El camino a las ruinas de la casa Dane era poco más que dos roderas de barro y el coche avanzaba por ellas con grandes dificultades, como si la propia naturaleza conspirase para impedir que me acercara. Volvía a llover a cántaros, y el viento y el agua unidos hacían casi inútil el limpiaparabrisas. Agucé la vista para localizar la cruz de piedra y doblé por el desvío. La primera vez pasé por delante sin verla y sólo me di cuenta de mi error cuando el camino se convirtió en una masa de barro y árboles caídos y podridos que me obligó a volver marcha atrás lentamente por donde había llegado. Por fin detecté a mi izquierda dos pequeñas columnas derruidas y, entre ellas, las paredes casi sin tejado de la casa Dane recortándose contra el cielo oscuro.
Me detuve frente a los ojos vacíos de las ventanas y la boca abierta de lo que en otro tiempo fue una puerta, con trozos del dintel esparcidos por el suelo como antiguos dientes. Saqué la pesada linterna de debajo del asiento, me apeé y, soportando el doloroso golpeteo de la lluvia en la cabeza, corrí en busca de la exigua protección que el interior de las ruinas podía ofrecer.
Había desaparecido más de medio tejado y, a la luz de la linterna, lo que quedaba se veía aún ennegrecido. Había tres habitaciones: lo que fue una cocina americana, reconocible por los restos de un hornillo antiguo en el rincón; el dormitorio principal, ahora vacío excepto por un colchón sucio rodeado de preservativos usados, esparcidos como pieles mudadas de serpiente, y una habitación más pequeña, que quizás en otro tiempo fue el cuarto de los niños pero ahora era un amasijo de madera vieja y barras de metal herrumbrosas, junto con botes de pintura dejados allí por alguien demasiado perezoso para llevarlos al vertedero municipal. Las habitaciones olían a madera vieja, fuego sofocado hacía mucho y excrementos humanos.
En un rincón de la cocina había un viejo sofá cuyos muelles asomaban a través de los podridos cojines. Formaba un triángulo con las paredes adyacentes del rincón, a las que se adherían tenazmente los restos de un descolorido papel pintado de flores. Apoyando la mano en el respaldo, enfoqué la linterna por detrás del sofá. Estaba húmedo pero no mojado, ya que parte del tejado lo protegía aún de lo peor de la intemperie.
Detrás del sofá y casi alineada con el ángulo de las paredes vi una trampilla cuadrada de un metro de lado aproximadamente. Estaba cerrada con llave y la inmundicia parecía acumulada en los resquicios. El óxido había teñido de rojo los goznes, y trozos de madera y metal cubrían casi toda su superficie.
Aparté el sofá para echar un vistazo de cerca a la trampilla y oí corretear una rata por el suelo a mis pies. Buscó refugio en la oscuridad de un rincón y se quedó inmóvil. Me agaché para examinar el candado y el pasador. Rascando con mi navaja, quité parte de la capa de suciedad que rodeaba el ojo de la cerradura. Bajo la inmundicia vi el brillo del acero nuevo. Recorrí el pasador con la hoja de la navaja dejando a la vista una línea de acero que resplandeció en la oscuridad como plata fundida. Hice la misma prueba con el gozne, pero sólo saltaron escamas de herrumbre.
Observé con mayor detenimiento el pasador. Lo que en un primer momento me pareció óxido era seguramente barniz, aplicado con esmero para crear una apariencia uniforme entre la nueva capa y la trampilla. El aspecto destartalado del pasador podía haberse conseguido fácilmente arrastrándolo atado a un coche durante un rato. Era un trabajo bien hecho, concebido como estaba para engañar sólo a parejas de adolescentes que buscaban emociones fuertes en la casa de los muertos, o a niños que se retaban a tentar a los fantasmas de otros niños desaparecidos hacía mucho tiempo.
Guardaba una palanca en el coche, pero no me apetecía enfrentarme de nuevo a la lluvia torrencial. Al recorrer la habitación con la linterna vi una barra de acero de algo más de medio metro de largo. La tomé, la sopesé, inserté el extremo en la U del candado y presioné. Por un momento me dio la impresión de que la barra iba a doblarse o romperse, pero de pronto se oyó un agudo crujido y el candado cedió. Lo desprendí, deslicé el pasador y levanté la trampilla con un lastimero chirrido de los goznes.
