24

En la costa de Casuarina de Papúa Nueva Guinea habita la tribu de los asmat. La forman veinte mil miembros y siembran el terror entre las tribus vecinas. En su lengua, asmat significa «la gente, los seres humanos», y al definirse como los únicos humanos, relegan a los demás al rango de no humanos, con todo lo que ello implica. Los asmat tienen una palabra para referirse a los demás: los llaman manowe. Significa los «comestibles».

Hyams no encontraba una explicación para el comportamiento de Adelaide Modine; tampoco Walt Tyler. Tal vez ella, y otros como ella, tuviera algo en común con los asmat. Tal vez también ellos consideraran a los demás menos que humanos, de modo que su sufrimiento carecía de importancia, no merecía prestarle atención excepto por el placer que proporcionaba.

Recordé una conversación con Woolrich, tras la visita a Tante Marie Aguillard. De regreso en Nueva Orleans, caminamos en silencio por Royal Street y pasamos por delante de la vieja mansión de Madame Lelaurie, donde en otro tiempo se encadenó y torturó a esclavos en la buhardilla hasta que los bomberos los encontraron y la muchedumbre expulsó a Madame Lelaurie de la ciudad. Acabamos en el Tee Eva en Magazine, donde Woolrich pidió tarta de boniato y una cerveza Jax. Trazó con el pulgar una línea en la humedad del cristal de la botella y luego se frotó el labio superior con el dedo mojado.

—La semana pasada leí un informe del FBI —dijo—. Supongo que era una conferencia a modo de «estado de la nación» sobre los asesinos en serie, sobre en qué punto nos hallamos y hacia dónde vamos.

—¿Y hacia dónde vamos?

—Vamos al infierno, ahí es adonde vamos. Esos individuos se propagan como bacterias y este país no es más que un enorme caldo de cultivo para ellos. Según estimaciones del FBI, podrían estar cobrándose unas dos mil víctimas al año. La gente que ve los programas de Oprah y Jerry Springer, o que suscribe las opiniones del reverendo Jerry Falwell, no quiere enterarse. Leen sobre ellos en las secciones de sucesos o los ven por televisión, y eso sólo cuando atrapamos a alguno. El resto del tiempo no tienen la más remota idea de lo que pasa alrededor. —Tomó un largo trago de Jax—. En estos momentos hay al menos doscientos asesinos de este tipo en activo. Como mínimo doscientos. —Recitaba cifra tras cifra y subrayaba cada dato estadístico señalándome con la botella—. Nueve de cada diez son hombres; ocho de cada diez son blancos, y a uno de cada cinco nunca lo cogen. Nunca.

»¿Y sabes qué es lo más raro? Que en este país hay más que en ninguna otra parte. Nuestro querido Estados Unidos de América produce a esos hijos de puta como muñecos de los personajes de Barrio Sésamo. Tres cuartas partes de ellos viven y trabajan aquí. Somos el principal productor mundial de asesinos en serie. Es un síntoma de enfermedad, eso es. Estamos enfermos y débiles, y esos asesinos son como un cáncer dentro de nosotros: cuanto más deprisa crecemos, más rápido se multiplican ellos.

»Y cuantos más somos, más nos distanciamos entre nosotros. Prácticamente vivimos unos encima de otros y sin embargo nunca hemos estado tan alejados. Y de pronto aparecen estos tipos, con sus cuchillos y sus cuerdas, y resulta que aún están más alejados que los demás. Algunos incluso tienen instintos de policía. Se reconocen entre sí por el olfato. En febrero encontramos a un tipo en Angola que se comunicaba con un presunto asesino de Seattle mediante códigos bíblicos. No me explico cómo se encontraron esos dos bichos raros, pero se encontraron.

»Lo curioso es que la mayoría de ellos están aún peor que el resto de la humanidad. Son unos inadaptados, desde el punto de vista sexual, emocional, físico, lo que sea, y se desahogan con quienes los rodean. No tienen… —agitó las manos en busca de la palabra— visión. No tienen una visión más amplia de lo que hacen. Sus actos carecen de objetivo. No son más que la manifestación de una especie de defecto fatal.

»Y sus víctimas son tan tontas que no entienden qué ocurre alrededor. Esos asesinos deberían ponernos en guardia, pero nadie presta atención y eso agranda aún más el abismo. No ven más que la distancia, pero la salvan y nos liquidan, uno a uno. Nuestra única esperanza es que, si actúan con la suficiente frecuencia, identifiquemos sus pautas de comportamiento y establezcamos un vínculo entre nosotros y ellos, un puente para salvar la distancia. —Apuró la cerveza y levantó la botella para pedir otra—. Es la distancia —continuó, dirigiendo la vista hacia la calle con la mirada perdida—, la distancia entre la vida y la muerte, el cielo y el infierno, nosotros y ellos. Han de recorrerla a fin de acercarse a nosotros lo bastante para atraparnos, pero todo se reduce a una cuestión de distancia. Les encanta la distancia.

