Mi abuelo decía que el sonido más aterrador del mundo era el chasquido de una escopeta de repetición al entrar el cartucho en la recámara, una bala dirigida a ti. Ese sonido me arrancó del sueño en el motel cuando subían por la escalera. En ese momento las manecillas fosforescentes de mi reloj de pulsera marcaban las tres y media. Cruzaron la puerta unos segundos después y, en el silencio de la noche, las detonaciones fueron ensordecedoras cuando dispararon una y otra vez a la cama, haciendo volar las plumas y jirones de algodón como una nube de polillas blancas.
Pero para entonces yo ya estaba de pie, pistola en mano. La puerta de comunicación entre las dos habitaciones estaba cerrada y amortiguaba un poco el ruido de los disparos; por esa misma razón ellos tampoco oyeron el sonido de la puerta del pasillo, pese a que había cesado el fuego y el duro eco de los estampidos resonaba en los oídos. La decisión de no convertirme en un blanco fácil durmiendo en la habitación asignada había sido acertada.
Salí al pasillo con un movimiento rápido, me di la vuelta y apunté. El hombre del 4x4 rojo estaba allí, con el cañón de una Ithaca de repetición calibre doce cerca de la cara. Incluso en la tenue iluminación del pasillo vi que no había casquillos en el suelo a sus pies. Los disparos los había realizado la mujer.
En ese momento, mientras la mujer maldecía dentro de la habitación, él se volvió hacia mí al mismo tiempo que bajaba el cañón del arma. Disparé una vez. Una rosa oscura brotó de la garganta del hombre y la sangre manó en una lluvia de pétalos sobre su camisa blanca. La escopeta cayó al suelo enmoquetado cuando se llevó las manos al cuello. Le fallaron las rodillas y se desplomó; su cuerpo se retorció como un pez fuera del agua.
El cañón de una escopeta asomó por la puerta y la mujer disparó a discreción hacia el pasillo, haciendo saltar el yeso de las paredes. Noté un tirón en el hombro derecho y un lancinante dolor me recorrió el brazo. Intenté sujetar el arma, pero se me cayó al suelo mientras la mujer seguía disparando y las letales balas silbaban por el aire y se incrustaban en las paredes.
Eché a correr por el pasillo y atravesé la puerta de la escalera de incendios. Tropecé y caí rodando justo cuando cesaron los disparos. Supe que me seguiría en cuanto comprobara que su compañero estaba muerto. Si hubiese existido la menor posibilidad de que sobreviviese, quizás habría intentado salvarlo, y salvarse también ella.
Cuando llegué al segundo piso oí sus sonoras pisadas en los peldaños. Me dolía mucho el brazo y estaba seguro de que me alcanzaría antes de que llegase a la planta baja.
Crucé la puerta y entré en el pasillo. El suelo estaba cubierto de láminas de plástico y dos escaleras de tijera se alzaban como campanarios junto a las paredes. En el aire flotaba un intenso olor a pintura y disolvente. A unos siete metros de la puerta había un pequeño hueco, casi invisible hasta que uno llegaba a él; contenía una manguera contra incendios y un pesado y anticuado extintor de agua. Cerca de mi habitación había visto un hueco idéntico. Me metí dentro y, apoyándome contra la pared, intenté controlar la respiración. Levanté el extintor con la mano izquierda y traté de sujetarlo por debajo con la derecha en un vano esfuerzo por utilizarlo como arma, pero el brazo herido, que sangraba mucho, de poco me servía, y el extintor no era lo bastante manejable para ser eficaz. Oí los pasos de la mujer, ahora más lentos, y el suave susurro de la puerta cuando entró en el pasillo. Escuché sus pisadas sobre el plástico. Sonó un ruidoso golpe cuando abrió de una patada la puerta de la primera habitación, y luego otro cuando repitió la operación en la habitación siguiente. Casi había llegado hasta mí, pese a que caminaba con sigilo, el plástico la delataba. Noté cómo la sangre me resbalaba por el brazo y goteaba de las puntas de mis dedos mientras desenrollaba la manguera y esperaba a que ella apareciese.
Cuando estaba casi a la altura del hueco, lancé la manguera como un lazo. La pesada boquilla metálica le acertó en pleno rostro y oí el crujido de un hueso. Retrocedió tambaleándose y un inocuo disparo escapó de su arma a la vez que se llevaba la mano izquierda instintivamente a la cara. Lancé de nuevo la manguera y la goma rebotó contra su mano extendida mientras la boquilla le golpeaba a un lado de la cabeza. Gimió, y yo salí del hueco tan deprisa como pude, ahora con la boquilla en la mano izquierda, y le enrollé la goma alrededor del cuello como los anillos de una serpiente.
Sujetaba con firmeza la culata de la escopeta contra el muslo e intentó deslizar la mano a lo largo del cañón para volver a cargarlo mientras la sangre de la cara le corría entre los dedos de la mano derecha. Le asesté una patada al arma y se le escapó de las manos. Apuntalándome en la pared, la sujeté firmemente contra mí, con una pierna entrelazada a la suya para que no pudiera apartarse y el otro pie sobre la manguera para mantenerla tensa. Y allí permanecimos como amantes, la boquilla caliente a causa de la sangre que se deslizaba por mi mano y la manguera alrededor de la muñeca, mientras ella forcejeaba, hasta que, por fin, cayó exhausta entre mis brazos.
