32

El día amaneció cargado y húmedo en Nueva Orleans y el olor del Mississippi impregnaba el aire de la mañana. Salí de la pensión donde me alojaba y di un paseo eludiendo el Quarter en un esfuerzo por quitarme el cansancio de la cabeza y los huesos. Acabé en Loyola, donde el tráfico se sumaba al sofocante bochorno. El cielo, encapotado y gris, amenazaba lluvia y oscuros nubarrones pendían sobre la ciudad, como para impedir que el calor escapara. Compré el Times-Picayune en una máquina expendedora y lo leí de pie frente al ayuntamiento. El periódico rebosaba tal grado de corrupción que era extraño que el papel no se pudriera: dos policías detenidos por tráfico de drogas, una investigación federal sobre el procedimiento de las últimas elecciones al Senado, sospechas sobre un ex gobernador. La propia Nueva Orleans, con sus edificios decrépitos, el lóbrego barrio comercial de Poydras, los almacenes Woolworth con sus carteles de cierre inminente, parecía encarnar aquella corrupción, de modo que resultaba imposible saber si la ciudad había contagiado a la población o si algunos de sus habitantes arrastraban consigo a la ciudad.

Chep Morrison había construido el imponente ayuntamiento poco después de regresar de la segunda guerra mundial para destronar al millonario alcalde Maestri y conducir a Nueva Orleans al siglo XX. Algunos de los compañeros de Woolrich aún recordaban a Morrison con afecto, si bien se trataba de un afecto surgido del hecho de que la corrupción policial se había propagado bajo su mandato, junto con la prostitución, el juego y diversos negocios turbios. Más de tres décadas después el Departamento de Policía de Nueva Orleans lucha aún contra su legado. Durante casi dos décadas, la corruptela había encabezado la lista de quejas sobre la falta de ética policial y ascendido a más de mil denuncias al año.

El Departamento de Policía de Nueva Orleans se había basado en el principio de «la tajada»: al igual que los cuerpos de policía de otras ciudades sureñas —Savannah, Richmond, Mobile—, se había creado en el siglo XVIII para controlar y supervisar a la población esclava, y la policía recibía una parte de la recompensa por la captura de fugitivos. En el siglo XIX se acusaba a los miembros del cuerpo de violaciones, asesinatos, linchamientos, robos y cobro de sobornos por consentir el juego y la prostitución. El hecho de que cada año la policía tuviera que presentarse a unas elecciones representaba que ésta se veía obligada a vender su lealtad a los dos principales partidos políticos. El cuerpo manipulaba las elecciones, intimidaba a los votantes, e incluso participó en la masacre de políticos del sector moderado en el Instituto de Mecánica en 1866.

El primer alcalde negro de Nueva Orleans, Dutch Morial, intentó limpiar el departamento a principios de los años ochenta. Si la Comisión contra la Delincuencia Metropolitana, una institución independiente que llevaba un cuarto de siglo de ventaja a Morial, no había podido limpiar el departamento, ¿qué esperanzas podía albergar un alcalde negro? El sindicato de la policía, de mayoría blanca, fue a la huelga y el Mardi Gras se suspendió. Se solicitó la intervención de la guardia nacional para mantener el orden. Yo ignoraba si la situación había mejorado desde entonces. Esperaba que sí.

Nueva Orleans es asimismo la central del homicidio, con unos cuatrocientos avisos de Código 30 —el código del Departamento de Policía local para el homicidio— anuales. Quizá resuelven la mitad, lo cual deja a gran número de personas sueltas por las calles de Nueva Orleans con las manos manchadas de sangre. Es un dato que las autoridades urbanas prefieren no dar a los turistas, pese a que tal vez muchos de éstos visitarían la ciudad de todos modos. Al fin y al cabo, cuando una ciudad resulta tan apasionante que proporciona un abanico de posibilidades tales como el juego con apuestas a bordo de un barco, bares abiertos las veinticuatro horas, strip-tease, prostitución y un buen suministro de drogas, todo ello en un radio de unas cuantas manzanas, debe de tener también algún lado negativo.

