31

Se oyó un golpe sordo cuando el insecto chocó contra el parabrisas. Era una libélula enorme, un «caballito del diablo».

—Joder, ese bicho era del tamaño de un pájaro —dijo el conductor, un joven agente del FBI llamado O'Neill Brouchard.

Fuera debíamos de estar a unos treinta y cinco grados, pero con la humedad de Louisiana daba la sensación de que la temperatura era mucho más alta. Notaba la camisa fría y una sensación desagradable allí donde el aire acondicionado la había secado contra mi cuerpo.

Un borrón de sangre y alas quedó en el cristal y el limpiaparabrisas terminó por quitarlo. La sangre hacía juego con las gotas que aún manchaban mi camisa, un recordatorio innecesario de lo que había ocurrido en el avión, ya que aún me dolía la cabeza y, cuando me tocaba el puente de la nariz, también sentía dolor.

Junto a Brouchard, Woolrich guardaba silencio, absorto mientras colocaba un cargador nuevo en su SIG Sauer. El agente especial con rango de subjefe iba vestido con su indumentaria habitual, un traje de color marrón y una corbata arrugada. A mi lado, tirada en el asiento, había una parka oscura con las siglas del FBI.

Había llamado a Woolrich desde el teléfono del avión, pero no había conseguido establecer comunicación. En Moisant Field dejé un número en su buzón de voz y un mensaje para que se pusiera en contacto conmigo inmediatamente. Luego alquilé un coche y partí hacia Lafayette por la I-10. A las afueras de Baton Rouge sonó el móvil.

—¿Bird? —dijo Woolrich—. ¿Qué demonios haces aquí?

Advertí preocupación en su voz. De fondo se oía el motor de un coche.

—¿Has recibido mi mensaje?

—Sí. Escucha, ya vamos de camino. Alguien vio a Florence frente a su casa, con el vestido manchado de sangre y una pistola en la mano. Vamos a reunirnos con la policía local en la salida uno-dos-uno. Espéranos allí.

—Woolrich, puede que sea demasiado tarde…

—Tú espera. Aquí nada de fanfarronadas, Bird. También yo tengo cosas en juego. He de pensar en Florence.

Delante de nosotros veía las luces de posición de otros dos vehículos, coches patrulla de la oficina del sheriff del distrito de St. Martin. Detrás viajaban dos inspectores del pueblo, y los faros de su automóvil iluminaban el interior del Chevrolet del FBI y la sangre del parabrisas. A uno de ellos, John Charles Morphy, lo conocía vagamente, porque lo había visto una vez con Woolrich en el Lafitte's Blacksmith Shop, en Bourbon Street, mientras se mecía en silencio al son de la voz de Miss Lily Hood.

Morphy era descendiente de Paul Charles Morphy, el campeón mundial de ajedrez nacido en Nueva Orleans que se retiró de la competición en 1859 a la avanzada edad de veintidós años. Se decía que era capaz de jugar tres o cuatro partidas simultáneamente con los ojos vendados. Por contraste, John Charles, con su fornido cuerpo de culturista, no me parecía un hombre muy aficionado al ajedrez. A los concursos de levantamiento de pesas quizá, pero al ajedrez no. Según Woolrich era un hombre con un pasado turbio: un ex inspector del Departamento de Policía de Nueva Orleans que abandonó el cuerpo a raíz de una investigación llevada a cabo por la División de Integridad Pública sobre el asesinato de un joven negro llamado Luther Bordelon cerca de Chartres dos años atrás.

Eché un vistazo por encima del hombro y vi que Morphy me miraba. En el interior del Buick resplandecía su cabeza afeitada bajo la luz del techo; avanzaba por el irregular camino a través del pantano sujetando el volante con firmeza. Junto a él, su compañero, Toussaint, sostenía vertical el fusil Winchester modelo 12 entre las piernas. Tenía la culata picada y arañada y el cañón gastado, y supuse que no era el arma reglamentaria, sino propiedad de Toussaint. Había notado un intenso olor a petróleo mientras hablaba con Morphy a través de la ventanilla del coche al encontrarnos en el cruce de la Bayou Courtableau con la I-10.

