35

Llegué temprano a Moisant Field, así que entré a curiosear un rato en la librería, procurando no tropezar con las pilas de novelas de Anne Rice. Llevaba alrededor de una hora sentado en la terminal de llegadas cuando Rachel Wolfe cruzó la puerta. Vestía unos vaqueros de color azul oscuro, zapatillas de deporte blancas y un polo rojo y blanco. El cabello rojo le caía suelto sobre los hombros y se había maquillado con tal esmero que apenas se notaba.

El único equipaje que acarreaba ella era una bolsa marrón de piel colgada al hombro. El resto de lo que supuse eran sus pertenencias lo llevaban Ángel y Louis, que la flanqueaban un tanto cohibidos; Louis con un traje de color crema de chaqueta cruzada y una elegante camisa blanca con el cuello desabrochado, Ángel con vaqueros, unas gastadas Reebok de suela alta y una camisa verde de cuadros que no había pasado por una plancha desde que salió de la fábrica hacía muchos años.

—Vaya, vaya —dije cuando los tuve delante—. He aquí representadas todas las formas de vida humana.

Ángel levantó la mano derecha, de la que pendían tres gruesas pilas de libros, atados con un cordel. Se le estaban amoratando las puntas de los dedos.

—Hemos traído también media Biblioteca Pública de Nueva York —se lamentó—. Atada con un cordel. No veía libros atados así desde la última reposición de La casa de la pradera.

Louis, observé, llevaba un paraguas rosa de señora y un neceser. Tenía el aspecto de un hombre que finge no darse cuenta de que un perro está meándosele en la pierna.

—Ni se te ocurra decir una sola palabra —advirtió—. Ni una sola palabra.

Entre los dos, cargaban también dos maletas, dos bolsas de viaje de piel y un portatrajes.

—Tengo el coche aparcado delante —dije mientras me dirigía a la salida con Rachel—. Puede que sólo haya espacio para las bolsas.

—En el aeropuerto me han localizado haciéndome llamar por el sistema de megafonía —susurró Rachel—. Me han sido de gran ayuda.

Se rió y lanzó una mirada por encima del hombro. A nuestras espaldas, oí el ruido inconfundible de Ángel al tropezar con una bolsa y maldecir en voz alta.

Dejamos el equipaje en el Flaisance, pese a que Louis expresó su preferencia por el Fairmont de University Place. En el Fairmont solían alojarse los republicanos cuando visitaban Nueva Orleans, y para Louis eso era parte del encanto. Era el único delincuente negro, homosexual y republicano que conocía.

—Gerald Ford se hospedó en el Fairmont —lamentó mientras examinaba la pequeña habitación que tenía que compartir con Ángel.

—¿Y qué? —contraataqué—. Paul McCartney se hospedó en el Richelieu y no me has oído pedir que nos alojemos allí.

Dejé la puerta abierta y me encaminé hacia mi habitación para darme una ducha.

—¿Paul qué? —preguntó Louis.

Comimos en el Grill Room del Windsor Court, en Gravier Street, por deferencia a los deseos de Louis. Entre aquellos suelos de mármol y tupidos cortinajes austríacos, me sentía extrañamente incómodo después de la informal decoración de los pequeños restaurantes del Quarter. Rachel se había cambiado de ropa y ahora llevaba un pantalón oscuro y una chaqueta negra sobre un jersey rojo. Le quedaba bien, pero el calor de la brisa nocturna aún le pasaba factura y de tanto en tanto se estiraba la tela húmeda del jersey adherido al cuerpo mientras esperábamos el primer plato.

Durante la comida les hablé de Joe Bones y los Fontenot. El tema nos atañía a Ángel, a Louis y a mí. Rachel permaneció en silencio durante casi toda la conversación, interviniendo sólo de vez en cuando para aclarar alguno de los comentarios de Woolrich o Morphy. Tomó nota en un pequeño cuaderno de espiral con letra pulcra y uniforme. En determinado momento me rozó el brazo desnudo con la mano y la dejó allí por un instante, su piel cálida contra la mía.