Seguí paseando y finalmente me detuve para sentarme al borde de una jardinera frente al edificio rosa del New Orleans Center, tras el que se elevaba la torre del hotel Hyatt, donde esperé a Woolrich. En medio de la confusión de la noche anterior, quedamos para desayunar a la mañana siguiente. Había pensado alojarme en Lafayette o Baton Rouge, pero Woolrich me explicó que posiblemente la policía local prefería no tenerme tan cerca de la investigación y, como me señaló, él mismo residía en Nueva Orleans.

Dejé pasar veinte minutos y, al ver que no llegaba, empecé a caminar por Poydras Street, un desfiladero entre bloques de oficinas abarrotado ya de ejecutivos y turistas camino del Mississippi.

En Jackson Square, una multitud desayunaba en La Madeleine. El olor que desprendía el pan todavía en los hornos parecía atraer a la gente como a personajes de dibujos animados seducidos por la estela visible y serpenteante de un aroma. Pedí un café y un bollo y acabé de leer el Times-Picayune. En Nueva Orleans es casi imposible conseguir el New York Times. En algún sitio había leído que los ciudadanos de Nueva Orleans compraban menos ejemplares del New York Times que los de ninguna otra ciudad de Estados Unidos, si bien lo compensaban comprando más ropa de etiqueta que en ninguna otra parte. Si uno tiene todas las noches cenas de compromiso, no dispone de mucho tiempo para leer el New York Times.

Entre las magnolias y los plátanos de la plaza, los turistas contemplaban a los bailarines de claqué y a los mimos, y a un esbelto negro que se golpeaba las rodillas con un par de botellas de plástico con ritmo uniforme y sensual. Aunque una suave brisa soplaba desde el río, tenía la batalla perdida contra el calor de la mañana y se conformaba con agitar el pelo a los artistas que colgaban sus cuadros en la verja negra de hierro de la plaza y amenazaba con llevarse los naipes de las echadoras de cartas frente a la catedral.

Me sentía extrañamente alejado de lo que había visto en la casa de Tante Marie. Había temido que aquello avivara los recuerdos de lo que había presenciado en mi propia cocina, la visión de mi esposa y mi hija reducidas a carne, tendones y huesos. Sin embargo, sólo sentía cierta pesadumbre, como una manta mojada y oscura sobre mi conciencia.

Volví a hojear el periódico. La noticia de los asesinatos se había incluido al pie de la primera plana, pero no se habían facilitado a la prensa los detalles de las mutilaciones. Era difícil predecir cuánto tiempo podrían mantenerse en secreto; probablemente empezarían a circular rumores en el funeral.

En las páginas interiores aparecían las fotografías de dos cadáveres, el de Florence y el de Tee Jean, cuando los trasladaban a las ambulancias a través del puente. El puente había perdido firmeza a causa del tráfico y existía el temor de que se hundiera si las ambulancias intentaban pasar. Por fortuna, no se incluía ninguna foto de Tante Marie mientras la transportaban en una camilla especial, con aquel cuerpo enorme que parecía burlarse de la mortalidad incluso amortajado de negro.

Alcé la vista y vi que Woolrich se acercaba a la mesa. Se había cambiado el traje marrón por otro gris claro de hilo; el tostado había quedado salpicado con la sangre de Florence Aguillard. No se había afeitado y tenía ojeras. Pedí café y algo de bollería para él y permanecí callado mientras comía.

Había cambiado mucho desde que lo conocí, pensé. Tenía la cara más enjuta y, cuando la luz lo iluminaba desde cierto ángulo, sus pómulos parecían filos bajo la piel. Por primera vez me dio la impresión de que quizás estuviera enfermo, pero no se lo dije. Él mismo hablaría de ello cuando lo considerase oportuno.

Mientras comía, recordé la primera vez que lo vi, fue ante el cadáver de Jenny Ohrbach: una bella mujer de unos treinta años, que había mantenido la figura gracias al ejercicio regular y una cuidadosa dieta, y que, como se supo, había vivido rodeada de considerables lujos sin que se le conociera medio de vida alguno.

Yo estaba junto a su cadáver en un apartamento del Upper West Side una fría noche de enero. Las dos grandes contraventanas daban a un pequeño balcón sobre la calle 79 y el río, a dos manzanas de Zabar, la tienda de comida preparada de Broadway. No era nuestro territorio, pero Walter Cole y yo habíamos ido porque el modus operandi inicial parecía coincidir con el de dos allanamientos de morada con agravantes que estábamos investigando, uno de los cuales había provocado la muerte de una joven administrativa, Deborah Moran.