Los faros del coche iluminaban las ramas de los palmitos, los tupelos y los sauces inclinados, algún que otro ciprés cubierto de musgo español y, de vez en cuando, los tocones de viejos árboles en el pantano más allá de la cuneta. Nos desviamos por un camino oscuro como un túnel, donde las ramas de los cipreses formaban un techo que impedía pasar la luz de las estrellas, y poco más adelante cruzamos ruidosamente el puente que llevaba a la casa de Tante Marie Aguillard.

Delante de nosotros, los dos coches de la oficina del sheriff doblaron en sentidos opuestos y aparcaron en diagonal, uno de ellos enfocó con sus luces la oscura maleza que se extendía hasta las orillas del pantano. Los faros del segundo alumbraron la casa, proyectando sombras sobre los troncos que la elevaban por encima del suelo, las tablas superpuestas de las paredes, y la escalera que subía a la puerta mosquitera, que esta vez estaba abierta hacia fuera y permitía acceder al interior a las criaturas nocturnas.

Woolrich se volvió hacia mí cuando nos detuvimos.

—¿Estás preparado para esto?

Asentí con la cabeza. Tenía la Smith & Wesson en la mano cuando salimos del coche al aire cálido. Percibí un olor a vegetación descompuesta y un leve rastro de humo. Algo se movió a mi derecha a través del follaje y a continuación chapoteó ligeramente en el agua. Morphy y su compañero se acercaron a nosotros. Oí el ruido de una bala al entrar en la recámara del fusil.

Dos de los ayudantes del sheriff permanecieron vacilantes junto a su coche. Los otros dos, pistola en mano, avanzaron lentamente por el cuidado jardín.

—¿Cómo lo hacemos? —preguntó Morphy. Medía un metro ochenta y tenía la característica forma de V de un levantador de pesas, ni un solo pelo en la cabeza y la boca circundada por la barba y el bigote.

—Que no entre nadie antes que nosotros —ordenó Woolrich—. Manda a esos dos payasos a la parte trasera, pero diles que esperen fuera de la casa. Los otros dos que se queden en la parte delantera. Vosotros dos, cubridnos. Brouchart, quédate al lado del coche y vigila el puente.

Sorteando con cuidado los juguetes desperdigados por la hierba, cruzamos el jardín. No había luz en la casa, ni indicio de ocupantes. Oía los latidos de la sangre en mi cabeza y me sudaban las manos. Estábamos a tres metros de la escalera del porche cuando oí el chasquido de una pistola y la voz del ayudante del sheriff apostado a nuestra derecha.

—¡Oh, Dios Santo! —exclamó—. ¡Dios Santo, no es posible!

A unos diez metros de la orilla se alzaba un árbol muerto, poco más que un tronco. Las escasas ramas, unas minúsculas y otras gruesas como el brazo de un hombre, empezaban a un metro del suelo y continuaban hasta una altura de unos tres metros.

Apoyado contra el tronco estaba Tee Jean Aguillard, el hijo menor de la anciana, y su cuerpo desnudo brilló a la luz de la linterna. Tenía el brazo izquierdo en torno a una gruesa rama de modo que el antebrazo y la mano descarnada colgaban verticalmente. Su cabeza reposaba en la horquilla de otra rama y sus ojos destrozados semejaban oscuras simas en medio de la carne y entre los tendones expuestos de su rostro desollado.

El brazo derecho de Tee Jean pendía también alrededor de una rama, pero en este caso la mano no había sido descarnada. Entre sus dedos sujetaba un jirón de su propia piel, un jirón que colgaba como un velo abierto y revelaba el interior de su cuerpo desde las costillas hasta el pubis. Le habían extraído el estómago y casi todos los órganos del abdomen, y los habían depositado sobre una piedra junto a su pie izquierdo: un montón de partes del cuerpo blancas, azules y rojas, entre las que los intestinos se enroscaban como serpientes.

A mi lado, oí vomitar a uno de los ayudantes del sheriff. Al volverme, vi que Woolrich lo agarraba del cuello de la camisa y lo llevaba a rastras hasta la orilla, a cierta distancia de allí.