Observé a Ángel mientras, tirándose del labio, reflexionaba sobre lo que acababa de explicarle.

—Ese Remarr debe de ser bastante tonto, o al menos más tonto que nuestro hombre —dijo por fin.

—¿Por la huella? —pregunté.

Asintió.

—Descuidado, muy descuidado —contestó con la cara de insatisfacción de un respetado teólogo que ha visto a alguien deshonrar su vocación al identificar a Jesús con un alienígena.

Rachel se fijó también en su cara.

—Parece que te molesta mucho —comentó.

La miré. Tenía una expresión risueña, pero noté en sus ojos una mirada calculadora y un tanto distante. Estaba repasando en su mente lo que le había contado, al mismo tiempo que arrastraba a Ángel a una conversación que éste normalmente habría eludido. Esperé a ver cómo reaccionaba él.

Le sonrió y ladeó la cabeza.

—Tengo cierto interés profesional en estas cosas —admitió. Despejó un hueco frente a él y levantó las manos—. Cualquier allanador de morada debe tomar unas mínimas precauciones. La primera y más obvia es asegurarse de que uno, o una, ya que el allanamiento de morada es una profesión con igualdad de oportunidades, no deje ninguna huella digital. ¿Qué hacer, pues?

—Ponerse guantes —dijo Rachel. Se inclinó; ahora disfrutaba de la lección y apartó de su mente cualquier otro pensamiento.

—Exacto. Nadie, por tonto que sea, entra sin guantes en una casa donde no debería estar. De lo contrario se dejan huellas visibles, se dejan huellas latentes, uno prácticamente deja su firma y confiesa el delito.

Las huellas visibles son las marcas que dejan en una superficie una mano sucia o ensangrentada; las huellas latentes son las marcas invisibles que dejan las secreciones naturales de la piel. Las huellas visibles pueden fotografiarse o recogerse mediante cinta adhesiva; en cambio, las latentes tienen que espolvorearse, por lo general con un reactivo químico, como el vapor de yodo o solución de ninhidrina. Las técnicas electrostáticas y fluorescentes también son útiles, y en la detección de huellas latentes en la piel humana pueden usarse radiografías especializadas.

Pero si Ángel estaba en lo cierto, Remarr era demasiado buen profesional para arriesgarse a hacer un trabajo sin guantes y luego dejar no sólo una huella latente sino una visible. Debía de llevar guantes pero algo salió mal.

—¿Estás dándole vueltas en la cabeza, Bird? —preguntó Ángel con una mueca.

—Adelante, Sherlock, asómbranos con tu inteligencia —respondí.

La mueca se convirtió en una sonrisa y continuó.

—Es posible conseguir una huella digital del interior de un guante, en el supuesto de que uno tenga el guante. Los guantes de goma o plástico son los mejores para obtener huellas: dentro las manos sudan más.

»Pero lo que mucha gente no sabe es que la superficie exterior de un guante puede actuar también como una huella digital. Imaginemos que se trata de un guante de piel, y en ese caso hay arrugas, hay agujeros, hay marcas, hay desgarrones, y no existen dos guantes de piel iguales. Ahora bien, en el caso de Remarr nos encontramos con una huella sin guantes. A menos que Remarr sea incapaz de atarse los zapatos sin caerse de bruces, sabemos que probablemente llevaba guantes, y que aun así dejó una huella. Es un misterio. —Imitó una explosión con un ligero gesto de las manos, como un mago al hacer desaparecer un conejo en una nube de humo, y luego adoptó una expresión seria—. Yo supongo que Remarr llevaba un único par de guantes, es probable que de látex. Imaginó que aquél sería un trabajo fácil: o bien iba a liquidar a la vieja y al hijo, o bien a meterle a ella el miedo en el cuerpo, quizá dejando una tarjeta de visita en la casa. Puesto que el hijo, por lo que he oído, no era la clase de hombre que permitía que se asustara a su madre, diría que Remarr entró allí convencido de que tendría que matar a alguien.

