33

Esa noche soñé con un anfiteatro que tenía los pasillos en pendiente y estaba lleno de ancianos. De las paredes pendían damascos y, desde lo alto, dos antorchas alumbraban el centro, ocupado por una mesa rectangular con los bordes curvos y las patas talladas en forma de huesos. Florence Aguillard yacía sobre la mesa con la matriz al descubierto y, junto a ella, un hombre con barba, envuelto en una toga oscura, se disponía a sajar usando un bisturí con la empuñadura de marfil. En torno al cuello y tras las orejas de ella se veía la marca de una soga y tenía la cabeza ladeada en un ángulo imposible.

Cuando el cirujano cortó el útero, salieron anguilas de dentro y cayeron al suelo. La muerta abrió los ojos e intentó gritar. El cirujano la amordazó con un trozo de arpillera y siguió cortando hasta que en los ojos de ella se apagó la luz.

Desde un rincón en penumbra del anfiteatro observaban unas figuras. Se acercaron a mí desde las sombras, eran mi mujer y mi hija, pero en ese momento las acompañaba una tercera, apenas una silueta, que se quedó más atrás, en la oscuridad. Ésta venía de un lugar frío y húmedo y despedía un olor denso y arcilloso de vegetación descompuesta, de carne tumefacta y desfigurada por los gases y la putrefacción. Yacía en un espacio pequeño y estrecho, con los lados rígidos, y en ocasiones los peces chocaban por fuera mientras ella esperaba. Cuando desperté, me pareció percibir su olor, y aún oía su voz…

«Auxilio».

Y la sangre me zumbaba en los oídos. «Tengo frío. Auxilio».

Y yo sabía que debía encontrarla.

Me despertó el timbre del teléfono de la habitación. Una luz tenue se filtraba a través de las cortinas y mi reloj marcaba las 8:35. Descolgué.

—¿Parker? Soy Morphy. Mueve el culo. Te espero en La Marquise dentro de una hora.

Me duché, me vestí y me encaminé hacia Jackson Square tras los fieles madrugadores que acudían a la catedral de San Luis. Frente a la catedral, un titiritero intentaba atraerlos con el número del tragafuegos y un grupo de monjas negras se apiñaba bajo un parasol verde y amarillo.

En cierta ocasión, Susan y yo asistimos allí a una misa, bajo el techo ornamentado del templo, en que aparecía Cristo entre los pastores y, sobre el pequeño sagrario, la figura de Luis XI, Roi de France, anunciando la séptima cruzada.

La catedral había sido reconstruida por completo dos veces desde que la estructura de madera original, diseñada en 1724, ardiera durante el incendio del Viernes Santo de 1788, fecha en que ochocientos edificios fueron pasto de las llamas. La catedral actual tenía menos de ciento cincuenta años de antigüedad, y sus vidrieras, orientadas hacia la Place Jean-Paul Deux, eran un obsequio del gobierno español.

Resultaba extraño que recordase con semejante claridad los detalles después de tantos años. Pero los recordaba no tanto por su interés intrínseco como porque los asociaba a Susan. Los recordaba porque ella estaba conmigo cuando los descubrí, su mano en la mía, su cabello recogido y sujeto con una cinta de color aguamarina.

Por un momento, tuve la sensación de que si me ponía en el mismo sitio y recordaba las palabras que entonces pronunciamos, podría retrotraerme a aquel tiempo y sentirla cerca de mí, agarrándome de la mano, su sabor aún en mis labios, su fragancia en mi cuello. Si cerraba los ojos, la imaginaba recorriendo despreocupada el pasillo, su mano en la mía, respirando los aromas mezclados del incienso y las flores, pasando bajo las vidrieras, de la oscuridad a la luz, de la luz a la oscuridad.

Me arrodillé al fondo de la catedral, junto a la escultura de un querubín con un surtidor en las manos y los pies sobre una visión del mal, y recé por mi mujer y mi hija.

Morphy ya estaba en La Marquise, una pastelería de estilo francés en Chartres. Lo encontré sentado en el patio trasero, con la cabeza recién afeitada. Llevaba un pantalón largo de deporte de color gris, unas zapatillas Nike y un jersey de lanilla Timberland. Sobre la mesa, frente a él, había un plato de cruasanes y dos tazas de café. Untaba meticulosamente la mitad de un cruasán cuando me senté ante él.

