18

Esa tarde viajé en coche a Virginia. Era una distancia larga pero me dije que necesitaba tiempo para darle rodaje al motor, para que se soltara después de tanto tiempo fuera de la carretera. Al volante, intenté analizar lo ocurrido durante los últimos dos días, pero mi mente volvía una y otra vez a los restos de la cara de mi hija en el tarro de formol.

Advertí la presencia del otro coche pasada una hora, un Nissan rojo de tracción en las cuatro ruedas con dos ocupantes. Se mantenían cuatro o cinco vehículos por detrás, pero cuando yo aceleraba también lo hacían ellos. Cuando me rezagaba, procuraban tenerme a la vista durante todo el tiempo posible y luego empezaban a reducir la marcha también. Llevaba las matrículas intencionadamente sucias de barro. Conducía una mujer, con el pelo recogido y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. En el asiento contiguo viajaba un hombre de cabello oscuro. Los dos tenían treinta y tantos años, pero no los reconocí.

Si eran federales, cosa poco probable, eran muy torpes. Si se trataba de los asesinos a sueldo de Sonny, se correspondía con su tendencia a contratar el peor servicio. Sólo un payaso utilizaría un 4x4 para seguir a un coche o para intentar sacar de la carretera a otro vehículo. Un 4x4 tiene un centro de gravedad alto y vuelca con más facilidad que un borracho en una pendiente. Quizás era simple paranoia por mi parte, pero lo dudaba.

No intentaron nada y los perdí en las carreteras secundarias entre Warrenton y Culpeper de camino hacia la cordillera del Blue Ridge. Si volvían a aparecer detrás de mí, me daría cuenta: eran tan visibles como una mancha de sangre en la nieve.

Mientras conducía, el sol se filtraba entre los árboles haciendo brillar los capullos en forma de telaraña de las orugas. Sabía que, bajo las hebras, los cuerpos blancos de las larvas se retorcían como víctimas del síndrome de Tourette mientras reducían las hojas a materia muerta de color pardusco. Hacía un tiempo maravilloso y los nombres de los pueblos que bordeaban Shenandoah tenían una sonoridad poética: Wolftown, Quinque, Lydia, Roseland, Sweet Briar, Lovingston, Brightwood. A esa lista podía añadirse el pueblo de Haven, pero sólo si uno decidía no estropear el efecto visitándolo.

Caía una lluvia torrencial cuando llegué a Haven. El pueblo estaba enclavado en un valle al sureste de la cordillera de Blue Ridge, casi en el vértice del triángulo que formaba con Washington y Richmond. En el límite, un letrero rezaba bienvenidos al valle, pero Haven tenía poco de acogedor. Era un pueblo pequeño sobre el que parecía haberse instalado una nube de polvo que ni siquiera la intensa lluvia había podido disipar. Frente a las casas había aparcadas furgonetas herrumbrosas, y aparte de un único local de comida rápida y un pequeño supermercado anexo a una gasolinera, sólo atraían al viajero de paso el débil neón del bar del Welcome Inn y las luces del restaurante de enfrente. Era la clase de sitio donde, una vez al año, los miembros de la Asociación de Veteranos de Guerra se reunían, alquilaban un autobús y se iban a otra parte a rememorar a sus muertos. Tomé una habitación en el motel Haven View, a las afueras del pueblo. Era el único huésped, y un olor a pintura flotaba por los pasillos de lo que en otro tiempo debió de ser una casa de considerable tamaño, transformada ahora en un hotel de tres plantas funcional y vulgar.

—Estamos redecorando el segundo piso —explicó el conserje, que, según me dijo, se llamaba Rudy Fry—. Tengo que darle una habitación arriba, en el último piso. En principio no debería aceptar huéspedes, pero…

Con una sonrisa, me dio a entender que me hacía un gran favor dejándome quedar. Rudy Fry era un cuarentón de baja estatura y exceso de peso. Tenía en las axilas manchas amarillas de sudor seco desde hacía tiempo y olía vagamente a alcohol para friegas.

Eché un vistazo alrededor. El motel Haven View no parecía la clase de establecimiento que invitase a quedarse ni en su mejor momento.

