Pasaban de las seis cuando regresé al motel. Las direcciones del domicilio y del bufete de Connell Hyams figuraban en el listín, pero cuando pasé por su oficina, las luces estaban apagadas. Llamé a Rudy Fry al motel y me dio indicaciones para llegar a Bale's Farm Road, donde no sólo vivía Hyams sino también el sheriff Earl Lee Granger.
Conduje con cautela por las tortuosas carreteras, buscando la entrada oculta mencionada por Fry y echando algún que otro vistazo al retrovisor por si el 4x4 rojo daba señales de vida. No lo vi. Pasé de largo ante la entrada de Bale's Farm Road y tuve que retroceder. La señal estaba medio tapada por la maleza e indicaba un camino sinuoso e irregular invadido de matojos, que al cabo de un rato daba a una hilera de casas pequeñas pero cuidadas con jardines alargados y lo que parecía un amplio patio en la parte trasera. La vivienda de Hyams era una de las últimas, una casa de madera grande y blanca de dos pisos. Había un farol encendido junto a la mosquitera, antepuesta a una maciza puerta de roble con un montante de cristal esmerilado en forma de abanico, y una luz en el zaguán.
Cuando aparqué, un hombre de pelo cano, con una chaqueta roja de lana, una camisa a rayas sin corbata y pantalones grises, abrió la puerta interior y me observó con relativa curiosidad.
—¿El señor Hyams? —pregunté al acercarme a la puerta.
—¿Sí?
—Soy detective. Me llamo Parker. Deseo hablar con usted sobre Catherine Demeter.
Permaneció en silencio durante un largo rato con la mosquitera entre ambos.
—¿Sobre Catherine o sobre su hermana? —preguntó por fin.
—Sobre las dos, supongo.
—¿Puedo saber por qué?
—Busco a Catherine. Es posible que haya vuelto aquí.
Hyams abrió la mosquitera y se apartó para dejarme pasar. Dentro los muebles eran de madera oscura y amplias alfombras de aspecto caro cubrían el suelo. Me llevó a un despacho al fondo de la casa, donde el escritorio estaba lleno de papeles y resplandecía el monitor de un ordenador.
—¿Le apetece una copa?
—No, gracias.
Alcanzó una copa de coñac de la mesa y me señaló una silla al otro lado antes de sentarse. Ahora lo veía con mayor claridad. Tenía un aspecto circunspecto y aristocrático, las manos largas y estilizadas, las uñas bien cuidadas. La habitación estaba caldeada, y me llegaba el olor de su colonia. Se notaba que era cara.
—Eso ocurrió hace mucho tiempo —dijo—. La mayoría de la gente preferiría no hablar del tema.
—¿Está usted entre esa «mayoría»?
Hizo un gesto de indiferencia y sonrió.
—Tengo mi sitio en esta comunidad y desempeño un papel. He vivido aquí casi toda mi vida, excepto cuando fui a la universidad y durante una época que ejercí en Richmond. Mi padre ejerció aquí durante cincuenta años, hasta el día de su muerte.
—Era médico, según tengo entendido.
—Médico, terapeuta, asesor jurídico e incluso dentista en ausencia del dentista oficial. Hacía de todo. Los asesinatos le afectaron de manera especial. Participó en las autopsias de los cadáveres. Creo que nunca lo olvidó, ni siquiera en sueños.
—¿Y usted? ¿Estaba por aquí cuando ocurrieron?
—Por aquel entonces trabajaba en Richmond, así que iba y venía de un sitio a otro. Yo estaba al tanto de todo, sí, pero preferiría no hablar de ello. Murieron cuatro niños, y sus muertes fueron horrendas. Mejor dejarlos descansar en paz.
—¿Se acuerda de Catherine Demeter?
—Conocía a la familia, sí, pero Catherine era más joven que yo. Se marchó después de graduarse en el instituto, si no recuerdo mal, y creo que ya no volvió salvo para asistir a los funerales de sus padres. Hace como mínimo diez años que estuvo aquí por última vez, y después la casa de su familia se vendió. Yo supervisé la venta. ¿Por qué cree que habría de volver ahora? Aquí no le queda nada, al menos nada bueno.
—No sabría decirle. Recientemente hizo unas llamadas al pueblo y desde entonces no ha vuelto a dar señales de vida.
—Eso no significa gran cosa.
—No —admití.