Cuando dejó de moverse, la solté y se desplomó. Le desenrollé la manguera del cuello y, agarrándola por la mano, la bajé a rastras por la escalera hasta la planta baja. Al ver el color amoratado de su rostro, comprendí que había estado a punto de matarla; aun así, no quería perderla de vista.
Rudy Fry yacía en el suelo de su despacho, con sangre coagulada en la cara cenicienta y alrededor de la brecha del cráneo fracturado. Telefoneé a la oficina del sheriff y, minutos después, oí las sirenas y vi el resplandor rojo y azul de las luces girar y reflejarse en el interior del vestíbulo a oscuras; la sangre y las luces trajeron a mi memoria una vez más otra noche y otras muertes. Cuando Alvin Martin entró pistola en mano, sentía náuseas debido a la conmoción y apenas me tenía en pie. La luz roja nos quemaba los ojos como si fuera fuego.
—Es usted un hombre con suerte —dijo la doctora de respetable edad, su sonrisa reflejaba una mezcla de sorpresa y preocupación—. Unos centímetros más allá, y Alvin estaría componiéndole un panegírico.
—Seguro que habría sido digno de oírse —contesté.
Estaba sentado a una mesa de la sala de urgencias del centro médico de Haven, pequeño pero bien equipado. La herida del brazo no era grave, pero había perdido mucha sangre. Me la habían limpiado y vendado, y en la mano sana sostenía un frasco de calmantes. Me sentía como si un tren me hubiese pasado al lado rozándome.
Alvin Martin permanecía junto a mí. Wallace y otro ayudante que no reconocí montaban guardia en el pasillo frente a la habitación donde estaba la mujer. No había recobrado el conocimiento y, por lo que oí de la breve conversación entre el médico y Martin, sospechaba que había entrado en coma. Rudy Fry también seguía inconsciente, pero se esperaba que se recuperase de las heridas.
—¿Se sabe algo de los agresores? —pregunté a Martin.
—Todavía no. Hemos enviado las fotografías y las huellas digitales al FBI. Hoy mismo mandarán a alguien de Richmond.
El reloj de la pared marcaba las 6:45. Fuera continuaba lloviendo.
Martin se volvió hacia la doctora.
—¿Podrías dejarnos un par de minutos a solas, Elise?
—Claro. Pero no lo sometas a demasiada tensión.
Martin le sonrió cuando salía, pero, tan pronto como se volvió hacia mí, la sonrisa desapareció.
—¿Ha venido aquí sabiendo que le habían puesto precio a su cabeza?
—Había oído rumores, sólo eso.
—A la mierda usted y sus rumores. Rudy Fry ha estado a punto de morir y yo tengo en el depósito un cadáver sin identificar con un agujero en el cuello. ¿Sabe quién contrató a esos dos?
—Lo sé.
—¿Va a decírmelo?
—No, aún no. Tampoco voy a decírselo a los federales. Necesito que me los quite de encima durante un tiempo.
Martin casi se echó a reír.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—He de terminar lo que vine a hacer. Debo encontrar a Catherine Demeter.
—¿Este tiroteo tiene algo que ver con ella?
—No lo sé. Quizá sí, pero no entiendo qué pinta en todo esto. Necesito que usted me ayude.
Martin se mordió el labio.
—En el ayuntamiento están fuera de sí. Creen que si esto llega a oídos de los japoneses, abrirán la fábrica en White Sands antes que venir aquí. Todos quieren que usted se marche. De hecho, quieren que lo detenga, le dé una paliza y lo eche.
En la habitación entró una enfermera y Martin se calló, optando por reconcomerse en silencio mientras ella hablaba.
—Lo llaman por teléfono, señor Parker —dijo—. Un tal teniente Cole de Nueva York.
Hice una mueca de dolor al levantarme, y ella pareció compadecerse de mí. En ese momento estaba más que dispuesto a aceptar la compasión de alguien.
—Quédese ahí —añadió la enfermera con una sonrisa—. Le traeré un supletorio y pasaremos aquí la llamada.
Regresó al cabo de unos minutos con el teléfono y lo conectó a una toma de la pared. Alvin Martin permaneció allí indeciso por un momento y finalmente salió hecho una furia; me quedé solo.
—¿Walter?
—Me ha telefoneado un ayudante del sheriff. ¿Qué ha pasado?
—Dos de ellos han intentado liquidarme en el motel. Un hombre y una mujer.
—¿Estás malherido?
—Un rasguño en un brazo. Nada grave.
—¿Han escapado los agresores?
—No. El hombre ha muerto. La mujer está en coma, creo. En estos momentos analizan las fotos y las huellas. ¿Alguna novedad por vuestra parte? ¿Algo sobre Jennifer?