—Sé lo que está pensando —dijo el conserje, y sonrió revelando una reluciente dentadura postiza—. Está pensando: «¿Por qué tirar el dinero decorando un motel en el culo del mundo?». —Me guiñó un ojo y se inclinó por encima del mostrador de recepción con un gesto de complicidad—. Pues se lo diré, caballero. Esto no será el culo del mundo durante mucho más tiempo. Van a venir los japoneses y, cuando vengan, esto se convertirá en una mina de oro. ¿Dónde van a alojarse, si no, por estos alrededores? —Movió la cabeza y se echó a reír—. Joder, vamos a limpiarnos el culo con billetes de dólar. —Me entregó una llave unida mediante una cadena a un pesado bloque de madera—. Habitación veintitrés. Suba por la escalera; el ascensor está averiado.

En la habitación había polvo pero estaba limpia. Una puerta comunicaba con la habitación contigua. Tardé menos de cinco segundos en forzar la cerradura con mi navaja; luego me duché, me cambié y volví al pueblo en coche.

La recesión de los años setenta había causado estragos en Haven y puesto fin a la poca industria existente. El pueblo podría haberse recuperado, podría haber encontrado otro medio para prosperar si su historia hubiese sido distinta, pero los asesinatos la habían empañado y el pueblo había entrado en decadencia. Y por eso, aun después de haber descargado el cielo sobre las tiendas y las calles, sobre la gente y las casas, sobre los árboles, las furgonetas, los coches y el asfalto, nada parecía limpio en Haven. Era como si la propia lluvia se hubiera ensuciado nada más entrar en contacto con el pueblo.

Pasé por la oficina del sheriff, pero ni éste ni Alvin Martin estaban allí. En su lugar, había tras la mesa un ayudante llamado Wallace, que me miró con expresión ceñuda mientras se llevaba a la boca un puñado de Doritos. Decidí esperar a la mañana siguiente con la esperanza de encontrar a alguien más complaciente.

El restaurante ya cerraba cuando crucé el pueblo, con lo que las únicas opciones eran el bar y la hamburguesería. Por dentro, el bar estaba mal iluminado, como si el letrero de neón rosa de fuera consumiese demasiada energía, The Welcome Inn, decían las rutilantes letras, pero el interior parecía desmentir la supuesta bienvenida.

Por un altavoz sonaba una especie de bluegrass y, sobre la barra, un televisor con el volumen al mínimo transmitía un partido de baloncesto, pero al parecer nadie atendía a la música ni a las imágenes. Habría unas veinte personas en torno a las mesas y ante la larga barra de madera oscura, incluida una pareja de descomunal corpulencia que parecía haber dejado al tercer oso con una canguro. Se oía el rumor de las conversaciones, algunas de las cuales cesaron cuando entré pero pronto se reemprendieron de nuevo.

Cerca de la barra, alrededor de una desastrada mesa de billar, un corrillo de hombres observaba con indolencia a un individuo enorme y robusto de poblada barba oscura jugar con otro de mayor edad que manejaba el taco como un timador. Me lanzaron una ojeada cuando pasé a su lado, pero siguieron jugando. No cruzaban una sola palabra. Obviamente, el billar era un asunto serio en el Welcome Inn.

En cambio, la bebida no lo era. Todos los hombres duros dispuestos en torno a la mesa de billar tenían en la mano botellas de Bud sin alcohol, que en un local de copas, para el verdadero bebedor, equivaldría a la lima con sifón.

Ocupé un taburete en la barra y pedí un café a un camarero que llevaba una camisa blanca deslumbrantemente limpia para un sitio como aquél. Con total deliberación fingió no oírme, en apariencia atento al partido de baloncesto, así que se lo pedí otra vez. Desvió hacia mí la mirada manifestando absoluta desgana, como si yo fuera un insecto paseándose por la barra y él estuviese ya cansado de aplastar insectos pero se preguntara si, ya puestos, no podía aplastar uno más para concluir la jornada.

—No servimos café —contestó.

Eché un vistazo a lo largo de la barra. Dos taburetes más allá, un anciano con un tabardo y una ajada gorra con el logo del puma tomaba un tazón de algo que olía a café solo y cargado.

—¿Se lo ha traído él mismo, ese hombre? —pregunté señalando hacia allí con la cabeza.

—Sí —respondió el camarero con la vista fija en el televisor.

—Me conformaré con una Coca-Cola. Están detrás de usted, en el segundo estante empezando por abajo, a la altura de las rodillas. Cuidado no vaya a hacerse daño al agacharse.

