30

Estaba sentado en la misma sala de interrogatorios, ante la misma mesa de madera y el mismo corazón grabado en la superficie. Llevaba el brazo recién vendado y me había duchado y afeitado por primera vez en más de dos días. Incluso había conseguido dormir unas horas tendido sobre tres sillas. Pese a los denodados esfuerzos del agente Ross, no estaba en una celda. Me habían interrogado exhaustivamente, primero Walter y el subjefe de policía y, al final, Ross y uno de sus agentes, con Walter presente para asegurarse de que no me mataban a golpes por pura frustración.

En un par de ocasiones me pareció ver a Philip Kooper pasearse fuera, como un cadáver que se hubiese exhumado a sí mismo para demandar a la funeraria. Supuse que el perfil público de la fundación estaba a punto de recibir un golpe mortal.

Conté a la policía casi todo. Les hablé de Sciorra, de Hyams, de Adelaide Modine, de Sonny Ferrera. No les conté que me había visto implicado en el caso a instancias de Walter Cole. Dejé que ellos mismos llenaran las restantes lagunas de mi versión. Les dije que, sencillamente, había recurrido a la imaginación para llegar a ciertas conclusiones. En ese punto a Ross casi tuvieron que contenerlo por la fuerza.

Ya sólo quedábamos allí Walter y yo y un par de tazas de café.

—¿Has estado allí abajo? —pregunté por fin para romper el silencio.

Walter asintió con la cabeza.

—Sólo un momento. No me he quedado.

—¿Cuántos hay?

—Ocho por ahora, pero siguen excavando.

Y continuarían excavando, no sólo allí sino en diversos lugares del estado y quizás incluso más allá. Adelaide Modine y Connell Hyams habían disfrutado de libertad para matar durante treinta años. El almacén Morelli sólo llevaba alquilado una parte de ese tiempo, lo cual implicaba que probablemente existían otros almacenes, otros sótanos abandonados, garajes viejos y solares que contenían los restos de niños desaparecidos.

—¿Desde cuándo lo sospechabas? —pregunté.

Al parecer, pensó que le preguntaba por otra cosa, quizás un cadáver en los lavabos de una estación de autobuses, porque se volvió hacia mí y dijo:

—Sospechar ¿qué?

—Que alguien de la familia Barton estaba implicado en la desaparición de Baines.

Casi se relajó. Casi.

—La persona que lo secuestró tenía que conocer los jardines, la casa.

—En el supuesto de que el niño no saliera de la casa por su cuenta y lo secuestraran allí.

—En ese supuesto, sí.

—Y me enviaste a mí para que lo averiguara.

—Te envié a ti.

Me sentía culpable por la muerte de Catherine Demeter, y no sólo por haber fracasado al no encontrarla con vida, sino también porque, sin ser consciente de ello, quizás había puesto a Modine y a Hyams sobre su pista.

—Es posible que yo los llevara hasta Catherine Demeter —expliqué a Walter al cabo de un rato—. Dije a la señorita Christie que iba a Virginia para seguir una pista. Tal vez bastara con eso para delatarla.

Walter negó con la cabeza.

—Te contrató a modo de seguro. Modine debió de poner a Hyams sobre aviso en cuanto supo que la habían reconocido. Seguramente él ya estaba prevenido. Si no aparecía por Haven, confiaban en que tú la encontraras. Supongo que os habrían matado a los dos en cuanto dieras con ella.

Me asaltó la visión del cuerpo de Catherine Demeter desmadejado en el sótano de la casa Dane. Su cabeza en medio de un charco de sangre. Y vi a Evan Baines envuelto en plástico, así como el cadáver putrefacto de un niño medio cubierto de tierra y los demás cadáveres que aparecerían en el sótano del almacén Morelli y en otras partes.

Vi a mi propia esposa y a mi hija en todos ellos.

—Podrías haber enviado a otro —protesté.

—No, sólo a ti. Si el asesino de Evan Baines estaba allí, sabía que lo averiguarías. Lo sabía porque tú mismo eres un asesino.

La palabra quedó suspendida en el aire por un momento y de pronto se produjo una escisión entre nosotros, como si un cuchillo hubiera separado nuestro pasado en común. Walter se dio la vuelta.