Del sótano emanó un intenso hedor a descomposición que me revolvió el estómago. Me tapé la boca y me aparté, pero al cabo de unos segundos estaba arrojando junto al sofá, y el olfato se me saturó con el olor de mi propio vómito y el que procedía del sótano. Cuando me recuperé y respiré aire fresco fuera de la casa, corrí al coche a por el paño de limpiar las ventanillas del salpicadero. Lo rocié con el spray antivaho que llevaba en la guantera y me lo até en torno a la boca. Al inhalar el antivaho me mareé, pero me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta por si volvía a necesitarlo otra vez al entrar en la casa.
Aunque respiraba por la boca, notando el sabor del spray, el olor a putrefacción era insoportable. Descendí con cuidado por la escalera de madera agarrándome a la barandilla con la mano del brazo ileso y sosteniendo la linterna con la derecha, el haz de luz dirigido a mis pies. No quería pisar un peldaño roto y precipitarme a la oscuridad.
Al pie de la escalera, la luz de la linterna me mostró un destello de metal y una tela de color gris azulado. Cerca yacía un hombre corpulento de más de sesenta años, con las piernas flexionadas y las manos esposadas tras la espalda. Tenía el rostro ceniciento y una herida en la frente, un irregular orificio semejante a una oscura estrella al estallar. Por un momento, bajo el haz de la linterna, pensé que era el agujero de salida, pero al enfocar la parte posterior de la cabeza, vi la abertura del cráneo, y dentro, la materia gris en descomposición y el tótem blanco de su espina dorsal.
Probablemente habían apoyado el arma en su cabeza. La pólvora había manchado la frente, y la forma de estrella del orificio se debía a los gases que se habían expandido entre la piel y el hueso, dilatando y desgarrando la frente al estallar. La bala había tenido una salida aparatosa y se había llevado consigo casi toda la parte posterior del cráneo. La herida explicaba asimismo la peculiar postura del cuerpo: le habían disparado cuando estaba de rodillas, mirando la boca del arma al acercarse, y había caído de costado y hacia atrás al penetrar la bala. En el bolsillo interior de la chaqueta había una cartera con un carnet de conducir que lo identificaba como Earl Lee Granger.
Catherine Demeter yacía apoyada contra la pared del fondo del sótano, frente a la escalera. Casi con toda seguridad Granger la vio cuando bajó por su propio pie o le arrojaron desde la trampilla. Su cuerpo desmadejado estaba recostado contra la pared como una muñeca, con las piernas extendidas frente a ella y las manos en el suelo con las palmas hacia arriba. Una pierna se hallaba doblada en un ángulo poco natural, rota por debajo de la rodilla, y deduje que la habían empujado por la escalera del sótano y llevado a rastras hasta la pared.
Le habían disparado una sola vez a bocajarro en la cara. En torno a la cabeza, como un sangriento halo en la pared, se veían restos de sangre seca, tejido cerebral y hueso. Los dos cadáveres habían empezado a descomponerse rápidamente en el sótano, que parecía tener la longitud y la anchura de la casa.
Catherine Demeter tenía ampollas en la piel y de la nariz y los ojos se escapaban fluidos. Arañas y ciempiés correteaban por su rostro y se metían entre el pelo para dar caza a los insectos y ácaros que se cebaban ya en el cuerpo. Se oía el zumbido de las moscas. Calculé que llevaba muerta dos o tres días. Eché un rápido vistazo al sótano, pero sólo contenía fajos de periódicos podridos, unas cuantas cajas de cartón llenas de ropa vieja y un montón de tablas combadas, vestigios de vidas vividas hacía tiempo.
Al oír un ruido en el suelo sobre mi cabeza, el crujido de la madera provocado por unas cuidadosas pisadas, me di media vuelta y corrí hacia la escalera. Quienquiera que estuviese arriba me oyó, ya que apretó el paso sin preocuparse ya por el ruido que pudiera hacer. Cuando empecé a subir, me recibió el sonido de los goznes de la trampilla y vi reducirse por momentos el trozo de cielo estrellado. Dispararon dos veces a bulto por la abertura y oí el impacto de las balas contra la pared detrás de mí.
La trampilla estaba casi cerrada cuando encajé la linterna en el resquicio. Arriba se oyó un gruñido y al instante noté que alguien asestaba repetidos puntapiés a la linterna, obligándome a agarrarla con fuerza para que no se me soltara de la mano. Pese a que el extremo acampanado resistió, el hombro herido empezó a dolerme por el esfuerzo de empujar la trampilla y sujetar a la vez la linterna.
