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—¿Seguro que quiere que lo deje aquí? —preguntó el taxista, un hombre corpulento con el pelo lacio a causa del sudor, que le corría por las mejillas y los pliegues de grasa del cuello hasta perderse bajo el mugriento cuello de la camisa. Parecía ocupar toda la parte delantera del taxi y costaba imaginar cómo había entrado por la puerta. Daba la impresión de que había vivido y comido en el taxi durante tanto tiempo que ya no le era posible salir; el taxi era su casa, su castillo, y cabía pensar, a juzgar por el descomunal volumen de su cuerpo, que sería también su tumba.

—Seguro —contesté.

—Es un barrio peligroso.

—No se preocupe. Tengo amigos peligrosos.

El almacén de vinos Morelli se encontraba entre los establecimientos de características similares que se sucedían a uno de los lados de una calle larga y mal iluminada al oeste del Northern Boulevard de Flushing. Era un edificio de obra vista, y el nombre se reducía a una sombra blanca y desconchada bajo el alero del tejado. Las ventanas estaban protegidas con tela metálica tanto en la planta baja como en los pisos superiores. No había farolas encendidas y la zona entre la verja y el edificio principal estaba prácticamente a oscuras.

En la otra acera se hallaba la entrada a un extenso apartadero lleno de depósitos de almacenamiento y contenedores ferroviarios. Dentro, el recinto estaba salpicado de charcos de agua inmunda y palés desechados. A la tenue luz de los sucios focos vi tirar de algo a un chucho tan flaco que parecía que las costillas le traspasaban la piel.

Cuando me apeé del taxi, unos faros destellaron por un instante desde el callejón contiguo al almacén. Segundos después, cuando el taxi se alejó, Ángel y Louis salieron de la camioneta Chevy negra, Ángel con una pesada bolsa de deporte a cuestas y Louis impecable con un abrigo negro de piel, un traje negro y un polo negro.

Ángel hizo una mueca al acercarse. No era difícil entender por qué. Yo llevaba el traje roto y manchado de barro y polvo después de mi encuentro con Hyams en la casa Dane. El brazo me sangraba otra vez y tenía el puño de la camisa teñido de rojo. Me dolía todo el cuerpo y estaba cansado de la muerte.

—Tienes buen aspecto —dijo Ángel—. ¿Dónde es la fiesta?

Miré en dirección al almacén de Morelli.

—Ahí dentro. ¿Me he perdido algo?

—Aquí no. Aunque Louis acaba de volver de la casa de Ferrera.

—Bobby Sciorra ha llegado hace alrededor de una hora en helicóptero —explicó Louis—. Supongo que él y Pili están manteniendo ahora una verdadera charla de amigos.

Asentí con la cabeza y dije:

—Vamos.

Una alta tapia de ladrillo rematada con pinchos y alambre de espino rodeaba el almacén. La puerta, en un punto de la tapia donde ésta se curvaba hacia el interior, también tenía alambre en lo alto y era maciza salvo por el hueco donde un sólido candado y una cadena sujetaban las dos hojas. Mientras Louis se paseaba por allí con relativa discreción, Ángel sacó de la bolsa un pequeño taladro adaptado e insertó la punta en el candado. Apretó el disparador y un agudo chirrido llenó la noche. Al instante, todos los perros de las inmediaciones empezaron a ladrar.

—Joder, Ángel, ¿has instalado un silbato en esa mierda? —protestó Louis entre dientes.

Ángel no le hizo caso y, al cabo de un momento, el candado se abrió.

Entramos y Ángel retiró el candado cuidadosamente y lo colocó en la parte interior de la verja. Volvió a poner la cadena para que, a ojos de un posible observador, pareciese bien cerrada, aunque, cosa curiosa, desde dentro.

El almacén databa de los años treinta, pero incluso entonces habría parecido funcional. Las viejas puertas a derecha e izquierda habían sido tabicadas y sólo podía accederse al edificio por delante. Incluso la salida de incendios en la parte posterior había sido soldada. Las luces de seguridad, que en otro tiempo alumbraban el patio, ahora ya no funcionaban, y las farolas no iluminaban lo suficiente como para ver en la oscuridad del almacén.

