Walt Tyler vivía en una casa de madera ruinosa pero limpia; apoyado contra una de las paredes se sostenía en precario equilibrio un montón de neumáticos de coche que, según un cartel de la carretera, estaban en venta. Dispersos por la grava y el césped bien cuidado había otros artículos vendibles en mayor o menor medida, entre ellos dos cortacéspedes a medio recomponer, varios motores y piezas de motores, y unos cuantos aparatos de gimnasio oxidados, además de un juego completo de barras y pesas.
Tyler era un hombre alto, un poco cargado de espaldas, con una mata de pelo canoso. Había sido atractivo en otro tiempo, como yo ya pude ver en la fotografía del periódico, y aún se movía con garbosa agilidad, como si se negara a admitir que aquel físico bien parecido era cosa del pasado, arruinado por los quebraderos de cabeza y el incesante dolor de un padre que ha perdido a su única hija.
A Martin Alvin le dispensó un saludo bastante caluroso, pero a mí me estrechó la mano con mucha menos cordialidad y, reacio a invitarnos a entrar, propuso que nos sentásemos en el porche a pesar de la amenaza de lluvia. Tyler se sentó en una butaca de mimbre de aspecto cómodo, y Martin y yo en dos recargadas sillas metálicas de jardín, piezas sueltas de un juego más completo y también en venta, según el letrero que colgaba del respaldo de la mía.
Sin que Tyler se molestara en pedirlo, una mujer unos diez años más joven que él nos sirvió café en unas tazas limpias de porcelana. También ella había sido más hermosa en otro tiempo, aunque, en su caso, la belleza de la juventud había madurado en algo quizás aún más atractivo: la serena elegancia de una mujer para quien la vejez no entrañaba temores y en quien las arrugas alterarían su atractivo sin borrarlo. Dirigió una mirada a Tyler, y éste, por primera vez desde nuestra llegada, esbozó una ligera sonrisa. Ella se la devolvió y entró de nuevo en la casa. No volvimos a verla en el porche.
El ayudante del sheriff empezó a hablar, pero Tyler lo interrumpió con un parco gesto de la mano.
—Ya sé por qué están aquí, agente. Sólo existe una razón por la que usted traería a un desconocido a mi casa. —Me miró con severidad, y en sus ojos amarillentos y ribeteados percibí una expresión de interés, casi risueña—. ¿Es usted el tipo que se ha liado a tiros en el motel? —preguntó, y la sonrisa asomó fugazmente—. Lleva una vida apasionante. ¿Le duele el hombro?
—Un poco.
—A mí me hirieron una vez, en Corea. Una bala en el muslo. Y no es que me doliera un poco; fue un tormento.
Hizo una mueca exagerada al recordarlo y luego calló. Se oyó un trueno y el porche pareció oscurecerse durante un rato, pero aún veía a Walt Tyler con la mirada fija en mí, ahora ya sin sonreír.
—El señor Parker es detective, Walt. Fue inspector de policía —explicó Alvin.
—Busco a una persona, señor Tyler —dije—. Una mujer. Quizá la recuerde usted. Se llama Catherine Demeter. Es la hermana menor de Amy Demeter.
—Ya sabía yo que usted no era escritor. Alvin no me traería aquí… —buscó la palabra adecuada— a una de esas sanguijuelas. —Tomó su taza y se bebió el café despacio y en silencio, como si no quisiera hablar más del tema y, me dio la impresión, para pararse a considerar lo que acababa de decir—. La recuerdo, pero no ha vuelto desde la muerte de su padre, y ya han pasado diez años. No tiene ninguna razón para volver.
Esa frase empezaba a parecer un eco.
—Aun así, creo que ha vuelto, y creo que forzosamente su regreso guarda relación con lo que pasó entonces —contesté—. Usted es uno de los pocos que quedan de aquella época, señor Tyler, usted, el sheriff y uno o dos más, los únicos implicados en lo sucedido.
Supuse que hacía mucho tiempo que no hablaba de aquello en voz alta, pero tenía la certeza de que nunca transcurrían largos periodos sin que lo ocurrido volviera a sus pensamientos o sin que él lo tuviera presente de manera más o menos viva, al igual que un antiguo dolor que nunca desaparece pero a veces se olvida en medio de otra actividad y luego vuelve. Y pensé que cada vez que el dolor volvía, grababa una arruga más en su rostro, y así un hombre antes apuesto podía perder su atractivo como una magnífica estatua de mármol se descascarilla poco a poco hasta convertirse en un vago remedo de lo que fue.
—A veces aún la oigo. Oigo sus pasos en el porche por la noche, la oigo cantar en el jardín. Al principio salía corriendo cuando la oía, sin saber si estaba dormido o despierto. Pero nunca la vi. Y pasado un tiempo dejé de echar a correr, aunque aún me despertaba. Ahora ya no viene tan a menudo.
