19

A la mañana siguiente el cielo amaneció encapotado y gris, con una palpable amenaza de lluvia. Tenía el traje arrugado por el viaje del día anterior, así que, en su lugar, me puse unos pantalones de algodón, una camisa blanca y una chaqueta negra. Incluso saqué una corbata negra de punto, de seda, a fin de no parecer un vagabundo. Una vez más atravesé el pueblo en coche. No había ni rastro del 4x4 rojo ni de sus dos ocupantes.

Aparqué frente al restaurante Haven, compré el Washington Post en la gasolinera al otro lado de la calle y entré en el restaurante a desayunar. Ya pasaban de las nueve, pero la gente seguía tranquilamente instalada ante la barra y en las mesas, hablando del tiempo y, supuse, de mí, ya que algunos de ellos me lanzaron elocuentes miradas y dirigieron hacia mí la atención de sus vecinos.

Me senté a una mesa del rincón y hojeé el periódico. Una mujer madura que vestía delantal blanco y uniforme azul con el nombre Dorothy estampado sobre el pecho izquierdo se acercó con un bloc para tomar nota del pedido: tostadas de pan blanco, beicon y café. Cuando terminé de pedir, vaciló por un instante y preguntó:

—¿Es usted el que anoche le atizó en el bar a ese chico, Seis?

—El mismo.

Asintió en un gesto de satisfacción.

—Siendo así, le sirvo el desayuno gratis. —Sonrió con severidad y añadió—: Pero no interprete mi generosidad como una invitación a quedarse en el pueblo. Tampoco es usted tan guapo.

Parsimoniosamente, volvió a ocupar su puesto tras la barra y clavó el pedido en un alambre.

La calle mayor de Haven no estaba muy transitada, ni había a la vista gran actividad humana. Al parecer, la mayoría de los automóviles y camiones pasaban de largo camino de otros lugares. Daba la impresión de que el pueblo vivía anclado a una triste mañana de domingo.

Acabé de desayunar y dejé una propina en la mesa. Dorothy se inclinó sobre la barra, apoyando los pechos en la superficie abrillantada.

—Y ahora, adiós —dijo mientras me encaminaba a la salida.

Los demás me miraron fugazmente por encima del hombro y volvieron a sus desayunos y cafés.

Fui en coche a la biblioteca pública, un edificio nuevo de una sola planta en el otro extremo del pueblo. Tras la mesa de préstamos había una negra preciosa de poco más de treinta años y una blanca de mayor edad con el pelo como lana de acero. Cuando entré, ésta me observó con ostensible displicencia.

—Buenos días —saludé.

La joven me sonrió con cierto nerviosismo y la otra intentó poner orden en su lado de la mesa, ya impecable.

—¿Cuál es el periódico local de aquí? —pregunté.

—Era el Haven Leader —contestó la joven tras un breve silencio—. Ya no se publica.

—Ando buscando una noticia antigua, números atrasados.

Miró a la otra mujer como para que la orientase, pero ésta continuó cambiando papeles de sitio en la mesa.

—Están en microfichas, en los archivadores que hay junto al visor. ¿Ha de consultar números de hace mucho tiempo?

—No mucho —respondí, y me dirigí hacia los archivadores.

Las fichas del Leader estaban ordenadas cronológicamente en pequeñas cajas cuadradas distribuidas en diez cajones, pero faltaban las de los años correspondientes a los asesinatos de Haven. Las revisé todas por si se habían traspapelado, aunque presentía que esas fichas en particular no se encontraban a disposición del visitante ocasional.

Regresé a la mesa de préstamos. La mujer de mayor edad había desaparecido.

—Creo que las fichas que busco no están ahí —expliqué.

La joven puso cara de desconcierto, pero me dio la impresión de que fingía.

—¿Qué año busca?

—Años. 1969, 1970 y quizá 1971.

—Lo siento, pero esas fichas no… —intentó encontrar una excusa convincente— …las tenemos. Están en préstamo para un trabajo de investigación.

—Ah —dije. Le dediqué la mejor de mis sonrisas—. No importa. Me arreglaré con lo que hay.

Mostró cierto alivio, y yo volví al visor; por hacer algo, examiné las fichas en busca de cualquier cosa útil, sin más resultado que el aburrimiento. La oportunidad tardó media hora en presentarse. Un grupo de colegiales entró en la sección juvenil de la biblioteca, separada de la sección de adultos por una mampara de madera y cristal. La joven los siguió y se quedó de espaldas a mí hablando con los niños y la maestra, una rubia que, a juzgar por su aspecto, no hacía demasiado tiempo que había dejado la escuela.

La otra bibliotecaria seguía sin dar señales de vida, aunque había una puerta marrón medio abierta en el pequeño vestíbulo situado al fondo de la sección de adultos. Subrepticiamente, fui a la mesa de préstamos y empecé a revolver en los cajones y en el armario con todo el sigilo posible. En cierto momento pasé agachándome por delante de la puerta de la sección juvenil, pero la bibliotecaria seguía ocupada con sus jóvenes lectores.

Encontré las fichas desaparecidas en el último cajón, junto a una pequeña caja de monedas. Me las guardé en los bolsillos de la chaqueta y, ya salía de la zona de préstamos cuando, fuera, oí cerrarse la puerta del despacho y unos pasos que se aproximaban. Me acerqué rápido a una estantería, y al instante apareció la bibliotecaria de más edad. Se detuvo a un paso de la mesa de préstamos y lanzó una adusta mirada en dirección a mí y al libro que sostenía en la mano. Sonreí resueltamente y regresé al visor. No sabía cuánto tardaría el ogro de la mesa de préstamos en echar un vistazo al cajón y decidirse a pedir refuerzos.