Ángel, sosteniendo en la boca una pequeña linterna y haciendo uso de un juego de ganzúas, se puso manos a la obra con la cerradura; en menos de un minuto estábamos dentro con las linternas grandes encendidas. Justo al otro lado de la puerta había una garita, que antes, cuando todavía se usaba el edificio, ocupaba probablemente un guarda de seguridad o un vigilante. Estantes vacíos cubrían las paredes y en el centro corría paralela una estantería similar, creando dos pasillos. Los estantes estaban divididos en casillas, cada una del tamaño justo para contener una botella de vino. El suelo era de piedra. Aquello había sido originalmente la zona de exposición, donde los visitantes podían examinar las existencias. Abajo, en los sótanos, se guardaban las cajas. Al fondo de la nave se alzaba una oficina sobre una plataforma, a la que se subía por una escalera de tres peldaños situada a la derecha.

Al lado de esa pequeña escalera bajaba otra más grande. Había asimismo un viejo montacargas abierto. Ángel entró y accionó la palanca. El montacargas descendió alrededor de medio metro. Lo hizo subir de nuevo, salió y me miró con una ceja enarcada.

Bajamos por la escalera. Se componía de cuatro tramos, lo equivalente a dos pisos, pero no había plantas intermedias entre la exposición y los sótanos. Al pie de la escalera encontramos otra puerta cerrada, ésta de madera con una ventana de cristal a través de la cual el haz de la linterna reveló los arcos del sótano. Me aparté para que Ángel se ocupara de la cerradura. Tardó segundos en abrir la puerta. Al entrar en el sótano, pareció asaltarlo cierto malestar, como si de pronto le pesara más la bolsa.

—¿Quieres que te la lleve un rato? —preguntó Louis.

—Cuando esté demasiado viejo para cargar con una bolsa, tendrás que darme de comer con una pajita —contestó Ángel. Aunque en el sótano hacía frío, se lamió el sudor del labio superior.

—Ahora ya casi he de darte de comer con una pajita —masculló Louis a nuestras espaldas.

Ante nosotros se sucedía una serie de entrantes curvos, semejantes a cuevas. Cada uno estaba provisto de barrotes verticales desde el suelo hasta el techo, con una puerta en medio. Eran antiguas bodegas para almacenar vino. Estaban llenas de basura y era obvio que ya no se utilizaban. A la luz de las linternas vimos el suelo de una bodega distinto del de los otros. Era la más cercana a nosotros en el lado derecho, y el pavimento había sido levantado, quedando la tierra a la vista. La puerta estaba entreabierta.

El eco de nuestras pisadas resonó en las paredes de piedra cuando nos acercamos. Dentro el suelo estaba limpio y recién barrido. En un rincón había una mesa metálica verde con dos ranuras a los lados a través de las cuales pasaban unas correas de piel. En otro rincón se alzaba un enorme rollo de tamaño industrial de algo que parecía un envoltorio de plástico.

Adosados a la pared había dos estantes. Estaban vacíos salvo por un fardo, envuelto herméticamente en plástico, colocado contra la pared del fondo. Me aproximé a él y la luz de la linterna me mostró una tela vaquera y una camisa verde de cuadros, un par de zapatos pequeños y una mata de pelo, un rostro descolorido con la piel agrietada y tumefacta, un par de ojos abiertos de córneas lechosas y turbias. Despedía un intenso olor a descomposición, un tanto amortiguado por el plástico. Reconocí la ropa. Acababa de encontrar a Evan Baines, el niño que había desaparecido de la mansión de los Barton.

—¡Santo Dios! —oí decir a Ángel.

Louis guardó silencio.

Me acerqué al cuerpo y examiné los dedos y la cara. Aparte de la descomposición natural, el cuerpo no presentaba lesiones y la ropa parecía intacta. Evan Baines no había sido torturado antes de morir, pero en la sien se advertía una decoloración mayor y se veía sangre seca en la oreja.

Tenía los dedos de la mano izquierda extendidos sobre el pecho, pero la pequeña mano derecha formaba un apretado puño.

—Ángel, ven. Trae la bolsa.

Se detuvo junto a mí y vi en su mirada ira y desesperación.

—Es Evan Baines —dije—. ¿Has traído las mascarillas?

Se inclinó y sacó dos mascarillas con filtro para el polvo y un frasco de loción para después del afeitado Aramis. Roció con loción las mascarillas, me entregó una y se puso la otra. Luego me dio unos guantes de plástico. Louis se quedó a cierta distancia, sin mascarilla. Ángel enfocó el cadáver con la linterna.

Cogí mi navaja y corté el plástico junto a la mano derecha del niño. A pesar de la mascarilla, el hedor se hizo más intenso y se oyó el silbido del gas acumulado al escapar.