—Te he pedido café. Toma un cruasán.

—Me apetecía café, gracias. ¿Tienes el día libre?

—¡Qué va! Simplemente me he escaqueado de la ronda matutina. —Tomó una mitad del cruasán y se la metió entera en la boca, utilizando el dedo para acabar de embutírselo. Sonrió con los carrillos hinchados—. Mi mujer no me deja hacer esto en casa. Dice que le recuerdo a un niño que se atiborra de comida en una fiesta de cumpleaños. —Tragó y se puso manos a la obra con la otra mitad del cruasán—. La policía del distrito de St. Martin ha quedado fuera de la película, aparte de andar por ahí buscando ropa ensangrentada debajo de las rocas. Woolrich y los suyos han asumido casi todo el peso de la investigación. A nosotros no nos queda gran cosa que hacer, excepto el trabajo de fondo.

Sabía qué haría Woolrich. Las muertes de Tante Marie y de Tee Jean confirmaban la existencia de un asesino en serie. Los detalles quedarían en manos de la Unidad de Apoyo a la Investigación del FBI, la atosigada sección responsable del asesoramiento sobre técnicas de interrogatorio y negociación en secuestros con rehenes, así como del VICAP, el ABIS —los programas de prevención de actos de piromanía y atentados terroristas— y, vital en este caso, de la elaboración de perfiles criminales. De los treinta y seis agentes de la unidad, sólo diez trabajaban en los perfiles, enclaustrados en un laberinto de oficinas a veinte metros bajo tierra, los sótanos que antes albergaban el refugio antinuclear del director del FBI en Quantico.

Y mientras los federales estudiaban las pruebas e intentaban reproducir la imagen del Viajante, la policía continuaba buscando sobre el terreno huellas físicas del asesino en las inmediaciones de la casa de Tante Marie. Podía imaginármelos: hileras de agentes a través de la maleza iluminados por la luz cálida y verdosa que se filtraba entre los árboles. Se les hundirían los pies en el barro y se les engancharían los uniformes en las zarzas mientras examinaban el suelo que pisaban. Otros avanzarían a través de las aguas verdes del Atchafalaya, matando a palmadas insectos que ni siquiera veían y con las camisas empapadas de sudor.

La casa de la familia Aguillard había quedado llena de sangre. El Viajante debía de estar bañado en ella al acabar su labor. Seguramente llevaba un mono y conservarlo era demasiado arriesgado. Era probable que lo hubiera tirado al pantano, o bien que lo hubiera enterrado o destruido. Yo suponía que lo había destruido, pero la búsqueda debía continuar.

—Ahora yo tampoco tengo mucho que ver con la investigación —dije.

—Ya me he enterado. —Se comió otro trozo de cruasán y apuró el café—. Si has acabado, en marcha.

Dejó el dinero sobre la mesa, y salí tras él. Aparcado a media manzana de allí estaba el mismo Buick destartalado que nos había seguido a la casa de Tante Marie, con el rótulo policía de servicio escrito a mano y pegado con cinta adhesiva sobre el salpicadero. Bajo una de las varillas del limpiaparabrisas se agitaba una multa de aparcamiento.

—¡Mierda! —exclamó Morphy a la vez que arrojaba la multa a un cubo de basura—. Aquí ya nadie respeta la ley.

Fuimos en coche hasta el complejo de viviendas de protección oficial Desire, un inhóspito paisaje urbano donde los jóvenes negros holgazaneaban en solares llenos de desechos o jugaban a los aros con desgana en patios alambrados. Las manzanas formadas por casas de dos plantas parecían barracones, alineados en calles con nombres que parecían chistes malos, como Piedad, Abundancia y Humanidad. Estacionamos cerca de una licorería, protegida como una fortaleza, y los jóvenes de alrededor se escabulleron al oler a policía. Incluso allí la característica calva de Morphy era, por lo visto, reconocida al instante.

—¿Conoces bien Nueva Orleans? —preguntó Morphy al cabo de un rato.

—No —contesté.

Bajo su jersey de lanilla, se veía el bulto de la pistola. Tenía las manos encallecidas de agarrar barras de pesas, e incluso sus dedos eran musculosos. Cuando movía la cabeza, los músculos y los tendones sobresalían de su cuello como serpientes deslizándose bajo su piel.

