Ya me encontraba cerca, cerca de un final, una especie de conclusión. Estaba a punto de presenciar el cese de algo que venía sucediendo desde hacía más de tres décadas y se había cobrado la vida de suficientes niños para llenar las catacumbas de un almacén abandonado. Pero fuera cual fuese el resultado, no bastaba para explicar lo ocurrido. Habría un final. El caso se cerraría. Pero no habría solución.
Me pregunté cuántas veces al año había viajado Hyams a la ciudad con su impecable traje de abogado, cargado con una bolsa de viaje cara pero discreta, dispuesto a destrozar a otro niño. Cuando subía al tren ante el revisor, o sonreía a la chica del mostrador de facturación de la compañía aérea, o pasaba ante la mujer del peaje en su Cadillac, cuyo interior olía a tapicería de piel, ¿había algo en su rostro que los indujera a pararse a pensar, a reconsiderar el juicio que se habían formado con respecto a aquel hombre cortés y reservado, de cuidado cabello gris y traje clásico?
Y me pregunté también por la identidad de la mujer que había muerto quemada en Haven hacía muchos años, ya que no era Adelaide Modine.
Recordé que Hyams me dijo que había vuelto a Haven el día antes de hallarse el cuerpo. No era difícil deducir la sucesión de acontecimientos: la llamada de Adelaide Modine, presa del pánico; la selección de una víctima idónea a partir de los historiales médicos del doctor Hyams; la sustitución de las muestras dentales para que coincidieran con las del cadáver; la colocación de las joyas y la cartera junto al cuerpo, y el parpadeo de las primeras llamas, el olor a cerdo asado cuando el cuerpo empezó a arder.
Y, a continuación, Adelaide Modine desapareció en las tinieblas para hibernar, para dejar pasar un tiempo durante el cual reinventarse a fin de continuar con los asesinatos. Era como una araña negra en la esquina de su tela, que se abalanzaba sobre su víctima cuando ésta entraba en su área de influencia y entonces la envolvía en plástico. Había actuado con entera libertad durante treinta años, mostrando una cara al mundo y otra muy distinta a los niños. Era un personaje que sólo veían los más pequeños, un coco, la criatura que esperaba agazapada en la oscuridad mientras el mundo dormía.
Me parecía ver su rostro. Asimismo, me parecía comprender por qué Sonny Ferrera se había convertido en blanco de la persecución de su propio padre, por qué Bobby Sciorra me había seguido la pista hasta Haven, por qué Ollie Watts, el Gordo, había huido temiendo por su vida y había muerto a tiros en una calle mojada bajo el sol de finales del verano.
Las farolas destellaban como fogonazos de pistola. Aferrado al volante, vi que tenía las uñas sucias y me asaltó un deseo casi irresistible de parar en una gasolinera para limpiármelas, para hacerme con un cepillo de púas y restregarme la piel hasta que me sangrara, arrancando todas las capas de inmundicia y muerte que parecían haberse adherido a mí en las últimas veinticuatro horas. Noté un sabor a bilis en la boca y tragué saliva con insistencia, concentrándome en la carretera, en las luces del coche de delante y, sólo una o dos veces, en la descuidada disposición de las estrellas en el firmamento negro.
Cuando llegué a casa de Ferrera, la verja estaba abierta y no se veía rastro de los federales que vigilaban la mansión la semana anterior. Entré con el coche de Bobby Sciorra por el camino de acceso y lo aparqué en la penumbra bajo unos árboles. Me dolía mucho el hombro y un nauseabundo sudor manaba de mi cuerpo.
La puerta de la casa estaba entornada y vi que dentro iban de un lado a otro varios hombres. Bajo una de las ventanas de la parte delantera había una figura con traje oscuro sentada apoyando la cabeza entre las manos y la automática abandonada a su lado. Casi estaba ante él cuando me vio.
—Tú no eres Bobby —dijo.
—Bobby está muerto.
Asintió con la cabeza con gesto abstraído, como si aquello fuera previsible. A continuación se puso en pie, me registró y me quitó la pistola. Dentro de la casa, hombres armados conversaban en voz baja en las esquinas. Se respiraba un ambiente fúnebre, de consternación apenas contenida. Lo seguí hasta el despacho del viejo. Dejó que yo mismo abriese la puerta, mientras él permanecía detrás.