Y a mí me parecía, mientras la lluvia azotaba la ventana, que Adelaide Modine, el Viajante y las demás personas semejantes a ellos que deambulaban por el país estaban todos unidos por esa distancia respecto a los seres humanos corrientes. Eran como los niños que torturan animales o sacan a los peces de los acuarios para verlos retorcerse y boquear en el umbral de la muerte.

Sin embargo, Adelaide Modine parecía aún peor que muchos de los otros, porque era una mujer y sus actos no sólo iban contra la ley y la moralidad y cualquier otro de los nombres que damos a los lazos comunes que nos unen y nos impiden destrozarnos unos a otros; iban también contra la naturaleza. El hecho de que una mujer mate a un niño nos provoca un sentimiento que rebasa la repugnancia y el horror. Provoca una especie de desesperación, una falta de fe en los cimientos sobre los que hemos construido nuestras vidas, ya que tenemos la firme convicción de que una mujer jamás arrebataría la vida a un niño. Del mismo modo que Lady Macbeth rogaba que se la despojara de su sexo para matar al anciano rey, también una mujer que mataba a un niño aparecía ante nuestros ojos como un ser desnaturalizado, un ser disociado de su sexo. Adelaide Modine era como la arpía nocturna de Milton, «atraída por el olor de la sangre infantil».

Para mí, la muerte de un niño es inaceptable. El asesinato de un niño equivale a la muerte de la esperanza, la muerte del futuro. Recuerdo que antes escuchaba la respiración de Jennifer, observaba el movimiento de su pecho, experimentaba una sensación de gratitud, de alivio, a cada inhalación y espiración. Cuando lloraba, la mecía entre mis brazos hasta adormecerla, esperaba a que sus sollozos se apagaran y se acompasaran con el plácido ritmo del reposo. Y cuando por fin se quedaba tranquila, me inclinaba despacio, con sumo cuidado, notando un dolor en la espalda por la tensión de la postura, y la dejaba en la cuna. Cuando me la quitaron, fue como si todo un mundo muriese, como si un número infinito de futuros llegase a su fin.

Al acercarme al motel me abrumó el peso de la desesperación. Según Hyams, él no había detectado nada en los Modine que indicase lo hondo que había anidado en ellos la maldad. Walt Tyler, si era verdad lo que decía, sólo vio esa maldad en Adelaide Modine. Ella había vivido entre aquellas personas, se había criado con ellas, quizás incluso había jugado con ellas, se había sentado a su lado en la iglesia, las había visto casarse, tener hijos, y de pronto se había encarnizado con ellas, y nadie había sospechado nada.

Creo que yo deseaba tener una facultad de la que carecía: la facultad de percibir la maldad, la capacidad de mirar los rostros de la gente en una habitación atestada y ver en ellos los indicios de depravación y corrupción. La idea me trajo a la memoria un asesinato ocurrido en Nueva York unos años antes; un chico de trece años, en un bosque, había golpeado con unas rocas a un niño menor hasta matarlo. Fueron las palabras de su abuelo las que se me quedaron grabadas. «Dios mío», dijo. «Tendría que haber podido verlo de algún modo. Tendría que haber existido algo que yo hubiese podido ver».

—¿Hay fotos de Adelaide Modine? —pregunté por fin.

Martin arrugó la frente.

—Puede que el expediente de la investigación incluya una. Quizás también haya algo en la biblioteca. En el sótano tienen una especie de archivo municipal, los anuarios del colegio, fotos del periódico, esas cosas. Es posible que allí haya algo. ¿Por qué lo pregunta?

—Por curiosidad. Fue la responsable de muchas de las desgracias de este pueblo, pero me resulta difícil imaginarla. Tal vez quiera ver la expresión de sus ojos.

Martin me dirigió una mirada de perplejidad.

—Puedo pedirle a Laurie que busque en los archivos de la biblioteca. Le diré a Burns que revise nuestros propios expedientes, pero podría llevar su tiempo. Están todos en cajas y el sistema de clasificación es bastante confuso. Algunos ni siquiera están ordenados por fecha. Supone mucho trabajo sólo para satisfacer su curiosidad.

—De todos modos se lo agradecería.

Martin emitió un sonido gutural, pero guardó silencio durante un rato. Cuando el motel apareció a nuestra derecha, detuvo el coche en el arcén.

—En cuanto a Earl Lee… —dijo.

—Siga.

—El sheriff es un buen hombre. Por lo que he oído, mantuvo unida a la gente del pueblo después de los asesinatos de los Modine, él, el doctor Hyams y un par de personas más. Es un hombre íntegro y no tengo queja de él.