»Pero cuando llega, están muertos o los están asesinando en ese momento. Personalmente, opino que ya estaban muertos: si Remarr se hubiera tropezado con el asesino, Remarr también estaría muerto.

»Así que Remarr entra, con los guantes puestos, y quizá ve al hijo y se lleva un susto. Casi seguro que empieza a sudar. Luego entra en la casa y se encuentra a la anciana. Segundo sobresalto. Pero se acerca a echar un vistazo y se sujeta a la cama al inclinarse sobre ella. Se mancha de sangre y quizá piensa en limpiarla, pero llega a la conclusión de que limpiándola atraerá aún más la atención y, de todos modos, lleva guantes.

»El problema con los guantes de látex es que no basta con un par. Si se usan demasiado tiempo, las huellas empiezan a traspasar. Si uno se asusta y empieza a sudar, las huellas traspasan más deprisa. Podría ser que Remarr hubiera comido antes de salir, quizá fruta o pasta con vinagre. Eso provoca una mayor humedad en la piel, así que ahora Remarr se ha metido en un buen lío. Ha dejado una huella y ni siquiera es consciente, y la policía, los federales y gente conflictiva como nosotros quiere interrogarlo al respecto. ¡Tachán!

Se inclinó un poco para hacer una reverencia. Rachel le aplaudió. Louis se limitó a enarcar una ceja con cara de resignación.

—Fascinante. Debes de leer muchos libros —dijo Rachel con tono claramente irónico.

—Si los lee, la librería Barnes & Noble se alegrará de que se dé un buen uso a las existencias que les han robado —comentó Louis.

Ángel no le prestó atención.

—Quizá tuve algún escarceo con esas cosas de joven.

—¿Aprendiste algo más en tu juventud? —preguntó Rachel con una sonrisa.

—Muchas cosas, y algunas de ellas lecciones muy difíciles —contestó Ángel con emoción—. Lo mejor que aprendí fue: no te quedes con nada. Si no tienes nada, nadie puede demostrar que lo has cogido.

»Y he sentido la tentación. Una vez topé con una estatuilla de un caballero montado. Francesa, del siglo XVII. Oro con diamantes y rubíes incrustados. Más o menos de esta altura. —Levantó la palma de la mano a unos quince centímetros de la mesa—. Era lo más precioso que he visto en mi vida. —Sus ojos se iluminaron por el recuerdo, parecía un niño. Se recostó en el respaldo de la silla—. Pero la dejé escapar. Al final, uno debe desprenderse de las cosas. Aquello con lo que uno se queda acaba siendo causa de arrepentimiento.

—¿No hay nada con lo que valga la pena quedarse, pues? —preguntó Rachel.

Ángel miró a Louis por un momento.

—Algunas cosas sí, pero no son de oro.

—¡Qué romántico! —comenté.

Louis se atragantó con el agua que estaba bebiendo en ese momento. Ante nosotros, el café se había enfriado en las tazas.

—¿Tienes algo que añadir? —pregunté a Rachel cuando Ángel acabó de actuar para la galería.

Ella repasó sus notas. Arrugó un poco la frente. Levantó una copa de vino tinto con la mano, y la luz que se reflejó en ella proyectó una línea roja en su pecho como una herida.

—¿Has dicho que tenías fotos, fotos del lugar del asesinato? —preguntó.

Asentí.

—Entonces prefiero reservarme la opinión hasta que las vea. Se me ocurrió una idea a partir de lo que me contaste por teléfono, pero me gustaría guardármela hasta que vea las fotos e investigue un poco más. Pero sí tengo una cosa que comentarte. —Sacó de su bolso otro cuaderno y pasó las hojas hasta llegar a un papel adhesivo amarillo que sobresalía a un lado—. «¡Cómo la deseé en esos intensos momentos finales! Pero, claro, ésa ha sido siempre una de las debilidades de los de nuestro género. Nuestro pecado no ha sido el orgullo, sino el deseo de humanidad». —Se volvió hacia mí, pero yo ya había reconocido esas frases—. Son las palabras que dijo el Viajante cuando te llamó.