Sangre y materia gris salpicaban el suelo y una mancha de color negro rojizo se extendía por la tupida alfombra persa. La sangre empapaba también los pantalones marrones del viejo mientras acunaba la cabeza de su hijo en el regazo. Con los dedos de la mano izquierda teñidos de rojo jugueteaba con el cabello ralo y lacio de Sonny. Una pistola pendía lánguidamente de la mano derecha, apuntando al suelo. Sonny tenía los ojos abiertos y en sus oscuras pupilas vi reflejada la luz de una lámpara.
Supuse que había disparado contra Sonny mientras tenía su cabeza en el regazo, mientras su hijo le suplicaba de rodillas… ¿Qué? ¿Ayuda, clemencia, perdón? Sonny, con sus ojos de perro loco, vestía un traje de color crema de mal gusto y una camisa con el cuello desabrochado, e incluso en el momento de morir iba cargado de oro. El viejo mantenía un semblante severo e inflexible, pero, cuando se volvió a mirarme, detecté en sus ojos culpabilidad y desesperación; eran los ojos de un hombre que se había quitado la vida en el momento de quitársela a su hijo.
—Sal —ordenó el viejo con voz baja pero clara, ya sin mirarme.
Una suave brisa sopló a través de las contraventanas del jardín, arrastrando consigo pétalos y hojas y la inequívoca conciencia de que todo había terminado. Había aparecido una figura, uno de sus propios hombres, un soldado de cierta edad cuyo rostro reconocí aunque ignoraba su nombre. El anciano levantó la pistola y le apuntó con mano trémula.
—¡Sal! —bramó, y esta vez el soldado se movió y entornó las contraventanas de forma instintiva al marcharse.
La brisa volvió a abrirlas y el aire de la noche comenzó a adueñarse de la habitación. Ferrera mantuvo el arma dirigida hacia allí durante unos segundos más y por fin su brazo flaqueó y cayó. Con la mano izquierda, que se había parado de golpe al aparecer el otro hombre, siguió acariciando metódicamente el cabello de su hijo muerto con la monotonía delirante y balsámica de un animal enjaulado dando vueltas en su reducido espacio.
—Es mi hijo —dijo, con la vista fija en el pasado que fue y en el futuro que podía haber sido—. Es mi hijo pero algo falla en él. Está enfermo. Está mal de la cabeza, mal por dentro.
Yo no tenía nada que decir. Callé.
—¿Qué hace aquí? —preguntó—. Todo ha terminado. Mi hijo está muerto.
—Mucha gente ha muerto. Los niños… —repuse, y una fugaz mueca de dolor asomó en la cara del viejo—. Ollie Watts.
Sin pestañear, movió la cabeza despacio en un gesto de negación.
—Maldito Ollie Watts. No tendría que haberse fugado. Cuando se fugó, lo supimos. Sonny lo supo.
—¿Qué supieron?
Creo que si hubiera entrado en el despacho unos minutos después, el viejo me habría mandado matar al instante o me habría matado él mismo. En lugar de eso, parecía buscar en mí una manera de desahogarse. Se me confesaría, descargaría su conciencia, y ésa sería la última vez que hablaría.
—Que había mirado dentro del coche. No debería haber mirado. Tendría que haberse marchado.
—¿Qué vio? ¿Qué encontró en el coche? ¿Cintas de vídeo? ¿Fotos?
El viejo cerró los ojos con fuerza pero no pudo sustraerse a lo que había visto. Las lágrimas brotaron de las comisuras de los arrugados párpados y resbalaron por sus mejillas. Sus labios formaron mudas palabras: no, no, más, peor. Cuando volvió a abrir los ojos, estaba muerto por dentro.
—Cintas. Y un niño. Había un niño en el maletero del coche. Mi hijo, mi Sonny, mató a un niño.
Se volvió para mirarme otra vez, pero ahora el rostro no paraba de moverse, casi le temblaba, como si su cabeza no pudiera asimilar la atrocidad de lo que había visto. Aquel hombre, que había matado y torturado y que había ordenado a otros matar y torturar en su nombre, había encontrado en su propio hijo una oscuridad indescriptible, un lugar sin luz donde yacían niños asesinados, el corazón negro de todo lo muerto.