Quizás, a pesar de la luz cada vez más tenue del crepúsculo, vio algo en mi semblante que le permitió comprender. No tengo la certeza, y él no dio señales de saberlo ni de que existiera algo más entre nosotros que una necesidad de información y un deseo de contar, pero interrumpió por un momento su relato y, en ese silencio, casi nos rozamos, como dos viajeros que se cruzan en un largo y arduo camino y se ofrecen mutuo consuelo en su recorrido.
—Era mi única hija —prosiguió—. Desapareció cuando volvía del pueblo un día de otoño y nunca más la vi viva. La siguiente vez que la vi era hueso y papel y no pude reconocerla. Mi esposa, que en paz descanse, denunció la desaparición a la policía, pero durante uno o dos días nadie vino, y en ese tiempo peinamos los campos y buscamos en las casas y por todas partes. Fuimos de puerta en puerta, llamando y preguntando, pero nadie supo decirnos dónde estaba ni adónde podía haber ido. Y de pronto, tres días después de marcharse, un ayudante del sheriff se presentó aquí y me detuvo por el asesinato de mi hija. Me retuvieron durante dos días, me golpearon, me acusaron de violar y maltratar a niños. Pero yo sólo dije lo que sabía que era verdad, y al cabo de una semana me soltaron. Y mi hija nunca apareció.
—¿Cómo se llamaba, señor Tyler?
—Se llamaba Etta Mae Tyler y tenía nueve años.
Oí el susurro de los árboles agitados por el viento y los crujidos de los listones de la casa al asentarse. En el jardín, un columpio se balanceaba. Daba la impresión de que todo se movía alrededor mientras conversábamos, como si nuestras palabras hubieran despertado algo dormido desde hacía mucho tiempo.
—Tres meses después desaparecieron otros dos niños, los dos negros, en el transcurso de una semana. Hacía frío. La gente pensó que quizá la primera niña, Dora Lee Parker, se había caído por un agujero en el hielo mientras jugaba. El hielo volvía loca a aquella criatura. Pero la buscaron en todos los ríos, dragaron todos los estanques y no la encontraron. La policía vino a interrogarme otra vez, y durante un tiempo incluso algunos vecinos me miraron con cara rara. Sin embargo, la policía volvió a desinteresarse. Eran niños negros y no vieron razón para relacionar los dos casos.
»El tercer niño no era de Haven, sino de Otterville, a unos sesenta kilómetros. Otro negro, que se llamaba… —Se interrumpió, se llevó la palma de la mano a la cabeza y, cerrando los ojos, se apretó la frente—. Bobby Joiner —añadió en voz baja, con un leve gesto de asentimiento—. Por entonces empezaba a cundir el pánico y se envió una delegación al sheriff y al alcalde. La gente no dejaba salir de casa a los niños, sobre todo de noche, y la policía interrogó a todos los negros en kilómetros a la redonda y también a algún que otro blanco, en su mayoría pobres hombres que se sabía que eran homosexuales.
»Creo que a continuación hubo una tregua. Esa gente quería dejar pasar un tiempo para que los negros respiraran tranquilos otra vez, que se despreocuparan, pero eso no ocurrió. La situación se prolongó durante meses, hasta principios de 1970. Entonces desapareció la pequeña Demeter y todo cambió. La policía interrogó a los habitantes de kilómetros a la redonda, tomó declaraciones, organizó partidas de búsqueda. Pero nadie vio nada. Era como si la tierra se hubiera tragado a la niña.
»Las cosas pintaron peor para los negros. Al final la policía cayó en la cuenta de que podía existir alguna relación entre las desapariciones y pidió la intervención del FBI. A partir de ese momento, cualquier negro que anduviera por el pueblo de noche se exponía a ser detenido o maltratado, o las dos cosas. Pero esa gente… —Repitió esas palabras y en su voz se percibió una especie de sacudida, un gesto de horror ante el comportamiento humano—. Esa gente disfrutaba con lo que hacía y no podía parar. La mujer intentó secuestrar a un niño en Batesville, pero estaba sola y el niño forcejeó, le dio patadas, le arañó la cara y escapó. Ella lo persiguió, pero al final desistió. Sabía lo que le esperaba.
»Aquél era un niño espabilado. Describió a la mujer, recordó el modelo del coche e incluso parte de la matrícula. Pero no identificaron el coche hasta el día siguiente y entonces fueron a buscar a Adelaide Modine.
—¿La policía?