Noté que Ángel y Louis se echaban hacia delante.

—Necesité que me ayudara un teólogo de la residencia arzobispal para localizar la referencia. Es muy críptica, al menos si uno no es teólogo. —Guardó silencio por un instante y luego preguntó—: ¿Por qué se desterró al diablo del cielo?

—Por orgullo —contestó Ángel—. Recuerdo que nos lo decía la hermana Inés.

—Fue por orgullo —confirmó Louis. Miró a Ángel—. Recuerdo que fue Milton quien lo decía.

—Tanto en un caso como en otro —dijo Rachel con deliberación—, tenéis razón, o al menos en parte. Desde san Agustín, el pecado del diablo ha sido el orgullo. Pero antes de san Agustín el punto de vista era otro. Hasta el siglo IV se consideró que el Libro de Enoch formaba parte del canon bíblico. Sus orígenes son dudosos: puede que se escribiera en hebreo o en arameo, o en una mezcla de ambas lenguas, pero, según parece, algunos conceptos presentes aún en la Biblia actual se basan en él. Es posible que el Juicio Final se basara en las parábolas de Enoch. El atroz infierno regido por Satán aparece también por primera vez en Enoch.

»Lo que a nosotros nos interesa es que Enoch tiene una visión distinta en cuanto al pecado del diablo. —Pasó la hoja del cuaderno y empezó a leer otra vez—. "Ocurrió que cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra, y las hijas nacieron de ellos, los hijos de Dios vieron que las hijas de los hombres eran bellas y tomaron esposas entre las que había para elegir…" —Volvió a levantar la vista—. Esto es del Génesis, que proviene de una fuente similar a Enoch. Los "hijos de Dios" eran los ángeles, que se entregaron a la satisfacción del deseo carnal contra la voluntad de Dios. El jefe de los ángeles pecadores, el diablo, fue echado a un agujero oscuro del desierto, y sus cómplices, como castigo, fueron arrojados al fuego. Sus descendientes, "espíritus malignos sobre la tierra", los acompañaron. El mártir Justino creía que los hijos de la unión entre los ángeles y las mujeres eran los responsables de toda la maldad del mundo, incluido el asesinato.

»En otras palabras, el pecado del diablo fue el deseo. "El deseo de humanidad, una de las debilidades de los de nuestro género." —Cerró el cuaderno y se permitió una leve sonrisa triunfal.

—Así que ese tipo se cree que es un demonio —comentó Ángel por fin.

—O descendiente de un ángel —añadió Louis—. Depende de cómo se mire.

—Sea lo que sea, o lo que se crea que es, el Libro de Enoch difícilmente aparecerá entre la selección de lecturas de Oprah —dije—. ¿Alguna idea de cuál puede haber sido la fuente de ese individuo?

Rachel volvió a abrir el cuaderno.

—La referencia más reciente que he encontrado es una edición de 1983 aparecida en Nueva York, Los Pseudoepígrafes del Antiguo Testamento: Enoch, editado por un tal Isaac, nombre muy apropiado —contestó—. Hay también una traducción más antigua de Oxford publicada en 1913 por R. H. Charles.

Anoté los nombres.

—Quizá Morphy o Woolrich puedan comprobar en la Universidad de Nueva Orleans si alguien ha mostrado interés por el lado oscuro de los estudios bíblicos. Woolrich podría ampliar la búsqueda a otras universidades. Es un punto de partida.

Pagamos la cuenta y nos fuimos. Ángel y Louis se encaminaron hacia la parte baja del Quarter para ver qué tal era la vida nocturna gay, en tanto que Rachel y yo volvimos al Flaisance. Permanecimos en silencio durante un rato, conscientes los dos de que estábamos rozando cierta intimidad.

