho muchas ilusiones en cuanto a Joe Bones, y las pocas que me había hecho no se habían cumplido, pero al menos habíamos conseguido ponerlo en guardia. Estaba seguro de que se pondría en contacto con Remarr y quizás eso bastara para hacerlo salir de su escondrijo. Parecía una buena idea. El problema con las buenas ideas es que nueve de cada diez veces se le han ocurrido a alguien antes.
—No sabía que Ángel tenía tan buena puntería —dije a Louis cuando llegamos al coche—. ¿Has estado dándole clases?
—Ajá —contestó Louis. Se notaba sinceramente sorprendido.
—¿Podría haberle dado a Joe Bones?
—Ajá. Lo que me extraña es que no me haya dado a mí.
Oí que se abría la puerta y que Ángel entraba en la parte trasera del coche, con el Mauser ya en el estuche.
—¿Qué? ¿Vamos a ser amigos de Joe Bones, jugaremos al billar juntos quizá, silbaremos a las chicas?
—¿Y tú cuándo les has silbado a las chicas? —preguntó Louis, desconcertado mientras nos alejábamos de la verja y nos dirigíamos a St. Francisville.
—Es cosa de hombres —dijo Ángel—. Yo sé hacer cosas de hombres.