—Aquí no —dijo—. Aquí no.

Dejó al hombre de rodillas junto al agua y regresó hacia la casa.

—Tenemos que encontrar a Florence —dijo, con aspecto pálido y enfermizo a la luz de la linterna—. Tenemos que encontrarla.

Florence Aguillard había sido vista en el puente que conducía a su casa por el dueño de una tienda de artículos de pesca de los alrededores. Estaba cubierta de sangre y empuñaba un revólver Colt Service. Cuando el dueño de la tienda se detuvo, Florence levantó el arma y disparó un único tiro que atravesó la ventanilla del conductor: la bala le pasó a milímetros del cuerpo. El hombre avisó a la policía de St. Martin desde una gasolinera, y la policía avisó a su vez a Woolrich, quien previamente había dado instrucciones para que se le comunicara de inmediato cualquier incidente en relación con Tante Marie.

Woolrich corrió escaleras arriba, casi había llegado a la puerta cuando le alcancé. Apoyé una mano en su hombro y él se dio media vuelta con los ojos desorbitados.

—Tranquilo —dije.

La expresión enloquecida desapareció de sus ojos y asintió lentamente. Me volví hacia Morphy y, con una seña, le pedí que nos siguiera al interior de la casa. Él tomó el Winchester de Toussaint e indicó que se quedaría atrás con el ayudante del sheriff ahora que su compañero estaba indispuesto.

Un largo pasillo central, como el cañón de una escopeta, conducía a una amplia cocina al fondo de la casa. Seis habitaciones irradiaban de la arteria central, tres a cada lado. Yo sabía que el cuarto de Tante Marie era el último a la derecha, y estuve tentado de ir derecho allí. No obstante, avanzamos con cautela habitación por habitación, abriendo brechas en la oscuridad con los haces de las linternas, en los que se mecían motas de polvo y mariposas nocturnas.

La primera habitación de la derecha, un dormitorio, estaba vacía. Había dos camas, una hecha y la otra, una cama de niño, deshecha, con la manta medio caída en el suelo. La sala de estar, enfrente, también estaba vacía. Morphy y Woolrich se repartieron las dos habitaciones siguientes cuando pasamos al segundo par de puertas. Eran dos dormitorios, ambos vacíos.

—¿Dónde están todos los niños, los adultos? —pregunté a Woolrich.

—En la fiesta de una chica que cumple dieciocho años, a tres kilómetros de aquí —contestó—. En principio sólo se quedaban en casa Tee Jean y la anciana. Y Florence.

La puerta de la habitación situada frente a la de Tante Marie se hallaba abierta de par en par, y vi un revoltijo de muebles, una caja de ropa y juguetes apilados. Había una ventana abierta y la brisa de la noche agitaba ligeramente las cortinas. Nos plantamos ante la puerta de la habitación de Tante Marie. Estaba entornada, y vi dentro el claro de luna, alterado y distorsionado por las sombras de los árboles. A mis espaldas, Morphy tenía el fusil en alto y Woolrich sujetaba la SIG con las dos manos cerca de su mejilla. Apoyé el dedo en el gatillo de la Smith & Wesson, empujé con el lado del pie la puerta suavemente y, agachado, entré.

En la pared, junto a la puerta, se dibujaba la huella ensangrentada de una mano, y, al otro lado de la ventana, oí los sonidos de las criaturas nocturnas en la oscuridad. El claro de luna proyectaba sombras movedizas sobre un largo aparador, un enorme armario lleno de vestidos con estampados casi idénticos y un arcón oscuro y alargado colocado en el suelo cerca de la puerta. Pero lo que dominaba la habitación era la gigantesca cama adosada a la pared del fondo y su ocupante, Tante Marie Aguillard.

Tante Marie: la anciana que había tendido sus brazos a una chica agonizante mientras la hoja del cuchillo empezaba a desollarle la cara; la anciana que me había llamado con la voz de mi esposa cuando estuve en aquella habitación, ofreciéndome cierto consuelo en mi dolor; la anciana que me había tendido los brazos en su tormento final.