Hizo girar la copa entre los dedos, observando cómo se agitaba el líquido ambarino. Tenía los labios apretados en un gesto ponderativo, pero en realidad miraba a través del cristal y me observaba a mí.
—¿Qué puede decirme de Adelaide Modine y de su hermano?
—Puedo decirle que, desde mi punto de vista, no había ningún motivo para sospechar que eran asesinos de niños. Su padre era raro, una especie de filántropo, supongo. Cuando murió dejó casi todo su dinero inmovilizado en un fondo fiduciario.
—¿Murió antes de los asesinatos?
—Unos cinco o seis años antes, sí. Dejó instrucciones para que los intereses del fondo se repartieran entre determinadas organizaciones benéficas a perpetuidad. Desde entonces el número de organizaciones benéficas receptoras de donativos ha aumentado considerablemente. Es mi obligación saberlo, ya que administro el fondo, con la ayuda de una pequeña comisión.
—¿Y los hijos? ¿Quedaron bien cubiertos?
—Sí, de sobra, según tengo entendido.
—¿Qué pasó con el dinero y las propiedades cuando murieron?
—El estado emprendió acciones para quedarse con las propiedades y los bienes. Las impugnamos en nombre del municipio y, al final, se llegó a un acuerdo. Las tierras se vendieron y los bienes se incorporaron al fondo, destinándose una parte a financiar nuevos proyectos urbanísticos en el pueblo. Por eso contamos con una buena biblioteca, una moderna oficina del sheriff, una escuela excelente, un centro médico de primera. Este pueblo no tiene gran cosa, pero lo poco que tiene es gracias al fondo.
—Lo poco que tiene, sea bueno o no, es gracias a la muerte de cuatro niños —repuse—. ¿Puede decirme algo más acerca de Adelaide y William Modine?
Hyams contrajo ligeramente los labios.
—Como he dicho, ha pasado mucho tiempo y preferiría no entrar en detalles. Yo apenas los conocí. Era una familia rica, y los hijos iban a un colegio privado. Pero siento decirle que no nos relacionamos mucho.
—¿Conocía su padre a la familia?
—Mi padre trajo al mundo a William y a Adelaide. Recuerdo un detalle curioso, pero no creo que le sea de gran ayuda: Adelaide tenía un hermano gemelo que no llegó a nacer y su madre murió a causa de las complicaciones del parto poco después. La muerte de la madre sorprendió a todos. Era una mujer fuerte y autoritaria. Mi padre pensaba que nos enterraría a todos. —Tomó un largo sorbo de su copa y entornó los ojos al recordar algo—. ¿Sabe usted algo de las hienas, señor Parker?
—Muy poco —reconocí.
—Las hienas moteadas suelen tener gemelos. Las crías nacen muy desarrolladas: ya tienen pelaje e incisivos afilados. Casi invariablemente un cachorro ataca al otro, a veces estando aún en la bolsa amniótica. El resultado suele ser la muerte. Por regla general el vencedor es la hembra, y si es la hija de una hembra dominante, se convertirá en su momento en la hembra dominante de la manada. Es una cultura matriarcal. En los fetos machos de la hiena moteada el nivel de testosterona es mayor que en los adultos, y las hembras presentan características masculinas incluso en el útero. Aun en la vida adulta, resulta difícil diferenciar los sexos. —Dejó la copa—. Mi padre sentía gran afición por las ciencias naturales. El reino animal siempre lo fascinó, y le gustaba encontrar paralelismos entre el reino animal y la sociedad humana.
—¿Y encontró uno en Adelaide Modine?
—Quizás, en cierto sentido. No le inspiraba simpatía.
—¿Estaba usted aquí cuando murieron los Modine?
—Volví a Haven la noche antes de que se descubriese el cadáver de Adelaide Modine y estuve presente en la autopsia. Llámelo curiosidad morbosa. Y ahora discúlpeme, señor Parker, pero estoy muy ocupado y no tengo nada más que añadir.
Me acompañó a la puerta y abrió la mosquitera para dejarme salir.
—No lo veo especialmente interesado en ayudarme a encontrar a Catherine Demeter, señor Hyams.
Resopló.
—¿Quién le ha sugerido que hable conmigo, señor Parker?
—Alvin Martin mencionó su nombre.