En el apartamento todos los policías iban con abrigo y algunos llevaban bufanda en torno al cuello. El apartamento estaba caldeado y nadie mostraba grandes prisas por volver a salir al frío, y menos todavía Cole y yo, pese a que aquello parecía un homicidio intencionado más que allanamiento de morada con agravantes. Aparentemente no habían tocado nada en el apartamento y, bajo el televisor, en un cajón, se encontró intacta una cartera con tres tarjetas de crédito y más de setecientos dólares en efectivo. Alguien había traído café de Zabar, y estábamos tomándolo en vasos de plástico, rodeándolos con ambas manos y disfrutando de la desacostumbrada sensación de calor en los dedos.

El forense casi había terminado su trabajo y los auxiliares médicos de una ambulancia esperaban para retirar el cadáver cuando entró en el apartamento un personaje desaliñado. Llevaba un abrigo marrón del mismo color que el jugo que desprende la carne asada, y la suela de uno de sus zapatos estaba desprendida en la parte delantera. A través del hueco asomaba un calcetín rojo y, por un agujero que tenía éste, un enorme pulgar. El pantalón marrón estaba tan arrugado como un periódico antiguo y la camisa blanca había renunciado a seguir luchando por mantener su tono natural, conformándose con la malsana palidez amarilla de una víctima de ictericia. Llevaba calado un sombrero de fieltro. Yo no había visto a nadie con un sombrero de fieltro en el escenario de un crimen desde el último ciclo de cine negro en la sala Angelika.

Pero fueron sus ojos lo que más me llamó la atención. Tenía una mirada viva, cínica y risueña, que parecía pasearse de acá para allá como una medusa a través del agua. Pese a su aspecto desarrapado, iba bien afeitado y exhibió unas manos impolutas cuando sacó unos guantes de plástico del bolsillo y se los puso.

—La noche está más fría que el corazón de una puta —comentó mientras se agachaba y, con delicadeza, acercaba un dedo a la barbilla de Jenny Ohrbach—. Fría como la muerte.

Noté que me rozaban en el brazo y, al volverme, vi a Cole a mi lado.

—¿Quién demonios es usted? —preguntó.

—Soy de los buenos —contestó el personaje—. Mejor dicho, soy del FBI, con todo lo que eso implique para ustedes. —Nos enseñó su identificación—. Agente especial Woolrich.

Se levantó, suspiró y se quitó los guantes. A continuación hundió los guantes y las manos en los bolsillos del abrigo.

—¿Qué lo ha obligado a salir en una noche como ésta? —pregunté—. ¿Ha perdido las llaves de las oficinas federales?

—¡Vaya, el ingenio del Departamento de Policía de Nueva York! —replicó Woolrich con media sonrisa en los labios—. Menos mal que hay una ambulancia aquí, no sea que me descoyunte de la risa. —Ladeando la cabeza, examinó otra vez el cadáver y preguntó—: ¿Saben quién es?

—Sabemos su nombre, pero nada más —contestó un inspector que yo no conocía.

En ese momento, yo aún desconocía el nombre de la víctima. Sólo sabía que había sido una mujer bonita y ya no lo era. Le habían golpeado la cara y la cabeza con un trozo de cable coaxial que después habían abandonado junto al cuerpo. La alfombra de color crema estaba manchada de un rojo oscuro, y la sangre había salpicado las paredes y los sillones blancos de piel, caros y probablemente incómodos.

—Es la amiga de Tommy Logan —informó Woolrich.

—¿El tipo de la recogida de basuras? —deduje.

—El mismo.

La compañía de Tommy Logan había conseguido varios contratos importantes de recogida de basuras en la ciudad durante los últimos dos años. Tommy, además, había ampliado el negocio a la limpieza de ventanas. O bien los chicos de Tommy limpiaban las ventanas de tu edificio o bien te quedabas sin ventanas que limpiar y posiblemente sin edificio. Cualquiera con semejante clase de contratos debía de tener buenos contactos.

—¿Está interesada acaso la Brigada contra el Crimen Organizado en Tommy? —Era Cole quien preguntaba.

—Hay mucha gente interesada en Tommy. Cabe pensar que mucha más que de costumbre, en vista de que su novia yace muerta en la alfombra.