Permaneció en silencio durante un rato y finalmente, como si él no hubiera hablado, comenté:

—Me dijo que sabía quién mató a Jennifer y a Susan.

Casi pareció agradecer que hubiese roto el silencio.

—No podía saberlo. Era una mujer enferma y malvada, y con eso pretendía atormentarte después de muerta.

—No, lo sabía. Sabía quién era yo poco antes de morir, pero creo que no lo sabía cuando me contrató. Habría recelado. No habría corrido el riesgo.

—Te equivocas —dijo—. Olvídalo.

Me callé pero sabía que, de algún modo, los siniestros mundos de Adelaide Modine y el Viajante habían coincidido.

—Estoy planteándome la posibilidad de retirarme —comentó Cole—. No quiero mirar a la muerte nunca más. Estoy leyendo a Sir Thomas Browne. ¿Has leído algo de él?

—No.

Moral cristiana: «No contempléis las cabezas de la muerte hasta que no las veáis, ni miréis objetos mortificantes hasta que los hayáis pasado por alto». —Estaba de espaldas a mí pero veía su cara reflejada en la ventana y parecía tener la mirada perdida—. He pasado demasiado tiempo mirando a la muerte. No quiero obligarme a mirarla más. —Tomó un sorbo de café—. Deberías marcharte de aquí, hacer algo para dejar atrás tus fantasmas. Ya no eres lo que eras, pero quizás aún puedas volver atrás antes de perderte para siempre.

Una telilla empezaba a formarse sobre mi café intacto. Al ver que no respondía, Walter suspiró y habló con una tristeza en la voz que nunca le había notado.

—Preferiría no tener que volver a verte. Me pondré en contacto con ciertas personas para ver si puedes recurrir a ellas.

Algo había cambiado dentro de mí, eso era cierto, pero dudaba de que Walter lo viera tal como era. Quizá sólo yo podía comprender realmente lo ocurrido, lo que la muerte de Adelaide Modine había desencadenado dentro de mí. Conocer el horror de lo que ella había hecho a lo largo de los años, el dolor y el sufrimiento que había infligido a los más inocentes entre nosotros, era algo que no podía compensarse con nada de este mundo.

Y sin embargo había llegado a su fin. Yo lo había conducido a su fin.

Todo entra en decadencia, todo debe terminar, tanto lo malo como lo bueno. La muerte de Adelaide Modine, tan brutal y tan trágica entre las llamas, me demostraba que eso era verdad. Si había podido encontrar a Adelaide Modine y poner fin a sus atrocidades, podía hacer lo mismo con otros. Podía hacer lo mismo con el Viajante.

Y en alguna parte, en un lugar oscuro, un reloj se puso en marcha e inició la cuenta atrás, marcando las horas, los minutos y los segundos que faltaban para anunciar el fin del Viajante.

Todo entra en decadencia. Todo debe terminar.

Y mientras pensaba en las palabras de Walter, en sus dudas sobre mí, pensé también en mi padre y el legado que me había dejado. Sólo conservo recuerdos fragmentarios de mi padre. Recuerdo a un hombre corpulento y rubicundo llegando a casa con un árbol de Navidad, su aliento condensándose en el aire como las bocanadas de vapor de un tren antiguo. Recuerdo que una tarde entré en la cocina y lo encontré acariciando a mi madre, y las risas avergonzadas de ambos. Recuerdo que me leía por la noche, siguiendo las palabras con sus enormes dedos mientras las pronunciaba para que a mí me resultaran familiares cuando volviera a verlas. Y recuerdo su muerte.

Siempre llevaba el uniforme recién planchado y la pistola engrasada y limpia. Le encantaba ser policía, o esa impresión daba. Entonces yo no sabía qué lo impulsó a hacer lo que hizo. Quizá Walter Cole tuvo un deslumbre de eso mismo al contemplar los cadáveres de aquellos niños. Puede que yo también lo tenga ahora. Quizá me haya convertido en un hombre como mi padre.

Lo que está claro es que algo murió en su interior y el mundo se le presentó teñido de colores distintos, más oscuros. Había observado las cabezas de la muerte durante demasiado tiempo y se había transformado en un reflejo de lo que veía.