—No, la policía no. Una muchedumbre, algunos de Haven, otros de Batesville, dos o tres de Yancey Mill. El sheriff no estaba en el pueblo cuando ocurrió y los hombres del FBI ya se habían marchado. Pero el ayudante del sheriff, Earl Lee Granger, iba con ellos cuando llegaron a la casa de los Modine, y ella no estaba. Sólo estaba allí el hermano y se encerró en el sótano, pero entraron por la fuerza.
Se quedó en silencio y oí cómo tragaba saliva en la creciente oscuridad; supe que él había estado allí.
—Dijo que no sabía dónde estaba su hermana, que no sabía nada de los niños muertos. Así que lo colgaron de una viga del techo y quedó como un suicidio. Llamaron al doctor Hyams para certificarlo, pese a que en aquel sótano el techo quedaba a cinco metros de altura y era imposible que aquel muchacho hubiera llegado hasta allí para ahorcarse a menos que fuera capaz de trepar por las paredes. Después corrió el chiste de que Modine debía de tener muchas ganas de colgarse para subir hasta allí sin ayuda.
—Pero ha dicho que la mujer estaba sola cuando intentó secuestrar al último niño —comenté—. ¿Cómo sabían que su hermano estaba implicado?
—No lo sabían, o al menos no lo sabían con seguridad. Pero ella necesitaba la ayuda de alguien para hacer lo que hizo. No es tan fácil controlar a un niño. Forcejean, dan patadas y piden ayuda a gritos. Por eso no lo consiguió la última vez, porque nadie la ayudó. Al menos eso imaginaron.
—¿Y usted?
El porche volvía a estar en silencio.
—Yo conocía a aquel chico y no era un asesino. Era débil… y blando. Era homosexual; lo sorprendieron con otro chico en el colegio privado donde estudiaba y lo expulsaron. Mi hermana se enteró cuando limpiaba casas de familias blancas en el pueblo. Se mantuvo en secreto, aunque corrían rumores sobre él. Creo que algunos quizá sospecharon de él durante un tiempo, sólo por eso. Cuando su hermana intentó llevarse al niño…, en fin, la gente decidió que él tenía que saberlo. Y es verdad que tenía que saberlo, supongo, o como mínimo sospecharlo. No lo sé, pero…
Miró a Alvin Martin y éste le devolvió la mirada.
—Sigue, Walt. Hay cosas que yo ya sé, y no dirás nada que yo no haya pensado o adivinado.
Tyler aún parecía inquieto pero asintió, más para sí que para nosotros, y prosiguió.
—El ayudante Earl Lee sabía que el chico era inocente. Estaba con él la noche del secuestro de Bobby Joiner. Otras noches también.
Miré a Alvin Martin, que bajó la vista y asintió lentamente.
—¿Y usted cómo lo sabía? —pregunté.
—Los vi —se limitó a contestar—. Sus coches estaban aparcados fuera del pueblo, bajo unos árboles, la noche en que se llevaron a Bobby Joiner. A veces yo paseaba por el campo, para alejarme de aquí, pese a que era peligroso dadas las circunstancias. Descubrí a lo lejos los coches aparcados, me acerqué con sigilo y los vi. El chico, Modine, estaba…, bueno, de rodillas ante el sheriff, luego se fueron al asiento trasero y el sheriff lo penetró.
—¿Y volvió a verlos juntos después?
—En el mismo sitio, un par de veces.
—¿Y el sheriff permitió que lo ahorcaran?
—No se atrevió a decir nada —replicó Tyler—, por si la gente se enteraba. Y se quedó de brazos cruzados mientras colgaban al chico.
—¿Y su hermana? ¿Qué sabe de Adelaide Modine?
—A ella también la buscaron. Registraron la casa y luego las tierras, pero se había ido. Después alguien vio fuego en las ruinas de una vieja casa de East Road a unos quince kilómetros del pueblo y enseguida ardió todo. Thomas Becker almacenaba allí pintura vieja y sustancias inflamables, lejos de los niños. Y cuando se apagó el incendio encontraron un cadáver, muy quemado, y dijeron que era Adelaide Modine.
—¿Cómo la identificaron?
Fue Martin quien contestó.
—Había un bolso cerca del cuerpo con los restos de una gran cantidad de billetes, documentos personales, extractos bancarios básicamente. En el cuerpo se encontraron joyas que se sabía que eran suyas, una pulsera de oro y diamantes que llevaba siempre. Habían sido de su madre, dijeron. Las muestras dentales también coincidían. El viejo doctor Hyams sacó su historial clínico; compartía la consulta con el dentista, pero éste no estaba en el pueblo esa semana.