Con el lado romo de la navaja hice palanca entre los dedos del niño para intentar abrirle el puño. La piel se rompió y se desprendió una uña.

—Mantén firme la linterna, maldita sea —dije entre dientes.

En el puño del niño veía un objeto pequeño y azul. Volví a hacer palanca, esta vez sin preocuparme por el posible deterioro en el cadáver. Tenía que saberlo. Tenía que encontrar la respuesta a lo que había ocurrido allí. Al final, el objeto se soltó y cayó al suelo. Me agaché a recogerlo y lo examiné a la luz de la linterna. Era un fragmento de porcelana azul.

Mientras yo escrutaba el fragmento de porcelana, Ángel había rastreado los rincones de la bodega con la linterna y luego había salido. Con la porcelana aún entre los dedos, oí que taladraba algo y que nos llamaba desde arriba. Subimos por la escalera y lo encontramos en una habitación pequeña, poco mayor que un armario, situada casi directamente encima de la bodega donde yacía el cuerpo del niño. Había tres vídeos conectados entre sí y colocados uno encima de otro sobre un estante; un cable delgado salía de un agujero en la parte inferior de la pared y desaparecía en el suelo del almacén. En uno de los vídeos, los segundos avanzaban inexorablemente hasta que Ángel lo paró.

—En un rincón del sótano hay un agujero minúsculo, no mucho mayor que mi uña, pero de tamaño suficiente para instalar un objetivo de ojo de pez y un sensor de movimiento —informó—. Otro cualquiera no los habría localizado a menos que supiera dónde estaban y dónde mirar. Supongo que el cable pasa por el sistema de ventilación. Alguien quería grabar lo que ocurría en esa bodega siempre que hubiese acción dentro.

Alguien, pero no quien trabajaba con los niños allí dentro. Una videocámara corriente colocada en la bodega habría proporcionado imágenes de mejor calidad. El único motivo para ocultarla era que el observador no deseara ser visto.

En la habitación no había monitor, así que el responsable de aquello o bien quería ver las cintas cómodamente en su casa, o quería asegurarse de que quien las recogiera no pudiese comprobar lo que contenían antes de entregarlas. Conocía a mucha gente capaz de concebir una cosa así, y Ángel también, pero tenía en mente a una persona en particular: Pili Pilar.

Regresamos al sótano. Saqué la pala plegable de la bolsa de Ángel y empecé a cavar. No tardé en topar con algo blando. Cavé a lo ancho y luego comencé a apartar la tierra escarbando, ayudado por Ángel, que usaba una paleta de jardinería. Descubrimos un envoltorio de plástico, y a través de él, apenas discernible, vi piel pardusca y arrugada. Retiramos el resto de la tierra hasta que el cadáver del niño quedó a la vista, encogido en posición fetal con la cabeza escondida bajo el brazo izquierdo. Pese a la descomposición, advertimos que los dedos estaban rotos; sin embargo, era imposible saber si se trataba de un niño o de una niña a menos que lo moviéramos.

Ángel recorrió poco a poco con la mirada el suelo del sótano, y yo le adiviné el pensamiento. Probablemente era aún peor de lo que él imaginaba. Aquel niño había sido enterrado a apenas quince centímetros bajo tierra, lo cual significaba casi con toda seguridad que había otros debajo. Aquella bodega había estado utilizándose durante mucho tiempo.

Louis entró en la bodega y se llevó un dedo a los labios. Echó un vistazo al niño y luego señaló sobre nosotros con la mano derecha. Permanecimos inmóviles, casi sin respirar, y oí unas tenues pisadas en la escalera. Ángel retrocedió hasta los estantes, se ocultó en las sombras y apagó la linterna. Louis ya había desaparecido cuando yo me puse en pie. Me dirigí hacia la puerta para apostarme al otro lado y, cuando me disponía a sacar la pistola, una linterna me enfocó la cara. Bobby Sciorra se limitó a decir:

—No.

Retiré la mano despacio. Se había movido con asombrosa rapidez. Salió de la oscuridad con la temible Five-seveN en la mano derecha y la linterna dirigida hacia mí, luego se acercó a la puerta abierta. Se detuvo a unos tres metros de mí y vi el brillo de sus dientes cuando sonrió.

—Estás muerto —dijo—. Tan muerto como los niños de esa bodega. Iba a matarte en aquella casa, pero el viejo te quería vivo, a menos que no hubiera otra opción, y acabo de quedarme sin opciones.