Fue un aviso de rutina: dos adolescentes tonteaban en un coche ya entrada la noche en un descampado urbano, encendiendo las luces y tocando la bocina. Mi padre acudió y se encontró con un muchacho del barrio, un delincuente de poca monta camino de especializarse en delitos mayores, y su novia, una muchacha de clase media que coqueteaba con el peligro y disfrutaba de la carga sexual que éste generaba.

Mi padre no recordaba qué le dijo el chico cuando éste intentaba impresionar a su amiga. Intercambiaron unas palabras, e imagino la voz de mi padre adquiriendo un tono de advertencia cada vez más grave y severo. El chico, en broma, hizo algún que otro ademán de llevarse la mano al interior de la cazadora para divertirse con el creciente nerviosismo de mi padre y envalentonándose con las carcajadas de la muchacha.

De pronto, mi padre desenfundó su pistola y las risas cesaron. Imagino al muchacho levantando las manos, negando con la cabeza, explicando que iba desarmado, que todo era una broma. Y que lo sentía. Mi padre le disparó en la cara, y la sangre salpicó el interior del coche, las ventanillas, el rostro de la chica en el asiento contiguo, boquiabierta por la conmoción. No creo que ella gritara siquiera antes de que mi padre le disparara también. Luego se marchó.

Asuntos Internos fue a buscarlo mientras se cambiaba en el vestuario. Lo detuvieron en presencia de sus compañeros para dar ejemplo. Nadie se interpuso en su camino. Para entonces, ya todos lo sabían, o creían saberlo.

Lo admitió todo pero fue incapaz de explicarlo. Cuando le preguntaron, se limitó a encogerse de hombros. Le quitaron el arma reglamentaria y la placa —la pistola de reserva, la que yo uso ahora, se quedó en su dormitorio—, y luego lo llevaron a casa en aplicación de una norma del Departamento de Policía de Nueva York que prohibía que se interrogara a un policía sobre la posible consumación de un delito hasta pasadas cuarenta y ocho horas. Cuando regresó parecía aturdido y se negó a hablar con mi madre. Los dos hombres de Asuntos Internos se quedaron enfrente dentro del coche patrulla, fumando, mientras yo los observaba desde la ventana de mi habitación. Creo que sabían qué ocurriría a continuación. Cuando sonó el disparo, no salieron del coche hasta que el eco se apagó en el aire frío de la noche.

Soy hijo de mi padre, con todo lo que eso implica.

Se abrió la puerta de la sala de interrogatorios y entró Rachel Wolfe. Vestía de manera informal con unos vaqueros, zapatillas de deporte de suela gruesa y un suéter negro de algodón con capucha de Calvin Klein. Llevaba el pelo suelto y le caía sobre las orejas hasta los hombros, tenía pecas en la nariz y en la base del cuello.

Tomó asiento frente a mí y me dirigió una mirada de preocupación y lástima.

—Me he enterado de que Catherine Demeter ha muerto. Lo siento. —Asentí y pensé en Catherine Demeter y el aspecto que presentaba en el sótano de la casa Dane. No eran pensamientos agradables—. ¿Cómo se encuentra? —preguntó. En su voz advertí curiosidad pero también ternura.

—No lo sé.

—¿Se arrepiente de haber matado a Adelaide Modine?

—Ella se lo buscó. No pude evitarlo.

No sentía nada por su muerte, ni por el asesinato del abogado, ni por haber visto a Bobby Sciorra erguirse de puntillas cuando la hoja penetró en la base de su cráneo. Me asustaba esa insensibilidad, esa quietud dentro de mí. Creo que podría haberme asustado más aún de no ser porque a la vez experimentaba otro sentimiento: un profundo dolor por los inocentes que se habían perdido, y por aquellos que aún no habían sido encontrados.

—No sabía que visitara a domicilio —dije—. ¿Para qué la han llamado?

—No me han llamado —contestó, sin más.

De pronto me tocó la mano. Fue un gesto extraño y vacilante en el que sentí —¿esperé?— que había algo más que comprensión profesional. Le agarré la mano con fuerza y cerré los ojos. Creo que eso fue una especie de primer paso, un débil intento de restablecer mi lugar en el mundo. Después de todo lo sucedido durante los dos días anteriores, deseaba tocar, aunque fuera por un breve instante, algo positivo, tratar de despertar algo bueno dentro de mí.