»Al parecer se había escondido, quizás esperando que su hermano o alguna otra persona fuera a buscarla, y se quedó dormida con un cigarrillo en la mano. Había estado bebiendo, dijeron, tal vez para entrar en calor. Ardió toda la casa. Encontraron su coche cerca de allí, con una bolsa llena de ropa en el maletero.
—¿Recuerda algo de Adelaide Modine, señor Tyler? ¿Algo que pudiera explicar…?
—Explicar ¿qué? —me interrumpió—. ¿Explicar por qué lo hizo? ¿Explicar por qué alguien la ayudó a hacer lo que hizo? Yo no puedo explicar cosas así, ni siquiera a mí mismo. Desde luego había algo en ella, algo muy arraigado, algo siniestro y perverso. Le diré una cosa, señor Parker: no he conocido a nadie en este mundo tan cerca de la maldad en estado puro como Adelaide Modine, y he visto a hermanos negros colgados de árboles, a los que además prendían fuego una vez colgados. Adelaide Modine era peor que la gente que ahorcó a su hermano, porque, por más que me empeñe, no le veo ninguna razón a lo que hizo. Son cosas inexplicables, a menos que uno crea en el diablo y en el infierno. Sólo así puedo explicar sus actos. Era una criatura salida del infierno.
Me quedé callado durante un rato, intentando poner en orden y sopesar lo que acababa de oír. Walt Tyler me observó mientras todo aquello pasaba por mi mente y creo que adivinó qué pensaba. No podía culparlo por no haber contado lo que sabía del sheriff y William Modine. Una acusación semejante podía costarle la vida a un hombre y no era una prueba concluyente de que William Modine no estuviese directamente implicado en los asesinatos, aunque si Tyler había juzgado bien la personalidad del chico, el perfil de éste no se correspondía con el de un asesino de niños. Pero saber que quizás alguien implicado en la muerte de su hija hubiera podido escapar debía de haberlo atormentado durante todos aquellos años.
Quedaba por contar una parte de la historia.
—Encontraron a los niños al día siguiente, justo al empezar a buscarlos —concluyó Tyler—. Un chico que había salido de caza se refugió en una casa abandonada de la finca de los Modine y su perro comenzó a arañar la puerta del sótano, que estaba en el suelo, como una trampilla. El chico abrió la cerradura de un disparo, el perro bajó y él lo siguió. Luego corrió a casa y avisó a la comisaría.
»Allí abajo había cuatro cadáveres, mi hija y los otros tres. Los… —se interrumpió y contrajo el rostro, pero no lloró.
—No es necesario que siga —dije en voz baja.
—No, tiene que saberlo —contestó. Con voz más alta, como el grito de un animal herido, prosiguió—: Debe saber qué hicieron, qué les hicieron a esos niños, a mi hija. Mi niña tenía todos los dedos rotos, aplastados, y los huesos desencajados. —Ahora lloraba sin contenerse, con las grandes manos abiertas ante él como si suplicara a Dios—. ¿Cómo pudieron hacer una cosa así, y a niños? ¿Cómo? —En ese momento se replegó en sí mismo y me pareció ver la cara de la mujer en la ventana y las yemas de sus dedos deslizarse por el cristal.
Nos quedamos con él un rato más y luego nos levantamos para marcharnos.
—Señor Tyler —dije con delicadeza—, sólo una cosa más: ¿dónde está la casa en que encontraron a los niños?
—A unos cinco o seis kilómetros de aquí carretera arriba. Allí empieza la finca de los Modine. Una cruz de piedra marca el principio del camino que lleva hasta allí. La casa prácticamente ha desaparecido. Sólo quedan unas cuantas paredes y parte del tejado. El estado quería derribarla pero algunos protestamos. Queríamos que nos recordara lo que ocurrió, así que la casa Dane sigue allí.
Nos fuimos, pero mientras bajaba los peldaños del porche, oí su voz a mis espaldas.
—Señor Parker. —Volvía a hablar con voz potente, sin que le temblara, aunque en el tono se apreciaba todavía un residuo de dolor. Me di media vuelta para mirarlo—. Señor Parker, este pueblo está muerto. Nos persiguen los fantasmas de niños asesinados. Si encuentra a Catherine Demeter, dígale que se vuelva por donde ha venido. Para ella aquí sólo hay dolor y sufrimiento. Dígaselo, ¿quiere? No deje de decírselo cuando la encuentre.
Alrededor de su abarrotado jardín se intensificó el susurro de los árboles y dio la impresión de que, más allá de donde alcanzaba la vista, donde la oscuridad era casi impenetrable, algo se movía. Siluetas que iban y venían, que bordeaban la luz de la casa, y en el aire flotaban risas infantiles.
Y luego sólo las ramas de los pinos que abanicaban la oscuridad y el tintineo hueco de una cadena entre los despojos del jardín.