A diferencia de la mayoría de los culturistas, Morphy transmitía una sensación de peligro contenido, y de que aquellos músculos no eran sólo para exhibirlos. Yo sabía que había matado a un hombre en un bar de Monroe, un chulo que había disparado contra una de sus chicas y contra el cliente que estaba con ella en la habitación de un hotel de Lafayette. El chulo, un criollo de cien kilos llamado Le Mort Rouge, le había clavado a Morphy una botella rota en el pecho y luego; había intentado estrangularlo en el suelo. Morphy, tras asestar varios puñetazos en la cara y el cuerpo a su agresor, había conseguido por fin agarrarlo por el cuello, y los dos permanecieron así, uno en manos del otro, hasta que algo estalló en la cabeza de Le Mort y cayó de costado contra la barra. Cuando llegó la ambulancia, ya estaba muerto.

Había sido una pelea limpia, pero, sentado junto a Morphy en el coche, me acordé de Luther Bordelon. Éste era un matón, de eso no cabía duda. Sus agresiones se remontaban a sus tiempos de delincuente juvenil y se sospechaba que había violado a una joven turista australiana. La chica había sido incapaz de identificar a Bordelon en una rueda de reconocimiento y no habían quedado pruebas físicas del violador en el cuerpo de la víctima, porque había utilizado un condón y la había obligado después a lavarse el pubis con una botella de agua mineral, pero al Departamento de Policía de Nueva Orleans le constaba que había sido Bordelon. A veces las cosas son así.

La noche que murió Bordelon, éste había estado bebiendo en un bar irlandés del Quarter. Llevaba una camiseta y un pantalón corto blancos, y, más tarde, tres clientes del bar con los que había jugado al billar declararon bajo juramento que Bordelon no iba armado. Sin embargo, Morphy y su compañero, Ray Garza, informaron de que Bordelon les había disparado cuando intentaron someterlo a un interrogatorio de rutina y había resultado muerto en el posterior intercambio de disparos. Junto al cadáver se halló un arma sin dos de las balas en el cargador. Una Smith & Wesson modelo 60 que tenía por lo menos veinte años. El número de serie del arma había sido borrado con lija del armazón bajo el montante del cilindro, lo cual hacía difícil identificarla, y, según el informe de Balística, era la primera vez que se utilizaba para cometer un delito en la ciudad de Nueva Orleans.

La presencia de aquel arma parecía un amaño, y esa impresión tuvo la División de Integridad Policial de Nueva Orleans, pero Garza y Morphy se mantuvieron en sus trece. Un año más tarde, Garza había muerto, apuñalado cuando intentaba mediar en una reyerta en el Irish Channel, y Morphy había sido trasladado a St. Martin, donde compró una casa. Eso fue todo. Así acabó la historia.

Morphy señaló hacia un grupo de jóvenes negros, con los fondillos de los vaqueros a la altura de las rodillas y enormes zapatillas de deporte que resonaban en la acera al andar. Nos devolvieron la mirada sin inmutarse, como si nos retaran. En el estéreo que llevaban sonaban los Wu-Tang Clan, una música para desatar la revolución. Me produjo cierto placer perverso reconocer al grupo. Charlie Parker compinche honorario.

Morphy hizo una mueca.

—Ése es el peor ruido que he oído en mi vida. Joder, esta gente inventó el blues. Si Robert Johnson oyera esta mierda, sabría con toda seguridad que había vendido el alma al diablo y había ido derecho al infierno. —Encendió la radio del coche y saltó de emisora en emisora con cara de insatisfacción. Resignado, puso una cinta y el cálido sonido de Little Willie John llenó el coche—. Yo me crié en Metairie, antes de que las viviendas subvencionadas invadieran esta ciudad. No diré que mis mejores amigos fueran negros ni nada por el estilo…, la mayoría de los negros iba a colegios públicos y yo no, pero nos llevábamos bien.