Durante un largo rato dio la impresión de que no iba a moverse. Por fin, poco a poco, se inclinó sin apartar la mirada de la pantalla y, con un gesto instintivo, alcanzó el abridor del borde de la barra. A continuación colocó una botella ante mí y dejó al lado un vaso sin hielo. En el espejo vi las sonrisas de algunos parroquianos que encontraban graciosa la situación y oí la risa de una mujer, grave y empañada por el alcohol, en la que se adivinaba una promesa de sexo. Recorriendo el espejo con la mirada, localicé el origen de la risa: una mujer de rasgos toscos y cabello abundante y oscuro sentada en el rincón. Un hombre fornido le susurraba al oído palabras rancias como el arrullo de una paloma enferma.

Llené el vaso y tomé un largo trago. La encontré caliente y empalagosa y noté que se me adhería al paladar, la lengua y los dientes. El camarero, por pasar el rato, se dedicó a sacar brillo a unos vasos con un paño que, a juzgar por su aspecto, no habían lavado desde la investidura de Reagan. Cuando se aburrió de redistribuir el polvo de los vasos, se acercó y dejó el paño en la barra delante de mí.

—¿Está de paso? —preguntó, aunque en su voz no se apreciaba la menor curiosidad. Parecía más un consejo que una pregunta.

—No —dije.

Asimiló la respuesta y esperó a que yo añadiese algo. Me quedé callado. Él cedió primero.

—¿A qué ha venido, pues? —Miró a los jugadores de billar por encima de mi hombro y advertí que el golpeteo de las bolas se había interrumpido súbitamente. En sus labios se dibujó una rastrera sonrisa de complacencia—. Quizá yo pueda… —hizo una pausa y, con la sonrisa aún más amplia, adoptó un tono de afectada formalidad—, servirle de algo.

—¿Conoce a algún Demeter?

La sonrisa de complacencia se le heló en los labios. Al cabo de un silencio, respondió:

—No.

—Entonces dudo que vaya usted a servirme de algo.

Dejé dos dólares en la barra y me levanté para marcharme.

—Por la bienvenida —dije—. Dedíquelo a la compra de un letrero nuevo.

Al darme media vuelta me encontré frente a un individuo menudo, con facciones de roedor, que llevaba una raída cazadora vaquera. Tenía la nariz salpicada de puntos negros y los dientes le sobresalían y amarilleaban como los colmillos de una morsa. En la gorra de béisbol que tenía puesta se leía la inscripción «la peña con el clan», pero no era la clase de logo que habría agradado a John Singleton. Las palabras no estaban rodeadas por los motivos típicos de la región sino por encapuchados del Ku Klux Klan.

Bajo la cazadora vaquera vi la palabra «Pulaski» y una especie de emblema. Pulaski era la cuna del Ku Klux Klan, y allí se reunían anualmente los fanáticos de la pureza aria de todo el país; aunque podía imaginarme la expresión del viejo Thom Robb, el estirado y grandilocuente fundador del Klan, al ver a aquel roedor, con su cara contraída e infrainteligente, ir a respirar los aires de Pulaski. Al fin y al cabo, Robb pretendía que el Klan atrajese a la élite culta, los abogados y profesores. La mayoría de los abogados se habría mostrado reacia a aceptar al roedor como cliente, y ya no digamos como compañero de armas.

Aun así, el roedor probablemente tenía cabida en el actual Klan. Toda organización necesita soldados de a pie, y éste llevaba las palabras «carne de cañón» escritas en la cara. Cuando llegara el momento de que la «peña» invadiese la escalinata del Capitolio y reclamase para sí los Estados Unidos, el roedor estaría en primera fila, donde con toda seguridad daría la vida por la causa.

Detrás de él apareció el jugador de billar barbudo, de ojos pequeños y porcinos y cara de tonto. Tenía unos brazos gigantescos pero sin definición muscular y una prominente barriga ceñida por una camiseta de camuflaje. En la camiseta rezaba la leyenda «Mátalos a todos; ya hará Dios las distinciones», pero aquel grandullón no era infante de marina. Era lo más cercano a un retrasado mental sin llegar al punto de necesitar a alguien dos veces al día para darle de comer y limpiarlo.

—¿Cómo le va? —preguntó el roedor.