—¿Cree que alguien, quizás, está mandándole un mensaje? —pregunté.

Woolrich se encogió de hombros.

—Es posible. Aunque quizá no habría estado de más que alguien le hubiera mandado un mensaje para recomendarle que contratara a un decorador que no se hubiera quedado ciego el año en que murió Elvis.

Tenía razón. El apartamento de Jenny Ohrbach era tan retro que no desentonaba con la pata de elefante y la perilla. Aunque eso a Jenny Ohrbach ya no le importaba.

Nunca se averiguó quién la había matado. Tommy Logan pareció sinceramente consternado cuando se le comunicó la muerte de su amante, tan consternado que incluso dejó de preocuparle que su esposa se enterara. Quizá Tommy decidió ser más generoso con sus socios como resultado de la muerte de Jenny Ohrbach, pero si fue así, sus negocios no duraron mucho más. Un año más tarde, Tommy Logan murió, degollado y arrojado por el Borden Bridge de Queens.

No obstante, volví a ver a Woolrich. Nuestros caminos se cruzaron de vez en cuando; fuimos a tomar una copa en un par de ocasiones antes de que yo volviera a casa y él a su apartamento vacío de Tribeca. Consiguió entradas para un partido de los Knicks; vino a casa a cenar; regaló a Jennifer un enorme elefante de peluche por su cumpleaños; me observó sin juzgarme ni entrometerse mientras yo arruinaba mi vida con el alcohol trago a trago.

Lo recuerdo en la fiesta de cumpleaños de Jenny, con un gorro de payaso de cartulina encasquetado y un envase del helado Cherry García de Ben & Jerry's en la mano. Se le notaba incómodo allí sentado, con su traje arrugado, en medio de niños de tres y cuatro años y unos padres que los adoraban, pero también extrañamente feliz cuando ayudaba a los pequeños a hinchar un globo o les sacaba monedas de detrás de las orejas. Y les enseñó a sostener cucharillas en equilibrio sobre la nariz. Al marcharse, se advertía tristeza en su mirada. Sospecho que recordaba otros cumpleaños, cuando su hija era el centro de atención, antes de descarriarse.

Cuando Susan y Jennifer murieron, Woolrich me siguió hasta la comisaría y aguardó fuera durante las cuatro horas del interrogatorio. No podía volver a mi casa, y después de esa primera noche que pasé llorando en un vestíbulo del hospital, no podía alojarme en casa de Walter Cole, no sólo porque él participaba en la investigación, sino también porque yo no deseaba estar rodeado de una familia, no en esos momentos. Así que fui al pequeño y ordenado apartamento de Woolrich, con las paredes cubiertas de libros de poesía: Marvell, Vaughan, Richard Crashaw, Herbert, Jonson y Ralegh, cuyo «Peregrinación del hombre apasionado» citaba a veces. Me cedió su cama. El día del funeral permaneció detrás de mí bajo la lluvia sin protegerse del agua, y las gotas caían del ala de su sombrero como lágrimas.

—¿Cómo te va? —pregunté por fin.

Hinchó las mejillas y resopló a la vez que movía un poco la cabeza de lado a lado, como esos perros de adorno en la bandeja trasera de los coches. Por su pelo se extendían mechones grises desde los claros plateados que tenía sobre las orejas. De las comisuras de sus ojos y de sus labios irradiaban arrugas como grietas en la porcelana resquebrajada.

—No muy bien —contestó—. He dormido tres horas, si puede llamarse «dormir» a despertarse cada veinte minutos en medio de destellos rojos. No puedo quitarme de la cabeza a Florence con la pistola y el momento en que se la metió en la boca.

—¿Aún os veíais?

—No mucho. Alguna que otra vez. Últimamente nos habíamos encontrado en un par de ocasiones y yo fui a su casa hace unos días para ver si todo iba bien. ¡Dios, qué desastre!

Echó mano del periódico y leyó por encima la información sobre los asesinatos al tiempo que deslizaba el dedo al lado de cada párrafo ensuciándoselo de tinta. Cuando acabó, se miró la yema ennegrecida del índice, se la frotó suavemente con el pulgar y luego se limpió los dos dedos con una servilleta de papel.

—Tenemos una huella digital, una huella parcial —explicó como si ver las líneas y espirales de su propio dedo terminara de recordárselo.