»Cuando aparecieron las viviendas subvencionadas eso se acabó. Desire, Iberville, Lafitte eran sitios donde uno no quería ni poner los pies si no iba armado hasta los dientes. Llegó el cabrón de Reagan y las cosas empeoraron. Dicen que ahora hay aquí más sífilis que hace cincuenta años, ¿lo sabías? La mayoría de estos chicos ni siquiera está vacunada contra las paperas. Si uno tiene una casa en esta parte de la ciudad lo mismo daría si la abandonara y la dejara pudrirse. Carece por completo de valor. —Movió la cabeza en un gesto de desolación y dio una palmada al volante—. Ante semejante pobreza, algunos pueden ganar fortunas si ponen la cabeza a trabajar. Muchos se disputan una tajada de los ingresos que proporcionan las viviendas protegidas, se disputan también una tajada en otras cosas: el valor del suelo, la propiedad, el alcohol, el juego.

—¿Quién, por ejemplo?

—Por ejemplo, Joe Bonanno. Su gente dirige aquí el cotarro desde hace más o menos una década, controla el suministro de crack, caballo, lo que sea. Han intentado abarcar también otros negocios. Se habla de que quieren abrir un gran centro de ocio entre Lafayette y Baton Rouge, quizá construir un hotel. Quizá sólo pretendan echar allí unos cuantos ladrillos y cemento y declararse en quiebra por sobrecarga fiscal, y así blanquear dinero. —Dirigió una mirada ponderativa a las casas de alrededor—. Y aquí se crió Joe Bones —añadió con un suspiro, como si no entendiera que un hombre se dedicara a socavar el lugar donde se crió y llegó a la vida adulta. Volvió a poner el coche en marcha y, mientras conducía, me contó la historia de Joe Bones.

Salvatore Bonanno, el padre del Joe, tenía un bar en el Irish Channel, a pesar de que las bandas del barrio no creían que un italiano tuviera cabida en una zona donde la gente ponía a sus hijos nombres de santos irlandeses y donde predominaba una mentalidad sureña. La actitud de Sal no era especialmente honorable; nacía del pragmatismo. En la Nueva Orleans de posguerra de Chep Morrison se podía hacer mucho dinero si uno estaba dispuesto a encajar los golpes y untar las manos adecuadas.

El bar de Sal fue el primero de la serie de bares y locales nocturnos que adquirió. Tenía que saldar deudas, y los ingresos de un solo bar en el Irish Channel no iban a satisfacer a sus acreedores. Ahorró y compró un segundo bar, esta vez en Chartres, y a partir de ahí nació su pequeño imperio. En algunos casos bastaba con una sencilla transacción económica para tener el local que deseaba; en otros, se requerían métodos de persuasión más enérgicos. Cuando éstos no surtían efecto, la cuenca del Atchafalaya tenía agua suficiente para ocultar un gran número de pecados. Poco a poco, organizó su propio equipo para llevar el negocio, para tener contentas a las autoridades municipales, a la policía, a la alcaldía, a todos, y para hacer frente a las consecuencias cuando aquellos que ocupaban un puesto en la parte baja de la cadena alimentaria intentaban prosperar a costa de Sal.

Sal Bonanno contrajo matrimonio con María Cuffaro, natural de Gretna, al este de Nueva Orleans, cuyo hermano era uno de los hombres de confianza de Sal. Ésta le dio una hija, que murió de tuberculosis a los siete años, y un hijo que murió en Vietnam. Ella murió de cáncer de mama en 1958.

Pero la auténtica debilidad de Sal era una tal Rochelle Hines. Rochelle era lo que llamaban una «mujer de color amarillo oscuro», es decir, una negra cuya piel parecía casi blanca después de generaciones de mestizaje. Tenía la piel clara como la mantequilla, en palabras de Morphy, pero en su partida de nacimiento se leía: «Negra, ilegítima». Era alta, y su cabello largo y oscuro enmarcaba unos ojos almendrados y unos labios tiernos, anchos y tentadores. Tenía una figura capaz de parar un reloj, y corrían rumores de que en otro tiempo había ejercido la prostitución, aunque si era así, Sal Bonanno puso fin rápidamente a esas actividades. Bonanno le compró una casa en el Garden District y empezó a presentarla como su esposa tras la muerte de María. Probablemente no fue muy sensato. En la Louisiana de finales de los años cincuenta, la segregación racial formaba parte de la realidad cotidiana. Ni siquiera Louis Armstrong, que se crió en la ciudad, podía tocar con músicos blancos en Nueva Orleans, porque el estado de Louisiana prohibía las actuaciones en la ciudad de bandas racialmente integradas.