—Si lo que ha dicho Tyler es verdad, quizá sí debería tenerla.

Martin asintió con la cabeza.

—Es una posibilidad. Si es cierto, el sheriff debe de cargar con ello en su conciencia. Es un hombre angustiado, señor Parker, angustiado por el pasado, por sí mismo. No le envidio nada excepto su fortaleza. —Abrió las manos e hizo un gesto de indiferencia—. Una parte de mí opina que usted debería quedarse y hablar con él cuando vuelva; pero otra parte de mí, la parte inteligente, me dice que lo mejor para todos será que termine su trabajo lo antes posible y se marche.

—¿Ha tenido noticias de él?

—No. Se toma algún que otro permiso y a veces se retrasa un poco, pero no voy a echárselo en cara. Es un hombre solitario. Un hombre al que le gusta la compañía de otros hombres aquí no puede encontrar mucho consuelo.

—No —dije, contemplando el parpadeo del letrero de neón del Welcome Inn—. Supongo que no.

El aviso llegó casi en el instante en que Martin arrancó. Se había producido una muerte en el centro médico: la mujer sin identificar que había intentado matarme la noche anterior.

Cuando llegamos, dos coches patrulla obstruían la entrada del aparcamiento, y vi hablar en la puerta a los dos hombres del FBI. Martin siguió adelante, y cuando salimos del coche, los dos agentes, pistola en mano, se encaminaron hacia mí al unísono.

—¡Calma! ¡Calma! —exclamó Martin—. Ha estado conmigo todo el tiempo. Guarden las armas.

—Vamos a retenerlo hasta que llegue el agente Ross —dijo uno de los agentes, que se llamaba Willox.

—No van a retener a nadie, no hasta que averigüe qué pasa aquí.

—Ayudante, se lo advierto, este asunto le viene grande.

En ese momento Wallace y Burns, alertados por los gritos, salieron del centro médico. En honor a la verdad, debo decir que los dos se colocaron junto a Martin en ademán de empuñar sus armas.

—Como decía, dejemos las cosas como están —repitió Martin con tranquilidad.

Dio la impresión de que los federales no iban a ceder, pero al final enfundaron sus pistolas y se apartaron.

—El agente Ross se enterará de esto —le dijo Willox a Martin entre dientes, pero éste pasó de largo.

Wallace y Burns nos acompañaron a la habitación asignada a la mujer.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Martin.

Wallace enrojeció y empezó a balbucear.

—Joder, Alvin, hemos oído alboroto fuera del centro y…

—¿Qué clase de alboroto?

—Se ha incendiado el motor de un coche, el de una enfermera. Me ha parecido muy raro. No había nadie dentro y ella no lo había utilizado desde esta mañana. No me he separado de esta puerta más de cinco minutos. Al volver, la mujer estaba así…

Llegamos a la habitación de la mujer. A través de la puerta abierta vi su piel pálida como la cera y la sangre en la almohada junto a la oreja izquierda. Un objeto metálico, terminado en una empuñadura de madera, brillaba en la oreja. La ventana por la que había entrado el asesino aún estaba abierta; habían roto el cristal para descorrer el pestillo. En el suelo había una lámina de papel adhesivo con fragmentos de vidrio. Quienquiera que hubiese matado a la mujer se había tomado la molestia de pegarlo a la ventana antes de romper el cristal a fin de amortiguar el sonido y asegurarse de que apenas hacía ruido al caer al suelo.

—¿Quién más ha entrado aquí, aparte de vosotros dos?

—La doctora, una enfermera y los dos federales —dijo Wallace.

La doctora ya mayor llamada Elise apareció detrás de nosotros. Se la veía nerviosa y cansada.

—¿Qué le ha pasado a esta mujer? —preguntó Martin.

—Un objeto punzante introducido por la oreja, creo que un punzón para romper hielo, le ha perforado el cerebro. Ya estaba muerta cuando hemos llegado.

—Han dejado el punzón —musitó Martin.

—Limpio y sencillo —dije—. Nada que relacione al asesino con lo ocurrido si lo… o la… atrapan.

Martin se volvió de espaldas a mí y empezó a consultar a los otros dos ayudantes. Mientras hablaban, me alejé y fui a los servicios de hombres. Wallace me miró y, con gestos, le indiqué que teñía náuseas. Desvió la vista con expresión de desprecio. Pasé cinco segundos en los lavabos y me escabullí del centro por la puerta trasera.

Se me acababa el tiempo. Sabía que Martin intentaría sonsacarme el nombre de quién había contratado a los asesinos. El agente Ross no tardaría en llegar. En el mejor de los casos me retendría hasta obtener la información que quería, y se esfumaría toda esperanza de encontrar a Catherine Demeter. Regresé al motel, donde seguía aparcado mi coche, y salí de Haven.