Fuera, los turistas y el ruido parecieron alejarse y, ante mí, quedó sólo Woolrich con su mirada lánguida. Apuró el café y se limpió los labios con la servilleta.

—Por eso me he retrasado. Nos la han confirmado hace sólo una hora. La hemos comparado con las huellas de Florence, pero no es suya. Hay en ella rastros de sangre de la anciana.

—¿Dónde la habéis encontrado?

—Debajo de la cama. Quizá se sujetó al armazón mientras cortaba, o tal vez resbaló. No parece que intentara borrarla. Estamos comparándola con las fichas locales y nuestros archivos generales de identificación de huellas. Si está en la base de datos, la encontraremos.

Las fichas no sólo incluían delincuentes, sino también funcionarios federales, inmigrantes, personal militar y todos aquellos que habían solicitado que se archivaran sus huellas a fin de facilitar su identificación llegado el caso. En las siguientes veinticuatro horas, la huella hallada en el lugar del crimen se contrastaría con otros doscientos millones más o menos.

Si resultaba ser la huella del Viajante, sería el primer avance real desde la muerte de Susan y Jennifer, pero no me hacía grandes ilusiones. Un hombre que había limpiado las uñas de mi esposa después de matarla difícilmente sería tan descuidado como para dejar su propia huella en el lugar del crimen. Miré a Woolrich y supe que pensaba lo mismo. Levantó la mano para pedir más café mientras contemplaba el gentío de Jackson Square y oía los resoplidos de los caballos que tiraban de los carruajes llenos de turistas en Decatur.

—Florence había ido de compras a Baton Rouge unas horas antes, y luego volvió a casa para cambiarse con la intención de ir a una fiesta de cumpleaños, el de una prima segunda. Te telefoneó desde algún bar de la zona de Breaux Bridge y volvió a casa. Estuvo allí hasta alrededor de las ocho y media y a eso de las nueve llegó a la fiesta de cumpleaños en Breaux Bridge. Según las declaraciones de testigos presenciales tomadas por la policía local, se la veía distraída y no se quedó mucho rato; al parecer, su madre había insistido en que fuera a la fiesta, y en que Tee Jean cuidaría de ella. Permaneció allí una hora, quizás hora y media, y regresó. Brennan, el dueño de la tienda de artículos de pesca, la vio unos treinta minutos después. Así que los asesinatos se cometieron en un intervalo de entre una y dos horas.

—¿Quién se ocupa del caso?

—El grupo de Morphy, en teoría. En la práctica, la mayor parte recaerá en nosotros, ya que el modus operandi coincide con el de los asesinatos de Susan y Jennifer, y también porque yo quiero. Brillaud va a pincharte el teléfono por si te llama nuestro amigo. Eso significa que tendrás que quedarte cerca de la habitación del hotel por un tiempo, pero no veo qué otra cosa podemos hacer. —Eludió mi mirada.

—Estás dejándome fuera.

—No puedes involucrarte mucho en esto, Bird, ya lo sabes. Te lo he dicho antes y te lo repito: nosotros decidiremos en qué medida participas.

—En escasa medida.

—Pues sí, escasa. Escucha, Bird, tú eres nuestra conexión con ese tipo. Te ha telefoneado una vez y volverá a hacerlo. Esperaremos, veremos qué ocurre. —Extendió las anchas palmas de sus manos.

—La mató por la chica muerta. ¿Vais a buscar a la chica?

Woolrich alzó la vista en un gesto de frustración.

—¿Dónde vamos a buscarla, Bird? ¿En todo el pantano, joder? Ni siquiera hay constancia de que esa chica haya existido. Tenemos una huella, seguiremos adelante con eso y veremos adónde nos lleva. Ahora paga la cuenta y vámonos. Tenemos cosas que hacer.

Me alojaba en un edificio restaurado de estilo Greek Revival, el Flaisance House, en Esplanade, una mansión blanca llena de muebles de personas que habían muerto hacía tiempo. Había elegido una habitación que había en la cochera reformada de la parte de atrás, en parte porque estaría más aislado, pero también porque incluía una alarma natural en forma de dos enormes perros que rondaban por el jardín y que, según el portero de noche, gruñían a quienquiera que no fuese huésped. En realidad, daba la impresión de que los perros se pasaban casi todo el día durmiendo a la sombra de una vieja fuente. Mi amplia habitación tenía balcón, un ventilador metálico en el techo, dos sólidos sillones de piel y un pequeño frigorífico que llené de botellas de agua.