Así pues, si bien los blancos podían mantener queridas negras y tratar con prostitutas negras, un hombre que presentara como esposa a una negra, por clara que fuese su piel, andaba buscándose problemas. Cuando ella dio a luz un hijo, Sal insistió en ponerle su apellido y llevó al niño y a la madre a conciertos en Jackson Square empujando el enorme cochecito blanco por la hierba y haciendo gorgoritos a su hijo.

Quizá pensó Sal que su dinero lo protegería; quizá simplemente le traía sin cuidado. Se aseguró de que Rochelle estuviera siempre custodiada, de que no saliera sola de casa, de que nadie se acercara a ella. Pero al final no fueron a por Rochelle.

Una calurosa noche de julio de 1964, cuando su hijo tenía cinco años, Sal Bonanno desapareció. Lo encontraron tres días después, atado a un árbol a orillas del lago Cataouatche, con la cabeza casi separada del tronco. Parecía evidente que alguien había decidido aprovechar su relación con Rochelle Hines como excusa para apropiarse de sus negocios. La propiedad de sus locales nocturnos y bares se traspasó a un consorcio comercial con intereses en Reno y Las Vegas.

En cuanto hallaron a su «marido», Rochelle Hines se esfumó con su hijo, unas cuantas joyas y un poco de dinero en efectivo antes de que alguien se les echara encima. Reapareció un año más tarde en la zona que después se conocería como Desire, donde una hermanastra suya alquilaba una casa. La muerte de Sal había arruinado su vida: era alcohólica y adicta a la morfina.

Fue allí, entre las viviendas subvencionadas en construcción, donde se crió Joe Bones, de piel aún más clara que su madre, con una actitud hostil contra negros y blancos, ya que ni unos ni otros lo aceptaban. Joe Bones era un joven lleno de rencor, y lo volcó en el mundo que lo rodeaba. En 1990, diez años después de la muerte de su madre en un mugriento camastro en una de las casas del barrio, tenía más bares que su padre treinta años antes, y cada mes llegaban de México aviones cargados de cocaína destinada a las calles de Nueva Orleans y zonas del norte, este y oeste.

—Ahora Joe Bones se hace pasar por blanco y nadie le lleva la contraria —dijo Morphy—. En todo caso, ¿cómo va a hablar alguien con los huevos en la garganta? Ahora Joe no tiene tiempo para los hermanos. —Rió en silencio—. No hay nada peor que un hombre que no se lleva bien con su familia política.

Nos detuvimos en una gasolinera y Morphy llenó el depósito. Luego regresó con dos refrescos. Nos los tomamos junto a los surtidores viendo pasar los coches.

—Ahora hay otra banda, los Fontenot, y también ellos tienen la vista puesta en las viviendas subvencionadas. Son dos hermanos, David y Lionel. La familia era de Lafayette, creo, y aún tiene lazos allí, pero vino a Nueva Orleans en los años veinte. Los Fontenot son ambiciosos y violentos, y opinan que, quizás, a Bonanno le ha llegado la hora. Todo esto ha ido a más desde hace alrededor de un año, y puede que los Fontenot tengan algo planeado para Joe Bones.

Los Fontenot no eran jóvenes —los dos pasaban ya de los cuarenta— pero habían ido estableciéndose gradualmente en Louisiana y en la actualidad dirigían sus operaciones desde un complejo situado en Delacroix, con alambradas, perros y hombres armados, entre los que había un grupo principal de cajúns procedentes de Acadiana. Estaban metidos en el juego, la prostitución y en parte en las drogas. Tenían bares en Baton Rouge, y uno o dos en Lafayette. Si pudieran quitarse de en medio a Joe Bones, probablemente se abrirían camino en el mercado de la droga a gran escala.

—¿Sabes algo de los cajúns? —preguntó Morphy.

—No, aparte de su música no conozco nada más.

—Son una minoría perseguida en este estado y en Texas. Durante el boom del petróleo, no conseguían trabajo porque los tejanos se negaban a darles empleo. La mayoría de ellos hicieron lo que hacemos todos en tiempos difíciles: ponerse manos a la obra e intentar sobrevivir de la mejor manera posible. Hubo enfrentamientos con los negros, porque los negros y los cajúns se disputaban el mismo puñado de empleos, y se produjo algún que otro hecho lamentable, pero la mayoría de la gente hizo lo que pudo por mantener unidos cuerpo y alma sin incumplir demasiadas leyes.