—Sigues haciendo el trabajo sucio a Ferrera —repuse—. Incluso tú deberías tener escrúpulos ante una cosa así.

—Todos tenemos nuestras flaquezas. —Hizo un gesto de indiferencia—. Sonny es miope. Le gusta mirar, ¿sabes? Con esa polla fláccida que tiene, no puede hacer otra cosa. Es un enfermo de mierda, pero su papá lo adora y ahora su papá quiere hacer limpieza.

Así pues, fue Sonny Ferrera quien había grabado los martirios de aquellos niños, quien había estado mirando cómo Hyams y Adelaide Modine los torturaban hasta matarlos, con el eco de sus gritos en las paredes, mientras el ojo mudo e imperturbable de la cámara lo registraba todo para reproducirlo en su sala de estar. Sabía quiénes eran los asesinos, los había visto matar una y otra vez, y sin embargo no hizo nada porque le gustaba lo que veía y no quería ponerle fin.

—¿Cómo se enteró el viejo? —pregunté, pero ya conocía la respuesta. Ahora ya sabía qué contenía el coche cuando Pili se estrelló con él, o creía saberlo. Resultó que estaba tan equivocado a ese respecto como en todo lo demás.

Se produjo un leve movimiento en el rincón de la bodega, y Sciorra reaccionó con agilidad felina. Retrocedió y el haz de su linterna se ensanchó al mismo tiempo que dejaba de encañonarme a mí y, con toda precisión, apuntaba hacia el rincón.

La luz enfocó la cabeza inclinada de Ángel, que en ese instante alzó la vista, miró a Bobby Sciorra a los ojos y sonrió. Tras un momentáneo desconcierto, Sciorra abrió la boca al tomar conciencia lentamente de lo que ocurría. Empezó a darse la vuelta para intentar localizar a Louis, pero la oscuridad pareció cobrar vida alrededor de él, entonces abrió los ojos de par en par al darse cuenta demasiado tarde de que había llegado la hora de su muerte.

A la luz de la linterna se vio el brillo de la piel de Louis y la blancura de sus ojos mientras aferraba con la mano izquierda la mandíbula de Sciorra. Sciorra pareció tensarse y sacudirse en un espasmo, sus ojos desorbitados de dolor y miedo. Se irguió de puntillas y extendió los brazos a los lados. Lo recorrió una violenta convulsión, luego otra, y finalmente el aire pareció escapar de él, y sus brazos y su cuerpo quedaron exánimes; sin embargo, la cabeza permaneció rígida, con los ojos muy abiertos y la mirada fija. Louis retiró la larga y fina hoja de la nuca de Sciorra y lo empujó hacia delante. Cayó de bruces a mis pies, y su cuerpo se estremeció repetidas veces hasta que dejó de moverse. Ángel salió de la oscuridad de la bodega detrás de mí.

—Siempre he detestado a este espectro de mierda —comentó contemplando el diminuto orificio en la base del cráneo de Sciorra.

—Sí —convino Louis—. Ahora me gusta mucho más. —Me miró—. ¿Qué hago con él?

—Déjalo ahí. Dame las llaves de su coche.

Louis registró el cuerpo de Sciorra y me lanzó las llaves.

—Es un pez gordo. ¿Traerá esto problemas?

—No lo sé. Ya me ocuparé yo. Quedaos por aquí. En algún momento avisaré a Cole. Cuando oigáis las sirenas, desapareced.

Ángel se agachó y, con cuidado, recogió del suelo la Five-seveN levantándola con la punta de un destornillador.

—¿Vamos a dejar esto aquí? —preguntó—. Lo que decías era verdad, es un arma impresionante.

—Se queda aquí —dije. Si no me equivocaba, el arma de Bobby Sciorra era el nexo entre Ollie Watts, Connell Hyams y la familia Ferrera, el nexo entre un asesinato de niños en serie que se había prolongado durante treinta años y una dinastía de la mafia que era el doble de antigua.

Pasé sobre el cadáver de Sciorra y salí raudo del almacén. Su Chevy negro estaba aparcado en el patio, con el maletero orientado hacia el almacén, y la verja tenía el candado echado. Se parecía mucho al coche desde el que habían eliminado al asesino de Ollie Watts, el Gordo. Abrí la verja y abandoné el almacén Morelli y después Queens. Queens, un revoltijo de almacenes y cementerios.

Y a veces las dos cosas al mismo tiempo.