Cuando llegamos al Flaisance, Woolrich encendió el televisor para ver un concurso que había a primera hora de la mañana y esperamos en silencio la visita de Brillaud. Llamó a la puerta unos veinte minutos después, tiempo suficiente para que una mujer de Tulsa ganara un viaje a Maui. Brillaud era un hombre de baja estatura y bien vestido, tenía unas pronunciadas entradas y el hábito de pasarse los dedos por el cabello cada pocos minutos como para asegurarse de que aún le quedaba algo. Detrás de él, por la escalera exterior de madera que conducía a las cuatro habitaciones de la cochera, dos hombres en mangas de camisa acarreaban con dificultad el equipo de vigilancia sobre una mesa metálica con ruedas.

—Ve preparándote, Brillaud —dijo Woolrich—. Espero que hayáis traído algo para leer.

Uno de los hombres en mangas de camisa enseñó un fajo de revistas y unos cuantos libros de bolsillo manoseados que había sacado de la repisa inferior de la mesa metálica.

—¿Dónde estarás si te necesito? —preguntó Brillaud.

—Donde siempre —contestó Woolrich—. Por ahí.

A continuación se marchó.

Una vez, invitado por Woolrich, visité una sala anónima de las oficinas del FBI en Nueva York. Era la sala donde las brigadas dedicadas a investigaciones a largo plazo —crimen organizado, contraespionaje— supervisaban sus grabaciones. Seis agentes, sentados ante una hilera de magnetófonos de carrete activados por voz, registraban las llamadas siempre que los magnetófonos se ponían en marcha y anotaban concienzudamente la hora, la fecha y el tema de la conversación. En la sala reinaba un silencio casi absoluto, excepto por los chasquidos y el ronroneo de las grabadoras y el rasgueo de los bolígrafos sobre el papel.

A los federales les encantaba realizar escuchas telefónicas. Ya en 1928, cuando el FBI se llamaba Agencia de Investigación, el Tribunal Supremo autorizó poder intervenir teléfonos casi sin restricciones. En 1940, cuando el fiscal general Andrew Jackson intentó poner fin a las escuchas telefónicas, Roosevelt le ganó la partida y amplió las escuchas a las «actividades subversivas». Según la interpretación de Hoover, las «actividades subversivas» abarcaban desde tener una lavandería china hasta tirarse a la mujer de otro. Hoover era el rey de las escuchas telefónicas.

Ahora los federales ya no tenían que permanecer en cuclillas bajo la lluvia junto a cajas de empalmes intentando proteger sus cuadernos de los elementos. Normalmente basta con una orden judicial, seguida de una llamada a la compañía telefónica para que desvíe la señal. Cuando la persona en cuestión está dispuesta a cooperar, resulta aún más fácil. En mi caso, Brillaud y sus hombres ni siquiera tenían que hacinarse dentro de una furgoneta de vigilancia y olerse el sudor unos a otros.

Con la excusa de que iba a la cocina del edificio principal, me marché durante cinco minutos mientras Brillaud intervenía mi móvil y el teléfono fijo de la habitación. Al salir del Flaisance y cruzar el jardín, atraje la aburrida mirada de uno de los perros acurrucados a la sombra. Me dirigí a un teléfono público que había al lado de una tienda de alimentación a una manzana de allí. Desde allí llamé a Ángel. Me salió el contestador. En un mensaje, le expliqué la situación y le aconsejé que no me telefoneara al móvil.

En rigor, los federales deben reducir al mínimo necesario su intervención durante las escuchas telefónicas y las labores de vigilancia. En teoría, eso significa que los agentes han de pulsar el botón de pausa de la grabadora y quedarse al margen de la conversación, excepto para hacer alguna comprobación ocasional, si resulta obvio que se trata de una llamada privada sin relación con el asunto que los ocupa. En la práctica, sólo un idiota supondría que sus asuntos privados seguirían siendo privados en una línea intervenida, así que me pareció poco sensato mantener conversaciones con un allanador de moradas y un asesino mientras el FBI escuchaba. Después de dejar el mensaje, compré cuatro cafés en la tienda de alimentación, entré de nuevo en el Flaisance y subí a mi habitación, donde Brillaud, visiblemente nervioso, esperaba junto a la puerta.