»Roland Fontenot, el abuelo, dejó todo eso atrás cuando vino a Nueva Orleans siguiendo los pasos de otra oscura rama de la familia. Pero los chicos no olvidaron sus raíces. Cuando las cosas se complicaron en los años setenta, se rodearon de un grupo de desafectos, muchos jóvenes cajúns y unos cuantos negros, y de algún modo consiguieron que la combinación no les estallara en las narices. —Morphy tamborileó con los dedos en el salpicadero—. A veces pienso que quizá todos somos responsables de que existan los Fontenot. Son un castigo divino, por el modo en que fue tratada su gente. Quizá Joe Bones sea también un castigo divino, un recordatorio de lo que ocurre cuando se oprime a una parte de la población.

Según Morphy, Joe Bones tenía una vena sádica. En una ocasión mató a un hombre quemándolo poco a poco con ácido durante toda una tarde, y algunos pensaban que le faltaba una parte del cerebro, la parte que controla las acciones irracionales en la mayoría de los hombres. Los Fontenot eran distintos. Mataban pero mataban como hombres de negocios al cerrar una operación poco beneficiosa o insatisfactoria. Mataban de manera profesional, sin entusiasmo. A ojos de Morphy, los Fontenot y Joe Bones eran mala gente por igual. Simplemente tenían maneras distintas de manifestarlo.

Me acabé el refresco y tiré la lata. Morphy no era la clase de hombre que cuenta una historia por simple placer. Todo aquello conducía a alguna parte.

—¿Cuál es el problema, Morphy? —pregunté.

—El problema es que la huella digital que encontramos en la casa de Tante Marie es de Tony Remarr, uno de los hombres de Joe Bones.

Mientras él arrancaba el coche y salía a la calle reflexioné sobre ello e intenté hallar una relación entre aquel nombre y algún incidente ocurrido en Nueva York, cualquier cosa que pudiera vincularme a Remarr. No encontré nada.

—¿Crees que fue él? —preguntó Morphy.

—¿Y tú?

—No, imposible. De entrada, sí, quizás. En fin, la vieja era dueña de esas tierras. No sería muy difícil drenar aquello para construir algo.

—Eso si alguien contemplaba la posibilidad de abrir un gran hotel y construir un centro de ocio.

—Exacto, o si pretendía convencer a otro de que sus intenciones eran lo bastante serias para plantar allí unos cuantos ladrillos. Es decir, un pantano es un pantano. En el supuesto de que consiguiera los permisos de obras, ¿quién quiere compartir el aire cálido de la noche con una muchedumbre de bichos que incluso Dios se arrepiente de haber creado?

»Sea como fuera, la vieja no estaba dispuesta a vender. Era sagaz. Los suyos habían sido enterrados allí desde hacía generaciones. El propietario inicial, un sureño cuyos antepasados se remontaban a los Borbones, murió en el sesenta y nueve. En su testamento dejó dicho que debía ofrecerse a los arrendatarios la opción de compra de las tierras a un precio razonable.

»Casi todos los arrendatarios eran de la familia Aguillard, e invirtieron todo el dinero que tenían en esas tierras. La vieja tomaba todas las decisiones por ellos. Sus antepasados están allí y su historia en esas tierras empieza en la época en que llevaban grilletes en los tobillos y cavaban canales con sus propias manos.

—Es decir, Bonanno la había presionado para que vendiera pero ella se negaba, así que él decidió llevar las cosas más lejos —comenté.

Morphy asintió con la cabeza.

—Es posible que enviara a Remarr a presionarla más aún, quizás amenazando a la chica o a algunos de los niños, quizás incluso matando a uno, pero al llegar la encuentra muerta. Y quizá Remarr, por la impresión, actúa de manera descuidada, piensa que no ha dejado el menor rastro y se marcha en plena noche.

—¿Sabe Woolrich todo eso?

—Casi todo, sí.

—¿Vais a detener a Bonanno?