—El señor Martin es un agente del orden competente y escrupuloso y de gran valía para este pueblo, pero está aquí desde hace relativamente poco —explicó Hyams—. Mi reticencia a hablar se debe a una cuestión de secreto profesional. Señor Parker, soy el único abogado del pueblo. En uno u otro momento, casi todos los que viven aquí, con independencia del color de su piel, su renta o sus creencias políticas y religiosas, han pasado por mi bufete. Eso incluye a los padres de los niños que murieron. Sé bien lo que ocurrió aquí, señor Parker, más de lo que desearía y desde luego mucho más de lo que me propongo compartir con usted. Disculpe, pero aquí se acaba la conversación.
—Entiendo. Otra cosa, señor Hyams.
—¿Sí? —preguntó con visible hastío.
—El sheriff Granger también vive en esta calle, ¿no?
—El sheriff Granger vive en la casa de al lado, a la derecha. Aquí nunca han entrado a robar, señor Parker, lo que sin duda guarda relación con eso. Buenas noches.
Se quedó ante la mosquitera cuando me alejé. Eché un vistazo a la casa del sheriff al pasar pero no se veían luces encendidas ni un solo coche en el jardín. Mientras volvía a Haven empezaron a caer gotas en el parabrisas y, cuando llegué a las afueras del pueblo, éstas se habían convertido en un aguacero torrencial. Distinguí las luces del motel entre la lluvia. Vi a Rudy Fry de pie en la puerta, mirando el bosque y la creciente oscuridad.
Cuando aparqué, Fry había vuelto a ocupar su puesto en recepción.
—¿Qué hace aquí la gente para divertirse, aparte de intentar echar a los forasteros del pueblo? —pregunté.
Fry hizo una mueca mientras trataba de separar el sarcasmo de la esencia de la pregunta.
—Aquí no hay gran cosa que hacer salvo beber en el bar —contestó al cabo de un rato.
—Eso ya lo intenté. No me entusiasmó.
Se lo pensó un poco más. Esperé el olor a humo pero no llegó.
—Hay un restaurante en Dorien, a unos treinta kilómetros al este de aquí. Se llama Milano's. Es italiano. —Lo dijo con tono despectivo, dando a entender que no le atraía demasiado ninguna clase de comida italiana que no se presentara en una caja goteando grasa por los agujeros—. Yo nunca he comido allí.
Arrugó la nariz, como para confirmar su recelo a todo lo europeo.
Le di las gracias, fui a mi habitación, me duché y me cambié. Empezaba a cansarme de la implacable hostilidad de Haven. Si a Rudy Fry no le gustaba un sitio, ése debía de ser el sitio adonde yo quería ir. Antes de salir eché una atenta mirada al aparcamiento y poco después dejaba atrás Haven de camino a Dorien.
Dorien no era mucho mayor que Haven, pero tenía una librería y un par de restaurantes, lo que lo convertía en algo así como un oasis cultural. Compré un ejemplar mecanografiado de E. E. Cummings en la librería y entré a comer en el Milano's.
Tenía manteles a cuadros rojos y blancos y velas que reproducían el Coliseo en miniatura. Estaba casi lleno y la comida tenía buena pinta. Un esbelto maître con una pajarita roja se acercó diligentemente y me acompañó hasta una mesa en un rincón donde no asustaría a los demás clientes. Saqué el ejemplar de Cummings para tranquilizarlos y leí «Un lugar adonde nunca he viajado» mientras esperaba la carta, disfrutando con la cadencia y el delicado erotismo del poema.
Susan no había leído a Cummings antes de conocernos y, durante los primeros días de nuestra relación, le mandé ejemplares de sus poemas. En cierto modo, dejé que Cummings la cortejara por mí. Creo que incluso añadí un verso suyo a la primera carta que le envié. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de que era tanto una plegaria como una carta de amor, una plegaria para que el tiempo la tratara con misericordia porque era preciosa.
Se acercó un camarero y, tras consultar la carta, pedí bruschetta y pasta con salsa carbonara, y agua para beber. Miré alrededor pero nadie parecía fijarse en mí. Mejor así. No había olvidado la advertencia de Ángel y Louis, ni a la pareja del 4x4 rojo.
La comida, cuando llegó, era excelente. Me sorprendió el apetito con que la recibí y, mientras comía, fui dándole vueltas a lo que había averiguado por mediación de Hyams y las microfichas, y recordé el atractivo rostro de Walt Tyler, rodeado por la policía.
Me pregunté asimismo por el Viajante, y enseguida lo expulsé de mi pensamiento junto con las imágenes que lo acompañaban. Luego volví al coche y regresé a Haven.