—Podemos pedir que nos suban el café, señor Parker —dijo con tono de desaprobación.

—Nunca sabe igual —contesté.

—Tendrá que acostumbrarse —concluyó, y cerró la puerta cuando entré.

La primera llamada tuvo lugar a las cuatro de la tarde, después de pasarme horas viendo malos programas de televisión y leer el consultorio sentimental de ejemplares atrasados de Cosmopolitan. Brillaud se levantó al instante de la cama y, chasqueando los dedos, reclamó la atención de los técnicos, uno de los cuales ya estaba poniéndose los auriculares. Contó tres hacia atrás con los dedos y me indicó que cogiera el móvil.

—¿Charlie Parker? —Era una voz de mujer.

—Sí, soy yo.

—Soy Rachel Wolfe.

Miré a los hombres del FBI y negué con la cabeza. Oí suspiros de alivio. Tapé el micrófono del móvil con la mano.

—Eh, mínima intervención, ¿recuerdan?

Se oyó un chasquido en la línea al detenerse el magnetófono. Brillaud volvió a tenderse sobre las sábanas limpias de la cama con los dedos entrelazados en la cabeza y los ojos cerrados.

Rachel pareció notar que ocurría algo.

—¿Puede hablar?

—Tengo compañía. ¿Puedo telefonearla yo más tarde?

Me dio el número de teléfono de su casa y me dijo que no volvería hasta las siete y media de la tarde. Podía llamarla a partir de esa hora. Le di las gracias y colgué.

—¿Una amiga? —preguntó Brillaud.

—Mi médica —contesté—. Padezco un síndrome de escasa tolerancia. Ella tiene la esperanza de que dentro de unos años aprenda a hacer frente a la curiosidad ajena.

Brillaud se sorbió ruidosamente la nariz pero no abrió los ojos.

La segunda llamada tuvo lugar a las seis. La humedad y el bullicio de los turistas nos habían obligado a cerrar la puerta del balcón y en el aire flotaba un acre olor a hombre. Esta vez no cabía duda de quién llamaba.

—Bienvenido a Nueva Orleans, Bird —dijo la voz a través del sintetizador, con tonos graves que parecían cambiar y oscilar como la bruma.

Permanecí en silencio por un momento y dirigí un gesto de asentimiento a los hombres del FBI. Brillaud se puso a localizar a Woolrich. En un monitor situado junto al balcón veía pasar un mapa tras otro y, a través de los auriculares de los hombres del FBI, oía débilmente la voz del Viajante.

—No era necesario que trajeras a tus amigos del FBI —dijo la voz, esta vez con la cadencia aguda y cantarina de una niña—. ¿Está ahí el agente Woolrich? —Volví a guardar silencio antes de responder, consciente del paso de los segundos y de las palabras «llamada anónima» en la pantalla del móvil—. ¡No me jodas, Bird! —exclamó, aún con voz infantil, pero esta vez con el tono malhumorado de una niña a quien se le ha prohibido salir a jugar con sus amigas, y el efecto resultaba aún más obsceno por el uso de una palabra malsonante.

—No, no está.

—Treinta minutos.

Se interrumpió la conexión.

—Lo sabe —dijo Brillaud, y se encogió de hombros—. No se alargará lo suficiente para que podamos localizarlo.

Volvió a tenderse en la cama a la espera de Woolrich.

Woolrich parecía agotado. Tenía los ojos enrojecidos por la falta de sueño y el aliento le olía mal. Desplazaba el peso del cuerpo de un pie al otro sin cesar, como si le apretaran los zapatos. A los cinco minutos de su llegada, volvió a sonar el teléfono. Brillaud hizo la cuenta atrás y contesté.

—Sí.