Probé primero con las fichas de 1969. Pese a que en ese año el Haven Leader era un semanario, me llevó un buen rato. No se mencionaba ninguna desaparición. Aun en 1969 parecía que la población negra apenas contaba. Buena parte del contenido se centraba en los actos parroquiales, las conferencias del círculo de historia y las bodas locales. Incluía asimismo una breve sección de sucesos, en su mayoría infracciones de tráfico y alborotos públicos originados por el consumo de alcohol, pero nada que indujera a imaginar al lector desinformado que en el pueblo de Haven desaparecían niños.

De pronto, en un número de noviembre, encontré una alusión a un tal Walt Tyler. Acompañaba al artículo una fotografía de Tyler, un hombre bien parecido que uno de los ayudantes del sheriff llevaba esposado. HOMBRE DETENIDO TRAS AGREDIR AL SHERIFF, rezaba el titular sobre la imagen. El texto daba pocos detalles precisos pero, por lo visto, Tyler había entrado en la oficina del sheriff y empezado a causar destrozos antes de intentar arremeter contra el propio sheriff. La posible razón de la agresión sólo se insinuaba en el último párrafo.

«Tyler se hallaba entre el grupo de negros interrogados por la oficina del sheriff en relación con la desaparición de su hija y otros dos niños. Fue puesto en libertad sin cargos».

Las fichas de 1970 fueron más productivas. La noche del 8 de febrero de 1970, Amy Demeter desapareció cuando se dirigía a casa de una amiga para entregar un tarro de la mermelada de su madre. Nunca llegó a la casa y, a unos quinientos metros de su domicilio, se encontró el tarro roto en una acera. El artículo incluía una foto de la niña, junto con la descripción detallada de la ropa que llevaba puesta y una breve historia de la familia: el padre, Earl, era contable; la madre, Dorothy, ama de casa y maestra; la hermana menor, Catherine, una niña simpática con cierto talento artístico. La noticia ocupó los titulares del periódico durante varias semanas: continúa la búsqueda de la niña de Haven. La policía interroga a otros cinco sospechosos por el misterio Demeter y, finalmente, apenas quedan esperanzas para Amy.

Repasé el Haven Leader durante otra media hora, pero no salía nada más sobre los asesinatos ni su resolución, si la hubo. La única alusión fue una crónica de la muerte de Adelaide Modine en un incendio cuatro meses después, con una referencia a la muerte de su hermano. No se describían las circunstancias de ninguna de las dos muertes, pero sí aparecía una insinuación, de nuevo, en el último párrafo: «La oficina del sheriff de Haven tenía mucho interés en hablar con Adelaide y William Modine con relación a la investigación que estaban llevando a cabo de la desaparición de Amy Demeter y otros niños».

No hacía falta ser un genio para leer entre líneas y darse cuenta de que Adelaide Modine o su hermano William, o puede que ambos, fueron los principales sospechosos. La prensa local no publica necesariamente todas las noticias; ciertas cosas ya las sabe todo el mundo, y en ocasiones los periódicos se limitan a publicar lo justo para desorientar a los forasteros. La bibliotecaria mayor me estaba echando el mal de ojo, así que acabé de imprimir las copias de los artículos pertinentes, los recogí y me fui.

Un coche patrulla de la oficina del sheriff, un Crown Victoria marrón y amarillo, se hallaba estacionado frente a mi coche y uno de los ayudantes, con el uniforme limpio y bien planchado, me esperaba apoyado en la puerta del conductor de mi Mustang. Cuando me acerqué vi dibujados sus largos músculos bajo la camisa. Tenía los ojos apagados y sin vida, y cara de gilipollas. De gilipollas en forma.

—¿Este coche es suyo? —preguntó con el deje de Virginia, los pulgares metidos en el cinturón de la pistolera en el que resplandecían las impolutas herramientas propias de su oficio. En la placa perfectamente prendida del pecho destacaba el apellido «Burns».

—Claro que lo es —respondí, imitando su acento. Era una mala costumbre mía.

Tensó la mandíbula si es que era posible tensarla aún más.

—Me he enterado de que anda buscando unos periódicos antiguos.

—Soy aficionado a los crucigramas. Antes eran mejores.

—¿Es usted otro de esos escritores?

A juzgar por el tono de su voz, no daba la impresión de que leyera mucho, o como mínimo nada que no contuviera ilustraciones o un mensaje de Dios.

—No —contesté—. ¿Vienen muchos escritores por aquí?

Dudo que creyese que no era escritor. Quizá me veía aspecto de intelectual, o quizá cualquiera a quien no conociese personalmente se convertía de inmediato en sospechoso de inclinaciones literarias encubiertas. La bibliotecaria me había delatado convencida de que no era más que otro escritorzuelo que pretendía embolsarse unos dólares a costa de los fantasmas del pasado de Haven.

—Voy a acompañarlo a la salida del pueblo —anunció—. Tengo su bolsa.

Fue al coche patrulla y sacó mi bolsa de viaje del asiento delantero. El ayudante Burns empezaba a colmar mi paciencia.

—Aún no tengo previsto marcharme —repuse—, así que quizá podría volver a dejarla en mi habitación. A propósito, cuando la deshaga, quiero los calcetines en el lado izquierdo del cajón.

Dejó caer la bolsa en la calle y se dirigió hacia mí.

—Oiga, tengo el carnet. —Me llevé la mano al bolsillo interior de la chaqueta—. Soy…

Fue una estupidez, pero estaba exasperado, harto y cabreado con el ayudante Burns, y no pensaba con claridad. Vio un destello de la culata de mi pistola y al instante empuñó la suya. Burns era rápido. Probablemente se ejercitaba delante del espejo. En cuestión de segundos me encontré contra su coche, desarmado, y con unas resplandecientes esposas cerrándose en mis muñecas.