—Lo detuvimos anoche y lo soltamos al cabo de una hora, acompañado de un abogado de altos vuelos que se llama Rufus Thibodeaux. Sostiene que no ha visto a Remarr desde hace tres o cuatro días, y no hay quien lo saque de ahí. Dice que él es el más interesado en encontrar a Remarr, por el dinero de cierto negocio en West Baton Rouge. Es todo una patraña, pero no se aparta del guión. Creo que Woolrich intentará ejercer cierta presión sobre sus actividades mediante el Departamento de Lucha contra el Crimen Organizado y el de Narcóticos, o sea, apretarle las tuercas para ver si cambia de idea.

—Eso puede llevar su tiempo.

—¿Se te ocurre algo mejor?

Me encogí de hombros.

—Quizá.

Morphy entornó los ojos.

—No vayas a tontear con Joe Bones, ¿me oyes? Joe no es como vuestros muchachos de Nueva York, sentados en clubes sociales de Little Italy con los dedos en las asas de sus tazas de café, soñando con los tiempos en que todos los respetaban. Joe no tiene tiempo para eso; Joe no quiere que la gente lo respete; Joe quiere que la gente se muera de miedo al verlo.

Doblamos en Esplanade. Morphy puso el intermitente y se detuvo a unas dos manzanas del Flaisance. Miró por la ventanilla y tamborileó con el dedo índice de la mano derecha contra el volante siguiendo algún ritmo que sonaba en su cabeza. Presentí que tenía algo que añadir. Decidí dejar que lo dijera cuando lo considerase oportuno.

—Has hablado con ese tipo, el que mató a tu mujer y a tu hija, ¿verdad?

Asentí.

—¿Es el mismo individuo? ¿El mismo que liquidó a Tee Jean y la vieja?

—Me telefoneó ayer. Es él.

—¿Dijo algo?

—Los federales lo tienen grabado. Dice que volverá a actuar. —Morphy se frotó la nuca con la mano y cerró los ojos con fuerza. Supe que en su mente veía otra vez a Tante Marie—. ¿Vas a quedarte aquí?

—Durante un tiempo, sí.

—Es posible que a los federales no les guste.

Sonreí.

—Lo sé.

Morphy me devolvió la sonrisa.

Buscó bajo su asiento y me entregó un sobre marrón alargado.

—Seguiremos en contacto.

Me guardé el sobre bajo la chaqueta y salí del coche. Me saludó discretamente con la mano al alejarse entre el tráfico del mediodía.

Abrí el sobre en la habitación del hotel. Contenía fotografías del lugar del asesinato y fotocopias de algunos fragmentos de los informes policiales, todo grapado. Incluía, por separado, el informe forense; una parte estaba resaltada con rotulador amarillo fosforescente.

El forense había hallado restos de clorhidrato de ketamina en los cuerpos de Tante Marie y Tee Jean, equivalentes a una dosis de un miligramo por kilo de peso. Según el informe, la ketamina era un fármaco poco común, un tipo especial de anestésico empleado para ciertas intervenciones quirúrgicas menores. Nadie sabía exactamente cómo actuaba, excepto por el hecho de que presentaba analogías con la fenciclidina, incidía en zonas del cerebro y afectaba al sistema nervioso central.

Cuando yo pertenecía aún al cuerpo de policía, empezaba a convertirse en la droga preferida en los locales nocturnos de Nueva York y Los Angeles, distribuida por lo general en cápsulas o comprimidos que se obtenían calentando el anestésico líquido para evaporar el agua, tras lo cual quedaba ketamina cristalizada. Los consumidores describían el viaje con ketamina como «nadar en la piscina K», porque distorsionaba la percepción del cuerpo y producía la sensación de estar flotando en un medio blando y a la vez consistente. Otros efectos secundarios incluían las alucinaciones, la distorsión de la percepción del espacio y el tiempo, y experiencias extracorporales.

El forense señalaba que la ketamina podía utilizarse para inmovilizar animales por medios químicos, ya que producía parálisis y aliviaba el dolor sin impedir el normal funcionamiento de los reflejos faríngeo-laríngeos. Con este propósito, conjeturaba, había inyectado el asesino la sustancia a Tante Marie y a Tee Jean Aguillard.

Mientras eran desollados y diseccionados, concluía el informe, Tante Marie y su hijo eran plenamente conscientes.