A Sonny ya no le había bastado con mirar. Había visto el poder que tenían aquellas dos personas, el placer que extraían de arrancar la vida lentamente a los niños, y quería experimentarlo también.
—Le dije a Bobby que me lo trajera, pero se escapó, se escapó en cuanto oyó lo de Pili. —Adoptó una expresión más severa—. Entonces ordené a Bobby que los matara a todos, a todos los demás, del primero al último. —Y de pronto dio la impresión de que hablaba de nuevo con Bobby Sciorra, rojo de ira—. Destruye las cintas, encuentra a los niños, averigua dónde están y luego escóndelos donde nunca los encuentren. Échalos al fondo del mar si puedes. Quiero que sea como si nunca hubiera ocurrido. Nunca ha ocurrido. —En ese momento pareció recordar dónde estaba y qué había hecho, al menos por un instante, y reanudó sus caricias—. Y entonces apareció usted buscando a la chica, haciendo preguntas. ¿Cómo iba a saberlo la chica? Le permití ir tras ella para alejarlo de aquí, para alejarlo de Sonny.
Pero Sonny había arremetido contra mí mediante sus asesinos a sueldo, y éstos habían fracasado. El fracaso obligó a su padre a tomar cartas en el asunto. Si la mujer sobrevivía y prestaba declaración, Sonny se vería acorralado de nuevo. Por tanto envió a Sciorra y la mujer murió.
—Pero ¿por qué mató Sciorra a Hyams?
—¿Cómo?
—Sciorra mató a un abogado de Virginia, un hombre que intentaba matarme. ¿Por qué?
Ferrera me miró unos instantes con recelo y levantó el arma.
—¿Lleva un micrófono?
Con expresión de hastío, negué con la cabeza y, dolorido, me abrí de un tirón la camisa. Bajó otra vez la pistola.
—Lo reconoció después de verlo en las cintas. Por eso le encontró a usted en aquella casa vieja. Bobby atravesaba el pueblo en su coche y de pronto se cruzó con ese tipo, que iba en sentido contrario y era el del vídeo, el tipo que… —se interrumpió de nuevo y se pasó la lengua por dentro de la boca, como si intentara producir saliva suficiente para seguir hablando—. Tenían que borrarse todos los rastros, todos.
—Pero ¿sin liquidarme a mí?
—Quizá debería haberlo matado también a usted cuando tuvo la oportunidad, hicieran lo que hiciesen después sus amigos de la policía.
—Debería —afirmé—. Ahora está muerto.
Ferrera parpadeó.
—¿Lo ha matado usted?
—Sí.
—Bobby era un hombre de peso. ¿Sabe qué significa eso?
—¿Sabe usted qué hizo su hijo?
Permaneció en silencio por un momento, como si la desproporción del crimen de su hijo lo asaltara una vez más, pero cuando volvió a hablar, aprecié en su voz una furia apenas reprimida y supe que mi tiempo con él se acababa.
—¿Quién es usted para juzgar a mi hijo? Se cree que porque perdió a su hija es ya el santo patrón de los niños muertos. Váyase a la mierda. He enterrado a dos de mis hijos y ahora…, ahora he matado al único que me quedaba. No me juzgue. No juzgue a mi hijo. —Volvió a levantar la pistola y me apuntó a la cabeza—. Todo ha terminado.
—No. ¿Quién más aparecía en las cintas?
Parpadeó. La sola mención de las cintas era para él como una brutal bofetada.
—Una mujer. Ordené a Bobby que la encontrara y la matara también.
—¿Y lo hizo?
—Bobby está muerto.
—¿Tiene las cintas?
—Ya no existen. Ordené quemarlas todas. —Se interrumpió, como si volviera a recordar dónde estaban, como si las preguntas le hubieran apartado momentáneamente de la realidad de lo que había hecho y de la responsabilidad por las acciones de su hijo, por sus crímenes, por su muerte—. Váyase. Si vuelvo a verlo, será hombre muerto.
Nadie se interpuso en mi camino cuando me marché. Mi pistola estaba en una pequeña mesa junto a la puerta de entrada y aún conservaba las llaves del coche de Bobby Sciorra. Mientras me alejaba, observé la casa por el retrovisor; parecía en paz y en silencio, como si nada hubiera ocurrido.