—Tengo la sensación de que no debo preguntar cómo se gana la vida esa pareja —dijo Rachel cuando nos detuvimos en un semáforo.

—Probablemente no. Vale más considerarlos trabajadores autónomos y no ahondar más.

Sonrió.

—Da la impresión de que mantienen una relación de cierta lealtad contigo. Eso es poco habitual. No sé si acabo de entenderlo.

—Les he hecho algún que otro favor en el pasado, pero si había alguna deuda, quedó saldada hace tiempo. Yo les debo mucho.

—Pero siguen aquí. Aún te ayudan cuando se lo pides.

—No creo que sea únicamente por mí. Hacen lo que hacen porque les gusta. Va con su sentido de la aventura, del peligro. Cada uno a su manera, los dos son hombres peligrosos. Me parece que por eso han venido: olieron el peligro y querían participar.

—Quizá vean algo de eso en ti también.

—No lo sé. Quizá.

Cruzamos el jardín del Flaisance sin detenernos más que para acariciar a los perros. Su habitación se hallaba a tres puertas de la mía. Entre la suya y la mía estaba la que ocupaban Ángel y Louis y una habitación individual vacía. Abrió la puerta y se quedó en el umbral.

Desde fuera se notaba el ambiente fresco del aire acondicionado y oí cómo zumbaba a plena potencia.

—Aún no sé muy bien por qué has venido —dije. Tenía la garganta seca y una parte de mí no sabía con certeza si deseaba oír la respuesta.

—Yo tampoco lo sé —contestó. Se puso de puntillas y me besó con ternura en los labios. Luego desapareció.

Entré en mi habitación, saqué de la bolsa un libro de Sir Walter Ralegh y volví al Napoleon House, donde tomé asiento junto al retrato del Pequeño Cabo. No me apetecía acostarme, consciente de la presencia de Rachel Wolfe tan cerca de mí. Su beso, y la expectativa de lo que podía ocurrir a continuación, me había excitado e inquietado.

Casi hasta el final, Susan y yo habíamos mantenido unas relaciones sexuales increíbles. En el momento en que la bebida empezó a pasarme factura seriamente, eso se acabó. Cuando hacíamos el amor, no existía ya una entrega total. En lugar de eso, daba la impresión de que nos acercábamos en círculo con cautela, siempre con cierta reserva, siempre a la espera de que surgiera algún problema y nos empujara a recluirnos en la seguridad de nuestro aislamiento.

Pero yo la quería. La quise hasta el final y aún la quería. Cuando el Viajante me la arrebató, cortó los lazos físicos y emocionales que había entre nosotros, pero yo sentía aún los vestigios de esos lazos, vivos y palpitando a flor de piel.

Quizás esto sea normal con todos aquellos que han perdido a alguien a quien amaron profundamente. Entablar contacto con otra pareja potencial, otra amante, se convierte en un acto de reconstrucción, y no sólo de una relación sino de uno mismo.

Pero mi mujer y mi hija me obsesionaban. Las sentía no sólo cómo un vacío o una pérdida, sino como una presencia real en mi vida. A veces de forma fugaz tenía la impresión de verlas en la periferia de mi existencia, cuando pasaba del estado de conciencia al sueño, del sueño a la vigilia. En ocasiones intentaba convencerme de que no eran más que fantasmas surgidos de mi culpabilidad, nacidos de un desequilibrio psicológico.

Sin embargo, había oído hablar a Susan por mediación de Tante Marie, y una vez, como si fuera el recuerdo de un delirio, me había despertado en la oscuridad notando su mano en mi cara y había percibido la estela de su perfume a mi lado en la cama. Más aún, veía algo de Susan y Jennifer en todas las madres jóvenes, en todas las niñas. En la risa de una mujer joven, oía la voz de mi esposa. En los pasos de una niña, oía el eco de los zapatos de mi hija.

Sentía algo por Rachel Wolfe, una mezcla de atracción, gratitud y deseo. Deseaba estar con ella, pero sólo, pensé, cuando mi esposa y mi hija descansaran en paz.