—No pude salvar a Catherine Demeter —dije por fin—. Lo intenté y quizá sirvieron de algo mis esfuerzos. Aún sigo convencido de que encontraré al hombre que mató a Susan y Jennifer.

Sosteniéndome la mirada, movió la cabeza en un lento gesto de asentimiento.

—Sé que lo encontrará.

Hacía sólo un momento que había salido Rachel cuando sonó el móvil.

—¿Sí?

—¿Señor Parker? —Era una voz femenina.

—Sí, soy yo.

—Me llamo Florence Aguillard, señor Parker. Soy hija de Tante Marie Aguillard. Vino usted a vernos.

—Lo recuerdo. ¿En qué puedo ayudarla, Florence? —Sentí un nudo en el estómago, pero esta vez se debió a una súbita expectación, al presentimiento de que Tante Marie quizás hubiera encontrado algo para identificar a la chica que nos obsesionaba a los dos.

De fondo oía música de jazz, un piano, y las risas de hombres y mujeres, densas y sensuales como la melaza.

—Llevo toda la tarde intentando hablar con usted. Mi madre me ha pedido que lo llame. Dice que usted tiene que venir ahora mismo.

Percibí algo raro en su voz, algo que se confabulaba para que se le trabaran las palabras mientras hablaba atropelladamente. Era miedo y flotaba como una bruma distorsionadora en torno a lo que tenía que decir.

—Señor Parker, dice que tiene que venir ahora y que no ha de decirle a nadie que ha venido. A nadie, señor Parker.

—No lo entiendo, Florence. ¿Qué ocurre?

—No lo sé —respondió. Ahora estaba llorando, y se oía su voz entrecortada por los sollozos—. Pero dice que tiene que venir, tiene que venir ahora. —Recobró el control y la oí respirar hondo antes de volver a hablar—. Señor Parker, dice que el Viajante está de camino.

No existen las coincidencias, sino sólo esquemas subyacentes que no vemos. Esa llamada formaba parte de un esquema; estaba relacionada con la muerte de Adelaide Modine, cosa que yo aún no comprendía. No dije nada a nadie sobre la llamada. Abandoné la sala de interrogatorios, recogí mi pistola en el mostrador de la entrada, salí a la calle y regresé a mi apartamento en taxi. Reservé un billete de primera a Moisant Field, el único billete que quedaba en un vuelo a Louisiana esa tarde, me presenté en el mostrador de facturación poco antes de la salida, declaré la pistola y vi cómo desaparecía mi bolsa, engullida por la confusión general. El avión estaba atestado. La mitad de los pasajeros eran turistas incautos que se dirigían al sofocante calor de agosto en Nueva Orleans. Las azafatas sirvieron sándwiches de jamón con patatas fritas y una bolsa de pasas, todo ello metido en esas bolsas marrones de papel que a uno le daban en las excursiones escolares al zoo.

Cuando empecé a notar la presión en la nariz, la oscuridad se extendió bajo nosotros. Me disponía a tomar una servilleta de papel cuando me brotaron las primeras gotas, pero enseguida la presión se convirtió en dolor, un dolor intenso y penetrante que me obligó a recostarme sobre el respaldo.

El pasajero del asiento contiguo, un hombre de negocios a quien antes habían advertido que no utilizara su ordenador portátil hasta que el avión despegara, me miró primero sorprendido y luego asustado al ver la sangre. Lo vi pulsar repetidamente el botón para llamar a la azafata, y de pronto, con igual fuerza que si me asestasen un golpe, me obligaron a echar atrás la cabeza. La sangre manó a borbotones de mi nariz y manchó el respaldo del asiento delantero, las manos empezaron a temblarme sin control.

Entonces, cuando tenía la sensación de que iba a estallarme la cabeza a causa del dolor y la presión, oí una voz, la voz de una anciana negra en los pantanos de Louisiana.

—Hijo —dijo la voz—. Hijo, está aquí.

Y después desapareció y mi mundo pasó a ser negro.