Arriba, el agresor había apoyado todo su peso en la trampilla y seguía pateando la linterna. Abajo me pareció oír el correteo de las ratas asustadas, pero ante la perspectiva de quedarme atrapado en aquel sótano, imaginé otras posibilidades. Temí que Catherine Demeter viniese hacia mí arrastrando la pierna rota por el suelo y ascendiese por los peldaños de madera, y que sus blancos dedos me agarrasen de la pierna y tirasen de mí.
Le había fallado. No había sido capaz de protegerla de un violento final en aquel sótano donde cuatro niños antes que ella habían muerto aterrorizados sin que nadie oyera sus gritos. Catherine Demeter había regresado al lugar donde pereció su hermana y, cerrando un extraño círculo, había reinterpretado una muerte que con toda seguridad había reconstruido muchas veces en su mente hasta aquel día. Momentos antes de morir consiguió una clara percepción de cómo había sido el horrendo final de su hermana. Y por tanto me haría compañía, me consolaría por mi debilidad y mi incapacidad para evitar su muerte, y yacería a mi lado mientras yo moría.
Respirando a través de los dientes apretados, el hedor de la descomposición se me antojaba una mano muerta sobre la boca y la nariz. Sentí náuseas de nuevo y reprimí el deseo de vomitar, ya que si dejaba de empujar hacia arriba por un instante, sin duda moriría en aquel sótano. Arriba, la presión cedió momentáneamente y empujé con todas las fuerzas que me quedaban. Fue un error que mi rival aprovechó al máximo. Golpeó una vez más la linterna, con mayor energía, y consiguió empujarla hacia dentro por la brecha que yo había logrado ensanchar. La trampilla se cerró como la puerta de mi tumba, y un eco burlón reverberó en las paredes del sótano. Lancé un gemido de desesperación y, en vano, volví a empujar la trampilla. De pronto arriba se oyó una explosión y la presión cedió por completo. La trampilla se levantó de golpe y, abierta de par en par, fue a caer contra el suelo.
Me lancé al exterior, me llevé la mano a la pistola bajo la chaqueta. El haz de la linterna proyectó absurdas sombras en el techo y las paredes mientras, dolorido, rodaba torpemente por el suelo.
El haz de luz enfocó al abogado Connell Hyams, apoyado contra la pared al borde de la trampilla, con la mano izquierda en el hombro herido mientras intentaba alzar su arma con la derecha. Llevaba el traje empapado y la limpia camisa blanca se le adhería al cuerpo como una segunda piel. Alumbrándolo con la linterna, extendí el otro brazo y le apunté con mi pistola.
—No —dije, pero siguió levantando el arma para disparar con una mueca de miedo y dolor en los labios.
Sonaron dos disparos. Ninguno de ellos salió del arma de Hyams. Se sacudió por el impacto de ambas balas, y apartó de mí la mirada para fijarla en algún punto por encima de mi hombro. Cuando se desplomó, yo ya estaba dándome la vuelta, siguiendo el haz de la linterna con el cañón de la pistola. A través de la ventana sin cristal, vislumbré una figura delgada y trajeada que desaparecía en la oscuridad, distinguí sus miembros como hojas de cuchillo envainadas y una cicatriz a través de sus facciones alargadas y cadavéricas.
Quizá debería haber llamado a Martin en ese momento y dejado que la policía y el FBI se ocuparan del resto. Me sentía enfermo y cansado, y me invadió una abrumadora sensación de pérdida que me desgarraba y amenazaba con acobardarme. La muerte de Catherine Demeter era como un dolor físico, así que me quedé por un momento en el suelo, frente al cuerpo sin vida de Connell Hyams, y atormentado me llevé las manos al estómago. Oí el ruido del coche cuando Bobby Sciorra se alejaba.
Eso fue lo que me impulsó a ponerme en pie. Había sido Sciorra quien mató a la asesina en el centro médico, probablemente por orden del viejo para que no revelara que Sonny la había contratado. Sin embargo no entendía por qué había matado a Hyams ni por qué me había dejado a mí con vida. Con el hombro dolorido, volví tambaleándome al coche y me dirigí hacia la casa de Hyams.