Intenté quitarme de la cabeza la imagen de su cara, pero seguía suspendida en la periferia de mi conciencia, como una figura atisbada con el rabillo del ojo.
—El tarro estaba limpio. Es un tarro de almacenamiento médico normal y corriente. Intentamos ponernos en contacto con el fabricante para verificar el número de serie, pero cerró en 1992. Seguiremos intentándolo, veremos si es posible acceder a archivos antiguos, pero las probabilidades son escasas. El envoltorio debe de venderse en todas las tiendas de objetos para regalo del país. Tampoco hay huellas. El laboratorio está analizando muestras de piel por si acaso. Los técnicos suponen que redirigió la llamada, sólo así puede aparecer el número de una cabina en el móvil, y no hay manera de localizarla. Te tendré informado si se descubre algo más.
—¿Y Stephen Barton?
—Tampoco hay nada. Es tan poco lo que sé que empiezo a pensar que me equivoqué de oficio. Lo dejaron sin conocimiento de un golpe en la cabeza, como dijo el forense, y luego lo estrangularon. Probablemente lo llevaron en coche hasta el aparcamiento y lo echaron a la alcantarilla.
—¿Los federales siguen buscando a Sonny?
—No me han llegado noticias en sentido contrario, pero supongo que la suerte tampoco está de su lado.
—Por lo que se ve, de momento la suerte no está del lado de nadie.
—La mala racha pasará.
—¿Sabe Kooper lo que ha ocurrido aquí?
Oí en el otro extremo de la línea algo parecido a una risa ahogada.
—Todavía no. Quizá se lo diga a media mañana. Una vez que el nombre de la fundación quede al margen del asunto, no le importará, pero no sé qué opinará de que un empleado de la casa ande agrediendo a la gente por los pasillos de un motel. Dudo que se haya encontrado antes con un caso así. ¿Cuál es la situación ahí?
—Los vecinos del pueblo no me han recibido precisamente con los brazos abiertos y guirnaldas de flores. Por ahora no hay ni rastro de la chica, pero presiento que aquí pasa algo raro. No sabría explicártelo, pero tengo esa sensación.
Dejó escapar un suspiro.
—Tenme al corriente de todo. ¿Puedo hacer algo desde aquí?
—¿Supongo que no podrás quitarme de encima a Ross?
—Imposible. No le caerías peor aunque se enterase de que te has tirado a su madre y has escrito su nombre en la pared de los lavabos de hombres. Va de camino hacia allá.
Walter colgó. Al cabo de un segundo se oyó un chasquido en la línea. Supuse que Alvin Martin era un hombre cauto. Volvió al cabo de un momento, dejó pasar tiempo suficiente para que no diese la impresión de que había estado escuchando. No obstante, había cambiado la expresión de su cara. Quizá tenía su lado positivo que hubiera oído la conversación.
—Debo encontrar a Catherine Demeter —dije—. Para eso he venido. Cuando lo consiga, me iré.
Asintió con la cabeza.
—Hace un rato le he pedido a Burns que telefoneara a unos cuantos moteles de la zona —informó—. En ninguno tienen alojado a alguien con ese nombre.
—Lo comprobé yo mismo antes de salir de Nueva York. Es posible que use un nombre falso.
—Eso he pensado. Si me da una descripción, mandaré a Burns a hablar con los conserjes.
—Gracias.
—No hago esto porque me salga del corazón, créame. Sólo quiero que se marche de aquí.
—¿Y qué hay de Walt Tyler?
—Si tenemos tiempo, le llevaré allí más tarde.
Fue a hablar con los agentes que custodiaban a la agresora. La doctora entró de nuevo y me examinó el vendaje del brazo.
—¿Seguro que no prefiere descansar aquí un rato? —preguntó.
Le di las gracias pero rechacé el ofrecimiento.
—En parte ya lo suponía —dijo. Señaló el frasco de calmantes—. Puede que le den sueño.
Le di las gracias por la advertencia y me los guardé en el bolsillo cuando me ayudó a ponerme la chaqueta sobre el torso sin camisa. No tenía intención de tomar los calmantes. Su expresión reveló que eso también lo sabía.
Martin me llevó a la oficina del sheriff. Habían precintado el motel y trasladado mi ropa a una celda. Me duché protegiéndome el vendaje con una bolsa de plástico y luego me quedé en un duermevela en la celda hasta que dejó de llover.
Poco después del mediodía llegaron dos agentes federales y me pidieron explicaciones de lo ocurrido. Fue un interrogatorio superficial, lo cual me extrañó hasta que recordé que el agente especial Ross tenía previsto volar a Virginia esa noche. A las cinco de la tarde, cuando Martin entró en el restaurante Haven, la mujer seguía inconsciente.
—¿Ha sabido Burns algo de Catherine Demeter?
—Burns ha estado atendiendo a los federales desde media mañana. Dice que visitará unos cuantos moteles antes de acabar la jornada. Me informará si encuentra algún rastro. Si aún le interesa ver a Walt Tyler, será mejor que nos pongamos en marcha.