—No me interrumpas. Sólo escucha. —Parecía una voz femenina, la voz de una mujer a punto de contarle a su amante una fantasía secreta, pero distorsionada, inhumana—. Lamento mucho lo de la amiga del agente Woolrich, pero lo lamento sólo porque la eché de menos. Debería haber estado allí. Le había reservado algo especial, pero supongo que ella tenía sus propios planes. —Woolrich cerró los ojos con fuerza por un instante, pero no dio más señales de alterarse por lo que oía—. Espero que os gustara mi demostración —prosiguió la voz—, quizás estéis empezando a entender. Si no es así, no os preocupéis. Aún os queda mucho por ver. Pobre Bird. Pobre Woolrich. Unidos en el dolor. Intentaré encontraros compañía. —La voz cambió de nuevo. Esta vez pasó a ser grave y amenazadora—. No volveré a llamar. Es de mala educación escuchar conversaciones privadas. El próximo mensaje que os llegue de mí estará manchado de sangre. —La llamada concluyó.

—¡Mierda! —exclamó Woolrich—. Decidme que tenéis algo.

—No tenemos nada —contestó Brillaud, y lanzó los auriculares a la cama—. El número cambia una y otra vez. Lo sabe.

Dejé a los hombres del FBI mientras cargaban su equipo en una furgoneta Ford blanca y crucé el Quarter hasta el Napoleon House para telefonear a Rachel Wolfe. Prefería no utilizar el móvil. Por alguna razón, su función como medio de contacto con un asesino parecía haberlo ensuciado. Además, necesitaba moverme después de tanto rato encerrado en mi habitación.

Descolgó cuando el timbre sonó por tercera vez.

—Soy Charlie Parker.

—Hola… —Dio la impresión de que le costaba decidir cómo llamarme.

—Llámame Bird.

—Muy observador.

Se produjo un silencio incómodo y, a continuación, preguntó:

—¿Dónde estás? Se oye mucho ruido.

—Hay mucho ruido. Estoy en Nueva Orleans —respondí, y le informé lo mejor que pude de lo ocurrido. Escuchó en silencio y, en un par de ocasiones, oí el rítmico golpeteo de un bolígrafo contra el auricular al otro lado de la línea. Al acabar pregunté—: ¿Te dice algo alguno de estos detalles?

—No estoy segura. Me suenan vagamente de mi época de estudiante, pero dudo que consiga rescatar esa información del fardo de mi memoria. Me parece que he descubierto algo relacionado con la anterior conversación que mantuviste con ese hombre. Aunque no está muy claro. —Calló por un momento—. ¿Dónde te alojas?

Le di el número de teléfono del Flaisance. Repitió para sí el nombre y el número mientras tomaba nota.

—¿Volverás a llamarme?

—No —contestó ella—. Pienso reservar una habitación e ir a Nueva Orleans.

Al colgar eché un vistazo al bar poco iluminado del Napoleon House. Estaba atestado de gente de la propia ciudad y visitantes de aspecto más o menos bohemio, algunos de ellos eran turistas que ocupaban las habitaciones de los pisos superiores. Por los altavoces sonaba una pieza clásica que no identifiqué y el aire estaba cargado de humo.

Había algo en las llamadas del Viajante que me inquietaba, aunque ignoraba qué era. Él sabía que yo estaba en Nueva Orleans cuando llamaba, sabía también dónde me alojaba, ya que conocía la presencia de los federales, y eso significaba que los procedimientos policiales no le eran ajenos y que tenía controlada la investigación, lo cual se correspondía con el perfil esbozado por Rachel.

Estaba vigilando el lugar del crimen cuando llegamos, o lo visitó poco después. Su rechazo a prolongar la conversación telefónica era comprensible, teniendo en cuenta que los federales estaban a la escucha, pero esa segunda llamada… La reproduje en mi mente para discernir la causa de mi malestar, pero no lo conseguí.

Estuve tentado de reservar habitación en el Napoleon House para respirar la sensación de vida y alegría en el viejo bar, pero volví al Flaisance. Pese al calor, me acerqué a las grandes contraventanas de la habitación, las abrí y salí al balcón, contemplé los edificios descoloridos y los balcones de hierro forjado de la parte superior del Quarter e inhalé los aromas que desprendía la comida de un restaurante cercano, mezclados con el humo y los gases de escape. Escuché los acordes de música de jazz que llegaban de un bar de Governor Nicholls, los gritos y carcajadas de quienes se dirigían a los garitos de Bourbon Street, en los que se mezclaba el cadencioso acento sureño con las voces de los turistas, el bullicio de la vida humana que desfilaba bajo mi ventana.

Y me acordé de Rachel Wolfe, y de cómo le caía el cabello sobre los hombros, de las pecas que salpicaban su cuello blanco.