Estaba desnuda, sentada en la cama, una mujer enorme cuya corpulencia no había mermado la muerte. Tenía la cabeza y el torso apoyados contra una montaña de almohadas manchadas de sangre. Su cara era un amasijo rojo y violáceo. Tenía la mandíbula caída y la boca abierta revelaba unos dientes largos y amarillos de tabaco. El haz de la linterna iluminó sus muslos, sus gruesos brazos y sus manos, extendidas hacia el centro del cuerpo.

—Dios Bendito —dijo Morphy.

Tante Marie había sido abierta en canal desde el esternón hasta las ingles y la piel retirada quedaba sujeta a los lados por sus propias manos. Al igual que en el caso de su hijo, la mayor parte de los órganos internos habían sido extraídos y su vientre era una caverna hueca, encuadrada por las costillas, a través de las cuales se veía a la luz el brillo mate de una sección de su columna vertebral. El haz de la linterna de Woolrich descendió hacia la entrepierna. Lo detuve con la mano.

—No —dije—. Ya basta.

De pronto se oyó un sobrecogedor grito fuera, en medio de aquel silencio, y los dos echamos a correr hacia la puerta de la casa.

Florence Aguillard se balanceaba en la hierba frente al cadáver de su hermano. Su boca formaba un arco y tenía el labio inferior vuelto sobre sí mismo en una mueca de dolor. Llevaba el Colt de cañón largo en la mano derecha, apuntando al suelo. La sangre de su madre oscurecía en algunas partes su vestido blanco estampado de flores azules. No emitía sonido alguno, pero gritos inaudibles le sacudían el cuerpo.

Woolrich y yo bajamos lentamente por la escalera; Morphy y el ayudante del sheriff permanecieron en el porche. El otro par de ayudantes había regresado de detrás de la casa y estaba frente a Florence, con Toussaint un poco a la derecha de ellos. A la izquierda de Florence, yo veía la figura de Tee Jean colgada del árbol y, junto a él, a Brouchard con su SIG desenfundada.

—Florence —dijo Woolrich con delicadeza mientras se guardaba la pistola en la funda del hombro—. Florence, baja el arma. —Ella se estremeció y se rodeó la cintura con el brazo izquierdo. Se inclinó un poco y movió lentamente la cabeza de lado a lado—. Florence —repitió Woolrich—. Soy yo.

Ella volvió la cabeza hacia nosotros. En sus ojos se advertía angustia, angustia y dolor y culpabilidad y rabia, todo ello pugnando por abrirse camino en su mente atormentada.

Alzó el arma despacio y apuntó en dirección a nosotros. Vi que los ayudantes del sheriff levantaban de inmediato las suyas. Toussaint ya había adoptado postura de tirador, con los brazos extendidos al frente y sosteniendo la pistola con pulso firme.

—¡No! —gritó Woolrich con la mano derecha en alto.

Vi que los policías lo miraban primero a él con cara de incertidumbre y luego a Morphy. Éste asintió y ellos se relajaron un poco, sin dejar de encañonar a Florence.

El Colt se desplazó de Woolrich a mí, y Florence Aguillard seguía moviendo la cabeza en un lento gesto de negación. Se oía su voz en la noche, un susurro, repitiendo la palabra de Woolrich como un mantra —«no, no, no, no, no»—; a continuación dirigió el revólver hacia sí misma, se colocó el cañón en la boca y apretó el gatillo.

La detonación sonó como el rugido de un cañón en el aire de la noche. Oí que aleteaban pájaros y movimiento de animales pequeños entre la maleza al tiempo que el cuerpo de Florence se desplomaba. Woolrich se postró de rodillas a su lado y alargó la mano izquierda para acariciarle la cara mientras con la derecha, de manera tan instintiva como inútil, le palpaba el cuello en busca del pulso. Después la levantó y acercó la cara de ella a la pechera de su camisa manchada de sudor, con una mueca de dolor en los labios.

A lo lejos destellaron unas luces rojas. Más allá oí el ruido de las hélices de un helicóptero segando el aire en la oscuridad.