El bar se quedó en silencio y los hombres reunidos en torno a la mesa de billar ya no observaban con actitud indolente sino tensos en previsión de lo que se avecinaba. Obviamente, el roedor y su compinche formaban la pareja de humoristas del pueblo.

—De maravilla, hasta ahora. —Asintió como si yo acabase de pronunciar unas profundas palabras que hubieran despertado en él una natural adhesión—. ¿Sabe una cosa? Una vez me meé en el jardín de Thom Robb —dije, y era verdad.

—Más vale que vuelva a la carretera y siga su camino, creo yo —comentó el roedor tras un instante de silencio para elucidar quién era Thom Robb—. Así que, ¿por qué no lo hace?

—Gracias por el consejo.

Me eché a un lado con la intención de marcharme, pero su amigo apoyó en mi pecho una mano del tamaño de una pala y me empujó hacia la barra con una ligera flexión de muñeca.

—No era un consejo —aclaró el roedor. Señalando al grandullón con el pulgar, añadió—: Éste es Seis. Si no se mete en el puto coche ahora mismo y empieza a levantar polvo en la carretera, Seis va a hacerle una cara nueva.

Seis esbozó una vaga sonrisa. Saltaba a la vista que la curva de la evolución había ascendido de manera muy gradual allí donde Seis había venido al mundo.

—¿Sabe por qué lo llaman Seis?

—A ver si lo adivino —contesté—. ¿En su casa hay otros cinco capullos como él?

Por lo visto, no iba a averiguar a qué debía Seis su nombre, porque dejó de sonreír y, apartando al roedor, se abalanzó hacia mí con el brazo extendido para agarrarme por el cuello. Para un hombre de su corpulencia, se movía con rapidez pero no la suficiente. Levanté el pie derecho y le descargué un golpe en la rodilla izquierda con el tacón. Se oyó el esperado crujido, y Seis, con una mueca de dolor, se tambaleó y cayó de costado.

Sus amigos acudían ya en su auxilio cuando se produjo un alboroto detrás del grupo y el ayudante del sheriff, bajo y regordete y cercano a los cuarenta, se abrió paso entre ellos con la mano en la culata de la pistola. Era Wallace, el ayudante Dorito. Se le veía nervioso y asustado, la clase de individuo que se metía en la policía para sentir cierta superioridad ante aquellos que se reían de él en el colegio, le robaban el dinero del almuerzo y lo molían a palos, sólo que a la hora de la verdad descubría que la gente aún se reía de él y no parecía considerar el uniforme un obstáculo para darle otra paliza. Con todo, esta vez llevaba un arma y quizá los demás sospechaban que, movido por el miedo, era capaz de encañonarlos.

—¿Qué pasa aquí, Clete?

Reinó el silencio por un momento y, finalmente, el roedor tomó la palabra.

—Los ánimos se han caldeado un poco, Wallace, eso es todo. Nada que afecte a la ley.

—No hablaba contigo, Gabe.

Alguien ayudó a Seis a levantarse y lo acompañó hasta una silla.

—A mí me parece que aquí hay algo más que ánimos caldeados. Lo mejor será, quizá, que vengáis un rato a las celdas para calmaros.

—Déjalo, Wallace —replicó una voz grave. Procedía de un hombre delgado y fibroso, de ojos oscuros y mirada fría, con una barba moteada de gris. Tenía cierto aire de autoridad y una inteligencia muy superior a las cortas entendederas de sus acompañantes. Mientras hablaba, me observó con detenimiento, como el empleado de una funeraria examinaría a un posible cliente con vistas al ataúd.

—De acuerdo, Clete, pero… —contestó el ayudante Dorito bajando la voz gradualmente hasta quedar en silencio al darse cuenta de que, dijera lo que dijera, ninguno de los presentes tenía el menor interés en oírlo. Dirigió un gesto de asentimiento a la concurrencia como si la decisión de no tomar mayores medidas fuera suya. Mirándome, me aconsejó—: Señor, será mejor que se marche.

Fui caminando despacio hacia la puerta. Nadie hizo el menor comentario cuando salí. Ya en el motel, telefoneé a Walter Cole para saber si se conocían datos nuevos en relación con el asesinato de Stephen Barton, pero no lo encontré en el despacho y en su casa me salió el contestador. Dejé el número del motel e intenté dormir un rato.